¡Jaldabaoth! Solo en su cuarto, ante la mesa repleta de libros de teología, el vicario repetía mentalmente una y otra vez el nombre del demonio que había poseído a la pequeña Adela, ansioso por desentrañar la entidad maligna que había detrás. Nunca antes había oído ese nombre, ni aparecía en los libros que estudió en el seminario, y que ahora examinaba con mayor tiento por si le había pasado inadvertido. Tampoco recordaba haberlo leído en el Nuevo Testamento ni en el Viejo.
Valiéndose de los índices onomásticos y de materias que traía su Biblia, y después de muchas horas de trabajo, robadas la mayoría al sueño, el padre Enrique había confeccionado una demonología muy elemental. Si sus cálculos no le fallaban, el espíritu infernal era mencionado 138 veces en el Nuevo Testamento. En 62 ocasiones, con el nombre genérico de demonio; en 33, se le llamaba Diablo; en 36, Satán; y 7 veces se le denominaba Belcebú. Satán significaba en hebreo el adversario, y Diablo, en griego, el calumniador. Los dos nombres, que aparecían poco más o menos con idéntica frecuencia, designaban al mismo ser personal, invisible, cuya influencia se manifestaba a través de otros espíritus impuros. Sin embargo, a pesar de tal profusión de referencias, el Nuevo Testamento no definía a los demonios en sí mismos, sólo presentaba los efectos, ordinarios y extraordinarios, de su acción diabólica.
El Viejo Testamento tampoco le proporcionó mayores explicitaciones ni el nombre concreto que buscaba. En el Levítico halló a Azazel, demonio que los antiguos hebreos y cananeos creían que habitaba en el desierto, tierra estéril donde Dios no ejerce su acción fecundante, y a quien, según el ritual de la Expiación, había que enviarle, una vez al año, un macho cabrío cargado con los pecados de Israel. En el libro de Isaías encontró a Lilit, demonio de las noches, que también vivía en lugares desérticos, entre bestias salvajes y fuerzas oscuras. El origen de Azazel y de Lilit, como el de otras entidades maléficas mencionadas en la Biblia, había que rastrearlo en la religión babilónica, que desde antiguo contaba con una demonología compleja y muy desarrollada.
El padre Enrique tenía, al fin, una lexicografía con los nombres con que la Biblia denominaba al demonio: Satán, Diablo, Luzbel, Asmodeo, Belcebú, Belial, Azazel, Lilit, Serpiente, Bestia, Dragón, Maligno, Tentador, Mentiroso… pero ni rastro de Jaldabaoth.
A decir verdad, el padre Enrique nunca había tomado en serio al demonio. Tampoco en el seminario los profesores de teología le dedicaron tiempo alguno en sus clases; y a los ángeles, muy de pasada. Este tema parecía más bien exclusivo de pláticas piadosas y materia recurrente del padre espiritual para advertir a los seminaristas —que se confesaban de involuntarias poluciones nocturnas o de consentidas masturbaciones—, sobre las argucias y los tejemanejes que los demonios se llevaban en la entrepierna de los hombres, y cómo eran ellos los que soplaban la estopa y avivaban el fuego de la concupiscencia. Diremos, pues, que los conocimientos del padre Enrique a ese respecto eran escasos, y poco se diferenciaban de los que poseía el común de los cristianos. Sin embargo, después de la experiencia tenida con el exorcismo de Adela, ¿continuaba pensando que el demonio era un mito o, por el contrario, admitía como cierto que se trataba de una realidad? Las ideas estaban muy confusas en su cabeza y no quiso decir nada a su párroco, cuya endeble formación teológica, pensó, poco podía ayudarle. Así que, aprovechando sus escapadas a la ciudad, dedicó parte de su tiempo a buscar y rebuscar en la biblioteca del seminario.
Desde su ordenación sacerdotal, ésta era la primera vez que volvía al casón decimonónico donde había cursado sus estudios de teología. El inmueble de tres pisos de altura y tres puertas de entrada, grande e irregular, con un severo exterior de ladrillo visto, rematado por un alero de piedra no menos sobrio, parecía, sin serlo, un edificio fabril del siglo pasado. Las ventanas con recercados de piedra y fino guardapolvo, poco sobresalientes, ni daban volumen al paramento de la fachada ni alegría, acentuando, más bien, el aspecto austero y plano de todo el conjunto. A esa hora de la tarde el claustro grande, formado por columnas dórico-toscanas, al que directamente daba el zaguán de entrada, estaba completamente desierto, y un gran silencio envolvía la residencia. Los seminaristas, se figuró, estarían retirados en sus habitaciones o en la sala de estudio, preparando sus clases del día siguiente, al igual que se acostumbraba en su tiempo. Miró cada una de las cuatro esquinas del claustro y continuó pareciéndole que el excesivo número de pilares daba pesadez y agobio al patio. ¡Cuántos recuerdos guardaba para él cada rincón de aquella casa, y no todos, ciertamente, gratos! La formación que entonces daban los operarios diocesanos estaba más cerca de la instrucción cuartelaria que de la intelectual y humanística que impartían los sacerdotes del seminario parisino de Saint Sulpice, cuyo espíritu y reglamento tal vez trataron de copiar para España.
En el primer piso asomaba una galería con balaustrada de madera, cuya techumbre y finas columnas de fundición recordaban un poco el diseño de las estaciones de ferrocarril; era la única arquitectura que alegraba la vista, dentro del austero y duro marco de la planta baja. Mientras subía por la ancha escalera que llevaba a esa galería diáfana, donde, entre otras dependencias, se encontraban la capilla y la biblioteca, el padre Enrique se acordó, sin saber muy bien por qué su memoria seleccionaba ese recuerdo, de la primera plática que, recién ingresado en el seminario, les diera el director espiritual sobre las amistades particulares y sus peligros, que él, a sus doce años, no comprendió en absoluto; sólo años después, cuando vio la que alguno de aquellos educadores mantenía en secreto con sus alumnos preferidos, entendió el alcance y sentido de la advertencia.
La biblioteca seguía en el mismo sitio, y tan destartalada como la recordaba: con los anaqueles de madera carcomida arrimados a las paredes y los libros ordenados en interminables filas superpuestas que subían hasta el techo. Apoyada en una esquina, aguardaba la misma vieja escalera descoyuntada, por la que había que trepar si el libro en cuestión estaba más allá de la cabeza de uno.
En los tratados teológicos y summas, que fue consultando pacientemente, encontraba, copiándose unos autores a otros, siempre repetida la misma doctrina, y los teólogos más modernos poco aportaban de su propia cosecha. Tampoco los documentos del magisterio de la Iglesia, raros y repetitivos a través de los siglos, alumbraban más. El demonio no constituía el objeto de ningún dogma de fe, sino una enseñanza indirecta, concerniente al destino del hombre: era la cara negativa y el lado oscuro de la salvación. Tanto el magisterio eclesial como el teológico dedicaban todos sus argumentos a negar la idea de que los demonios pudieran ser considerados una divinidad autónoma, pero poco aclaraban sobre las preguntas que el padre Enrique se planteaba: ¿Quiénes y cuántos eran? ¿Cuál era su origen y cuál su modo de acción? Después de muchas tardes sentado en un viejo pupitre de los utilizados en las aulas de sus años de estudiante, había escrito en su cuaderno breves y deshilvanadas notas. El balance resultaba poco alentador: que los demonios eran ángeles creados por Dios, y buenos en su origen; que por el mal uso que hicieron de su libre albedrío, pecaron y se hicieron malos; que el hombre, tentado por el Maligno, también pecó, y cayó bajo el dominio del que tiene el imperio de la muerte; que el demonio, aunque fue vencido definitivamente por Cristo, conservaba, sin embargo, el poder de tentar al hombre y producirle algún mal… Desde luego, por ninguna parte descubrió rastro alguno de Jaldabaoth.
Las frecuentes visitas del padre Enrique a la biblioteca del seminario, muy poco concurrida por otra parte, no pasaron inadvertidas al viejo y enjuto bibliotecario, que tuvo curiosidad de saber qué extraña tesis doctoral preparaba o qué tema de estudio le absorbía, pues tantos eran los libros y enciclopedias que consultaba.
Un día, cuando el padre Enrique le devolvía un grueso tratado, el doctor Mínguez, que así se llamaba el bibliotecario, no pudo contenerse por más tiempo y le hizo la pregunta.
—¿Qué andas buscando con tanta avidez… y veo que no encuentras? —le tuteó, contraviniendo las buenas formas de la casa—. Si en algo…
—A Jaldabaoth —contestó el padre Enrique, cortándole la frase.
El doctor Mínguez, sorprendido, no pudo disimular el impacto que le hiciera la respuesta, y reacomodó las gafas que se le habían deslizado por la prominente curva de su nariz. Tal vez la caída de sus anteojos se debiera al estremecimiento causado por el nombre prohibido.
—¿Cómo te has atrevido a pronunciar ese nombre? —le reprendió, muy asustado—. ¿No sabes que, con sólo nombrarle, puedes concitar su presencia y, una vez presente, nadie sabe lo que puede pasar? Desde luego, nada bueno.
El bibliotecario conocía bien ese nombre por haberlo visto impreso muchas veces, pero sus labios jamás lo habían pronunciado, ni lo había escuchado de viva voz a nadie. El imprudente vicario no se percató de la gravedad de que le hablaba el otro.
—¿Acaso sabe usted quién es?
El doctor Mínguez lo fulminó desde detrás de sus gafas de miope, y abrió todo lo que pudo sus pequeños ojos, cansados, quemados más bien, de tanto leer en malas condiciones.
—In principio erat Verbum… (En el principio fue la Palabra…) —sentenció con gran solemnidad, dirigiendo su índice diestro como una antena hacia el cielo raso de la biblioteca.
Esperaba que el padre Enrique entendiese el profundo sentido que se encerraba en esa frase y así le ahorrase más explicaciones. Pero el joven sacerdote, como catecúmeno que apenas ha dado el primer paso, no acababa de descifrar lo que parecía clave de iniciados.
—Dios creó el mundo y todas las cosas con sólo nombrarlas. Dixit et facta sunt —le catequizó el bibliotecario—. Ésa es la trascendencia de la palabra. También nosotros, al dar nombre al demonio, podemos traerlo a nuestra presencia. ¿Entendido? No creamos al demonio, ciertamente, pero lo llamamos y él se presenta. Es terrible el poder que tiene la palabra…
El doctor Mínguez miró a uno y otro lado, como si temiera que alguien los estuviese espiando y, llevándose a los labios el índice de su mano sarmentosa, que antes apuntó al techo, le impuso silencio, mientras con la otra mano le tiró de la sotana. Condujo al padre Enrique a un cubículo que había al fondo de la biblioteca. Aquel cuchitril, destartalado y repleto de volúmenes que se salían de todos los anaqueles, era, según le dijo, su despacho y, a la vez, el depósito de los libros prohibidos.
—Siéntate, siéntate —le tuteó de nuevo.
El padre Enrique miró alrededor y no veía dónde hacerlo, pues la única silla que había a este lado de la mesa estaba a rebosar de códices y manuscritos.
—Precisamente ahí, en ese montón, está lo que buscas. —Le señaló el asiento.
El doctor Mínguez ayudó al padre Enrique a desalojarlo, y le faltó tiempo para acribillarle a preguntas sobre cómo, cuándo y quién le había dado a conocer nombre tan secreto. El vicario le explicó pormenorizadamente, pues así se lo pedía el otro, el asunto del exorcismo de Adela.
—¿Entonces fue el mismísimo demonio quien te dio su nombre? —recalcó el doctor Mínguez, evitando con todo cuidado pronunciarlo.
—Si fue él en persona o no, no lo sé; pero eso es lo que me dijo.
A partir de aquí, el doctor Mínguez, a quien le brillaban los ojillos como si fuesen dos chispas escapadas del infierno, comenzó a hablarle del judeocristianismo y de sus doctrinas heterodoxas; de los apócrifos del Nuevo y Viejo Testamento, y de otros Apocalipsis, que no eran el de san Juan; de los descubrimientos de Qumran… Todo aquello resultaba tremendamente desconocido para el padre Enrique. El bibliotecario puso tanto entusiasmo en su exposición, que el joven sacerdote quedó seducido, pendiente de sus labios. El doctor Mínguez, viendo ante sí un discípulo tan aplicado, le propuso iniciarle en los secretos de aquellos libros, que la Gran Iglesia nunca había aceptado entre los canónicos.
—Eso si me prometes ser discreto y no decir nada a nadie, pues, como ves —y señaló alrededor—, casi todos los libros de que te hablo están condenados en el Índice.
—Pero ¿qué hay de Jal…? —se precipitó a preguntar el vicario, deteniéndose aún a tiempo.
—Serénate. Te veo demasiado inquieto, y eso no es bueno —le aconsejó el doctor Mínguez; luego, levantándose de su sillón frailuno y ajustándose sobre la nariz aguileña la montura de sus gafas, buscó entre los libros que había puesto sobre su mesa—. Aquí tienes el III Apocalipsis de Santiago el Mayor. Como comprenderás, no puedo dejar que lo saques de la biblioteca, ni siquiera de este cuarto, que es como su cárcel, donde está condenado, pero estará a tu disposición. Cuando vengas, búscame y te lo dejaré. Léelo atentamente. Creo que en él encontrarás todo lo que has venido a averiguar.
Cada lunes de las semanas siguientes, día que estaba menos cargado de trabajo parroquial, el vicario acudió puntualmente a la biblioteca del seminario, y pasaba las horas entregado a la lectura de los libros que le proporcionaba el doctor Mínguez, siendo lo más importante de cada visita las conversaciones que, al final de la jornada, mantenía con él.
El padre Enrique no se había convertido, ni mucho menos, en un experto, pero ya sabía muchas cosas: que el III Apocalipsis de Santiago el Mayor, como el Evangelio de los Egipcios y otros apócrifos que había en los anaqueles del cuarto prohibido, era un texto judeocristiano de la segunda mitad del siglo II; que en los descubrimientos de Nag Hammandi había aparecido el manuscrito copto del Apocalipsis de Santiago, que ahora, traducido, tenía él entre sus manos; que la tradición oral de dicho apócrifo se remontaba a los tiempos de los apóstoles, concretamente a la primitiva comunidad de Jerusalén, presidida por Santiago, el hermano del Señor, y, al parecer, transmitía fielmente las doctrinas cristianas que profesó aquella Iglesia; que, con la caída de Jerusalén el año 70 de nuestra era, la comunidad judeocristiana jerosolimitana se dispersó, y su Iglesia, tan influyente hasta ese momento y floreciente como ninguna, quedó eclipsada por las Iglesias de los otros apóstoles y sus doctrinas cayeron en el olvido, suplantadas por las de otras comunidades…
El prólogo del libro impresionó muchísimo al padre Enrique. Estaba escrito con tanta minuciosidad y convicción, que él mismo se sintió arrebatado, y, en compañía del apóstol vidente, fue ascendiendo, uno a uno, los siete cielos, viendo a su paso los ángeles que los habitaban. Todas aquellas páginas eran como una larga y escrupulosa ampliación de la primera línea de la Biblia: En el principio creó Dios los cielos.
—También Dante en su Divina Comedia narra de una manera maravillosa el cielo y sus círculos; pero, ahora, siento mi alma, incluso mi cuerpo, embargada por un algo inexplicable que no había experimentado antes —le confesó al doctor Mínguez.
El bibliotecario conocía aquel libro de cabo a rabo, por haberlo estudiado profundamente, y comprendía muy bien los sentimientos de que le hablaba el vicario.
—Como estás viendo —le dijo, a la vez que le dirigía una sonrisa cómplice—, el III Apocalipsis de Santiago el Mayor transmite la revelación que Cristo Resucitado hizo a ese apóstol en el monte Tabor… Te diré que esa tradición apostólica fue muy pronto considerada heterodoxa, por oponerse a las enseñanzas oficiales de la Gran Iglesia.
El padre Enrique no pareció prestar mucha atención a las advertencias del bibliotecario, absorto como estaba en la lectura.
—¡Aquí está, aquí está! —exclamó exultante, a la vez que señalaba la página que tenía delante.
—Por fin lo encontraste —se alegró el doctor Mínguez.
—Desde el séptimo cielo, Dios hizo descender su Sabiduría que, al unirse con las aguas superiores, engendró siete hijos: Jaldabaoth, el primogénito, y los otros seis: Iao, Sabaoth, Adonai, Eloim, Astafayos y Horayos. Éstos son los siete cielos y sus ángeles —leyó con solemnidad el padre Enrique.
Según el III Apocalipsis de Santiago el Mayor, Jaldabaoth había sido el ángel primogénito de Dios. Él y los otros seis arcontes gobernaban por designio del Altísimo los siete cielos. Es más, según ese libro sagrado, fue Jaldabaoth quien, ayudado de los otros ángeles, creó al hombre a imagen y semejanza de Dios. Pero hizo un hombre incapaz de moverse por sí mismo, por lo que el Altísimo envió su Sabiduría sobre Adán y éste resultó tan inteligente como los mismos ángeles. Esto provocó los celos y la envidia de los arcontes y de Jaldabaoth, su jefe…
—Ya veo por dónde viene la heterodoxia de este libro —dijo, y comentó con el bibliotecario la creación del hombre que acababa de leer, que difería sustancialmente del relato de la Biblia canónica.
—La heterodoxia no está solamente ahí, querido amigo —le contestó el otro, aduciendo a continuación otras enseñanzas que chocaban frontalmente con la dogmática católica—. Al principio del III Apocalipsis ya habrás advertido que el apóstol Santiago ve en el séptimo cielo a Adán y Abel, resucitados en cuerpo y alma. Idéntica revelación aparece expuesta en el libro de la Ascensión de Isaías. También en el II Henoc leemos que este patriarca y Elías fueron llevados al sexto cielo después de su muerte… Como ves, antes de que Cristo resucitase, ya otros resucitaron gloriosamente en cuerpo y alma, conditio sine qua non para entrar en ese lugar de la beatitud definitiva… ¿No choca esta doctrina con la mantenida tradicionalmente por la Iglesia católica?
—Y tanto —le contestó—. Precisamente estaba pensando en las enseñanzas del apóstol san Pablo. Repetidas veces afirma en sus cartas que Cristo es primus ex resurrectione mortuorum (el primero de la resurrección de los muertos), primogenitus ex mortuis ut sit in omnibus primatum tenens (el primero de entre los muertos, para que en todas las cosas tenga la primacía). ¡El primer muerto que ha resucitado!
—No obstante, ya ves… —le dijo, abriendo sus manos en un gesto amplio y comprensivo, o escéptico, en el que cabían todas las opiniones—. San Ireneo consideraba esas creencias como venerables, ya que provenían de los discípulos inmediatos de los apóstoles. No parece, pues, que viera contradicción fragante entre unas y otras enseñanzas…
—Sin embargo, según la doctrina de la Iglesia católica, usted bien lo sabe, sólo Jesucristo goza de ese privilegio, y seguramente su santísima madre…
El bibliotecario continuaba con las manos abiertas, cada vez más, sugiriendo a su discípulo de modo suave y subrepticio que fuese de mente amplia.
—Hay otras contradicciones, pero no vienen al caso… —le dijo, cerrando simbólicamente el amplio abanico de posibilidades.
El doctor Mínguez se refería a las muchas que había encontrado estudiando los libros del judeocristianismo, por los que sentía una gran pasión. Y, aunque no venían al caso, no pudo resistirse a escandalizar un poco más a su alumno y le enumeró unas cuantas. Le citó el libro de la Ascensión de Isaías, donde el Espíritu Santo es identificado con el ángel Gabriel; el Evangelio según los Hebreos, escrito antes de la dispersión del año 70, donde al Espíritu Santo se le llama «Madre»; el Libro de Baruc, que introduce también un elemento femenino en la Trinidad; el Evangelio de los Ebionitas, donde se enseña que Jesús fue engendrado de una semilla de hombre y, posteriormente, en el bautismo del Jordán, Cristo bajó sobre él en forma de paloma; el Evangelio de Pedro, donde la cruz fue enterrada con Cristo y resucitó gloriosa con él…
El doctor Mínguez expuso estos puntos controvertidos muy escuetamente, como simples pinceladas de pintor, que no hicieron sino despertar más la curiosidad del padre Enrique. Viendo su avidez, le dijo el bibliotecario:
—Añadiré un último ejemplo, pues ya se ha hecho muy tarde.
Y, tomando el libro de la Ascensión de Isaías, leyó textualmente un pasaje sobre el nacimiento de Jesús: Y sucedió que, estando solos, María volvió sus ojos y vio un niño pequeño; y se asustó. Y después de que ella se asustase, encontró que su seno estaba como antes. Entonces su esposo le preguntó: ¿Qué es lo que te ha asustado? Los ojos de José se abrieron, y vio al niño, y alabó al Señor. Muchos dijeron: ella no ha parido, ni se ha provisto de comadrona, y nosotros no hemos escuchado los gritos de dolor.
El doctor Mínguez puso de nuevo en aquella página la estampa que servía de señalador y cerró el libro.
—Este mismo texto, poco más o menos, lo repiten las Odas de Salomón. —Hizo una pausa, que subrayaba de antemano la sorpresa que le reservaba—. Lo curioso del caso es que el libro II de Henoc utiliza un relato idéntico para describirnos el nacimiento, también milagroso y virginal, de Melquisedec. En esta segunda ocasión se dice que Sofonim, mujer de Nir, concibió, sin haber dormido con su marido, y trajo al mundo a su hijo Melquisedec en circunstancias totalmente maravillosas. Escucha el final: Noé y Nir entraron y vieron al niño sentado, hablando y alabando al Señor. Noé y Nir examinaron al niño y vieron que estaba completamente terminado, y exclamaron: Este niño es del Señor.
El bibliotecario cerró también este libro, por cuyos bordes superiores asomaban trozos de papel, que señalaban sin duda otras citas curiosas que él tenía registradas. Miró al padre Enrique.
—¿Qué conclusiones sacas de todas estas cosas? —le preguntó, viéndole tan pensativo.
—No sabría qué decir —le contestó visiblemente turbado.
Y ésa era la verdad. Según todos aquellos libros antiguos, que el doctor Mínguez manejaba con tanta soltura, las primeras Iglesias cristianas profesaron creencias diversas y muchas veces contradictoriamente opuestas, alegando todas, sin embargo, su origen revelado. Para muchos cristianos de los primeros tiempos, inmediatamente posteriores a los de los apóstoles, el hombre no fue creado por Dios sino por un ángel. Jesucristo no era verdadero hijo de Dios, ni había sido el primero en resucitar en cuerpo y alma. La concepción virginal de María tampoco había sido una excepción única, sino que contaba con otros precedentes bíblicos, por lo que había que interpretar tales relatos no como verdaderos hechos milagrosos y sobrenaturales sino simplemente como un género literario. El Espíritu Santo era el mismo arcángel san Gabriel, o un principio femenino dentro de la Trinidad… Todas éstas y otras muchas doctrinas, venerables por su antigüedad, habían sido creídas a pie juntillas por cristianos devotos, que incluso las defendieron con su propia sangre en cruentos martirios. Transcurrido el tiempo, la Gran Iglesia las había condenado como herejías. ¿Cuál era la verdadera fe? ¿De parte de quién estaba la revelación?
—Yo te diré lo que experimentas. —El bibliotecario, sentado en su sillón frailuno, se adelantó todo lo que pudo por encima de los libros desparramados sobre la mesa, para hablarle confidencialmente—. Estabas plácidamente haciendo la siesta, a la sombra de tu higuera, y de repente un vaso de agua fría, que tomaste con placer, te ha cortado la digestión. Se te ha revuelto el cuerpo, sudas y te sientes mal… No eches la culpa al vaso de agua, sino a tu siesta bajo la higuera.
—No sé lo que me quiere decir con esa parábola, alegoría, símil o lo que sea —se molestó el vicario.
—Muy fácil. Quien se instala apaciblemente en su fe y no quiere que duda alguna le inquiete es como el que cierra los ojos y sestea bajo la higuera. Quien bebe el agua fresca de otras fuentes, ya sabe a qué se expone… Tú, tal vez por curiosidad, has bebido de ese vaso, y todas tus ideas y esquemas se tambalean… Te sientes mal, la duda te ha revuelto el alma, constatas que hay otras creencias, y sudas. Simplemente se te ha cortado la digestión. Si no sabes digerir, puede que se te atragante tu propia fe…
Al despedirse del bibliotecario, el padre Enrique sintió un extraño estremecimiento por su cuerpo, como si un fluido de energía indefinible lo recorriese en todas direcciones a partir de su mano, que el doctor Mínguez estrechaba efusivamente. Nada igual había experimentado anteriormente; tan sólo en algunos momentos del exorcismo de Adela, recordó.
Encerrado en su habitación de la casa abadía, donde vivía solo en el piso superior, se concentró esa noche en analizar paso a paso lo que durante el día le había ocurrido en la biblioteca. ¿Trataba el doctor Mínguez con todas aquellas cosas de meter la duda en su corazón y apartarle de la verdadera fe? ¿Sería el bibliotecario un enviado de Jaldabaoth, encargado por éste de hacer prosélitos? Sin embargo, había que reconocerlo, era él quien cada semana, motu proprio, iba al seminario, sin que nadie le empujase a ello. ¿O no había sido así, por mucho que fueran ésas las apariencias? A pesar de todas las perplejidades, su móvil, inquebrantable como el primer día, era averiguar quién era Jaldabaoth.
Al llegar el lunes siguiente, como en las semanas anteriores, cogió su manteo, descolgó la teja y tomó el tren hacia Valencia. Hasta ahora, conozco la ascendencia angélica de Jaldabaoth, pero ¿cómo se transformó en demonio?, se preguntaba, sentado en el duro asiento de madera, mientras la renqueante locomotora, echando vapor y carbonilla por todas partes, le acercaba a la ciudad. Estaba ansioso por llegar a la biblioteca y abrir de nuevo el misterioso libro del III Apocalipsis de Santiago el Mayor.
De la estación del Norte al Seminario Conciliar, siempre recorría el mismo itinerario, de veinte minutos de duración. Se detenía, las más de las veces, en la basílica de la Virgen el tiempo suficiente para rezarle el Sub tuum presidium, breve oración con la que se había encariñado desde sus tiempos de estudiante. Y no le faltaban motivos. Los seminaristas cantaban esa súplica a la Virgen, como despedida, en víspera de vacaciones, y estaba ligada, cual reflejo condicionado, a los sentimientos de ilusión y alegría de tales momentos. Sin embargo, en rara ocasión se asomaba a la iglesia del Salvador, contigua al seminario, cuyo Cristo crucificado, impresionante en su dramático sufrimiento, presidió las pláticas terroríficas sobre el pecado y el infierno que amargaron su adolescencia.
En la biblioteca, como las demás veces, el doctor Mínguez ya estaba sentado en su sillón frailuno. Ni los sacerdotes operarios más antiguos habían conocido un bibliotecario que se tomase tan en serio su oficio: si no almorzaba en su cuartucho de los libros prohibidos, es porque nadie le llevaba la comida. Pasaba allí las más de las noches, sin importarle estudiar a la luz de una vela cuando había apagón. Se decía que le acompañaba una lechuza o un búho que habitaba en el alero; por lo que se corrió la voz, medio en broma medio en serio, de que el doctor Mínguez era brujo. Se alegró al ver de nuevo al vicario, una de las pocas personas que le prestaba atención y atendía con entusiasmo sus explicaciones.
—La demonología, querido Enrique, al igual que la angeología, tiene un importante lugar en la teología judeocristiana, y ambas provienen de la apocalíptica judía, que, a su vez, está influenciada por la cultura oriental iranobabilónica —se precipitó el doctor Mínguez a instruirle, obviando las salutaciones por innecesarias, advirtiéndole además que no se extrañase de encontrar doctrinas diversas y diferentes tradiciones en los libros que manejaba.
El padre Enrique encajó la larga disertación del bibliotecario, centrándose luego en el III Apocalipsis, donde aparecía el demonio que a él le interesaba.
A la vista de los numerosos favores que Adán había recibido de Dios, el arcángel Jaldabaoth se volvió muy celoso y lleno de envidia; y no paró hasta causar la ruina del hombre, volviéndolo pecador. Dios le arrojó de su corte celestial al quinto cielo, lugar reservado a los ángeles de orden inferior que se ocupan de regular los movimientos de los astros; de guardar los depósitos de la lluvia, de la nieve y del granizo; de velar sobre los ríos y los mares; de proteger las cosechas y los frutos…
Cuando la humanidad comenzó a multiplicarse sobre la faz de la tierra, Jaldabaoth y sus ángeles vieron que las hijas de los hombres eran hermosas y, habiéndose prendado de ellas, descendieron al mundo y se unieron a las que prefirieron; y las mujeres les dieron hijos, que pronto llenaron la tierra de maldad y violencia…
Viendo Dios que Jaldabaoth y sus ángeles habían corrompido a la humanidad, se indignó en su corazón y dijo: «Voy a arrojarlos de mi presencia para siempre». Y fueron encerrados en el segundo cielo, a la espera de ser lanzados al Gran Abismo, después del Juicio.
Mucho tiempo dedicó el padre Enrique a profundizar en estos textos que, según la opinión autorizada del doctor Mínguez, procedían de dos tradiciones distintas, sintetizadas al parecer por el autor del III Apocalipsis de Santiago el Mayor. Constituyeran o no un relato único, había otros muchísimos puntos, más importantes, que el bibliotecario se moría por señalar. Así que, quebrantando la norma, que él mismo se había impuesto, de dejar que fuese el otro quien hiciese sus propias averiguaciones, comenzó a inundarle con las suyas.
—Como ves, este Apocalipsis, como otros documentos judeocristianos de los dos primeros siglos, relaciona la existencia de los ángeles malos con una culpa. Dios los arrojó de su presencia por haber pecado —dijo, y bien se veía que su intervención no iba a limitarse a una ligera glosa; sus ojitos chispeantes, detrás de aquella montura anticuada, delataban las ganas que tenía de romper el silencio y continuar con su lección magistral, aunque un solo alumno ocupase el aula—. En el caso concreto del III Apocalipsis, el castigo divino tiene dos tiempos. Primero, los degrada del escalafón jerárquico por haber tentado a Adán en el paraíso. La segunda vez, a causa de su pecado de lujuria, los condena al infierno. Aunque, al parecer, esta sentencia firme y definitiva no se cumplirá hasta después del gran Juicio Final. De ahí la capacidad de maniobra que todavía tienen los demonios… Pero lo que yo quería subrayarte es que hay otras concepciones cristianas antiguas, provenientes del esenismo, donde el ángel bueno y el ángel malo fueron creados igualmente por Dios.
Después de haber leído tantas doctrinas aberrantes desde el punto de vista católico, el padre Enrique había perdido ya la capacidad de escandalizarse, y no se extrañó de oír esta nueva herejía.
—¿Quiere decir que el espíritu del mal es un elemento sustancial de la creación misma? —pidió al doctor Mínguez que puntualizara.
Pero éste, sin responderle claramente, retomó su discurso:
—Según las Homilías Clementinas, cuya doctrina está emparentada con la de los esenios, Dios no ha creado directamente al Malo, pero sí los elementos que son diversos… y el Malo nace de la mezcla de esos elementos. El Malo, pues, no tiene su origen en una revuelta contra Dios, sino en su propia naturaleza que le inclina… Sería algo así como, en el plano psicológico, la tendencia al mal, innata en el hombre… ¿No dice san Pablo de sí mismo non enim quod volo bonum hoc facio, sed quod nolo malum hoc ago (no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero)?
—Parece que haya una contradicción en esa doctrina.
Apenas pudo el padre Enrique enunciar su objeción, cuando el otro le cortó.
—No la hay. Es imposible que surja cualquier cosa en el mundo contra la voluntad de Dios. ¿Tienes algo que objetar a esa premisa?
—No —contestó sin entusiasmo el vicario, sospechando que el otro le estaba haciendo trampa.
El doctor Mínguez captó esa duda y se dispuso a fulminarla con una batería de argumentos de autoridad.
—¿No enseña el IV Concilio de Letrán que Dios es el creador único de los seres visibles e invisibles, del ángel y el mundo material? ¿Y no había dicho anteriormente el Concilio de Braga, allá por el año 561, que si alguien dijere que el diablo salió de las tinieblas sin tener autor alguno fuese anatema?
—Sí —concedió el padre Enrique con indolencia.
Seguro el doctor Mínguez de que su argumento era irrefutable, continuó la exposición de su tesis elaborada durante tantas noches de vigilia.
—En el Manual del discípulo de los esenios, el espíritu de la verdad y el espíritu de la perversidad han sido creados por Dios mismo desde el principio: Él creó los espíritus de las tinieblas y los espíritus de la luz, y sobre ellos fundó toda acción. Y de esta suerte tenemos que Mastema, el Satán de Qumran, llamado también Beliar, no es un ángel bueno que se convierte en malo, sino que es malo desde el principio…
—Ya sabía yo que su premisa encerraba algún sofisma —le interrumpió el vicario, que desde el primer momento se lo había temido.
El padre Enrique hizo un intento de intervenir para exponer sus dudas sobre la interpretación que había hecho sobre los concilios citados y, viendo que el otro insistía en su monólogo, levantó la mano como el alumno hace en clase pidiendo de ese modo la palabra. El bibliotecario, que se había entusiasmado con su lección magistral, le bajó el brazo, comunicándole con ese gesto que sus perplejidades quedarían disipadas si tenía un minuto más de paciencia.
—He leído en tus ojos cuál es tu duda —añadió, dispuesto a aclarársela—. No te extrañe, querido amigo, que esta misma doctrina la encontremos en el prólogo del libro de Job, donde Satán es contado entre los hijos de Dios; o, como traducen los Setenta, entre los ángeles de Dios. Así como lo oyes. Satán, según la etimología hebraica, significa el adversario o el acusador; el espía, diría yo. Aunque no es un ser deliberadamente hostil a Dios, sí duda del éxito de la creación del hombre. Satán, como el Mastema de los esenios, es un ángel cínico, de ironía frívola y malévola, un ser pesimista respecto al hombre, y tiene razones para ello… Se trata de un personaje ambiguo, malo y bueno a la vez, escéptico, que siempre anda buscando nuestros fallos, capaz de desatar sobre nosotros toda suerte de calamidades, y hasta de empujarnos a cometer el mal…
El padre Enrique no esperó esta vez a que el doctor Mínguez autorizase su intervención, así que le interrumpió, sin necesidad de levantar el brazo.
—Si le digo la verdad, he perdido el hilo. No sé dónde quiere ir a parar, o qué trata de demostrar… —le dijo de sopetón.
—Creía que estaba claro. Resumiendo: que en otros tiempos hubo doctrinas cristianas que defendieron que el demonio, bajo los diferentes nombres que se le dieron, fue creado por Dios, y que si habita en lugares inferiores no es porque Dios lo haya castigado, sino a causa de su gusto innato por las tinieblas. Que este espíritu malo está mezclado con el espíritu del bien, y sólo al final de los tiempos Dios los separará. Que el Malo, pues, no lo es sustancialmente, por eso podría finalmente ser salvado…
El padre Enrique enarcó sus cejas ostensiblemente, gesto más elocuente que si hubiese manifestado con palabras su estupefacción.
—¿Crees que me invento yo todo esto? ¡Espera!
Se levantó de un salto de su sillón frailuno y se dirigió atropelladamente a la biblioteca, arremangándose la sotana para aligerar el paso. El padre Enrique quedó mirándole el hábito negro que, de tan gastado, ya tenía tintes de azul, sobre todo en la parte correspondiente a sus posaderas. Desde allí mismo, pudo ver cómo el bibliotecario trepaba por la escalera de mano y tomaba gruesos volúmenes de las estanterías.
—Aquí los tienes, si lo quieres comprobar. —Y puso encima de la mesa, ya repleta de libros, algunos volúmenes de la Patrología de Migne. Sin necesidad de abrirlos, tan sólo como mudos y fehacientes testigos de lo que iba a decir, continuó—. La apocatástasis, es decir, la reconciliación del demonio con Dios al final de los tiempos, fue sostenida por varios Padres de la Iglesia: Orígenes, Gregorius Nazianzenus, Gregorius Nyssenus, Theodorus Mopsuestenus… En la Edad Media, Scoto Eriúgena; en el siglo XVI, Salmerón y Suárez; y en nuestros días… Todos ellos, arrinconando la lógica y dejándose llevar por el sentimiento, defendieron la posible conversión del demonio. ¿Cómo Dios, essentialiter bonus (bueno por naturaleza), puede permitir la desdicha eterna de las criaturas que Él mismo ha creado con su amor?
Los teólogos siempre se han visto embarazados cuando se les plantea el problema del mal o el sufrimiento de los inocentes en este mundo. El doctor Mínguez acababa de formular una pregunta más difícil todavía: ¿Cómo se podía conciliar la bondad suma de Dios con las penas eternas del infierno?
—El misterio del amor infinito de Dios nos desborda, es cierto, así como el misterio de la libertad —comentó el padre Enrique, como quien recita un texto aprendido de memoria, y añadió—: Dios dio a los ángeles y a los hombres la chispa de la libertad, y respeta la elección que hacen sus criaturas… Es cosa de vértigo cuando ese rechazo se refiere al Amor absoluto.
La contestación del vicario no convenció al bibliotecario, que volvió sobre el mismo tema, enfocándolo desde otro ángulo.
—¿Piensas que el pecado de los ángeles es sin posibilidad de retorno? ¿Que un acto libre de los ángeles es tan clarividente y voluntario como para comprometer para siempre toda su existencia? Por otra parte, ¿crees que existe algún pecado de ángel o de hombre, por grave que sea, que merezca las terroríficas penas de un infierno eterno?
—Eso me huele a la doctrina de los origenistas, exhumada por la secta de los Fratricelli en el siglo XIV, que enseñaban que Lucifer con sus demonios habían sido arrojados injustamente del cielo y que finalmente habían de ser restituidos a la bienaventuranza… Sin embargo, la Iglesia enseña que la pena del demonio es eterna. Así consta ya en el canon noveno del synodus endemousa, celebrado en el siglo VI y suscrito por el papa Vigilio para que tuviese fuerza declaratoria en la Iglesia universal. Se condena con anatema a quien dijese que el suplicio de los demonios ha de ser ad tempus eiusque finem aliquando futurum (temporal y tendrá fin en un futuro).
—Lo que tú me dices, también lo sé yo. Pero ¿es eso lo que piensas, allá en lo más hondo de tu conciencia? ¿O tienes miedo de enfrentarte con la doctrina oficial de la Iglesia? Enrique, alguna vez tendrás que ponerte la mano en el pecho.
En este punto de la discusión, el reloj que presidía la biblioteca experimentó sonoros retortijones mecánicos, como si no hubiese digerido bien el tiempo, y comenzó a regurgitar horas.
—Las ocho. Voy a perder el último tren —se alarmó el vicario, y sin detenerse a colocarse el manteo, salió disparado hacia la escalera—. Continuaremos la semana próxima.
En el vestíbulo de la estación tuvo que hacer larga cola ante la única taquilla abierta y soportar al funcionario malcarado que, con una colilla pegada a sus labios, expedía los billetes. El convoy con destino a Madrid esperaba en el andén: sus vagones repletos hasta los estribos y con la máquina, impaciente, echando vapor por todas partes. Le fue imposible abrirse paso hasta una de las plataformas, y casi pierde la teja y el manteo en el intento. Se hubiera quedado en el andén si un guardia civil, que veía sus inútiles esfuerzos, no grita con voz de mando dejen paso al padre. Sin comprender cómo, se vio sentado dentro del vagón. Hubiese preferido quedarse en tierra. En el compartimiento viajaba una pareja de la Guardia Civil custodiando a unos presos que, por lo que le explicaron, iban al penal de Chinchilla, cárcel que el frío cierzo de la Mancha convertía en una de las penitenciarías más duras e inhumanas de la posguerra. Aquellos condenados no tenían cara de maleantes, le parecieron más bien presos políticos; nada extraño en los tiempos que corrían, donde toda persona desafecta al régimen era perseguida.
Durante toda la semana el padre Enrique estuvo muy ocupado en sus quehaceres parroquiales y sólo por las noches, cuando se retiraba a su cuarto, pudo continuar estudiando los apuntes que había tomado sobre Jaldabaoth y sus ángeles caídos.
Sea cual fuere el origen de los demonios, tenía claro que los distintos autores judeocristianos los dividían en dos categorías, siguiendo con ello la apocalíptica hebrea. Para los que se inspiraban en el I Henoc, los demonios superiores eran las potencias, las dominaciones y los arcontes; y su jefe, Belial, Satán, Sammael, príncipe de las tinieblas, príncipe de este mundo, que todos esos nombres recibía. Sin embargo, en el libro del III Apocalipsis de Santiago el Mayor, ese ángel supremo, príncipe de las tinieblas y de este mundo, tenía un único nombre: Jaldabaoth, contraponiéndose a Miguel, príncipe de la luz y de los ángeles buenos. Lo que más llamó la atención del vicario fueron las curiosas doctrinas sobre los demonios inferiores. Para Santiago el Mayor, según el III Apocalipsis, estos demonios eran las almas de los gigantes nacidos de la unión lujuriosa de los ángeles del quinto cielo con las hijas de los hombres. A diferencia de los demonios superiores que fueron castigados al segundo cielo, moraban en las zonas celestes que están en contacto directo con la tierra. El libro de La Ascensión de Isaías les asignaba idéntico lugar; y el mismo san Pablo, al hablar de los spiritualia nequitiae in celestibus (espíritus del Mal que están en los aires), parece localizarlos igualmente ahí. Estos seres malos o fuerzas maléficas, relacionados con la agitación perpetua de la atmósfera, promueven en la tierra toda clase de ataques desordenados y pueden dañar al hombre, llegando incluso a instalarse dentro de su propio cuerpo, convirtiéndolo en objeto de una verdadera posesión. El Evangelio presupone también esa misma doctrina.
No hubo noche que, tarde o temprano, no le asaltase una duda, cada vez más obsesiva. ¿Por qué el bibliotecario se esforzaba en presentar la cara buena del diablo, si es que la tenía, y mostraba tanto interés por salvarle, descargándole de toda maldad? ¿Sería el doctor Mínguez un brujo o la encarnación de alguno de esos demonios que él mismo había calificado de espías, y estaría utilizando una estrategia capciosa y sutil para atraerlo a la causa diabólica? ¿Sus discursos no tenían acaso el tufillo de la soflama? Dándole vuelta a estos pensamientos, el vicario se esforzaba en examinar detenidamente las palabras y los gestos del pobre sacerdote de sotana raída, incluso sus silencios; y a tales extremos llegaba su ofuscación que, a veces, hasta le olía a azufre. Como no podía ser de otro modo, sus minuciosos análisis acababan indefectiblemente demostrando que las sospechas carecían de fundamento, y se reía de las cosas extravagantes que pasaban por su cabeza.
El lunes siguiente, el padre Enrique no fue a Valencia por la tarde, como era su costumbre, sino por la mañana; y bien de mañana, ya que uno no disponía de trenes a cualquier hora. En el seminario estaban todos en capilla y, a buen seguro, adormecidos en la meditación, tal era el gran silencio que reinaba en el claustro. Tentado estuvo de entrar y sentarse en el último banco, más que por devoción por calentarse un poco, que el día había salido con lluvia y ventoso y había mucha humedad en el ambiente. Las salas de la biblioteca estaban vacías y oscuras, iluminadas apenas con la luz gris del día; sólo al fondo asomaba una raya de claridad por debajo de la puerta del despacho del doctor Mínguez. Ciertos eran, pues, los rumores que corrían acerca del apego que el bibliotecario sentía por sus libros y las muchas horas del día y de la noche que les dedicaba. Llamó a la puerta y nadie le contestó, y así varias veces. Supuso que, dada la edad del viejo sacerdote, se habría quedado dormido sobre la mesa. De ese modo, en efecto, lo encontró al abrirla, extrañándole que tuviese la lámpara encendida a la vez que dos gruesos cirios de los que se encienden junto al ataúd en las misas de difuntos.
—¡Doctor Mínguez! —le susurró como si no quisiera despertarle.
Fue subiendo el tono en las siguientes veces, a la par que golpeaba la puerta con los nudillos. Al fin, se decidió a entrar. El doctor Mínguez no dormía, que uno no se desparrama de ese modo cuando duerme; le pareció más bien desvanecido y, en el peor de los casos, muerto. Los velones, que seguramente habría prendido durante la noche a causa de algún apagón, se encontraban casi consumidos, y la luz del flexo le daba de lleno sobre la mejilla izquierda, ya que la otra la tenía aplastada sobre la mesa. Curioseó, indeciso, y sin tocar nada. Los pequeños ojos del bibliotecario, sin gafas, que se quitaba para leer de cerca, tiraban a mínimos, pero tan negros y penetrantes como dos bolitas de azabache. El tintero se hallaba volcado y una gran mancha violeta cubría el hule de la mesa y parte del papel en que escribía. La plumilla del palillero, todavía entre sus dedos, parecía despuntada, como si en vez de poner un punto lo hubiese clavado.
—Está muerto —certificó después del escudriñamiento, y, azarado, se quitó la teja que aún llevaba puesta.
Corrió a dar la noticia y, detrás de sí, se trajo al rector y a otros superiores, que a esa hora temprana todavía no habían despabilado totalmente. Como él hubiese hecho antes, los otros se pusieron a examinar la escena con más curiosidad que pena, según lo delataban sus miradas. Se quitaron, al fin, los bonetes de sus cabezas y rezaron un responso de trámite, hecho lo cual procedieron a emitir hipótesis sobre la causa del deceso y comentarios sobre la vida y milagros del finado.
Todos estuvieron de acuerdo en que de modo repentino le llegó la muerte.
—Y vistas las apariencias —agregó el rector—, más bien parece que fuese el demonio, y no un ángel, quien ha venido por su alma.
—No se escandalice, padre —le dijo uno de los prefectos, al ver su reacción ante tan despiadado comentario—. El doctor Mínguez no era una persona piadosa; lo considerábamos, más bien, un descreído. Día y noche pasaba horas y horas en la biblioteca, perdiendo su tiempo con esa basura de Qumran, que los secuaces del diablo airean contra las Sagradas Escrituras… Poco a poco fue envenenando su vida, y ahí tiene el desastroso final. —Luego, entrelazando las manos y torciendo el cuello en un gesto beato, añadió solemne—: Entre nosotros estaba, pero no era de los nuestros.
—¿Acaso el padre Mínguez era brujo? —Se atrevió a formular la sospecha que también le asaltó a él más de una vez.
—Algunos seminaristas —bajó la voz el prefecto para confiarle el secreto— han confesado ver demonios por la biblioteca y al doctor Mínguez hablar con ellos en animada conversación.
El rector ya había acabado la meticulosa inspección ocular, tomando nota en su memoria de los libros que veía abiertos sobre la mesa, y estaba examinando detenidamente el papel que había extraído de debajo del muerto.
—Ésta no es la letra del doctor Mínguez —dijo asombrado, mostrando a los demás el pliego.
Todos se lo fueron pasando y, uno tras otro, confirmaron el parecer de su superior. El último, el prefecto más joven, que tenía algún conocimiento de grafología, se permitió hacer algunas sugerencias.
—¿Era zurdo el padre Mínguez?
—No —respondieron los demás al unísono.
—Pues está escrito por una persona zurda, como lo denotan los trazos gruesos de la pluma y los continuos tropezones que da, y además, de derecha a izquierda, como si lo hubiese escrito un oriental…
Si esto ya les dejó estupefactos, mucho más el contenido del escrito, que al prefecto joven no le resultó fácil de leer, dada la imperfección de la escritura y las múltiples manchas de tinta que emborronaban los renglones.
Entonces vi a Jaldabaoth, como estrella rutilante que caía del cielo a la tierra. Se le dio la llave negra (Clavis nigra) que abre el pozo del Abismo. Abrió el pozo y subió una humareda como la de un gran horno, y el sol y el aire se oscurecieron. De la humareda salieron demonios, tan numerosos como plaga de langosta, y llenaron la tierra. Se les dijo que no causaran daño a la hierba, ni a los árboles, ni a animal alguno de los que hay sobre la tierra; sólo a los hombres. Se les dio poder, no para matarlos, sino para atormentarlos en su cuerpo y en su espíritu. El tormento que producen es como el del escorpión cuando pica. En aquellos días los hombres desearán morir y la muerte los esquivará. La apariencia de estos demonios era como jinetes preparados en orden de batalla; sobre sus cabezas tenían como coronas de oro; sus rostros eran como rostros de hombre; tenían cabellos como cabellos de mujer y sus dientes eran fieros como los del león; corazas de hierro cubrían sus pechos, y el ruido de sus alas era ensordecedor como el estrépito de carros de guerra que corren al combate. Tienen sobre sí, como rey, al Ángel del Abismo, llamado por todos Jaldabaoth.
Vi también a otro ángel poderoso, que bajaba del cielo envuelto en una nube. En su mano tenía un libro abierto. Y me gritó: «Ya no habrá más dilación. Cuando los signos que aquí están escritos se cumplan, comenzarán los mil años de Jaldabaoth». Y me dijo: «Ven y lee». Y yo me acerqué al ángel y le dije que me diera el libro. Y el ángel me lo dio. Y en el libro estaba escrito: «Éstos son los signos que precederán a los mil años del reinado de Jaldabaoth: la copa de la cena que contiene la sangre del Cordero se romperá…».
—Aquí debió de sorprenderle la muerte y dejó incompleto el texto —comentó el prefecto joven, sin saber qué hacer con el pliego que le quemaba entre las manos.
Si la defunción del bibliotecario les cogió por sorpresa, el enigmático papel que les legaba les llenó de aturdimiento. Y alrededor del muerto, como testigo mudo de todo ese misterio que dejaba tras de sí, se formularon preguntas difíciles, tal vez imposibles de aclarar. ¿Quién había escrito el misterioso mensaje? En el supuesto de que hubiese sido el doctor Mínguez, ¿quién movió su mano de aquel modo tan extraño? Más que un ángel, todos, sin habérselo previamente comentado, coincidían en que era cosa del demonio.
—Consta en la vida de santa Gema Galgani —sacó a colación uno de los prefectos, como argumento que avalaba esa tesis— que el demonio enredaba en su diario íntimo y, en varias ocasiones, garabateó en él, valiéndose de la misma mano de la santa, que escribía bajo moción diabólica.
Si ése era o no el caso del bibliotecario, quedó en alto, aunque las extrañas circunstancias que concurrían les inclinaba a pensarlo así. De cualquier modo, lo que resultaba todavía más indescifrable de todo ese embrollo era el contenido y alcance del mensaje. ¿Qué significaba el breve relato apocalíptico que habían escuchado?
—¿Alguno de ustedes ha oído hablar de Jaldabaoth? ¿Sabe alguien quién es? —preguntó el rector a todos los presentes, como si del conocimiento de aquel nombre partiese una pista que les llevase al pleno esclarecimiento del misterio.
El padre Enrique, desde que el rector y los prefectos entraron en el cuartucho de los libros prohibidos, se había semiocultado en un rincón, y se guardó muy mucho de responder a la consulta del rector.
—Bajen al doctor Mínguez a su celda con toda discreción y amortájenlo; luego que la campana toque a muerto… Y quemen ese papel —ordenó el superior, recobrando el ánimo.
—Señor rector —intervino uno de los superiores presentes, quisquilloso y formalista como todos los que saben de leyes, y más si son canonistas—, no podemos destruirlo. Un monitum de Pío XII lo prohíbe, y manda que tales mensajes o revelaciones sean enviados a Roma.
El rector se le quedó mirando con un punto de soberbia, resentido porque un subalterno estuviese más al corriente que él de normas eclesiásticas y, más aún, de que le hubiese llamado la atención delante de los demás.
—Envíenlo allá si lo prefieren —contestó escueto y altanero.
A esa hora llovía en el claustro, por donde paseaban algunos seminaristas recién salidos del refectorio, y aunque la lluvia era mansa, hacía mucho ruido al desaguar por los canalones de los ángulos. Todo daba a entender que la nueva aún no había trascendido. El padre Enrique, dado el aciago final del bibliotecario, pensó que no era descabellado suponer que Jaldabaoth andaba en todo aquello, y que lo más prudente y acertado sería dejar al diablo en paz y olvidarse de sus investigaciones.