A altas horas de la noche el padre Enrique fue reclamado para administrar los últimos sacramentos a un moribundo que, por las señas facilitadas, debía de ser muy pobre, ya que vivía en las inhabitables casuchas del arrabal. Tomó los óleos y en una cajita de plata puso el santo viático. Un viejo andrajoso, de pelo descuidado y graso, que sin lugar a dudas liaba sus cigarrillos con las colillas recogidas de la calle, tal era el mal olor que despedía su cuerpo, llevaba el farol con un cirio encendido dentro, no sólo por respeto al santísimo que el vicario estrechaba contra su pecho, sino porque aquella noche, como tantas otras, había apagón. Era, según se leía en los periódicos, un año de gran sequía, y los pocos pantanos estaban exhaustos y las centrales eléctricas extenuadas: en resumidas cuentas, no había luz. En noche como aquélla, cerrada, sin luna, oscura como garganta de lobo, el farol apenas alumbraba más allá de los pies, y el vicario tenía que andar despacio, sobre todo cuando, dejadas atrás las últimas calles, se adentraron en el descampado.
Se equivocó al pensar que la vivienda del moribundo sería una chabola destartalada: muchas pocilgas resultaban más limpias que aquel lugar. Sobre un jergón destripado y mugriento yacía el enfermo, demasiado acabado ya para darse cuenta de lo que sucedía en torno a él, por mucho que el vicario se esforzaba en identificarse y sus familiares lo repitiesen a su vez. En el estrecho habitáculo, apenas iluminado por la lánguida luz de una vela, reforzada ahora por la del farol, no se había preparado nada de lo que se aconseja para estos casos, así que el sacerdote extendió sobre una mesa inmunda su pañuelo de bolsillo para que hiciese las veces de corporal y sobre él colocó el píxide que traía. Ahora que la luz de la palmatoria y la del farol daban de pleno sobre el moribundo, se estremeció al ver su rostro: sus ojos perdidos en unas cuencas que ya no le pertenecían; sus mejillas chupadas por la calavera que había debajo; su boca prieta y desdentada, echando baba… Era la misma mueca del demonio que le mostró su abuela en un retablo gótico del Juicio Final, y que le aterrorizó durante su niñez. Sin querer, revivió en toda su crudeza el exorcismo de Adela y la muerte del doctor Mínguez; y un escalofrío recorrió su cuerpo con sólo pensar en el nombre de Jaldabaoth. ¿También estaría aquí?
—Accipe, frater, Viaticum Corporis Domini nostri Jesu Christi, qui te custodiat ab hoste maligno, et perducat in vitam aeternam (Recibe, hermano, el Viático del Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, que te guarde del Maligno y te conduzca a la vida eterna).
Al decir la fórmula con la que se da la última comunión al cristiano antes de abandonar este mundo, mantenía la hostia en alto, y le pareció que, de nuevo, estaba haciendo un exorcismo.
El moribundo, un hombre de mediana edad, mantenía apretados los pocos dientes que le quedaban, y el padre Enrique miró a los familiares para que viniesen en su ayuda. El hombre del farol se acercó al catre y cogió al enfermo por las mandíbulas, y sin miramiento alguno le forzó a abrir la boca. Al cabo de varias tentativas frustradas, el vicario pudo depositar, por el hueco que dejaba la encía desarbolada, la sagrada forma sobre la gruesa lengua que le asfixiaba.
—¡Déjame en paz, hijo de puta! —escupió el moribundo el reniego y la comunión, mezclados en un esputo sanguinolento.
Bien sea porque la angustia se le hizo inaguantable, bien porque oyó algún ruido extraño, lo cierto es que el padre Enrique despertó de un sobresalto. No sólo había apagón de luz en su sueño, sino también en la realidad. Encendió la palmatoria de su mesita de noche y poco a poco se fue tranquilizando. Repuesto de la horrible pesadilla, sintió la necesidad de arrodillarse ante el sagrario y confortar su ánimo antes de afrontar el resto de la noche. Sin necesidad de salir de su habitación, abrió una pequeña ventana que daba precisamente sobre la capilla de la comunión y se arrodilló en el reclinatorio. Desde allí sólo veía una profunda oscuridad colgada de las bóvedas como negros crespones, y una llamita vacilante en el altar del tabernáculo. El silencio era tan opaco como la misma noche que tenía delante. De repente el pabilo tembló y una sombra se recortó sobre el altar. Un fantasma, es lo primero que le vino a la cabeza. ¿Qué otra cosa podía ser a aquella hora tan intempestiva? Tuvo miedo, y pensó cerrar la ventana a cal y canto, y la puerta de su cuarto, y meterse en la cama y taparse cabeza y todo. A veces el pavor es tan grande que deja a uno clavado en el suelo, incapaz de llevar a efecto sus propósitos; y eso es lo que le ocurrió al padre Enrique. Con el corazón que amenazaba con salírsele por la garganta y el pánico paralizándole todos los músculos, permaneció, aterrorizado, sin poder levantarse. La sombra fantasmagórica fue cobrando contornos más definidos, a medida que sus ojos se acomodaban a la oscuridad. No era ningún fantasma, sino el padre Antolín, el párroco. Cuando abrió el sagrario, la puerta dorada brilló en la noche. Al padre Enrique le extrañó que no hiciera genuflexión alguna ante el Santísimo, él que, en público, era tan puntilloso con el ceremonial, y que sin respeto alguno se metiera en el bolsillo el coponcito del viático. ¿Iría a administrar los santos sacramentos a algún moribundo, tal como él acababa de soñar? ¿Solo, sin que nadie lo acompañase, a esas horas de la noche y con las calles apagadas? Todo le pareció sumamente extraño y, sacando valor de sus tuétanos, decidió seguirle.
En efecto, el párroco caminaba solo, sin farol ni linterna, guiándose por instinto, porque la luna, menguante y entre nubes, poca ayuda ofrecía. Salió por la Puerta del Aire, que así se llama la que da a la casa abadía. El padre Enrique, como perro perdiguero, le fue detrás. Pronto se dio cuenta de que el párroco no llevaba manteo ni teja, sino un rarísimo embozo que nada tenía que ver con el traje talar. Su curiosidad creció y sus cábalas se multiplicaron. ¿A qué le recordaba esa vestimenta? Era una especie de hábito con capucho, muy parecido a los que se utilizan en las procesiones de Semana Santa. El pueblo dormía a pierna suelta; en ocasiones, los ronquidos de algún vecino o los ladridos de un perro receloso llegaban hasta la calle desierta, salpicando el silencio inconsútil. El padre Antolín, aligerando cada vez más el paso, bien arrimado a la acera, por miedo de que alguien lo tropezase, no tardó en alcanzar el puente que cruza el río y da al descampado. No era éste el descampado del arrabal, soñado por el vicario, sino el opuesto. Por esta parte no había casa alguna. ¿Dónde, pues, iba el cura con el viático? Los cuartos y las horas, marcados con toda claridad por dos badajos que tañían bronce distinto, se oyeron claramente en la noche: eran las tres. En ese preciso momento el párroco torció a la izquierda y tomó la alamedilla de los frailes: camino de tierra, bordeado de cipreses, que conducía a un monasterio abandonado y en ruinas. El vicario paró en seco y se escondió detrás de un árbol al oír otros pasos que no eran los suyos. Con gran sorpresa por su parte, y no menos miedo, vio, adivinó más bien, cómo otras sombras, extrañamente embozadas como el padre Antolín, le salían al encuentro y todos en silencio proseguían hasta perderse entre las ruinas.
Se trataba de un monasterio cisterciense, abandonado cuando la desamortización de Mendizábal. De los monjes, la villa no guardaba buen recuerdo, y de padres a hijos fueron transmitiéndose odiosas historias de sus abades que, todavía hoy, cien años después de haber desaparecido, horrorizaban a los niños cuando al amor de la lumbre los abuelos las evocaban. Durante siglos, aquel monasterio de fundación real ejerció una tutela despótica y cruel sobre la buena gente del pueblo, esquilmándola a impuestos y gabelas y, lo que todavía resultaba más afrentoso, imponiendo con frecuencia el derecho de pernada, cuando ya en todas partes había caído en desuso. El padre Enrique conocía las escabrosas leyendas que, de dar crédito a la historia local, acaecieron tras los muros de aquel cenobio. Todo el mundo hablaba, como si los hubiese presenciado, de los carnavales que tuvieron lugar en el claustro, hoy completamente derruido. Niñas de primera comunión, vestidas de blanco y coronadas de flores, las mismas que meses antes acompañaron al Santísimo en la procesión del Corpus, participaban ahora en el cortejo festivo y libidinoso con que la comunidad se preparaba para la Cuaresma. Ese ambiente de lujo ostentoso y vida sensual y regalada en que se desenvolvían aquellos monjes, tan impropios de su hábito y su regla, y los abusos a que dieron lugar, acarrearon venganzas y muertes. Hasta los niños de la escuela recitaban de memoria los nombres de los tres monjes que, siglos atrás, aparecieron ahorcados en el árbol más frondoso de su propio jardín; obra sin duda de algún padre o esposo ultrajado… Nada de extrañar, pues, que el pueblo celebrase con alegría la marcha de estos religiosos, y con sacrílega venganza profanase sus tumbas, y dejase que el tiempo y la desidia asolasen todas las dependencias de la abadía. Poca cosa quedaba todavía en pie. ¿Adónde, pues, iba el cura y los otros fantasmas que le acompañaban?
El padre Enrique, olvidándose de su miedo inicial, siguió de lejos las sombras y tanteaba sus propios pasos, no fuera a hacer ruido al abrirse camino entre la maleza, tan crecida que ocultaba los muros demolidos. Aquel lugar, según los comadreos del pueblo, estaba habitado por almas en pena que vagaban inquietas al anochecer, y más de un vecino había escuchado aullidos y gritos desgarradores al pasar cerca de allí. Todas estas cosas, y el hecho de que los árboles de sus alrededores hubiesen sido elegidos por algunos vecinos para ahorcarse, hacían pensar que aquel paraje estaba maldito y contaminado de fuerzas extrañas que enloquecían a la gente. El sitio, pues, se había convertido en tabú: si de día nadie se atrevía a cruzarlo, de noche nadie lo hubiese hecho por todo el oro del mundo.
Sus pies dieron con un estorbo, que resultó ser lo que quedaba del brocal de un pozo, y a punto estuvo de caer dentro. Dio gracias a Dios y se detuvo, a la espera de que su corazón se repusiera del susto. Forzaba párpados y ojos hasta hacerse daño, en un intento de penetrar la oscuridad que le rodeaba, más oscura aún que la dejada en campo abierto, cuando oyó voces debajo mismo de sus pies. Se amedrentó, sumando este susto al mucho miedo que ya traía. Las voces venían del pozo, tan distorsionadas y graves que por un momento pensó si serían las de ultratumba que otros vecinos oyeran. Pero no; de algún modo aquel agujero debía de comunicar con la cripta de la iglesia, donde acaso el párroco y aquella gente se habían reunido. Buscó la entrada y la encontró no lejos de allí. Difícil hubiese sido toparla a la luz del día, por los arbustos y el matorral que la encubrían, y por la noche hubiese resultado imposible; fue tirando de las voces, como un hilo, hasta dar con ella. La trampa estaba abierta, sin duda porque los de dentro todavía esperaban a alguien; los escalones de piedra enmohecida, iluminados por el resplandor de algunas velas. Bajó sigilosamente y vio a lo lejos las sombras de aquella noche, cubiertas de negro de cabeza a los pies. Instintivamente se ocultó detrás de una gruesa columna y utilizó su manteo para embozarse también.
La cripta, que el padre Enrique visitaba por primera vez, era espaciosa, puede que tanto como la desaparecida iglesia gótica que se asentó sobre sus enormes espaldas. Las bóvedas eran altas, al menos para hipogeo, con arcos perpiaños que se apoyaban en toscos capiteles en forma de embudo, incisos más que tallados; las columnas, sólidas y de igual rusticidad. El suelo estaba repleto de sepulturas y, adosados a los muros, sepulcros profanados. Olía a muerte y humedad. Desde su escondite, cuando ya sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra, se asombró al ver pintado en el ábside no al pantocrátor, que ésa fue su percepción primera, sino un horrible demonio que en idéntica posición mayestática presidía la nave. Se fijó bien. La pintura, ingenua pero no por ello menos vivaz y expresiva, representaba al Ángel del mal sedente, mitad hombre, mitad carnero, con manos de garra y pezuñas en los pies; de la cabeza, enmarcada por un nimbo de luz, como la aureola que corona a los santos, le salían tres cuernos retorcidos que acababan en punta acerada; sus ojos, enormemente grandes, despedían odio y furor. Sin embargo, lo que más le llamó la atención fue el enorme pene erecto que aquel monstruo blandía como potente cetro real.
Las velas encendidas sobre la piedra del altar y a los pies del ábside y el humo del incienso que salía de los pebeteros creaban unas nubes fantásticas, a través de las cuales parecía asomarse el mismísimo Satán de mirada fulminante.
No se había equivocado el padre Enrique al pensar que se esperaba a alguien, pues llegaron otros dos encapuchados con una joven amordazada que, a todas luces, traían contra su voluntad. La desnudaron, arrancándole con saña los vestidos, y la ataron sobre el ara del altar, al tiempo que los presentes, trece, como muy bien contabilizó, formaban un semicírculo alrededor de ella. Desde su escondite, el padre Enrique veía el cuerpo desnudo de la joven, blanquísimo como si lo hubiesen recubierto de harina; sólo en la conjunción de sus muslos, que dos de aquellos encubiertos mantenían separados, aparecía el incipiente triángulo negro del pubis. Una voz grave, tremebunda, rompió el silencio; él la identificó con la del párroco, pese a que estaba deformada, posiblemente de modo intencionado: Jaldabaoth habló diciendo: Conságrame todo primogénito, todo lo que abre el seno materno. Ya sean hombres o animales míos son.
Al oír el nombre de Jaldabaoth, los pelos se le pusieron de punta, y tuvo la certeza de que también Adela, la niña que él exorcizó, estuvo acostada sobre el mismo altar, en una ceremonia semejante a la que estaba presenciando.
Quedó despavorido, con el corazón en un puño y a punto de reventar en un ay, cuando vio que un encapuchado, que hacía las veces de acólito en aquella misa satánica, le tendió un puñal.
¡Señor, tú que deseas la sangre de tus criaturas y produces espanto a los mortales, recibe esta ofrenda!
El sacerdote levantó la daga y la claridad de su hoja resplandeció como luna en noche oscura. El padre Enrique cerró los ojos, temiéndose lo peor. La hoja se abatió y, con un golpe violento, certero, cercenó la cabeza de un gallo, cuya sangre caliente salpicó el cuerpo desnudo de la muchacha. Como en el sacrificio de Abraham, también en éste la víctima había sido reemplazada por un animal. Mientras el oficiante enarbolaba el despojo del ave, que aún palpitaba, todos los asistentes, manos frenéticas en alto, comenzaron a gritar cada vez con mayor fuerza hasta llegar al paroxismo: ¡Jaldabaoth es nuestro dios, siete son sus cielos, sus cielos siete son!
Los gritos llegaron a ser tan ensordecedores que el padre Enrique no se explicaba cómo era posible que tan pocas gargantas pudieran causar rugido tan tremebundo.
En medio de este ambiente de histeria colectiva, el celebrante levantó las manos hacia la figura que presidía la asamblea, dirigiéndole una breve oración. ¡Señor de la muerte y la resurrección, Señor dador de vida cuyo nombre es el misterio de los misterios, desciende sobre tu siervo que celebra tu culto! Abandona la infernal morada en la que vives y haz que tu fecunda semilla, a través de este siervo tuyo, penetre en el cuerpo de esta hermana nuestra para tu eterna gloria y espanto de los mortales.
Amén, dijeron los demás.
El celebrante, despojándose de sus vestiduras, quedando tan sólo con el antifaz puesto, tomó las hostias consagradas y, tras haberlas estrujado con rabia, las puso sobre los senos de la joven, a la que penetró luego con lujuria diabólica. Después de haber copulado sobre las sagradas formas, de un manotazo las arrojó al suelo para que los otros las pisasen o fornicaran también con ellas.
A continuación tomó el cáliz, sobre el que ya había vertido parte de la sangre del animal sacrificado, y se masturbó en él, a la vez que, entre gritos y gemidos entrecortados de pasión, invocaba a Jaldabaoth, príncipe y señor del infierno, lugar del placer absoluto.
—Éste es el cáliz del deleite sexual —dijo, levantando la copa.
Y todos, hombres y mujeres, desnudos como el propio celebrante, se acercaron a comulgar.
—El mayor bien del mundo es el pecado —afirmaba cada uno antes de beber, como profesión de su fe.
Concluida esta ceremonia, se apagaron las velas, dejando tan solo las dos que había sobre el altar y, en la penumbra, los asistentes se entregaron a los más abominables actos de lujuria.
El padre Enrique nunca había visto una mujer desnuda; ni siquiera en sueños, cuando el demonio de la lascivia llena de figuraciones eróticas el alma, había visto tantas y tan excitantes y procaces. Pronto aquellos cuerpos de hombres y mujeres se fueron entrelazando de mil y una maneras, posiciones aberrantes y nefandas que desbordaban por todas partes las descritas en sus libros de moral y resultaban impensables para su mente de célibe.
Al contemplar la orgía de frenéticas convulsiones, blasfemias, gemidos lúbricos y orgasmos que se desarrollaba ante sus propios ojos, el padre Enrique dedujo que algo más que los conjuros, la sangre y las pócimas, contenidas en la maldita copa, causaban toda aquella infernal barahúnda. Aquí se palpa la acción de Jaldabaoth o de Satán, o sea cual fuere el nombre del Malo, se dijo a sí mismo, y no se explicaba cómo la ira divina no arrasaba con fuego y azufre aquel lupanar, como hiciera con Sodoma y Gomorra en tiempos de Lot.
El espectáculo le estaba resultando grimoso, insufrible. ¿Cómo era posible que el padre Antolín, hombre devoto en exceso, celebrara a escondidas misas satánicas? ¿Cómo era posible que hubiese profanado de manera tan inicua el santísimo sacramento, que violase a muchachas inocentes, engañándolas sin duda desde su confesonario? ¿Era un enfermo, o ciertamente estaba poseído por el demonio? ¿Sería verdad que Jaldabaoth existía, y hoy, como al principio de los tiempos, continuaba fornicando con las hijas de los hombres a través de terceros? También comprendía ahora el profundo trauma psicológico y la mella indeleble que una ceremonia semejante hubiese podido causar en la inocente Adela. No estaba seguro de si en ella se había dado verdadera posesión diabólica, como tampoco si, en medio de esta misa satánica, el terrible Jaldabaoth se había hecho presente de uno u otro modo.
—¿Qué haces tú, que todavía vas vestido? —Le palpó una mano suave y atrevida, interrumpiendo súbitamente sus pensamientos.
El padre Enrique se quedó perplejo. Antes de que pudiera reaccionar, una mujer restregaba su cuerpo desnudo contra el suyo, mientras le enroscaba un cuero negro alrededor del cuello.
—Yo soy la cuerda y tu deseo de mí no tiene límites. Penétrame, y los dos rodaremos en un abismo sin fondo —le susurró mientras le estrangulaba, comprimiéndole la carótida, creyendo que de ese modo le potenciaría las drogas ingeridas y afluirían a él las imágenes más extrañas y obscenas.
El vicario se aferraba a la columna, al tiempo que no sabía cómo desembarazarse, sin llamar la atención, de aquella mujer, que a sí misma se llamaba sacerdotisa de Satán.
—¿Quieres que te practique el fuego negro? —le dijo mientras, abandonando el cuero, pasaba a la bragueta.
Muy raro le pareció a la sacerdotisa que un adepto de Jaldabaoth se resistiera a copular con ella, incumpliendo el juramento sagrado de la fornicación.
—¡Aquí hay un intruso! —gritó para advertir a sus correligionarios.
A toda prisa, se encendieron más velas y de todos los rincones, incluso desde dentro de los sepulcros profanados, fueron levantándose cuerpos desnudos, como si hubiese sonado la trompeta del Juicio Final. Sin darse tiempo para recobrar sus ropas, esparcidas quién sabe dónde, corrieron tras el advenedizo embozado.
—¡Es el vicario! —lo identificó el párroco—. ¡Que no escape vivo!
El padre Enrique ya había ganado la escalera y volaba campo a través, tan rápido que no dudó de que era su ángel de la guarda quien tiraba de él. Vislumbró en medio de la oscuridad, que el alba cercana ya convertía en gris, unas luces que se movían, y pensó, con buena lógica, que serían los fumigadores que andarían entoldando los huertos de naranjos. Y hacia allá dirigió sus pasos, esperando encontrar en aquel lugar su salvación.