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La copa de la santa cena, reparada cuidadosamente por los orfebres, había pasado al servicio de arqueología de la universidad, donde expertos catedráticos trataron de despejar las muchas incógnitas que planteaba. En primer lugar, los profesores examinaron las fuentes escritas, que ya otros habían estudiado, y, para mayor objetividad, prescindieron de las valoraciones dadas anteriormente. Así reestudiaron con gran atención una carta de Jaime II, fechada en septiembre de 1322. En dicha misiva, el rey encarecía a los caballeros barceloneses Berenguer de Castro y Geraldo de Olivera que pidiesen al sultán de Egipto Abul-Fatah Mohammad trozos del lignum crucis, del que, según tenía entendido, guardaba gran cantidad en sus tesoros, e igualmente que le hiciese llegar el cáliz en que Jesucristo consagró el día de la cena. Años después, en carta del 3 de julio de 1327, solicitaba al mismo sultán nuevas reliquias, especialmente el cuerpo de santa Bárbara y el brazo de san Simón. Curiosamente ya no le nombraba la vera cruz ni el cáliz de la cena. Los investigadores vieron en ese silencio indicio suficiente de que el sultán de Egipto ya se las había remitido. Al igual que habían hecho los anteriores historiadores, también los de ahora restaron importancia a las peticiones de Jaime II. Bastaba con leer las innumerables solicitudes hechas a los turcos por parte de los cristianos de aquella época para darse cuenta de la mentalidad ingenua y acrítica que reinaba respecto de las reliquias. A los mercaderes que marchaban a Oriente se les pedía que trajesen la vara de Moisés, o la zarza incombustible del Sinaí, o las planchas de madera con que se había fabricado el arca de Noé, o alguna otra cosa por el estilo… En ese contexto fantasioso y extravagante había que situar aquellas cartas reales, y así lo hicieron los arqueólogos.

De mayor credibilidad les pareció el pergamino 136 del Archivo de la Corona de Aragón. En ese documento, fechado el 26 de septiembre de 1399, se establecía una transacción mediante la cual el rey don Martín el Humano recibía del monasterio de San Juan de la Peña illum Calicem lapideum cum quo dominus noster Iesus Xps. in sua sancta cena sanguinem suum preciossisimum consecravit (el cáliz de piedra en que Nuestro Señor Jesucristo consagró su preciosa sangre en su santa cena), dando a cambio un cáliz de oro adornado con esmaltes, con su patena.

Con éstos y otros documentos, que apenas iban más allá del siglo XV, difícilmente, por no decir imposible, se podía afirmar con plena seguridad que ése hubiese sido el cáliz utilizado por Jesucristo. No obstante, fueron esos escritos los que dieron una primera pista a los arqueólogos, orientándolos hacia Egipto. ¿Vinieron de allí la copa y la naveta que, unidas posteriormente, dieron como resultado el supuesto cáliz de la cena? ¿Quién las fabricó, dónde y cuándo?

Los arqueólogos echaron mano, antes que nada, del Dictionaire des antiquités romaines et grecques de Daremberg-Saglio y de otros estudios generales para tener una primera aproximación de lo que la Antigüedad clásica conocía respecto de cálices y copas para el servicio de mesa. Pasaron luego a estudios específicos y monográficos. Comprobaron, con gran sorpresa por su parte, que numerosos yacimientos arqueológicos ya habían sido muy bien investigados y se disponía de abundante literatura acerca de ellos. Sobre el mapa, en un arco que se extendía de Alejandría a Antioquía, fueron ubicando los talleres dedicados a la fabricación y exportación de vasos de piedra, sobresaliendo por su importancia los de Egipto, cuyos productos invadieron toda la cuenca mediterránea. Pero no sólo eso; fue precisamente en Egipto, y más concretamente en el taller excavado junto a la famosa Heliópolis, donde se localizó una de las fábricas de mayor producción de copas de jaspe, calcedonia, ágata, sienita, y de otras piedras finas, desperdigadas hoy por los museos de medio mundo, entre las que bien podían incluirse la de Valencia, por la identidad de factura y labrado. Algunos de los ejemplares, minuciosamente descritos y datados en los catálogos museísticos, eran de extraordinaria antigüedad, remontándose al segundo milenio antes de Cristo; y todos, anteriores al siglo I de nuestra era, tiempo en que las copas de vidrio, de mayor belleza y menor coste económico, sustituyeron a las de piedra, desterrándolas del mercado…

—Que la copa de Valencia formaba parte de una vajilla de lujo; que procedía de Egipto, con toda probabilidad del taller de Heliópolis; que fue labrada entre los siglos IV antes de Cristo al I de nuestra era, se puede considerar históricamente probado y filiada como pieza de ese tiempo y de aquel lugar. Que esta copa concreta estuviera o no en la mesa de la última cena es una cuestión que la arqueología de ningún modo puede resolver.

Quien había hecho la reseña del estudio con sus distintas fases y resultados, y que con este dictamen finalizaba ahora su exposición, era el profesor Mataix. Él y su colega, el doctor Beltrán, se encontraban en el despacho del deán, todavía convaleciente de su extraña enfermedad. La estancia resultaba lóbrega, con las paredes desnudas, enteladas de damasco morado; las pocas pinturas que colgaban, posiblemente tablas valiosas, eran de santos igualmente sombríos. Nada sonreía en aquella habitación, ni siquiera por la ventana, mal orientada, se extraviaba un rayo de sol. Estaban sentados uno y otro en dos incómodos confidentes delante de la gran mesa de nogal tras la que, empalado en un sillón de alto respaldo, se encontraba el doctor Lodares, si siempre delgado, ahora esperpéntico. El eclesiástico enjuto, cuya calavera se dibujaba a través de la piel finísima, escuchó el largo discurso del profesor con atención, o al menos, eso aparentaba.

—¿Qué hay de la inscripción? —preguntó apresurado, apenas acabó aquél, sin poner objeción alguna a lo relatado.

La valija en que se guardaba la santa reliquia la habían depositado los profesores en un ángulo de la mesa, y a ella volvieron todas las miradas.

—La nobleza de la piedra de la naveta y el trabajo de su tallado es muy distinto del de la copa, y de inferior calidad; el nódulo ovoide del que se obtuvo, menos regular. —Tomó el relevo el doctor Beltrán, mientras descubría la reliquia—. En lo que concierne a tiempo y lugar, habría que decir algo muy similar a lo de la copa. La inscripción, sin embargo, nos ha dado grandes quebraderos de cabeza. Nos ha resultado muy difícil determinar la fecha y el modo cómo se ejecutó, y harto laborioso establecer su significado.

El canónigo Lodares ahora sí estaba pendiente de lo que decía el profesor y seguía el índice de éste, por si señalaba algún detalle que él no debía perderse. Hecha esta introducción, breve exordio para que el deán valorase su trabajo, el doctor Beltrán pasó a exponerle detalladamente todos y cada uno de los pasos dados.

—Fotografiamos la inscripción lo mejor que pudimos, y enviamos copias a amigos nuestros de varias universidades, pues nosotros no estábamos en condiciones de leerla. Desde un primer momento nos pareció escrita en árabe cúfico…

—¿Y han logrado descifrarla?

Se notaba la impaciencia del deán por ir de cabeza a los resultados y ahorrarse así el relato del proceso, pero no era del mismo parecer el profesor, quien pensaba, y así lo aplicaba en sus clases, que los pasos de la búsqueda formaban parte de la verdad descubierta, pues siendo ésta desvelamiento, aleceia, como decían los griegos, no se la debía mostrar súbitamente, sino poco a poco, mientras se le iban quitando uno a uno los velos que la ocultaban. Sólo de este modo, en ese contexto y circunstancia, la revelación de lo hallado tenía sentido, y la verdad se manifestaba en toda su plenitud. Esta hermenéutica, esencial en el mundo de la filosofía, había que aplicarla también a cualquier otra ciencia. Así que el doctor Beltrán asintió con la cabeza, pero siguió, paso a paso, con el plan que de antemano traía trazado.

—Difícil ha sido poner concordantes las opiniones de nuestros colegas —continuó su discurso—, pues aunque todos han leído poco más o menos lo mismo, sus interpretaciones del texto, la fecha de la incisión y la función del vaso son diametralmente opuestas…

—¿Qué dice la inscripción? —se impacientó aún más el deán, echando hacia adelante su cuerpo, en un intento de arrancar al doctor Beltrán el secreto y acabar con aquel insufrible suspense.

—Los caracteres cúficos no todos los han transcrito de igual modo, y esto condiciona ya una matización diferente en la traducción.

—¡Por todos los santos! ¿Me puede decir de una vez qué es lo que dice esa inscripción?

El doctor Beltrán, al lado de su colega, el señor Mataix, aparentaba ser más bajo y pequeño que en realidad. Un gran bigote, amplio y asilvestrado, separaba su nariz de la boca, donde sonreían constantemente sus blancos dientes. Nunca había logrado en su larga carrera docente despertar tamaño interés, y se decidió a desvelar el secreto no fuera a darle algo al curioso canónigo.

—Los signos cúficos —y señaló en el pie del cáliz el lugar en que estaban esgrafiados— pueden leerse Lilzahirati o Lilzáhira. En el primer caso debe traducirse «para el que reluce». En el segundo, diría más bien «para la más floreciente».

El profesor, desvelado parte del enigma, pues aún le quedaban muchos velos por quitar, se quedó mirando al doctor Lodares que, sumido en silencio y puestos en blanco sus ojos de miope profundo, trataba de sopesar aquellas frases. El doctor Mataix dio un codazo a su colega para que prosiguiera.

—Permítame que comience dándole cuenta de la segunda lectura y traducción, lilzáhira, «para la más floreciente», que ha sido defendida por los arabistas y arqueólogos de Córdoba. Según ellos, la inscripción se referiría al alcázar llamado Al-záhira (Villa floreciente), que Almanzor mandó edificar para su recreo cerca de aquella ciudad. En ese supuesto, esta copa o naveta habría pertenecido a las ricas vajillas de ese palacio, como lo confirmaría la dedicatoria grabada en el propio vaso. Si damos por buena esta hipótesis, tendríamos que admitir que la copa sería de fabricación cordobesa y no de importación. Nosotros, y otros investigadores, continuamos pensando que el tipo de piedra y el tallado nos remite, sin lugar a dudas, a Egipto, donde está bien demostrado que hubo muchas manufacturas dedicadas a la fabricación y el comercio de vasos lujosos, y que inundaron toda la cuenca mediterránea con sus productos, como antes le contaba mi colega. Claro que, a esta objeción, ellos han respondido diciendo que si hay dificultad de filiar la pieza como producto autóctono de Córdoba, al menos habrá que admitir que fue marcada aquí, entre los siglos X y XII.

—¿Y hay algún inconveniente en ello? —preguntó el deán que, un poco decepcionado por los resultados, se apercibía ahora de que las prisas nunca son buenas, y habría que esperar hasta el fin de la exposición para hacer balance.

—No se trata simplemente de un inconveniente, como verá, si seguimos, paso a paso, todos los que hemos dado en nuestra investigación. —Y dicho esto, prosiguió con toda su mejor didáctica—: Nuestros amigos de Roma transcribieron Lilzahirati como «para el que reluce», «para el que da brillo». Es decir, «para Dios», supusieron ellos en un primer momento… Y conjeturaron que esta lectura estaba muy de acuerdo con la forma ovalada de la vasija, que hacía pensar en una naveta para incienso. Según eso, no estaríamos ante un vaso propio de vajilla de mesa, sino ante un utensilio litúrgico de un templo.

Esta última precisión interesó muchísimo al doctor Lodares, pues sus ojillos, lentejas pardas y acuosas tras los gruesos cristales de sus gafas, se hicieron, más que grandes, brillantes. Si los profesores hubiesen conocido más de cerca al canónigo, sabrían que esos brillos se daban tan sólo cuando hablaba de las excelencias del latín, comentando textos de Virgilio, de Cicerón o de algún otro autor clásico, o cuando desde el púlpito o en privado hablaba del demonio, de cuya existencia y presencia cotidiana en este mundo nadie le tenía que convencer.

—¿De qué templo y de qué dios estamos hablando? —espoleó con su pregunta al catedrático, ansioso de que éste acelerase su disquisición y fuese directamente al meollo, cosa que, una vez más, resultó en vano.

—Ya dijimos que cerca de Heliópolis se encontró una importante factoría de vasos de piedra. Pues bien, éste del que hablamos pertenece, con certeza, a esa fábrica; y la inscripción «para el que reluce» es sin duda la perífrasis para designar a un dios terrible, cuyo nombre verdadero no podía ni debía pronunciarse…

—Ya —soltó un poco decepcionado el deán.

No le pasó inadvertido al catedrático, que intentó subsanarlo inmediatamente.

—Mi compañero, el doctor Mataix, que es quien directamente trataba con el arqueólogo Francesco Figueroa Rosso, le informará mejor de las investigaciones que se llevaron a cabo.

El profesor Mataix, después del breve preámbulo de su colega, retomó la historia.

—Perdone que este relato le resulte prolijo y un poco lioso. ¡Tenga paciencia! También nosotros estuvimos tentados de arrojar la toalla más de una vez —exhortó al doctor Lodares, sin darse cuenta del tono paternalista y clerical que había adoptado. Cuando vio que el deán había recobrado ánimo, continuó—: Nos habíamos quedado en que la naveta fue fabricada en los talleres de Heliópolis, y que la inscripción hacía suponer que estaba dedicada a un dios del panteón egipcio. ¿Estamos de acuerdo? Pues ahora viene lo más sorprendente.

El señor canónigo no tenía un especial interés por la arqueología y desconfiaba de los arqueólogos, a su entender personas racionalistas y descreídas, que parecían proponerse como objetivo derribar los fundamentos de la religión y de todas las creencias. No obstante, su desesperación era tal que, contra sus propios convencimientos, les había entregado el cáliz de la cena, a ver si por esa vía le llegaba alguna luz, como también la había pedido al archivero de la catedral, con resultado tan funesto. El doctor Lodares perseguía por todos los medios averiguar cuáles eran los designios de Satán, que, desde el rompimiento del santo cáliz, parecía tenerlo tan cerca, que sentía su sombra maléfica sobre sus propias espaldas. En ningún momento, sin embargo, confesó a los profesores de la universidad qué opinión le merecían y cuál había sido su móvil al entregarles la reliquia.

El profesor Mataix, hombre corpulento, de manos grandes, cabeza rotunda y calva bronceada, daba más bien la estampa del arqueólogo de campo y, en cierto modo, así era, pues había pasado muchos años de su vida en excavaciones al aire libre. Esto sin duda también había influido en su talante, campechano y abierto. Con un lenguaje coloquial, y accionando continuamente sus manazas, como si estuviera escribiendo y borrando en un encerado imaginario, le contó de manera amena la etapa romana de la investigación. Así le estuvo informando de que el profesor Francesco Figueroa Rosso, el arqueólogo italiano, era español por parte de padre, de Soria concretamente, y jesuita, por más señas; que había pasado varios años en Egipto, destinado por sus superiores, participando en excavaciones muy importantes… Después de detenerse en estos y otros pormenores, llegó a la parte de la historia que les concernía.

—Pues bien, el padre Figueroa Rosso —dijo, como si para todos fuera ya uno más de la familia— descubrió en la Biblioteca Nazionale de Florencia un cuadernillo de Giorgio Vasari que reproducía los jeroglíficos del obelisco del Vaticano. Descubrimiento sensacional, pues en el De obeliscis de Zoega, de finales del XVIII, en que recopila y comenta los jeroglíficos hallados en los monumentos, no aparece aquél.

—¿El obelisco de la plaza de San Pedro? —se sorprendió el deán, y por eso quiso puntualizar.

—Efectivamente —le contestó el otro.

El canónigo Lodares, doctor en lenguas clásicas por la Gregoriana, vivió varios años en Roma, y sabía muy bien que el obelisco aludido por el profesor Mataix carecía de inscripción jeroglífica alguna, de ahí su pregunta. Desconcertado, además, de que Vasari, pintor, arquitecto y escritor del siglo XVI, mundialmente conocido por su libro Vidas de los mejores arquitectos, pintores y escultores italianos, pudiera haber copiado algo inexistente. Y así se lo hizo saber al profesor Mataix, sin ahorrarse otros detalles que demostraban su conocimiento y erudición sobre las cosas romanas.

—Sin entrar ahora en largas disquisiciones a este respecto, que nos ocuparían mucho tiempo y nos desviarían de nuestro propósito, simplemente le diré que tales jeroglíficos existieron hasta que Sixto V los mandó borrar, como lo ha demostrado el profesor Figueroa Rosso; y a sus estudios me remito…

El canónigo, desarmado más que convencido, no contrarreplicó, de modo que el doctor Mataix, viendo que el otro daba su brazo a torcer, retomó el hilo.

—… En el texto del obelisco vaticano aparecía un jeroglífico, cuya versión árabe sería precisamente zahirati, como si hubiese sido traducido literalmente. Pero lo más sorprendente es que ese jeroglífico iba junto al de un dios, y le servía de calificativo. —E impostando la voz, para darle mayor relieve y solemnidad, añadió—: Jaldabaoth. Ése es el nombre que no aparece en la naveta, sustituido y ocultado a la vez, por la apostilla de «el que reluce», «el más brillante», «el divino».

Al oír el nombre maldito, el deán perdió el poco color que tenía y a punto estuvo de desvanecerse, situación que a los profesores no les pasó inadvertida, pero no pudieron sospechar cuál había sido la verdadera causa del desmayo.

—¿Le ocurre algo? —se apresuró a ofrecerse el doctor Beltrán.

—Nada, nada —quiso restar importancia el doctor Lodares—. Prosiga, por favor.

Pensando que con sus largas explicaciones habían abusado del estado convaleciente del clérigo, se hicieron señas para abreviar y poner fin, cuanto antes, a su informe. Fue el doctor Beltrán quien lo hizo.

—En resumen —dijo—, el obelisco vaticano procede de Heliópolis, al igual que la naveta. En uno y otro aparece idéntica inscripción, «el que reluce», «el que da más brillo», paráfrasis utilizada en Egipto para ocultar el verdadero nombre del dios. Gracias al jeroglífico del monolito, sabemos de qué dios se trataba. Luego esta copa oval, que hoy forma la base del supuesto cáliz de la Cena —señaló la reliquia que estaba sobre la mesa—, no fue sino una naveta para el incienso, un utensilio litúrgico dedicado a Jaldabaoth… Eso es todo, aunque queda algún enigma que, hasta el momento, todavía no hemos podido descifrar…

—¿Cuál? —pregunto el deán con la poca voz que le quedaba, después del susto que se había llevado.

—Simplemente que la inscripción de la naveta no ha sido posible datarla con fidelidad. Por una parte, el trazo de los signos cúficos nos remite a los siglos X y XII. Sin embargo, no han sido grabados con ningún instrumento conocido de esa época, ni de ninguna otra…

—¿Qué intenta decir? —se sobresaltó de nuevo el doctor Lodares, y con la mano ensanchó su alzacuello, pues parecía faltarle el aire.

—Que para esa inscripción no se utilizó ni cincel, ni buril, ni escoplo… Después de haberle aplicado microscopios de potente aumento y los medios más sofisticados de que dispone actualmente la ciencia, ninguno de nosotros ha podido determinar qué instrumento se empleó para producir los caracteres. Se diría, si no fuese una barbaridad, tratándose de un vaso de piedra, que la palabra Lilzahirati fue estigmatizada, como se marcan los animales con un hierro incandescente, pero aun así eso hubiese dejado rastros…

—¿Tal vez está diciendo que la inscripción tiene un origen sobrenatural? —Quiso el deán, para mejor entenderse, que el otro utilizara el lenguaje teológico.

—Bueno —esquivó el compromiso el profesor—, esa categoría no entra en nuestro vocabulario. Digamos que hoy día, con los recursos científicos a nuestro alcance, no podemos despejar ese misterio. Posiblemente en un futuro próximo, tal como adelanta la ciencia en otros países, resolvamos lo que ahora nos resulta inexplicable.

Aunque la conversación aún se alargó, no hubo novedades, sirviendo más bien para aclarar algo de lo dicho y matizar algunos extremos. Así y todo, al deán le quedó abundante material para ocuparle las noches siguientes. En un primer momento, turbado por todo lo oído, no supo si retirar la santa reliquia del culto o volverla a su hornacina, decidiéndose por lo último, ya que la copa, aunque no se sabía a ciencia cierta que fuese la de la Cena, al menos nada tenía que ver con la base, clarísimamente consagrada al demoníaco Jaldabaoth. Pero le quedaban otros escrúpulos y muchas incógnitas. ¿Quién unió la copa santa con el vaso de Satán? ¿Sabía ese tal que enlazaba Dios y el demonio, el Bien con el Mal? ¿En esa acción hubo pensamiento blasfemo y ánimo sacrílego? ¿O, tal vez, el santo cáliz, dado el modo como estaba montado y sujeto por aquellas asas de oro, significaba que Dios, representado por la copa, ponía a Satán, representado por la naveta, como escabel de sus pies? Esto es lo que quiso creer el doctor Lodares y lo que le decidió a devolver la reliquia a su lugar de honor.

En las largas horas de vigilia, que a la madrugada se le abrían como páginas en blanco, el canónigo indagaba en los designios de Dios, preguntándose por qué permitía que una de sus criaturas, perversa y eternamente condenada, anduviera suelta por este mundo, causando tanto horror; y qué maquinación era la de Jaldabaoth, que, a su paso, sembraba la muerte. Y en fin, qué pensar y cómo actuar en el caso de las monjas de Santa Tecla… Aunque rezó y meditó mucho, no obtuvo respuesta alguna.