Pasaron los años y el tiempo archivó en el olvido el exorcismo de Adela y la muerte misteriosa del vicario, y trajo nuevo arzobispo a la diócesis. Así como en siglos pasados era el rey quien nombraba prelados y repartía las mitras para premiar favores o comprar voluntades o simplemente enriquecer con tales prebendas a los segundones de su casa, así ahora era el caudillo dictador quien, por concesión graciosa de la Santa Sede, proponía las ternas para que Roma eligiese el candidato. Llegó, pues, a Valencia el nuevo arzobispo, foráneo, como era costumbre desde tiempo inmemorial, y se alojó en lo que antiguamente había sido convento de Nuestra Señora del Socorro, extramuros de la ciudad: así lo hizo en 1545 fray Tomás de Villanueva, que luego sería santo canonizado. Era de buen gusto, si no se venía cargado de santidad como el agustino, al menos imitarle en lo ocasional del hospedaje. Hasta allí se acercaron los señores canónigos de la santa iglesia catedral a presentarle sus respetos y concertar el día y modo en que haría su entrada oficial. Se acordó que fuese sobre una mula, ya que de ese modo lo hizo el santo; y el día, un domingo, para que la asistencia al acto fuese multitudinaria. Llegó la fecha y la hora, y la procesión se puso en camino. Se adornaron las calles y plazas con cobertores y colgaduras, con arcos de flores e inscripciones de bienvenida, y el pueblo menudo de la ciudad y la huerta se desbordó de alegría. A lomos de una mula ricamente enjaezada, el arzobispo recorrió el trecho del monasterio a la Puerta de Quarte, donde, apeándose de la cabalgadura, besó el lignum crucis; desde esas torres, hasta la puerta de la catedral, ya a pie y en procesión. En la iglesia mayor se cantó solemne Te Deum y, hechas las ceremonias de la recepción, señaladas en el libro pontifical, tomó pacífica posesión de su cargo y bendijo a la multitud. Los fieles no cesaban de admirar el boato de la ceremonia y la riqueza de las vestiduras en que venía envuelto el nuevo mitrado; para nada recordaban la entrada de su santo predecesor, que llegó con hábito viejo y sombrero raído, según contaban las crónicas.
Al día siguiente quiso don Marcelo celebrar misa en la capilla mayor, siguiendo con la misma pompa y solemnidad de la víspera, y pidió al cabildo que pusiera sobre el altar los candelabros de plata y el santo cáliz de la última cena del Señor. Este recipiente de piedra, también llamado santo grial, fue, según la leyenda, el que utilizó Jesucristo el Jueves Santo para instituir la eucaristía. Trasladado de Jerusalén a Roma por San Pedro, fue enviado por el diácono san Lorenzo a Huesca durante la persecución de Valeriano, y en 713 pasó, según se cree, al monasterio de san Juan de la Peña. En 1399, según consta en una transacción documentada, el rey Martín el Humano lo adquirió a los monjes y se lo trajo a Zaragoza. Alfonso V lo llevó a Valencia, y en 1437 Juan II de Aragón lo entregó a la catedral. El cabildo se extrañó de demanda tan temeraria, y así se lo hizo saber a su señoría.
—Desde antiguo —dijo el deán para ponerle en antecedentes—, esta preciada reliquia sólo se sacaba a veneración en los oficios del Jueves y el Viernes Santos, hasta que el día 3 de abril de 1744 se le cayó de las manos a un canónigo, rompiéndosele, por lo que el cabildo catedralicio tomó la resolución de que no volviera a usarse.
Efectivamente ocurrió que, durante la celebración de los oficios del Viernes Santo de aquel año, fue trasladado al altar mayor el cofre de plata donde entonces se guardaba el cáliz y, al sacarlo el arcediano mayor, se le resbaló de las manos, rompiéndose en dos mitades. En la tarde de aquel mismo día, el maestro platero Luis Vicent, auxiliado por sus hijos recompuso la copa, que fue pegada fuertemente al nudo de oro… No parece que esta historia fuera de suficiente peso para hacer desistir a su ilustrísima.
—¿Me tiemblan a mí las manos? —Y se las mostró a los señores canónigos que, amén de sopesar su robustez y fuerza, vieron hasta qué punto se las cuidaba el arzobispo.
Habiendo fallado en un primer intento, el deán buscó otro motivo, y con el mayor tacto le dijo si aquel deseo suyo no sería pecado de presunción, pues nadie, antes que él, había mostrado tal osadía.
—No es presunción lo que me mueve, sino devoción hacia tan sagrada reliquia —les respondió tajante, y en su mirada leyeron los otros que era hombre que no daba su brazo a torcer.
Los señores canónigos salieron de palacio y se reunieron en urgente capítulo a ver de qué modo se las ingeniaban para disuadir al señor arzobispo de su capricho, conviniendo al fin que lo mejor sería no andarse con rodeos y confesarle la verdad. Volvieron a la residencia del prelado.
—Ilustrísima —le habló el deán, haciéndose intérprete del común sentir de sus colegas—, hace años murió en esta ciudad el doctor Mínguez, Dios lo haya perdonado. —Hizo una pausa, dudando entre extenderse, y explicar a su señoría toda la historia o abreviar, yendo al grano. Optó por este camino—: Este sacerdote legó a su muerte un escrito misterioso, que a todos nos dejó estupefactos…
A su ilustrísima le tenía muy sin cuidado el tal doctor Mínguez y lo que dejase escrito, pero estaba intrigado por saber qué tenía todo eso que ver con una cosa tan simple como era la de celebrar la santa misa con el cáliz del Señor. Y eso es lo que les dijo, interrumpiendo al deán. Con paciencia y perseverancia prosiguió éste su intervención:
—Tememos que manipulando el santo cáliz venga éste a romperse, y demos paso de ese modo a que el primero de los sellos también se quiebre y el reino de Satán esté más cerca de comenzar su milenio…
El señor arzobispo, que estaba sentado en su trono, pues en ese salón había recibido al cabildo, se quedó perplejo, sin saber si lo que le decían iba de broma o de veras.
—¿Me están tomando el pelo? —les dijo con tono enfadado, a la vez que recomponía su solideo, que se le había deslizado hacia el cogote.
Se miraron los señores capitulares y ya nadie osó porfiar.
—Se hará como vuecencia dice, y sea lo que Dios quiera —se resignó el deán.
La catedral estaba llena, por ser aquél lunes festivo, y en los primeros bancos, como era costumbre, se sentaron las autoridades civiles y militares de la ciudad. Comenzó la misa, y el órgano con gran algarada acometió la batalla triunfal de Juan Cabanilles, gran compositor del siglo XVII y también organista de la Seo. Hubo mucho incienso, pues el nuevo prelado gustaba de verse envuelto en aquellas nubes, que, en su enfermiza vanidad, le hacían sentirse un ser superior, casi divino. Luego vino el sermón, a cargo del canónigo magistral, que, sabiendo lo del incienso, utilizó su oratoria florida y vana para incensar aún más a su patrón. Y cuando, a los acordes del himno nacional, interpretado con todos los registros abiertos, el arzobispo alzó el cáliz de la última cena, sucedió lo que todo el cabildo, en vilo, se temía. Bien fuera por la emoción del momento, bien por la luz fulgurante del relámpago que, apareciendo de súbito por el lucernario deslumbró a los que andaban debajo, lo cierto es que a don Marcelo se le fue el cáliz de las manos y cayeron uno y otro sobre el altar: aquél desvanecido; éste, roto en dos pedazos, y el vino consagrado derramado por los suelos… Cuál no sería el impacto de aquel momento que un canónigo, enloquecido, se levantó gritando versículos del Apocalipsis: Tertius angelus tuba cecinit, et cecidit de caelo stella magna, ardens tamquam facula… (Tocó el tercer ángel la trompeta y cayó del cielo una estrella grande, ardiendo como una antorcha). Hubo un ¡aaay! de estupor, salido de las entrañas del pueblo, y cuando cesó, retumbó por las naves de la catedral una carcajada estruendosa y blasfema que asustó aún más a todos los presentes. ¿Quién se había atrevido a reír de aquel modo? Ni mil hombres riéndose a la vez hubiesen producido semejante escándalo. Pasados los primeros momentos de pánico, los ministros que ayudaban al prelado se le acercaron.
—Me estoy muriendo —les dijo.
Pero ellos vieron más bien que el señor arzobispo se había indispuesto del susto y que era urgente llevarlo a la sacristía. Organizaron inmediatamente un mínimo cortejo y con la mayor discreción posible lo trasladaron al retrete. Demasiado tiempo llevaba ya encerrado sin que se oyesen sus ayes y otros ruidos cuando, consultado el deán, decidieron abrir la puerta. En medio de un olor nauseabundo, don Marcelo estaba sentado y muerto, cubierto de las inmundicias que por arriba y por abajo había estado evacuando. Pronto corrió la mala nueva por la catedral y por toda la ciudad, aunque nada se dijo de las circunstancias de su muerte, tan indecorosas para la dignidad de un obispo.
En los días que siguieron se celebraron solemnes exequias en honor de don Marcelo, si bien había presidido la diócesis apenas dos días mal contados. A los pies del altar mayor colocaron su féretro en un catafalco bien alto, y a la misa vinieron los obispos sufragáneos que, uno tras otro, le fueron echando responsos y agua bendita con hisopos bien cargados, recelando allá en su fuero interno que el demonio estaba en todo aquello. Al final de la ceremonia, en el momento mismo que el coro cantaba la estrofa Quando caeli movendi sunt et terra (Cuando los cielos y la tierra se conmuevan), todos sintieron que el suelo se estremecía y las lámparas de grandes lagrimones tintineaban, como si un terremoto se estuviese produciendo en esos instantes y el epicentro lo tuviesen debajo mismo de sus pies; sin embargo, ningún sismógrafo captó señal alguna. Los canónigos que estaban en el secreto de la profecía del doctor Mínguez se llenaron de temor y la dieron como cierta y confirmada, notificando a Roma todo lo acaecido, y pidiendo, al mismo tiempo nuevo pastor.
Hubo que recomponer la sagrada reliquia que el obcecado arzobispo había roto, y con tal motivo acudieron a los mejores orfebres de la ciudad. El conjunto del cáliz, como muy bien pudieron observar los orífices, estaba formado por tres piezas independientes, absolutamente distintas: la copa superior; un vaso ovalado invertido, que hacía las veces de pie; y el nudo y las asas, todo de oro, que unían la copa y la base. Hasta ese momento, la reliquia sólo había sido estudiada muy superficialmente. Para unos, la copa superior era de ágata coloreada mediante el artificio, ya relatado por Plinio en su Naturalis Historia, de sumergir la piedra nativa en aceite y luego hervirla en ácido sulfúrico, que, al atacarla de modo heterogéneo, daba a la ágata original diferentes coloraciones. Para otros, entre los que se contaba Attilio Zuccagni, director del gabinete de Historia Natural de Florencia en tiempos de Carlos IV de España, se trataba de un verdadero ónix. Los lapidarios de ahora tampoco se pusieron de acuerdo. La verdad es que, siendo la composición de la ágata y el ónix tan parecida, no valía la pena entablar discusión a este respecto. Decidieron, al fin, que el ciborio superior era de calcedonia, un conglomerado de cristales de cuarzo, de la variedad conocida con el nombre de cornarina oriental. Dicha copa, fruto de un esmeradísimo trabajo, era lisa, de color brillante y diáfana a la luz: en su interior, semiesférica y capaz de unas diez a doce onzas de vino; y en su exterior, rematada por una pequeña base plana, que le servía para mantenerse derecha sobre la mesa. Originariamente se labró en un nódulo de una sola pieza, sin ningún defecto o irregularidad, aunque ahora añadía a la rotura sufrida en el siglo XVIII ésta tan ostensible que la partía en cuatro partes. El pie no era de concha, como habían dicho todos los estudiosos hasta la fecha, sino de calcedonia como la copa; su forma alargada, elipsoidal y cóncava hacía suponer que se trataba con toda seguridad de un scyphus o naveta en posición invertida, con la boca sirviendo de soporte.
Al intentar limpiar las vetas de la base, para mejor apreciar su calidad, los orfebres hicieron un sensacional descubrimiento: en una de las vertientes mayores, y en su lado izquierdo, estaba esgrafiada una inscripción que les pareció árabe. Comunicado el hallazgo a los canónigos, decidieron éstos pasar el santo cáliz al servicio de arqueología de la universidad, para que los técnicos lo sometiesen a riguroso estudio y diesen sobre él un dictamen científico.
La muerte en extrañas circunstancias del arzobispo y la sagrada reliquia destrozada no fueron las únicas vicisitudes que vivieron los canónigos por aquellos días, pues, cuando ya parecían serenarse, les sobrevino otra que les llenó de mayor consternación. Con gran sigilo les llegó la denuncia de que cinco novicias y tres monjas profesas del monasterio de las bernardas habían quedado misteriosamente embarazadas. Estando la sede episcopal vacante, el cabildo decidió designar vicario capitular para que, investido de la jurisdicción ordinaria del obispo, se pusiera a gobernar de inmediato, resolviendo cuestión tan ardua como aquélla. Recayó el cargo en el deán doctor Guillem Lodares.
Todavía con la tinta fresca de su nombramiento, sin esperar un minuto más, se marchó, acompañado de otros dos capitulares, al monasterio de Santa Tecla, no muy lejos de la catedral.
El cenobio, situado en una calle muy estrecha, constituía un gran conjunto que se adentraba entre medianeras, teniendo un palacio abandonado a su izquierda. Su origen parecía remontarse al siglo XV; sin embargo, la puerta de entrada, con dovelas que formaban un arco de medio punto, remitía a época más temprana. El convento de clausura estricta era inaccesible más allá del vestíbulo y de la iglesia.
Tiró de la campanilla con inusitada insistencia, de tal modo que la hermana portera vino rezongando.
—¿Qué impaciencia es ésa? —dijo poniendo la cabeza en el torno, lo que hizo que su voz saliese aumentada y hueca como por un tornavoz.
—Soy el deán de la catedral, y ahora vicario capitular. Dígale a la priora que quiero hablar con ella.
La hermana les abrió una puerta lateral, que daba a un pequeño claustro, para que en aquella parte aguardasen a la superiora, que, como les dijo, estaba en el coro cantando vísperas. Hasta allí les llegaban las voces, extremadamente relamidas, empalagosas, de las monjas. Para distraer la espera, el deán y sus acompañantes, que nunca antes habían estado en el convento, se entretuvieron mirando el claustro, extrañándoles muchísimo que fuese de estilo románico.
—No tenía noticia de que en Valencia existiese nada de esa época. —Uno de los canónigos expresó en voz alta lo que estaban pensando los demás.
Pronto la admiración se convirtió en estupor al observar las obscenidades de sus capiteles, que, para mayor sorpresa, aparecían decoradas con colores chillones, haciéndolas de ese modo aún más impúdicas. En el primer capitel que se echaron a la cara se representaba a una monja con mirada rijosa, puesta en éxtasis, sentada y con las piernas levantadas y los hábitos al vuelo.
—Mallum Evae (manzana de Eva). —Leyó otro el epígrafe que había debajo.
—Para que no quepa duda alguna de qué fruto se trata, han representado la manzana rajada por su mitad —comentó el más viejo, con una risilla nerviosa.
En el capitel siguiente, un hombre se masturbaba con la mano izquierda mientras con la otra se acariciaba la barbilla; el miembro de piedra, de suyo ya descomunal, quedaba aún más turbador con el glande rojo que le habían pintado.
—Baculus consolationis meae (el báculo de mi consolación) —dijo el que se dedicaba a las inscripciones.
Seguían otras imágenes. Una mostraba el coito entre un hombre y una mujer: cópula contorsionista a que obligaba la propia configuración del elemento arquitectónico. En el capitel de la esquina, próximo a la entrada de la iglesia, estaba esculpido lo que a todas luces era un clérigo exhibicionista, que, levantando con manos reverentes el hábito, dejaba al descubierto su órgano erecto. En verdad que la serenidad de su rostro y sus labios entreabiertos hacía verosímil la sentencia que se le atribuía: Gustate et videte, quoniam suavis est: beatae quae venient ad me (Gustad y ved porque es dulce: dichosas las que vengan a mí).
Tan entregados estaban los visitantes a la morbosa contemplación de la arquitectura, que ninguno se había apercibido de la presencia de la portera. Sonrojáronse al ser sorprendidos en aquella actitud.
—La madre priora les espera en el locutorio —les dijo, señalándoles lo que en otro tiempo había sido sala capitular del monasterio.
Detrás de una doble reja, la exterior con púas disuasorias y una cortina negra que apenas dejaba clarear las siluetas de la otra parte, les esperaba la superiora. Al verles, les habló de inmediato, sin duda para orientarles.
—¿A qué se debe el honor de que el señor vicario capitular, recién elegido, venga a nuestra humilde casa?
Y pidiéndoles que se sentaran, lo hizo también ella.
El doctor Guillem Lodares le expuso con claridad la denuncia recibida y que, tratándose de tal gravedad, quería que ella le informase puntualmente, amén de que ya había pedido autorización a la Santa Sede para que suspendiese la clausura papal y poder girar visita canónica.
La madre superiora, que en porte y elegancia no desmerecía de las prioras de la nobleza que en otro tiempo rigieron los destinos de aquel cenobio, no se inmutó por lo dicho, y con sosiego y pocas palabras les dio su versión.
—¿No habrán dado pie a tales habladurías las risas y los lloros de las niñas expósitas que, dentro de nuestros muros, educamos para la religión?
Sin esperar respuesta, les recordó con toda firmeza que desde tiempo inmemorial siempre habían recogido a los recién nacidos que sus madres abandonaban a las puertas de su convento, pasando los varones a la casa de la beneficencia de enfrente y guardando para sí las niñas, como regalo de Dios.
La priora medio convenció a los señores canónigos, pero los capiteles del claustro, tan impúdicamente coloreados, pesaron más, y el vicario capitular siguió con lo de su canónica inspección. Así que, tan pronto llegó el rescripto de Roma, se personó de nuevo en el monasterio.
Con las manos libres para actuar a su modo, dispuso que, una a una, las monjas fuesen pasando por el despacho que dentro de la misma clausura se le había habilitado. No fue fácil hacerlas hablar, y tuvo que echar mano de las penas canónicas, y hasta de la excomunión, para obligarlas. Las que más pronto flaquearon fueron las novicias, por más ingenuas y por desconocer la malicia del mundo y de la carne, que ignoraban por haberse criado allí dentro.
—Por la noche me visitó sor María de los Ángeles —le contó una de las religiosas más jóvenes—. Venía vestida con sólo el camisón que utilizamos nosotras para dormir, su rostro resplandecía como un sol, y sus palabras eran suaves y dulces como la miel. Apenas abrió la boca para saludarme, como si yo fuese la Virgen María y ella el arcángel san Gabriel, se me quitó todo el miedo. No temas, me dijo, y sin que yo pudiera resistirme, se metió en mi cama…
La religiosa hizo una larga pausa y el rostro se le transfiguró, evocando sin duda el gran contentamiento que recibía de aquellas visitas.
—¿Se repitieron muchas veces esas citas?
—Menos de las que yo hubiese deseado, pero ella me decía que la gracia de Dios había que repartirla entre todas las hermanas.
—Estas visitas, ¿siempre fueron por la noche?
—Sí, después de maitines, cuando en los primeros domingos de mes hacemos minerva.
El vicario capitular, por mucho que se devanaba los sesos, no se explicaba que aquellas relaciones lésbicas, que eso parecía lo que unas y otras le relataron, hubiesen podido ser la causa de su embarazo. Sin pretenderlo, sus sospechas recayeron en el capellán, a pesar de que todo el mundo lo tenía por muy virtuoso; y no porque tuviese fundamento, sino porque guardaba en su mente el recuerdo de aquel otro santo varón, maestro del espíritu y místico de altos vuelos, que dejó embarazada a su hija espiritual y estupefactos a sus muchos seguidores. Así que trató de profundizar en sus indagaciones, sin dejar camino por rastrillar.
Esperó, pues, que llegase uno de aquellos domingos de minerva para penetrar secretamente en el monasterio, a través del palacio medianero, y acceder a una de las tribunas que recaían en el presbiterio de la iglesia. Al término de los maitines, tal como le había referido alguna de las religiosas, vino el capellán, hombre gallardo que andaría por sus cuarenta, abrió el sagrario, puso la sagrada forma en la custodia y se fue. Las luces se apagaron y quedaron encendidas pocas velas; mientras unas monjas cantaban salmos, otras comenzaron a golpearse las espaldas desnudas. Desde la galería donde se encontraba, el doctor Lodares no alcanzaba a ver todo lo que en la iglesia ocurría, guiándose más bien por los ruidos y sonidos que oía: le pareció que de los rincones llegaban susurros y gemidos placenteros…
El monasterio de Santa Tecla se convirtió para el vicario capitular en un nido de enigmas. ¿Quién demonios era el que dejó embarazadas a las monjas y tan bien cerradas sus bocas? ¿El capellán? Sin embargo, ninguna habló de él, por mucho que quiso sonsacarlas. ¿Sor María de los Ángeles Fernández? Nadie pudo aclararle el origen de esa niña, que más tarde profesó como monja. ¿Cómo y por qué razón había desaparecido del convento? Pero no sólo eran ésos los únicos misterios. ¿Qué hacía en Valencia una iglesia románica como aquélla, de la que nadie hasta entonces había tenido noticia? ¿Qué hipótesis interpretativa podía aventurarse sobre las representaciones obscenas que llenaban el templo y su claustro? No era cuestión de echar tres cuartos al pregonero, que en toda esa trama, como la del cáliz y la del arzobispo, bien pudiera andar Satán. Convenía andarse con mucho tiento.
El doctor Guillem Lodares, obispo en funciones, cargó sobre sus espaldas la responsabilidad pastoral de aclarar todo aquello, y mientras los arqueólogos descifraban la inscripción del santo cáliz, se puso él a estudiar la historia de aquel convento.