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Mujer, sexo, misticismo. Si estos tres conceptos, por separado, ya le resultaban teológicamente inquietantes, le llenó de perturbación y angustia vislumbrar que el demonio pudiera ser su nexo. Por eso, tras la visita al cenobio de las bernardas, el doctor Lodares recurrió al archivero de la Seo. Bajo estricto secreto, que éste juró guardar como sigilo sacramental, le expuso detalladamente lo que había descubierto, y cuáles eran sus impresiones y temores; y si entre los muchos legajos, que en el archivo se almacenaban, se pudiera encontrar alguno que echara luz sobre el monasterio de Santa Tecla.

—Gracias a Dios que los bárbaros no quemaron mi inventario —se felicitó el canónigo Crespí, que ése era el nombre del archivero; y, para que el deán apreciase el valor y eficacia de su paciente trabajo ahora que lo requería, le mostró el registro de todos los códices, bulas, manuscritos y demás libros. Añadió luego, muy convencido—: No será difícil dar con esos documentos.

Mientras subido a la escalera iba desempolvando viejos legajos, el canónigo Crespí no dejó de hablar un solo momento.

—Casos parecidos al de las bernardas de Santa Tecla hubo muchos durante el XVII en la ciudad de Valencia. Siglo prolífico de místicos, alumbrados y beatas… En ningún escritor de la época encontraremos más noticias y más detalladas que las que recoge la Santa Inquisición, que tanto se movió entonces.

—¿Todo eso hemos de leer y repasar? —se asustó el deán, al ver cómo iba aumentando el montón sobre la mesa.

—No se asuste, que yo tengo costumbre y destreza; y en pocos días le sustancio lo que usted necesita.

El doctor Lodares anduvo muy atareado todos aquellos días en el gobierno de la diócesis, y tuvo que ser el canónigo archivero quien le dijera que ya tenía lo suyo a punto. Un jueves, por ser día más tranquilo de papeles, había decidido pasar por el archivo y así lo hizo a la hora del mediodía, encontrándose con el desastre de que una de las grandes batientes del díptico del altar mayor, sin que nadie supiera cómo y por qué, se había descolgado de sus charnelas, cuando los sacristanes estaban quitándole el polvo, y los cuadros de los Hernandos yacían por los suelos. Estos pintores, discípulos de Leonardo da Vinci y colaboradores de su taller, están considerados por los expertos entre los artistas de más alto rango de la pintura española.

—De haber ocurrido a la hora de coro, hubiera resultado una verdadera tragedia —repetía cada dos por tres el canónigo lectoral a los fieles que se arremolinaban curiosos. Y esto mismo dijo al deán cuando se acercó preocupado.

Por su parte, el canónigo conservador del patrimonio artístico se lamentaba como un niño a quien le han roto su juguete favorito.

—¡Fernando Llanos!, ¡Fernando Yáñez!, ¡los Hernandos! ¡Una de las páginas más brillantes y sublimes del Renacimiento! —sollozaba, hablando de los pintores como si se tratase de familiares o amigos íntimos, y señalaba con inmenso dolor, una a una, las tablas tiradas por los suelos.

—Desde que el santo cáliz se rompiera, nada bueno nos sucede. Tengo para mí que también en esto va la mano del diablo. —El doctor Guillem Lodares les declaró abiertamente sus sospechas, cosa que aún les apenó más.

Dejó al buen criterio de ambos capitulares el remedio de tamaño desastre, y subió al archivo donde le esperaba el canónigo Crespí. Ya por la escalera le llegó un olorcillo de carne a la brasa, y no podía creer que procediera de la sala de arriba, pero, a medida que ascendía, el humo salía a su encuentro, y se impuso la evidencia.

—Más que en una biblioteca, se diría que entro en un figón —exclamó, y no se sabía muy bien si sus palabras eran o no de censura.

El canónigo Crespí, al extremo de la sala, andaba manipulando en el brasero que tenía para calentarse, y echó a buena parte el reproche del deán.

—Los jueves son días de plato único. —Recordó a su colega las restricciones que estaban en vigor, como justificación del suplemento gastronómico que se estaba preparando.

Puestas a orear, colgaban de un palo, que iba de un estante a otro, ristras de morcillas, longanizas y otros embutidos. El deán, al ver todo aquel escaparate, se quedó muy sorprendido.

—En los tiempos que corren, yo prefiero cobrar el estipendio de las misas en especie —se adelantó el archivero a saciarle la curiosidad, y; viendo que al doctor Lodares la boca se le hacía agua y las tripas le gruñían, por más que disimulase, añadió—: Si acepta, puedo compartir con usted estas chuletas de cabrito, que me han dado por una de requiem.

No hizo ascos el deán y, apartando él mismo los libros de la mesa, puso unos periódicos como mantel. El canónigo Crespí, al tiempo que daba vueltas a las chuletas, buscándoles el punto sin que se pasasen, con la misma diligencia y celo que ponía en la confección de los sacramentos, dijo a su huésped.

—Mire si tenemos vino en la bodega —y como el otro quedase indeciso, sin saber adónde dirigirse, le explicó—: Retire la Biblia visigótica que tiene frente a usted, que es ahí donde lo guardo.

Mientras daban cuenta de tan opípara comida, en día de colación y ayuno general, hasta rebañar los platos y los huesecillos del animal, el doctor Crespí, entre sorbo y bocado, le fue ofreciendo al canónigo Guillem Lodares una visión panorámica del siglo XVII, para que mejor pudiera entender la historia concreta del convento de Santa Tecla, que le explicaría luego. Y así le expuso que aquéllos fueron tiempos sobrados de vocaciones, hasta el punto que algunos monasterios impusieron severas restricciones; y, en los más, ni disponiendo de buena dote, era factible ingresar.

—Había, pues, más demanda que plazas, sobre todo en los conventos de mujeres. —Hizo aquí una pausa, y, con un trozo de anea, que arrancó del asiento de la silla, se estuvo mondando los dientes de las carnes que habían quedado por allí—. El matrimonio, otra vía de escape para la mujer, también tenía sus inconvenientes. Las guerras, frecuentes en esa época, supusieron una sangría continua de hombres… No nos ha de extrañar, pues, que muchas mujeres, ante esos factores adversos, buscasen refugio metiéndose a beatas. Entre no casarse y no poder profesar en un convento, ésta era mejor solución que quedarse solteras. ¿No le parece?

El señor deán tomó buena nota de esta primera aproximación histórica, y no tuvo nada que objetar, a no ser, como dijo al erudito, que echaba de menos su café después del almuerzo; y le convidó a tomarlo con él en el bar de la esquina.

—¡Pero qué dice! —exclamó el canónigo Crespí, como si el otro hubiese proferido una herejía o algo semejante—. ¡Ahí lo sirven de calcetín!

Y, levantándose de un brinco de su silla, rebuscó por detrás de los voluminosos tomos del Concilio de Trento hasta dar con un envoltorio de papel de estraza.

—Aquí está —cantó victorioso, mostrando el trofeo.

Deshizo con cuidado el paquete, y se lo dio a oler para que viera que no era achicoria o malta o cualquier otro sucedáneo de los muchos que se inventaban en aquella larga posguerra.

—Huele bien —asintió con agrado el obispo en funciones, a la vez que aspiraba con deleite.

—Auténtico café de Colombia —certificó su colega—. Aunque no lo tengo tan averiguado como los legajos de la Inquisición de los que hemos de hablar.

—¿De dónde lo ha sacado?

—¿Acaso a los estraperlistas no se les mueren deudos? —le respondió.

El canónigo Crespí puso a calentar un cazo con agua, y preparó, para cuando estuviera en ebullición, las tazas y la manga para colar.

—Está probado que en las épocas económicamente adversas, aumenta la religiosidad y prolifera la mística; que ésta también es, en la mayoría de los casos, una huida hacia adelante. —Dijo, mientras arrojaba generosas cucharadas de polvo de café al agua hirviendo.

No le pareció bien al doctor Lodares que tratase la contemplación espiritual de manera tan prosaica y desenfadada, reduciéndola a casi una excrecencia coyuntural; y así se lo dijo.

—La Mística quede para San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Ávila, y algunos pocos más —repuso el canónigo Crespí—. Para la mayoría, o, al menos, para la Valencia de esos tiempos que le digo, no fue sino un mal, como usted mismo podrá comprobar.

Interrumpieron las discusiones con objeto de saborear mejor el café, cosa que hicieron a pequeños sorbos y largos suspiros, evocando los viejos tiempos en que nunca faltaba después de comer…

—Ni el chocolate con picatostes, para merendar —añoró el canónigo Lodares, aspirando fuerte, como si oliese a cacao caliente.

El archivero apuró con la cucharilla hasta las últimas lágrimas que quedaron en el fondo de su taza. Doblaron luego los periódicos, guardándolos para otra vez; y pusieron sobre la mesa los libros que iban a estudiar.

El canónigo Crespí tuvo buen cuidado de que su última afirmación, que tanto había contrariado a su colega, fuese lo primero a tratar, para que no creyera que la había hecho sin fundamento.

—Fray Alonso de Mendoza, incansable descubridor de alumbrados y falsos místicos —comenzó su perorata, poniendo, como argumento de autoridad, el nombre y la opinión de aquel lejano dominico—, no dejaba de sorprenderse por el gran número de beatas que se dedicaban a la espiritualidad. —Luego, vino al libro y citó textualmente—: y veía con malos ojos que gente tan simple y de tan poco uso de las cosas de virtud, que apenas sabían las oraciones de la Iglesia, hubiesen subido de golpe a la divina contemplación y tuvieran señales tan poderosas de santidad

—No parece que le caían muy bien las mujeres —comentó el vicario capitular.

—A pesar de todo —dando por terminada la cita, cerró el libro, y continuó—, con o sin el beneplácito eclesiástico, hubo numerosas mujeres que se dedicaron a la mística, ocupando un papel relevante en la espiritualidad valenciana del siglo XVII, como es el caso de la venerable Margarita Agulló, estrechamente vinculada al Patriarca Ribera…

—Pero la Agullona fue beata muy honorable —se apresuró a aclarar el deán, y como prueba adujo—: el santo arzobispo la hizo enterrar en su iglesia del Corpus Christi, con su efigie pintada en lienzo por Ribalta, o alguno de su escuela.

—Pues vengamos a las otras, que son las que nos interesan.

El doctor Crespí puso a descansar sus manos regordetas sobre su prominente tripa y de vez en vez se la acariciaba, como otro cualquiera hubiese podido hacer con un gato siamés.

—A mediados del diecisiete —comenzó con parsimonia el relato— fue elegida priora de las bernardas de Santa Tecla una mujer singular, Gerónima Aliaga, cuya fama de virtud fue tanta que siempre tenía a su alrededor un acompañamiento de frailes y sacerdotes ansiosos de su doctrina y de sus consejos. No estará de más, antes de continuar la historia, advertirle, como ya hicieron notar los cronistas de la época, que esta monja era una mujer joven y muy hermosa, cuyos encantos no lograba disimular el áspero hábito que llevaba. —Y, como viera que el deán hiciese un visaje extraño, fue derecho a buscar en algún libro confirmación del dato.

—Deje, deje; no se moleste; y vaya directamente al grano, evitando, si puede ser, esas digresiones.

—No son digresiones superfluas, como verá por lo que sigue.

Tal vez para mortificar un poco al deán, misógino según la reputación general de que gozaba entre sus colegas de coro, el doctor Crespí se extendió más de lo necesario sobre este punto, añadiendo a la crónica comentarios de su propia cosecha.

—La madre Gerónima, animada por el éxito que tenía entre sus discípulos y discípulas, fundó un beaterio junto a su monasterio; separábale de éste la tapia del huerto, de modo que podía pasar con facilidad de una a otra parte…

—¿Y la clausura? ¿Tenía algún rescripto papal que la eximiese de su observancia?

El deán, hombre meticuloso y leguleyo, quiso averiguar cómo se las arreglaba aquella priora para salvar ese escollo, ya que siendo las bernardas de Santa Tecla religiosas contemplativas de estricta observancia, bajo ningún pretexto podían abandonar el recinto claustral, salvo dispensa del Papa.

—Como verá, si me deja seguir, lo de la clausura era peccata minuta, en comparación con las otras libertades que se permitió.

—Continúe, continúe.

—El beaterio fue creciendo hasta llegar a ser una comunidad tan numerosa e importante como la de las monjas. Y la madre Gerónima acabó creyéndose maestra y guía espiritual de todo el grupo. No sólo eso. Con la complicidad de uno de sus confesores, urdió la idea de que las especies sacramentales permanecían incorruptas en su pecho. Sus compañeros, para venerar esta santidad, mantenían siempre encendida una lámpara junto a ella, como si se tratase de un sagrario, quemaban incienso en su presencia, se arrodillaban y se postraban a su paso, y le besaban las manos, los ojos, la boca, los pechos y…

El canónigo archivero detuvo aquí su relato para que el deán lo asimilase poco a poco, no fuera a atragantársele si se lo contaba todo de golpe; pues aún le reservaba mayores novedades. Aprovechó la pausa para echar un trago de agua fresca, y apagar la mucha sed que le daban las chuletas; luego pasó el botijo al doctor Lodares que, a pesar de las precauciones tomadas, empinó el codo más de lo necesario y un regato se le vino sobre la pechera.

—Menos mal que lo que su señoría ha empinado no ha sido la bota, pues se hubiese puesto la sotana perdida de vino.

—No se ría de mi torpeza, y continúe, que tengo mucho interés en saber cuál es el fin de esa historia, o adonde quiere ir usted a parar. —Y dejó el botijo sobre el platillo.

—Según leemos en el proceso de la Inquisición, aquello de las especies sacramentales trajo cola… En ciertos momentos, ella dejaba al desnudo sus pechos, redondos y turgentes —añadió por su cuenta el archivero—, para que sus fieles se los besasen… Y no pararon ahí las cosas, ni la devoción en sólo besos. La estima que todos sentían por sor Gerónima llegaba a tal grado que se hubiese tenido por pecado no ejecutar la fornicación con ella, que era igual que rechazar la unión con Dios…

—¡Qué monstruosidad! —exclamó el doctor Lodares.

Majora videbis (Cosas más gordas verás) —sentenció el archivero, y continuó—: Un tal Pablo Ferrer, presbítero de veintiocho años, contó a la Inquisición que la primera vez que fue introducido en el círculo de sor Gerónima le causó gran extrañeza ver la familiaridad y desenvoltura con que todos la besaban en la boca, y la abrazaban muy estrechamente. La madre Gerónima, al reparar en su turbación, le preguntó qué le ocurría, y él no supo qué responder. Entonces ella se lo sentó en sus rodillas y, como niño de pecho, le dio a mamar de los suyos. Luego se interesó si había tenido trato carnal con alguna mujer, y, al responderle que no, le pidió que lo tuviera con ella. Y que no tuviese escrúpulo, porque de ese modo se uniría con Dios, que ella siempre lo llevaba sacramentalmente en su pecho. Un fraile dominico le aclaró, además, que copular con sor Gerónima no sólo no era pecado sino que quitaba los movimientos sensuales; y él hablaba por propia experiencia.

—¿Accedió, por fin, el tal Pablo Ferrer? —exhaló impaciente el obispo en funciones.

—Claro que sí —le respondió. Viendo que aquellas historias tanto interesaban al deán, por más aspavientos que hiciera, le dijo—: Casos como ése trae muchos el sumario.

—Siga, siga —le animó.

Para que no creyera que eran de su invención o que exageraba, abrió otro de los protocolos inquisitoriales, donde se refería el que iba a contarle a continuación.

—Una tal Josefa Folch, deslumbrada por las cosas que oía decir de la madre Gerónima, comenzó a frecuentar su beaterio. Tenía veintiséis años. Un día presenció cómo copulaban la madre y un franciscano muy devoto. Comenzó a sentir una especial atracción por ella y le dijo que si fuera un hombre también tendría trato carnal con ella.

—Por lo visto, sentía una frustración terrible que necesitaba desahogar…

El archivero no hizo caso de este comentario, y continuó el relato.

—Gerónima, tomándola de la mano, la llevó a su lecho; y allí yacieron las dos juntas. Como la misma Josefa confesaría a los de la Inquisición, a partir de aquel día presenció y tomó parte activa en casi todas las prácticas sexuales del grupo, estando siempre en la cama cuando Gerónima copulaba…

—¿Tan ciegos estaban los sacerdotes que rodearon a esa tal Gerónima para no darse cuenta de los errores y extravíos de su doctrina? —se indignó el deán.

—La espiritualidad mística, con frecuencia, deslumbra y ciega a sus adeptos y puede llevar, como así ha sucedido, a la creencia de la impecabilidad, como tapadera para desahogar los impulsos sexuales más aberrantes… Según contó la propia madre Gerónima a la Inquisición, Dios le había mostrado su favor por medio de una visión espiritual, totalmente inaudita y sorprendente. Comencé por tener una percepción sensible de Nuestro Señor y gustarle físicamente, de modo que Nuestro Señor Jesucristo se midió y unió conmigo: rostro con rostro, ojos con ojos, boca con boca, y así en las restantes partes del cuerpo, hasta llegar a la unión carnal

—¡Dios mío! —exclamó el deán, tremendamente escandalizado, haciendo como si le viniesen arcadas de náusea—. ¡Todas esas aberraciones no podrían darse si el demonio no estuviera por medio! Supongo que los inquisidores de aquellos tiempos acabarían quemándola en la hoguera.

Se sonrió el archivero; y el otro creyó que se le burlaba.

—¿Acaso no cree usted en el diablo?

—Una cosa es creer en el demonio y otra, verle por todas partes. Si me he sonreído es porque, por un momento, usted me ha recordado al doctor Maluenda.

El deán quedó a la espera de que se explicara mejor.

—El doctor Pablo Maluenda —le aclaró el otro— fue el fraile mercedario que denunció ante la Inquisición a las religiosas de Santa Tecla y a su priora sor Gerónima por endemoniadas. Según el tal doctor Maluenda, el beaterío y el monasterio eran el lugar donde el demonio se había enrocado. Así que, cuando descubrió las orgías espirituales que se traían las monjas entre sí y con los frailes y sacerdotes, asiduos visitantes, tuvo el pleno convencimiento de la presencia real del diablo en aquella casa. Como él mismo explicaría al Santo Tribunal, las posesiones diabólicas no tienen por qué manifestarse por medio de actos terroríficos o espeluznantes, ni el demonio toma siempre cuerpo satánico ni figura horrible, sino que, como era el caso de las bernardas, el Ángel del mal se valía de otras argucias… A pesar de todo, él salió peor parado. Precisamente por ver diablos por todas partes.

—No comprendo —volvió a sorprenderse el canónigo Lodares.

—No es lo mismo acusar a unas monjas de putas que de endemoniadas. Además, puede que alguno de los jueces o algún otro personaje relevante del clero estuviera metido en ello. —Iba a poner punto y final, cuando recordó otro detalle—. Por otra parte, los señores inquisidores nunca encontraron pruebas de los crímenes de niños nonatos, que tan a la ligera les achacaba el fraile… Lo cierto es que las acusaciones de éste se volvieron en su contra. Las maniobras diabólicas que él denunciaba fueron consideradas como ilusiones quiméricas suyas. Su odio y obsesión le hizo creer que los demonios se habían apoderado de las bernardas de Santa Tecla, que habían copulado con ellas… Murió pensando que los problemas que él tuvo con la Inquisición fueron consecuencia de su lucha particular contra el Diablo.

—La verdad es que no comprendo cómo los inquisidores de la época no le hicieron caso. Yo me identifico plenamente con este pobre fraile, y pienso, como él, que el Espíritu del Mal, entonces como ahora, anda suelto en el monasterio de las bernardas.

El canónigo Crespí se rió abiertamente.

—¿Por qué antes de echar las culpas al Diablo, que a ciencia cierta no sabemos si existe, no buscamos más despacio entre los sacerdotes que visitan el convento? —dijo, sin poder contener sus carcajadas—. ¿No será alguno o algunos de ellos los que han dejado tanto embarazo? La carne es débil y pecadora, y no hay necesidad de echar las culpas al otro. ¿No cree?

Esa confesión de incredulidad, tal vez hecha por chanza, inoportuna de cualquier modo, molestó tremendamente al canónigo Lodares que, desde el primer momento, había tomado muy en serio todo lo que estaba sucediendo. Enfurecido, trabándosele la lengua por la indignación, le replicó:

—El rompimiento del santo cáliz, el nombre diabólico de Jaldabaoth grabado en él, la muerte repentina del arzobispo, los embarazos de las monjas bernardas, el retablo de la Virgen hecho añicos, que acabo de ver, y las extrañas circunstancias que han rodeado cada uno de esos acontecimientos, ¿no son obra del Espíritu del Mal? ¿Acaso no ve en todo ello el puntual cumplimiento del mensaje que dejó escrito el operario diocesano doctor Mínguez? Yo creo que el signo ya se ha cumplido; y, desgraciadamente, fue nuestro propio arzobispo, por inconsciencia o soberbia presunción, quien abrió el primer sello… Todo lo que estamos presenciando es prueba manifiesta de la presencia diabólica… Falta otro signo más, que desconocemos cuál es, para que comience el reinado milenario del terrible Jaldabaoth, ¿y usted se ríe? Quiera Dios encadenar bien fuerte a esa pavorosa alimaña, y no permita que, ni de lejos, nos llegue su mirada.

Las últimas palabras, más que una devota oración, le sonaron al archivero como una imprecación.

—Amén —le contestó, levantando la voz, para que el otro lo oyera a pesar del tremendo portazo que había dado al marcharse.

Cuando el doctor Lodares, todavía enfurruñado, salió por la puerta de los Apóstoles, camino del palacio arzobispal, apenas unos momentos después de dejar al archivero, pues sólo se detuvo ante la capilla del sagrario el tiempo de rezar un padrenuestro, se encontró con un revuelo de gente que miraba aterrorizada hacia arriba. También él levantó la vista adonde todos miraban. Por el ventanal del archivo salían unas lenguas de fuego descomunales, y cogido a los hierros de la reja estaba el canónigo Crespí. ¿Cómo se había producido el incendio, si, apenas unos minutos antes, él mismo había estado allí y no detectó nada extraño, ni siquiera un olor sospechoso? ¿Cómo se había propagado de aquella manera tan violenta? Sin pérdida de tiempo, los hombres que allí había, y él delante, corrieron, escaleras arriba, para salvar al canónigo en apuros. Nadie pudo derribar la puerta de la biblioteca, trabada, contra toda lógica, desde el interior. Cuando, minutos después, los bomberos llegaron, ya era demasiado tarde. El canónigo Crespí, ardiendo en todas sus carnes, agarrado desesperadamente a los hierros de la reja que hacían de cárcel, daba gritos desgarradores. A todos les parecieron ayes lastimeros; sólo el doctor Lodares creyó escuchar lo que verdaderamente decía una y otra vez: Jaaal, Jaaal. No es que invocase a Jaldabaoth, sino que pregonaba a los cuatro vientos quién era el autor de su espantosa muerte.

Fue un terrible golpe para el deán. Quince días estuvo en cama, con fiebres altas y delirando fuera de sí; luego, cuando mejoró, no hubo nadie que le arrancase una palabra. Sus familiares temieron que la depresión en la que se había sumido fuera minando poco a poco su salud. El médico no pudo aportar remedio alguno, pues no encontraba causa física del mal; y hablaba de un shock, sin saber precisar de qué clase era.