6

Desde la noche del exorcismo, Adela fue recobrando paulatinamente la normalidad, y todos pudieron verla de nuevo en la iglesia, a la misa del alba, arrodillada devotamente en la capilla de la comunión. No era habitual que las jóvenes de su edad, ni siquiera las que pertenecían a la Acción Católica, acudiesen a tales horas a la iglesia, a no ser las criadas, que robaban tiempo a su sueño, porque sisárselo a sus amas, por muy beatas que éstas fueran, era poco menos que imposible y, además, pecado contra el séptimo mandamiento, como más de una vez, y con esa misma clase de ejemplos, lo aclarase el cura desde el púlpito.

También es verdad que a esa hora intempestiva solían acudir muchas casadas cuyos maridos, por unas u otras razones, no querían que sus mujeres pisaran la iglesia; y aquéllas que, humilladas más que arrepentidas, habían cambiado el pañuelo rojo por la mantilla.

A esta misa del alba, pues, venían principalmente las pobres y las socialmente marginadas; para las ricas y las buenas de toda la vida ya estaba la misa de doce.

Aquéllos eran años en que la religión, aunque fuese fingida, era necesaria para vivir y medrar, y para muchos, indispensable para sobrevivir. Adela, por azares de la historia, había nacido en una familia equivocada y en una época extraña y, desde bien niña, cargó sobre sus espaldas la responsabilidad de salvar su hogar. ¿Era sincera su religión? ¿Rezaba a Dios que, según le habían enseñado en la catequesis, era justo y todopoderoso, o se dejaba ver del señor cura, cuyo poder tenía más a la mano? Ni ella misma hubiese sabido deslindar campo tan intrincado, y menos después de la confusión de espíritu que le causó todo lo que le había ocurrido.

—Estoy embarazada —dijo, temblándole la voz, tan pronto como don Antolín abrió la portezuela del confesonario.

Revelación tan a bocajarro, sin que hubiese mediado preámbulo alguno ni siquiera el saludo del Avemaría purísima, dejó confuso al cura.

La iglesia parroquial de finales del siglo XVI era espaciosa y, hasta la guerra, había contado con retablos recubiertos de pan de oro y tablas de Ribalta. De su antigua magnificencia poco quedaba. Las capillas laterales estaban vacías, las hornacinas sin santos, y un gran paño de color grana cubría el enorme hueco que había dejado el retablo del altar mayor. Humildes sillas de asientos de anea, cuyos respaldos llevaban grabados las siglas de la CNT o de otras organizaciones desaparecidas, sustituían los bancos que, junto con imágenes y cuadros, fueron quemados en mitad de la plaza. Don Antolín se había comprometido solemnemente ante el pueblo y el señor obispo, el día que tomó posesión del curato, a que el templo recobraría su primer esplendor y todo volvería a ser como antes. Un día del mes de septiembre, coincidiendo con su fiesta onomástica, aparecieron seis confesonarios grandes, iguales que los quemados en la guerra, y los colocaron en la capilla de la comunión, uno en cada pilastra, donde siempre habían estado.

Al alba, cuando el sacristán tocaba el primer Ángelus y anunciaba con ello que el templo abría sus puertas, don Antolín se sentaba en su confesonario a apacentar desde aquel sitial el rebaño femenino que siempre le rodeaba.

—¿Se lo has dicho a alguien? —preguntó con voz suave y sin la curiosidad que mostraba en otras ocasiones. Como nada respondiesen desde la otra parte de la celosía, sugirió astuto—: ¿Ni siquiera al padre Enrique?

—A nadie —respondió la joven, comiéndose su vergüenza y su rencor—. Pero mis padres sospechan que ha sido el padre Enrique…

Un frío silencio acogió sus palabras, que no recibieron comentario alguno.

—Tú sabes lo mucho que he hecho por tu familia, en especial por tu padre… —insinuó el párroco en aquel diálogo de sobrentendidos, en el que una y otro se comprendían perfectamente.

Vicente, el padre de Adela, aludido por el cura como garantía del silencio que le imponía o, para decirlo de otro modo, como objeto del chantaje que le hacía, había acompañado en su juventud al escritor y político Blasco Ibáñez en su expedición a Argentina. Fue la necesidad más perentoria, y no ideología alguna, la que le empujó a emigrar y participar en aquellas utópicas empresas de las colonias agrícolas Cervantes y Nueva Valencia, que se saldaron finalmente con un rotundo fracaso. A la vuelta, todos los vecinos le apodaron el republicano, y en los años de posguerra pesó más este mote y su relación con Blasco Ibáñez, por muy superficial que hubiera sido, que sus ideas políticas o sus acciones públicas, que fueron nulas. Sin más delito que el expuesto, y la clamorosa ausencia de su nombre en los libros del cumplimiento pascual, que el clero de la parroquia anotaba anualmente con escrupulosidad de escriba, fueron pruebas incriminatorias más que suficientes para su detención y encarcelamiento en La Modelo de Valencia. Y bien por vicio innato del tribunal, creado especialmente por el dictador para castigar crímenes de guerra, o por las prisas y la desidia de los jueces, lo cierto es que al pobre Vicente le cayó la pena capital. ¿A quién recurrir? La familia era pobre y no podía pagar a un mal abogado, que, de todos modos, hubiese encontrado con dificultad: pocos eran los que se atrevían a vestir la toga ante aquel tribunal, por no quedar ellos mismos marcados de rojos. En situación tan desesperada, y aconsejada por las vecinas, Carlota, la esposa de Vicente, fue a llamar a la puerta de la casa abadía. El padre Antolín había sido capellán de la quinta columna de Valencia y, según se chismorreaba, tenía muy buenas influencias con los de arriba, término ambiguo que nadie sabía hasta dónde llegaba, pero, vistos otros casos en que él había intervenido, parecía alcanzar el Pardo o sus aledaños. El cura escuchó muy atento toda la historia que le contó la esposa de Vicente, sin quitar la vista de Adela, que la acompañaba.

—Se hará todo lo que se pueda —dijo al despedirlas—. Pero las quiero ver por la iglesia, sobre todo a la niña.

A Adela se le quedaron grabadas las últimas palabras, que el párroco subrayó con la dulzona sagacidad que tiene el clero para convertir en conditio sine qua non un deseo, al parecer inocente y trivial. A pesar de su juventud, la muchacha comprendió que la salvación de su padre dependía de ella y, a partir de ese día, no faltó uno a la misa del alba, comulgando con frecuencia y tomando al padre Antolín por su director espiritual.

—Sé lo mucho que ha hecho por mi padre —agradeció fríamente, con lacónico resentimiento, y a continuación, como soldado que ha sido disciplinado para recibir y cumplir órdenes, agregó—: ¿Qué he de hacer?

—Déjame pensar. —Y sin despedirse tampoco, cerró el ventanillo.

Aproximadamente año y medio después de esta enojosa y tensa conversación, volvió Adela a arrodillarse en el confesonario del padre Antolín. Durante su larga ausencia, sus familiares dieron a entender, aunque siempre con verdades a medias, que se había ido monja, cosa que no extrañó a nadie pues la creían piadosa, opinión que el episodio del demonio y el exorcismo no hizo sino reforzar. Sólo el padre Antolín conocía dónde había estado y cuál había sido la verdadera razón de su partida. Al regresar al pueblo, se encontró Adela con la nueva del suicidio del vicario.

—¿Qué ha pasado? —pidió explicaciones al cura, como si ella tuviera algún derecho a exigirlas y el otro estuviera obligado.

—No sé más de lo que tú sabes y el pueblo dice —quiso ser cortés ante la intemperancia de la joven.

—¿Se suicidó o alguien lo ha matado? —insistió, y en su porfía, descarada e impertinente, mostraba que alguna sospecha le corroía.

—Mejor será que dejes en paz al muerto y no remuevas piedras que pueden volverse contra tu propio tejado.

Hacía apenas tres días que había vuelto, cuando la muchacha apareció ahorcada en el jardín de los frailes. Allí la descubrió un pastor, quien, extrañado de los insistentes ladridos de su perro, se aventuró a saltar el muro derruido.

—Me santigüé antes de entrar en el monasterio, por el mucho miedo que me daba tropezarme con los malos espíritus que todo el mundo cuenta que allí hay —dijo el cabrero, que ése era el ganado que apacentaba, al referir una vez más el relato del descubrimiento—. Y la encontré balanceándose de un naranjo. Sus pies apenas distaban un palmo del suelo; la cabeza, sumisamente inclinada; y la lengua muy afuera, como si se burlase del perro que le ladraba…

El lugar de la muerte, donde otras veces ya habían ocurrido desgracias semejantes, rara vez esclarecidas, hizo suponer que alguna extraña maldición había caído sobre Adela; no faltó quien relacionase su suicidio con el del padre Enrique y quisiera ver en ambas muertes una venganza del demonio expulsado por el exorcismo. La autopsia, que a ella sí que se le hizo, nada aclaró, a no ser que había sido madre, cosa que, tratándose de una virgen, embrollaba más aún el asunto. Demostraba este dato que la huida del pueblo fue para ocultar el embarazo y parir, evitando de ese modo que el estigma de la infamia le cayese encima; en eso emparejaban bien los meses. ¿Quién había sido el padre y dónde estaba la criatura?, se preguntaban chismosas y escandalizadas las beatas.

Trascendió el caso los límites de lo civil y hasta el palacio del arzobispo llegaron rumores de que Satán andaba liado en lo del vicario y la niña. Pensaron los de arriba que, siendo los rumores de suyo confusos y divulgados sobre todo para enredar, había que averiguarlos, no fuese a salpicarles, y ese mismo día decidieron enviar con toda urgencia un secretario episcopal.

Llegó el padre Luis a la hora del entierro de Adela, y le pareció bien que el cura hubiese decidido sepultarla en sagrado, suspendiendo la aplicación de las penas con que el derecho canónico castiga el suicidio, ya que no estaba claro que la joven lo hubiese cometido. La cruz la llevaba Ezequiel, el niño que encontró muerto al padre Enrique, y los ciriales y el acetre, sus compañeros; detrás iban el párroco, con negra capa pluvial, y el padre Luis, al que todos miraban con curiosidad. De camino a la casa de Adela, el delegado arzobispal preguntó al cura con tal de sonsacarle.

—¿Qué opina usted de todo esto? —La interpelación a bote pronto y sin ningún contexto no parecía estar exenta de ambigüedad maliciosa e intencionada.

—Se rumorea que fue el vicario, Dios lo haya perdonado, quien dejó preñada a la niña. —El cura, que había advertido el matiz capcioso de la pregunta, destiló la infamia con sutileza y se lavó hipócritamente las manos—: Pero ya sabe usted lo chismosos que son en los pueblos…

Entraron en la casa de la difunta. Bajo la gran campana de la chimenea, ahora apagada, se encontraban sus padres y su tía, y en torno al catafalco, un avispero de vecinos y curiosos.

Si iniquitates… —Con voz compungida, tal vez contagiado por los llantos que se oían alrededor, entonó el cura la antífona exequial que a continuación retomó el capiscol—. Si iniquitates observaveris, Domine: Domine, quis sustinebit? (Señor, si tomases en cuenta nuestras maldades, ¿quién quedaría en pie?).

Al cerrar la tapa del ataúd, crecieron los llantos y los gritos desgarrados, y el padre, tan parco en expresar sus sentimientos, se echó sobre la caja en un arranque de histeria, impidiendo que los jóvenes la sacasen de la casa. En los minutos que duró tan terrible porfía, el delegado del arzobispo descubrió, colgada en un rincón, una máscara antigás, de las que los fumigadores suelen utilizar para protegerse de los productos que manipulan. De repente encontró la explicación de la muerte del vicario. No fue un suicidio, como dijeron algunos, ni un desafortunado accidente, como pensaron otros, ni cosa del diablo, como ahora parecían estar todos de acuerdo. Fue un asesinato. ¿No estuvo Vicente fumigando el campo en que apareció muerto el vicario? ¿No tuvo la sospecha de que el padre Enrique fuera el violador de su hija? Y, como si hubiese relación lógica entre esas dos proposiciones, extrajo la conclusión: Lo envenenó con gas letal para vengarse de tan monstruosa infamia. Sin embargo, le parecieron desmesuradas las premisas y la conclusión del silogismo demasiado evidente para ser verdadera. A partir de ahí, se le fueron ocurriendo otras preguntas, que ya no cuadraban con el desarrollo de los hechos. Había aparecido muerto junto a un naranjo entoldado: eso era cierto, pues así lo vieron Ezequiel y sus amigos, pero ¿dónde estaban los signos de violencia?, ¿o es que el padre Enrique se entregó como manso cordero? Y lo que nadie había sabido explicar todavía: ¿qué le impulsó a ir a aquel huerto?, ¿qué urgencia o necesidad, para hacerlo a hora tan intempestiva?

Exultabunt Domino. —Era de nuevo la voz grave y apenada del párroco que entonaba otra antífona.

La cruz llevada por Ezequiel y los candeleros se pusieron en marcha; detrás, el clero, y todos, alternando con el capiscol, fueron desgranando versículos del Miserere, camino de la iglesia: el mismo recorrido que, año y medio atrás, hiciese el padre Enrique cuando fue a exorcizar a Adela.

El padre Luis, delegado del arzobispo, quiso hospedarse en la casa abadía y, a petición propia, en las mismas habitaciones que ocupaba el vicario, en el piso superior de la vivienda.

—¿No teme que el demonio, o alguna energía negativa, haya quedado encerrado entre esas cuatro paredes? —trató de intimidarle el párroco, que hubiese preferido tenerlo lejos de allí.

—En absoluto —le contestó muy seguro el otro.

Cuando cerró la puerta de su apartamento, todo el coraje que había manifestado delante del párroco se le vino a los pies. Ya durante la cena (en un comedor recargado de lúgubres cortinones y pobre de luz), servida por un ama toda vestida de negro, no menos fúnebre, se arrepintió de no haber optado por la fonda del pueblo. Con la espalda aún sobre la puerta, recordaba con grima la cabeza del ama, que el cuello de su blusa excesivamente blanco y almidonado parecía separársela del tronco, y daba la impresión de que de un momento a otro entraría en la estancia trayéndola en bandeja de plata, como la del Bautista; y el gato, seboso y fondón, de mirada traicionera, con el rabo erizado que le pasaba por la cara al padre Luis, mientras le mostraba con todo descaro el agujero de su culo… A punto estuvo el huésped de vomitar la sopa grasienta que acababa de tomar.

Si el demonio habitaba o no en aquella casa, ya no estaba tan seguro, y por si acaso, limpió con rezos su cuarto.

Procul recedant noctium phantasmta, in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti (Apártense lejos de aquí los fantasmas de la noche en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo) —-dijo, mientras echaba agua bendita por todos los rincones, incluso debajo de la cama.

Más tranquilo ya, y no atreviéndose a apagar la luz y meterse en el lecho, se entretuvo mirando los libros que el padre Enrique tenía en sus estanterías. No eran muchos, y casi todos de teología y en latín. Escudriñando, encontró, astutamente camuflada, la Vie de Jésus. Su autor, Ernest Renan, ofrece en esta obra, primer volumen de su Histoire des Origines du Christianisme, una lectura del Nuevo Testamento expurgada de toda referencia a lo sobrenatural y una visión de Jesús tan sólo como un hombre incomparable, que suscitó gran polémica en el siglo pasado, y fue condenada por la Iglesia e incluida en su índice de libros prohibidos. Se sentó en el sillón del vicario, dispuesto a hojear el volumen de pequeño formato. Aparecían muchas frases subrayadas con lápiz rojo, y le aguijoneó la curiosidad. ¿Alguien ha podido resistir alguna vez la tentación de adivinar a través de esas huellas lo que pensaba o sentía quien, al resaltarlas de modo tan evidente, las suscribió? No sabía yo que el padre Enrique supiera francés, dijo, ocultándose con esa frase banal su intención morbosa de violar la intimidad personal, que, tratándose de un muerto, rayaba en verdadera profanación. Al fin y al cabo, esto puede contribuir al esclarecimiento de su misteriosa muerte, se justificó por segunda vez, excusándose en la misión recibida del arzobispo y en la obediencia que le debía. Para mayor acicate de su deseo malsano, todos los subrayados eran recientes, aunque las páginas ya amarilleasen.

Nous ne croyons pas au miracle comme nous ne croyons pas aux revenants, au diable, à la sorcellerie; à l’astrologie. (Nosotros no creemos en el milagro como tampoco en los fantasmas, en el diablo, en la brujería, en la astrología).

El padre Luis sabía que para Renan, teólogo racionalista, el milagro y la divina inspiración de los libros sagrados, como toda la cuestión de lo sobrenatural, eran creencias sin realidad. Pero le molestó que el vicario hubiese hecho suyas tales ideas, alineándose, a su entender, de manera frívola e irreflexiva entre los heterodoxos que la Iglesia hacía tiempo que había anatematizado. Ya tenía bastante con aquella prueba y a punto estuvo de cerrar el libro, pero tuvo una corazonada y fue directamente al capítulo XVI, donde Renan habla de los exorcismos de Jesús. Según el autor, las dolencias en la antigüedad, especialmente las mentales y nerviosas, eran explicadas como causadas por los demonios o como consecuencia de que éstos se apoderaban de los cuerpos. A pesar de que, cuatro siglos antes de Jesús, Hipócrates, en su admirable tratado De la Enfermedad sagrada, ya había expuesto los verdaderos principios de la medicina a este respecto, todavía no había conseguido desterrar del mundo semejantes errores. Jesús, pues, siempre según Renan, habría sido un taumaturgo y un exorcista a pesar suyo y a disgusto, que se vio obligado a seguir la corriente de su época y a realizar las curaciones que le exigía el pueblo; pero los milagros, como fenómenos sobrenaturales, jamás existieron, ni Jesús los obró ni siquiera creyó en ellos.

El padre Luis cerró el libro y se puso a recapacitar, y sacó en limpio que el vicario habría sido un discípulo de Renan y seguidor de sus doctrinas: un incrédulo respecto del diablo, y que, con ese escepticismo y falta de fe, fue a casa de Adela… Pero ¿continuó pensando del mismo modo después del exorcismo?

No profundizó en esa pregunta, porque otro libro había reclamado de nuevo su atención. No lejos de donde había tropezado con el de Renan, el padre Luis encontró una biografía de José M.ª Blanco White. Torció el morro, pues si Renan había sido un hereje racionalista, no le andaba a la zaga este otro clérigo, casi coetáneo, que fue liberal, descreído y renegado. Blanco White, por lo que él recordaba, había sido canónigo de Sevilla y tuvo un hijo siendo sacerdote; huyendo de la Inquisición, emigró a Inglaterra, donde apostató de la religión católica, y se convirtió al anglicanismo. No contento con eso, continuó escandalizando a su ciudad natal y a sus contemporáneos con sus Cartas de España. Don Marcelino Menéndez Pelayo le incluyó en su Historia de los heterodoxos españoles.

Con malas compañías se había juntado el padre Enrique, comentó para sí el delegado arzobispal, que, como prueba suficiente, le bastaron los dos libros escrutados; y sentenció luego, sin sombra de duda alguna: Quien mal anda, mal acaba. Y completamente sosegado, se metió en la cama y apagó la luz.

Con esos prejuicios entre ceja y ceja, el padre Luis dedicó los días siguientes a revolver entre los papeles y apuntes del vicario. Y encontró su diario, que llevaba desde sus años de seminario. Los hechos de aquellos lejanos tiempos, anotados y comentados en sus páginas, le resultaron anodinos; pero se repetía un signo en clave que llamó su atención, y no paró hasta descifrarlo. Se trataba de un pequeño círculo con un número dentro, que aparecía con bastante frecuencia en el ángulo superior de algunas páginas. El círculo siempre era idéntico, variando tan sólo el número que contenía: 3, 7, 2, 1, 5… Al fin, por un comentario del mismo seminarista, dedujo el delegado del arzobispo, convertido ahora en detective del muerto, que se trataba del número de poluciones que aquél anotaba en vista a su confesión.

El padre espiritual me ha preguntado si recordaba que en mi infancia me hubiese toqueteado la niñera o alguien para acallar mi llanto: yo le he dicho que no recordaba; y que si tenía conversaciones o tocamientos obscenos con mis amigos: le he dicho que no. Me ha preguntado si tenía insomnio, dolores de cabeza o pérdida de atención y de memoria, que son los síntomas que suelen acompañar al vicio solitario: y yo le he dicho que no.

Pon mucho cuidado, hijo mío, pues además de irte al infierno si murieses con esos pecados sobre tu conciencia, puedes coger una tuberculosis o una demencia precoz, o se te puede reblandecer el cerebro, o incluso puedes caer en una neurosis de angustia o adquirir tendencias melancólicas y suicidas…

No le hizo mucha gracia al padre Luis que un seminarista con aquellos antecedentes de lujuria, tan poco idóneo para la vida del celibato, hubiese llegado al sacerdocio; y no creía que, después de recibir las órdenes sagradas, hubiese mudado mucho de vida, a no ser a peor.

Encontró también un cuadernillo de reflexiones, que el vicario había escrito durante los ejercicios espirituales que precedieron a su ordenación sacerdotal. Tratándose de un momento principal y trascendente en la vida de un clérigo, el delegado del arzobispo se lanzó con avidez a averiguar cuáles habían sido los pensamientos y la actitud del padre Enrique en aquellos días. Mentalmente fue tomando nota de las cosas más sobresalientes que leía. Ahora era él quien ponía los subrayados y de ese modo subjetivo reconstruía, tal vez sin darse cuenta, una biografía sesgada del muerto.

A estas alturas, la libertad de elección estaba casi prácticamente anulada. Mis dudas no se habían disipado, ni mis contradicciones tampoco. Había que cerrar los ojos y lanzarse a la mar. Y eso es lo que hice…

La tragedia más grande que encadena mi alma hasta el presente ha sido el divorcio entre lo que pienso y lo que quiero, entre mi razón y mi voluntad, entre mis creencias y mi vida…

La religión parece un cúmulo de imperativos categóricos: haz esto, prohibido hacer lo otro. Prohibido, prohibido, prohibido; se diría que la religión es el Evangelio de los noes…

A decir verdad, nada me satisface. Todo, después que lo he vivido, me deja un vacío sin límites. ¿Me llenará Dios? ¿Me hará Él feliz? Si la felicidad no está en las criaturas, tampoco la he encontrado hasta hoy en el Creador. Dios no ha sido mío, no lo he sentido nunca en mi interior. Lo veo lejano, distante, brumoso…

Durante estos días de silencio forzado, no he sentido emoción alguna. Sin embargo, me ha venido constantemente a la cabeza el pobre demonio, de quien nadie se compadece…

Nos han metido hasta la médula el sentimiento de culpa. No sé qué tiene el pecado que a veces me resulta tan atrayente. ¿Será la belleza del diablo?

El padre Luis había pensado en un principio que el vicario no aceptaba la existencia del demonio y que, tan sólo después de la experiencia del exorcismo, creyó en él. Ahora, al leer sus reflexiones, escritas de su puño y letra, se convenció de que el demonio, y no Dios, es lo que tuvo presente durante toda su vida. Hubo una frase sobre todo que le estremeció, y cuyo sentido no llegaba a descifrar: Falta un solo día para el cataclismo de mi persona… ¿Qué quiso decir el padre Enrique? ¿De qué cataclismo se trataba? ¿Tal vez el día de su ordenación sacerdotal, como le ocurriera a Judas en la última cena, el demonio entró en él y no paró hasta llevarlo a la desesperación y al suicidio? Es el precio terrible del que traiciona su vocación, pensó el delegado del arzobispo.

Todavía había de encontrar en los cajones del difunto vicario muchos folios emborronados de las charlas que había mantenido en la biblioteca del seminario con el doctor Mínguez, de cuya ortodoxia las autoridades eclesiásticas de la diócesis nunca estuvieron seguras. El padre Luis se escandalizó de las lucubraciones aberrantes que ambos clérigos se trajeron entre manos, pero una le dejó pasmado. El vicario la había titulado La masturbación originaria.

Por lo que se deducía de aquel escrito, que por su extensión y profundidad más parecía un ensayo, los teólogos egipcios de Heliópolis habían concebido a su dios Atum, el que ha llegado a existir por sí mismo, como un dios completo y único, que había logrado crearse a sí mismo, lo que era también un modo de expresar su independencia absoluta y su eternidad. Ahora bien, para salir de la soledad originaria en que existía y reunir alrededor de él a otros dioses menores, y crear el universo con todos los seres, los sacerdotes de Atum atribuyeron a su dios una naturaleza hermafrodita y una masturbación primigenia. Atum, poderoso como un león y de gran fortaleza genética como un toro en erección, tomó su falo entre sus manos y, después de masturbarse, se penetró a sí mismo, dando origen a todo lo que existe en el cielo y en la tierra…

Este concepto antropomórfico y sexual de Dios, que tanto parecía embelesar al doctor Mínguez y al padre Enrique, chocaba frontalmente con el de la Biblia, donde Yahvé, Yo soy el que soy, es descrito como un Dios del intelecto, que piensa las cosas en su corazón y las ejecuta con su palabra, con sólo nombrarlas. La cultura judía y luego la cristiana siempre vieron el sexo como un aliado del demonio, y condenaron, como diabólicas y propias de dioses paganos, todas las doctrinas que, como la de los sacerdotes de Heliópolis, relacionaban el sexo con Dios. Al delegado arzobispal le resultó sumamente desagradable aquella lectura, y no comprendía cómo los dos clérigos se hubiesen adherido a tales creencias, a no ser que, seducidos por la gran astucia y sagacidad del diablo, hubiesen pactado con él.

Según esa tesis sexualista, el padre Enrique deducía que la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios debía entenderse referida no a su capacidad racional, sino a su sexo, siendo esta condición biológica la que asemejaba todas las criaturas con su Creador. Y que todas las prácticas placenteras del sexo, por muy aberrantes que pudieran parecer desde el punto de vista de la moral católica, constituían hitos en el camino de perfección humana y conducían a la unión mística con las fuerzas del cosmos y con Dios. El cristianismo, criticaba duramente el vicario, no tuvo una visión limpia e inocente del sexo, sino que lo enturbió con el sentido de la culpabilidad, condenando de ese modo su placer y goce, llegando en su paroxismo a identificar lo erótico con el diablo. En esa cristiana guerra sin cuartel contra todo lo sexual, continuaba el vicario su acerbo análisis, la mujer llevó siempre la peor parte. Tertualiano la calificó de puerta del diablo; san Juan Damasceno, de centinela avanzada del infierno; y con mayor contundencia aún, san Antonio: Cuando tengáis delante una mujer, no creáis que tenéis a un ser humano, sino una bestia feroz, el diablo en persona. Su voz es el silbido de la serpiente.

El secretario episcopal pensó que tales meditaciones y virulentos desahogos no eran sino consecuencia de las incontroladas pasiones del padre Enrique, que le hacían desvariar hasta ese extremo. Y se reafirmaba aún más en la idea de que, no sólo la niña, sino también él, estuviera poseído por el demonio de la lujuria.

El padre Luis no había sido enviado a indagar la causa de la muerte del vicario, muy poco clara por otra parte, sino la posible intervención del demonio en todo ello. Aunque a estas alturas de las averiguaciones no podía hablarse de posesión satánica stricto sensu, el delegado arzobispal tenía para sí que el padre Enrique había sufrido una obsesión diabólica, consentida por su parte, que llegó a ofuscarle hasta llevarle al suicidio… Y ésta era la conclusión que quería elevar a la consideración del arzobispo.

Tratándose del demonio, el proceso informativo caía por entero dentro del campo de la teología, y no era conveniente que interviniera en él gente laica y profana que poco podía aportar, sino más bien distraer y enredar; por eso el padre Luis no había llamado a ningún testigo de aquella muerte. ¿Qué sabían ellos de Satanás y de sus artes, de sus modos invisibles de operar en la vida y la destrucción de los hombres? Sin embargo, antes de concluir el sumario, se decidió a convocar al médico, más por curiosidad personal que por otra cosa.

Don Agustín se ofreció con mucho gusto a facilitarle los datos de que disponía y razonarle su propio parecer; y para que la conversación cobrase mayor interés, pensó que lo mejor sería tenerla in situ, es decir, en el huerto de naranjos donde Ezequiel encontró al padre Enrique. Allí se encaminaron, una tarde de julio, después de la siesta, cuando el sol comenzaba a ser más benigno.

—¿Qué opina usted de estas dos muertes, en las que el pueblo ve la mano del diablo?

—Para que no haya malentendidos entre nosotros le diré que, respecto de Dios, soy agnóstico, y no creo en el demonio. Sin embargo, en el caso de Adela vi fenómenos que, a mi entender, trascendían la ciencia médica, al menos la mía y la de mis colegas a quienes convoqué a consulta, por eso propuse la conveniencia de someterla a un exorcismo… ¿Estaba la niña endemoniada? Ya le he dicho que no creo en el demonio. Pero el exorcismo, como tantas cosas raras que ocurren en el curanderismo, era una baza que se podía jugar… y, al parecer, funcionó. La niña estuvo bien después, durante el año y medio que vivió, ésa es la pura verdad. Ahora, ¿ha tenido algo que ver el demonio en su muerte? Eso es lo que cree el pueblo.

—¿Y usted?

—Ya le he dicho que yo no creo. Me parece que hay suficientes explicaciones en psicología para que necesitemos recurrir al diablo… Sin embargo, la muerte que no ha quedado suficientemente aclarada es la del vicario.

En el cauce seco del río había charcas del agua de las últimas lluvias, y muchachos desnudos que chapoteaban y alborotaban en ellas, llenando de voces y risas la luminosidad de la tarde; al ver una sotana por el ribazo, se fueron corriendo a esconderse en un cercano cañaveral.

—No se les debería permitir bañarse de esa manera tan impúdica —se quejó el padre Luis, frunciendo las cejas.

—Bueno, aquí nunca se vio de ese modo, ya que desde siempre ésa ha sido la costumbre.

—Pero no deja de ser una costumbre pagana —le replicó, sentenciando dogmáticamente a continuación—: Enseñar el cuerpo desnudo es algo obsceno e indecente.

—Todo es muy relativo… ¿No decía san Pablo que nada hay de suyo impuro, a no ser para el que juzga que lo es?

Al secretario episcopal no le agradó que un descreído, como decía ser el médico, viniese e darle lecciones de moral, y menos citándole las Sagradas Escrituras.

—San Pablo lo decía en otro sentido —protestó secamente el padre Luis, sin que diese esa otra exégesis.

Habían llegado al huerto, y con ello dejaron la digresión, que podía haberse agriado, para volver de nuevo al tema principal de su charla.

—Aquí fue donde se encontró el cadáver del padre Enrique —señaló don Agustín el copudo naranjo de hojas verdes y brillantes.

El delegado arzobispal se entretuvo unos instantes observando el grueso tronco que sirvió de apoyo al muerto. Y luego miró al médico, a la espera de que le explicase todas las cosas. Viendo éste que el padre Luis era de ciudad y entendía poco del campo, pensó que lo mejor sería explicarle el proceso de la fumigación, que fue la causa de la muerte del vicario.

—Los agricultores de estos pueblos —le dijo— matan las plagas de insectos que atacan sus árboles con el ácido cianhídrico, que se produce al agregar cianuro de potasio al ácido sulfúrico diluido en agua. Los vapores de esa mezcla son extremadamente tóxicos, muy venenosos. Como puede observar en esos huertos de ahí, los árboles se cubren con toldos, formando un cubículo, y de ese modo se retiene en su interior la emanación letal el tiempo suficiente para producir la muerte de los bichos. En resumidas cuentas, es el mismo procedimiento que se utiliza en la cámara de gas para ajusticiar…

El padre Luis había leído una novela sobre la muerte de un joven en la cámara de gas, escrita por un trapense norteamericano que asistió al reo, y esta última observación del médico le hizo recordar los detalles que en su día le estremecieron.

—¿Sufrió el padre Enrique?

—Yo diría que su muerte fue fulminante.

—¿En qué se basa?

—Las circunstancias que me lo hacen suponer son las mismas que, a mi entender, convierten esta muerte en un enigma.

—Me tiene sobre ascuas. Explíquese.

—Verá, el padre Enrique estaba recostado sobre este tronco, con todo el pecho desabrochado. Para mí, que venía corriendo, no sé por qué, como si alguien le persiguiera, y se sentó exhausto. Esa misma fatiga, que le obligaba a aspirar el aire a bocanadas, fue la que le hizo más breve la agonía. Inhaló el gas letal con tal rapidez y en tan gran cantidad que la muerte le sobrevino instantáneamente.

—¿Dice usted que venía corriendo? ¿Que alguien le perseguía? ¿Trató tal vez de esconderse y, sin querer, encontró la muerte?

—Ésa es mi hipótesis, pero no encuentro ningún dato que me la ratifique.

—¿No dijo usted al señor cura que había sido un suicidio?

—Eso es lo que yo pensaba, hasta que apareció ahorcada Adela.

—¿También usted relaciona las dos muertes? —preguntó, intrigadísimo, el padre Luis.

—Sí, pero no en el sentido de que el diablo sea el nexo, como dice por ahí la gente.

Veía ahora el secretario episcopal que la madeja estaba más liada de lo que parecía. Y escuchó atento a don Agustín, que le hablaba mientras inspeccionaba el terreno.

—Todavía se ven ahí las huellas que dejó el vicario —dijo, y apartándose del naranjo del muerto, condujo al sacerdote a la vera del camino y se las señaló en el barro ya seco—. Como puede ver, si se fija bien, son de zapato: los labradores no los usan para andar por el campo. Además, la impronta que han dejado es la del que corre, sin fijarse dónde pisa…

—No veo la relación de todo esto con la muerte de Adela.

—Yo tampoco. Pero me resulta sorprendente que estas mismas huellas aparezcan en el lugar donde, días después, se ahorcó la muchacha…

Y cogiendo del brazo al sacerdote, lo invitó a que le siguiera al jardín de los frailes, no lejos de allí, contándole mientras caminaban las leyendas y las maldiciones que, según la gente, pesaban sobre las ruinas del monasterio. El delegado arzobispal quedó desconcertado al ver por aquellos parajes señales de zapatos, ya menos claras, porque allí el terreno estaba seco.

Aquel paseo no sirvió para despejar viejas dudas, sino para plantear nuevas, sin que al final de la jornada hubiesen logrado encontrar siquiera una posible concatenación de los hechos.

—¿Sabe qué? —dijo de pronto el padre Luis, rompiendo el silencio que habían guardado durante un gran trecho del camino de vuelta.

—Usted dirá —se paró el médico, quitándose la brizna de hierba que maquinalmente iba masticando.

—He leído en el santoral cómo los siervos de Dios libraron batallas titánicas contra el diablo y cómo éste los zarandeaba, maltratándolos y arrojándolos por las escaleras… Después de lo que he estudiado sobre el caso del padre Enrique, he llegado a la conclusión de que también el demonio entró en su vida. Él es sin duda quien le empujó hacia su propia muerte, quien le persiguió, le acorraló y le metió en esa cámara de gas… De ahí que no encontremos explicación humana a todo lo ocurrido…

—¿En venganza porque sacó al demonio del cuerpo de la niña? —adelantó la explicación el médico, entre escéptico y burlón.

—No. Sin duda porque, consciente o inconscientemente, el vicario se puso a tontear con él. Y es peligroso y mortal, como vemos, jugar con el demonio.

—¿Y qué me dice de la niña? ¿También ella jugó con el diablo?

El padre Luis no tenía respuesta a esa pregunta.

—Los caminos de Satanás, queramos o no, son inescrutables, como los de Dios —fue lo que le dijo.