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El niño que encontró al hombre muerto se llamaba Ezequiel. Su madre le puso ese nombre no porque ella o su marido, o sus lejanos antepasados, fuesen judíos, o por seguir una moda extravagante, o por capricho, sino simplemente porque había nacido en la festividad del santo profeta. Era el único en el pueblo que se llamaba así, por eso todo el mundo supo de qué niño se trataba.

Ezequiel, vivaracho y travieso, era cabecilla de todo juego y revuelta. Su madre hubiese preferido que fuera de otra naturaleza, por eso le alentaba, sin fruto, a que tomara ejemplo y por amigos a otros niños más dóciles y pacíficos. Temiendo que se le torciera, lo llevó al párroco para que lo hiciese monaguillo. También cabía que pensara que, vistiendo sotana tan de chico y andando entre misas y entierros, podía entrarle vocación y acabar cura, que era oficio de los buenos y con muy buen porvenir, dado los tiempos que corrían.

Aquella tarde de verano, Ezequiel y sus camaradas se fueron al puente nuevo del ferrocarril, recién inaugurado para sustituir al bombardeado en guerra. El sitio constituía un lugar estratégico para correr a pedradas a las pandillas rivales que se acercasen por el cauce seco del río. La pedrea pendiente, que tenían que disputar esa tarde con los del pueblo vecino, no la pudieron llevar a cabo porque aquéllos no aparecieron.

—Vamos a nadar —propuso Ezequiel a sus amigos, cansado de esperar.

Fueron caminando río abajo hasta encontrar la gran charca de agua estancada, donde solían bañarse. Otros como ellos ya se habían adelantado y chapoteaban desnudos, sin atreverse a cruzarla por miedo a un remolino traicionero, que ya se había cobrado más de una vida. Ezequiel dejó sus ropas a los pies de un compañero y se lanzó con decisión. Cruzó por el lugar maldito sin que el agua se lo tragase, y llamó maricas y cobardes a quienes no lo siguiesen. Conjurado de aquel modo fanfarrón el peligro, se dedicaron a competir entre ellos, braceando sin ningún estilo. Llegaron luego muchachos mayores que contaban chistes verdes y les propusieron juegos obscenos, de ésos que había que confesarse el sábado por la tarde. Ezequiel y sus amigos se pusieron los pantalones y se marcharon, mientras los que se quedaban despedíanlos entre risotadas y burlas, manoseándose los genitales.

—¿A qué jugamos ahora? —preguntó a Ezequiel uno de sus camaradas, que bien se veía que no quería desperdiciar ni un solo día de sus vacaciones.

A ambos lados del río seco había huertos y más huertos de naranjos; los árboles de algunos de ellos estaban cubiertos de lonas desde la copa a los pies, y semejaban las tiendas de campaña que los soldados plantan en el campo de batalla.

—¿Por qué no al escondite? —Y señaló los árboles entoldados que tenían enfrente.

—Es muy peligroso esconderse entre los toldos, puede que aún no haya desaparecido todo el veneno —avisó, juicioso, Ricardo el larguirucho.

Se sentaron en un ribazo, frente a las tiendas de campaña de su imaginación.

—Cuando se murió mi abuelo —les contó el larguirucho, mientras deshojaba una caña que había arrancado—, mi padre mandó desinfectar su cuarto. Taparon todas las rendijas de las puertas y las ventanas con papeles de periódicos pegados con engrudo, y luego echaron dentro bolitas de cianuro, de las que se utilizan para fumigar los naranjos. Durante dos días el cuarto estuvo cerrado; al tercero, vinieron los hombres y nos hicieron salir a todos de casa. Al cabo de unas horas, cuando ya nos dijeron que podíamos regresar, encontramos muerto al canario. Nos habíamos olvidado de la jaula. El aire del cuarto lo mató.

—Pero estos naranjos ya hace tiempo que se fumigaron y no hay peligro alguno. Lo que pasa es que tú eres un miedica —repuso Ezequiel, quitando dramatismo a la historia de Ricardo.

—Oye, ¿qué es mamarla? —preguntó inesperadamente Ernesto, que por lo visto se había quedado con la mosca detrás de la oreja, después que oyera por primera vez esa expresión.

Se rieron los otros, viendo que en cosas de sexo andaba muy atrasado. Ricardo se prestó a ponerle al corriente.

—Mira, te voy a contar lo que tiempo atrás sucedió en mi colegio. Es un secreto, ¿sabes? A ver si eres listo y tú mismo descifras la palabra. —Se dirigió a Ernesto, pero todos prestaron mucha atención.

Bajando la voz, como si alguien pudiera oírles, les contó con mucho misterio cómo un chico de un curso superior se sacaba el pene en clase y se masturbaba.

—Vamos, anda, ¿delante del padre? —saltó incrédulo Ezequiel.

—Delante del padre, no, que lo hacía con mucho disimulo, levantando la tapa del pupitre. Y os diré más. A veces, si estaba mucho rato, le salían gotas de leche.

—¿Por el pito le salía leche? ¿Lo has visto tú? —preguntó Ernesto desconfiado y aprensivo.

—Toma, claro que no, pero me lo ha contado uno de su clase. ¿Ya sabes, pues, con qué juego querían divertirse aquéllos? —Ricardo señaló hacia el río y su amigo se ruborizó.

Después de este chisme, el ambiente se prestaba para continuar con otros, y así pasar toda la tarde.

—¿Queréis que el padre Enrique nos tire de las orejas el sábado? —dijo Ezequiel para cortar el tema.

—¿Esto es pecado? —preguntó con ingenuidad más fingida que real Ricardo, para agregar a continuación—: Pues dime a qué jugamos.

—¿Por qué no cazamos lagartijas y hacemos con ellas una corrida de toros como otras veces? —propuso Ernesto, en nombre de los más pequeños, que apenas hablaban y poco contaban a la hora de las decisiones.

A todos les pareció bien, e inmediatamente se pusieron a la persecución y hostigamiento de los pequeños reptiles, que metían en un hoyo hecho ex profeso. Si los pobres tenían la mala suerte de perder la cola al ser atrapados, eran aplastados sin contemplación alguna, porque ese rabo, que se agitaba convulsivamente, se burlaba de Dios. En otras ocasiones la caza se dirigía contra los desventurados murciélagos que, entre la chiquillada, eran considerados encarnaciones del demonio por vivir en la oscuridad. La suerte que esperaba a éstos era mucho más atroz. Se les quemaba la boca por blasfemos y, al final, se les crucificaba por las alas sobre una tabla, y así se les dejaba hasta su muerte.

Fue en esa búsqueda de lagartijas cuando Ezequiel vio unos zapatos negros que salían por debajo del toldo de un naranjo. Y fue corriendo donde los demás.

—Ahí hay un hombre. Y está debajo de la lona —dijo, dirigiéndose sobre todo a Ricardo, corroborando con ese hecho que no había ningún peligro en jugar al escondite, que es lo que él había propuesto desde un principio.

—Vamos a verlo.

—No hagáis ruido, a ver si está haciendo la siesta y se despierta de mala hostia —recomendó Ricardo.

—No digas palabrotas, que me chivaré a tu madre —le amenazó Ezequiel.

Efectivamente, por debajo de la lona que cubría un copudo naranjo, en el extremo de aquel huerto, asomaban unos zapatos negros, como había dicho Ezequiel. Se quedaron todos contemplándolos en silencio.

—El que está haciendo la siesta no es un labrador —sentenció Ricardo en voz baja.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Cuándo has visto tú a un labrador ir al campo con zapatos?

La respuesta de Ricardo era correcta y denotaba una mente despierta y un espíritu observador. Después de la guerra, los zapatos eran una de tantas cosas que se racionaban: sólo los ricos podían permitirse el lujo de llevarlos a diario. Los demás, y no todos, se contentaban con ponérselos los domingos. Ricardo les podía haber dicho a sus camaradas, por si no lo sabían, que él había visto muertos amortajados descalzos o con zapatillas de paño… De todos modos, la gente del campo, desde siempre, utilizaba alpargatas de esparto para ir a trabajar.

Se retiraron del lugar y estuvieron tramando si gastarle alguna broma a aquel individuo. A alguien se le ocurrió que podían aplicarle la del carburo, por el mucho ruido que causaba la explosión.

—Sobre todo si, como ocurrió la última vez, el hoyo para meterlo lo hacemos bien cerca de él.

—¡Pobre hombre, qué susto se llevó! —exclamó entre risas Ezequiel, al recordar la hazaña—. De poco más le da un patatús. Creía que había explotado una granada.

Desecharon esa propuesta porque no tenían carburo a mano, ni dinero para comprarlo. Pensaron que podían darle un susto parecido si, todos a la vez, corrían ululando como hacían los indios americanos del cine. Dicho y hecho. Lanzando gritos salvajes, a la grupa de caballos imaginarios, trotaron entre los naranjos entoldados, pasando por delante de la tienda que ocupaba el hombre blanco. Y cuál no sería su extrañeza al ver que no decía ni mu. ¿Tan profundo era su sueño? Imposible. Después de repetir sus carreras sin éxito alguno, pararon todos en seco delante de aquellos zapatos negros. Ezequiel se percataba ahora de que eran idénticos a los de su padre:

—Mi padre tiene unos iguales, que se compró en Valencia, y le costaron cuarenta y dos pesetas —afirmó con toda precisión.

Los removió con una caña, temiendo aún que el hombre súbitamente se incorporase de un salto y fuesen ellos los asustados. Luego les dio un ligero puntapié y otros más fuertes, siempre con idéntico resultado.

—A ver si está muerto —dijo Ricardo, que pensaba en lo que le había ocurrido a su canario.

Con temor y curiosidad a la vez, sin que nadie quisiera perderse el espectáculo, fueron retirando la lona con cañas, evitando acercarse demasiado. Tras los zapatos, vinieron unos pantalones negros, y después, para su sorpresa, una sotana. Aunque estaban muertos de miedo, apartaron un poco más la cubierta. Quedaron pasmados.

—¡Es el padre Enrique! —gritó Ezequiel, el primero en reconocerlo.

El muerto estaba en posición sedente, apoyada su espalda contra el tronco del naranjo; el alzacuello desabrochado, sin duda en un intento de respirar mejor, y con la sotana arremangada, como habían visto hacer a los curas cuando de paseo por el campo se la recogían para sentarse en el suelo y no manchársela. La boca, abierta desmesuradamente, les recordaba la del pez fuera del agua; y sus ojos, al Cristo de la Agonía que se veneraba en la ermita del Calvario.

Los muchachos no sabían qué hacer y, soltando la lona, huyeron corriendo hacia el pueblo. Por el camino, sin detenerse, iban gritando a todos los que se cruzaban que habían encontrado al vicario muerto debajo de un naranjo. No pararon hasta llegar a la casa abadía.

—¿Está el señor cura? —preguntó Ezequiel, sin resuello, al ama que les abrió la puerta.

—Está rezando —les contestó muy poco convencida, dándoles una razón que, de tan repetida y manoseada, resultaba excusa poco convincente—. ¿Qué es lo que queréis de él a estas horas?

Ezequiel y sus amigos hubiesen preferido dar la noticia directamente al párroco, pero sabían por experiencia que el ama era un obstáculo insalvable, y más en hora de siesta.

—Hemos encontrado al vicario muerto en un huerto de naranjos —soltó Ezequiel a bocajarro.

—¡Jesús! ¿Qué decís? —Se santiguó, profundamente conmocionada, y dejándoles en la puerta, se fue por el cura.

No podía negar que acababan de interrumpirle su siesta. Con los ojos acuosos, congestionados, a pesar de haberse lavado la cara, apareció don Antolín. Ni aquélla ni otra noticia era capaz de conmoverle.

—¿Qué dice Amalia que habéis visto? —preguntó, mientras los hacía pasar a su despacho y cerraba la puerta tras ellos.

Todos hablaron a la vez de modo aturrullado. Don Antolín, con su voz meliflua, que quería transmitir una serenidad de espíritu, que más que virtud era máscara, puso orden.

—Que hable uno solo.

Y fue Ezequiel quien le contó toda la historia, desde que salieron esa tarde a jugar al río hasta que se tropezaron con el padre Enrique.

Antes de que las campanas repicasen con toque especial, reservado exclusivamente para el deceso de miembros del clero, ya sabía todo el pueblo que el vicario había muerto. Y cuando don Augusto, el boticario, que ejercía de juez de paz, llegó al lugar del suceso para proceder al levantamiento del cadáver, una multitud de curiosos se le había adelantado.

El huerto estaba situado junto al río seco, en la orilla izquierda, y sus árboles entoldados parecían montículos de tierra reseca que formasen parte de su ribera. Desde un extremo se divisaba perfectamente la charca de los bañistas; y hasta allí llegaban, arrastrados por ráfagas de viento, sus gritos y risas, y alguna que otra obscenidad, que contrastaba con la gravedad del momento.

—Quitad el toldo —ordenó, autoritario, el boticario.

Encontró entre los presentes más ayuda de la necesaria, y en unos segundos el árbol quedó desencapotado y el cadáver totalmente al descubierto. No hizo falta indagar sobre la identidad del muerto. Todos, unánimemente, exclamaron estupefactos que era el padre Enrique.

Lo contempló largo rato desde lejos, no precisamente con ojos de juez que cumple su deber profesional, sino simplemente con ojos de hombre que admira a un hombre bueno. El padre Enrique era una persona entrañable por naturaleza, de ésas que se hacen querer de todos. ¿Quién había acudido a su puerta, frecuentase la iglesia o no pusiera los pies en ella, y la había encontrado cerrada? ¿A quién había negado un favor? Don Augusto recordó el verso de Machado como la mejor definición del muerto que tenía a sus pies: era, en el buen sentido de la palabra, bueno. Por eso se le hacía cuesta arriba pensar que alguien lo quisiese mal, o que se hubiese suicidado. Sin embargo, una de esas dos cosas tenía que haber sido, porque hablar de accidente le parecía fuera de lugar.

El padre Enrique estaba tal como habían descrito Ezequiel y sus amigos. Cerca del cuerpo, una cazoleta de hierro esmaltado donde se había depositado el ácido y la bola del cianuro. A todos impresionó muchísimo sus ojos vidriados mirando al cielo, y su boca entreabierta.

—Se parece al Cristo de la ermita —hizo notar alguien muy acertadamente, pues en verdad era tal su similitud, que se diría que el escultor se hubiese inspirado en él.

Los curiosos habían hecho corros y hablaban sobre muchas cosas, preguntándose cómo el vicario había ido a parar allí.

—¿Acaso desconocía los productos letales que se utilizan en el entoldamiento de los naranjos?

—¿A quién se le ocurre meterse debajo de una lona?

Don Augusto prestó mucha atención a lo que se decía alrededor, sobre todo cuando llegó el propietario del huerto, que pudo darle datos concretos acerca de qué brigada fumigó los naranjos, cuándo iniciaron su trabajo y finalizaron su labor. Según todo ello, el entoldado de los últimos árboles había concluido el día anterior. Todavía se podía ver en un rincón del huerto la mesa con las probetas para graduar el agua y el ácido sulfúrico; la báscula de pesar el cianuro; el rodete de la cinta métrica con que se medía el perímetro de los árboles; los envases de loza, piques y otros trebejos del oficio.

—Anteayer se procedió a poner debajo de cada lona la taza de ácido sulfúrico. Por la noche, como es costumbre en una labor tan peligrosa como ésta —precisó—. Y fue Vicente, el de la calle de la Virgen de los Desamparados, el encargado de abocar las bolas de cianuro.

Don Augusto le escuchaba atentamente, sin interrumpirle en ningún momento, como si le estuviera tomando una declaración formal, cosa que inquietó a su interlocutor, que a cada paso lamentaba que hecho tan deplorable hubiese ocurrido en un huerto de su propiedad.

—A cada árbol se le administró la cuantía de cianuro según lo estipulado en las tablas dosimétricas —recalcó malhumorado, como si esa precisión fuese fundamental para la causa, o mejor, para exculparle de cualquier responsabilidad.

—Nadie te está echando la culpa, Nicolás —le dijo el boticario. Y para que viera que nada tenía en contra suya, se volvió a los de los corros—: ¿Vio alguien al vicario por estos alrededores?

Se miraron unos a otros, guardaron silencio, y nadie contestó.

A decir verdad, el caso le venía demasiado grande; se sentía desbordado y no sabía por dónde comenzar. Así que hizo llamar a don Agustín, el médico, para que le echase una mano, ya que sería él quien posteriormente tendría que actuar como forense.

No era, ciertamente, la primera vez que don Augusto alzaba un cadáver. En sus cinco años de juez de paz, ya lo había hecho en cuatro ocasiones: desagradables, pero simples. Todos varones. Dos se habían ahorcado, echando una cuerda por la jácena de su casa; uno, arrojándose al tren, con tan mala suerte que lo tuvieron que recoger en capazos; y el otro, atando una cuerda en una rama alta de un naranjo. Este último caso le vino ahora a la memoria, porque se trataba de un hombre joven, poco más o menos de la misma edad que el vicario. Tenía muy grabado en su retina el contraste tremendamente desolador del muerto balanceándose en medio de un huerto florido y oliendo a azahar. A ninguno de los suicidas se les dio tierra en sagrado, ni tuvieron responso ni bendición. En estos asuntos el párroco era muy legalista e intransigente. Ni siquiera lo ablandó el chico del huerto florido que, ofuscado por un desengaño pasional, dejó a sus pies un precioso poema de amor. Ahora, cavilaba el boticario, se nos presenta una papeleta gorda. Veremos cómo se las compone el cura, porque enterrar al vicario fuera del cementerio, como una bestia…

Don Augusto se había preguntado con frecuencia por qué aquellos hombres se quitaron la vida. Todos, curiosamente, habían militado en el campo equivocado, y quizá no habían podido superar el vacío que muchos les hicieron. Todos, excepto el joven del naranjo en flor, que parecía más bien un romántico fuera de época… ¿O acaso estos suicidios, como el suceso de la endemoniada o la aparición de fantasmas y extraños ruidos, de los que últimamente tanto se hablaba, no eran sino el fruto del ambiente deprimido, de hambre y de miseria, en que vivían muchas familias del pueblo? ¿Y qué pensar del vicario?

Viéndole de perfil, recostado sobre el tronco del naranjo, se diría que estaba dormido, haciendo la siesta en un día extremadamente caluroso, como lo estaban siendo los de aquel mes de junio. La pechera de su sotana la tenía entreabierta, asomándose la blanca camisa también desabrochada. Sus manos, dejadas caer a lo largo del cuerpo, reposaban sobre la hierba, como si buscasen frescor. Ninguna mosca ni hormiga turbaba su sueño, síntoma de que el lugar, recientemente desinfectado de un modo tan aséptico, continuaba siendo letal para ellas. ¿Cuánto tiempo llevaba así? No mucho, según todos los cálculos.

Llegó don Agustín, y respetuosamente le abrieron paso. Se acercó al árbol, ya bautizado como maldito. Se quedó mirando fijamente al vicario, a quien no veía desde el enfrentamiento a causa de Adela, hacía de eso más de un año. Guardó unos minutos de silencio, incluso se diría que rezaba, aunque era hombre que frecuentaba muy poco la iglesia.

—¿Qué me dices, Agustín? —le preguntó don Augusto, pasado un tiempo prudencial.

—Desde que me he enterado, he estado dándole vueltas. Me parece una cosa muy extraña. Pero, en fin, veamos.

Dejando al boticario, se aproximó al muerto. Observó detenidamente el color azulado de su cara. Le miró los ojos, ahora apagados, y recordó lo furiosos y vivos que estaban la última vez que los vio. Se los cerró, aunque poco a poco volvieron a entreabrirse. Le tocó los brazos y los muslos… Volvió junto al juez de paz.

—Yo diría, por lo que veo, que se trata de un suicidio. Por ninguna parte observo violencia alguna, ¿qué otra cosa puede ser?

—Un accidente —sugirió don Augusto, aunque internamente rechazaba esa hipótesis.

—Si le queremos llamar así…

—¿Le harás la autopsia?

—Esperemos a ver qué dice el señor cura.

A todos extrañó que el párroco, que había sido el primero en recibir la noticia, no acudiera al lugar de los hechos y hubiese enviado al sacristán. Llegó éste, rodeado de Ezequiel y sus camaradas, y se dirigió al boticario, a quien entregó un sobre cerrado.

—Es del señor cura —le dijo, aunque todos los presentes ya lo habían adivinado.

Don Augusto se retiró un poco y leyó en privado la nota manuscrita, pasándosela luego al médico.

Desde su despacho, sin necesidad siquiera de presentarse in situ, abusando de la autoridad que en aquellos tiempos se reconocía a los curas, don Antolín dispuso que el cadáver de su vicario, sin más dilaciones ni trámites, fuese trasladado al salón parroquial, donde había decidido que se instalase la capilla ardiente.

—El señor cura dice que ha sido un terrible accidente. No hay más que hablar. Caso cerrado —sentenció, incómodo, don Agustín.

El funerario, a quien se mandó recado, estaba fuera del pueblo, así que no tenían caja para colocar al muerto, ni disponían de carruaje. Entre cuatro hombres, cogiéndole por las extremidades, lo trasladaron fuera del huerto y tendieron a la vera del camino; en el primer carro que pasó, de vuelta a casa, lo cargaron como si fuese un bulto cualquiera. El boticario y el médico, las manos a la espalda y en silencio, presidieron la comitiva, y detrás todos los demás que se habían acercado a curiosear. Con el traqueteo del carro, el cadáver se movía grotescamente como si fuese un muñeco de trapo. El padre Enrique no tuvo manta que le cubriese el cuerpo, al menos la cara, hasta que al llegar a las primeras casas del pueblo, una mujer se apiadó de él y le echó una sábana encima.