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Ya había anochecido cuando el padre Enrique, embozado hasta las cejas, abandonó la parroquia para dirigirse a la casa de Adela. En aquellos años de posguerra era bien normal que a uno le sorprendiera un apagón de luz cuando menos se lo esperaba, y eso es lo que le ocurrió al vicario al desembocar en la placita de las Tres Moreras. De repente cayó sobre él una oscuridad negra y pegajosa, y se recriminó por no haber sido más previsor y traer consigo su pequeña lámpara. A aquellas horas nadie transitaba por las calles; y aunque no existía el toque de queda, el miedo sufrido durante los años anteriores había calado tan hondo que la gente se retiraba a sus casas apenas oscurecía. ¿Quién había olvidado los terroríficos paseos y los aldabonazos intempestivos que rompían la noche? ¿Los nombres de los vecinos arrancados del sueño y asesinados en la cuneta de cualquier carretera no estaban esculpidos a la puerta de la iglesia?

Con precaución, no fuera a tropezar con algún adoquín desajustado por el paso de los carros, subió a la acera y tanteó hasta que su mano tocó la pared. En ningún momento pasó por su cabeza dar media vuelta y volver atrás. Pronto aparecieron, aquí y allá, en las ventanas de la vecindad, puntos de luz, y, orientándose por ellos, como en la noche cerrada hacen los navegantes mirando las estrellas, emprendió de nuevo su camino, palpando en la nada. Bordeó la pequeña plaza. Los cabos de vela que habían encendido en la taberna de la esquina fueron faro orientador que le encauzaron hacia la calle de la Virgen de los Desamparados. Trató de abrir bien los ojos, para dar con la casa. No fue necesario; los aullidos que desde lejos le llegaban, restallando como relámpagos en medio de aquella negra noche, le condujeron hacia el lugar que buscaba. Llamó a la puerta, golpeándola con la mano, y un sonido a vacío le respondió como un eco.

—Ya va, ya va —contestó una voz femenina desde el fondo de la casa, seguramente desde el corral.

Dos mujeres, extraídas de un cuadro de pintor tenebrista, enlutadas de pies a cabeza, faldas largas hasta los tobillos, arrugados rostros apenas iluminados por la pobre luz que daba una mecha untada en aceite, lo recibieron en el umbral con grandes suspiros, enjugándose las lágrimas con la punta del delantal.

—Está muy mal, está muy mal —le dijo Carlota, la madre, abatida por el dolor, cogiéndole las manos con la misma ansiedad y fuerza con que el náufrago, en alta mar, se aferra a la tabla que le arrojan.

—¿Qué daño puede haber hecho esta niña, más inocente que un ángel, para que le echen el mal de ojo? ¿Es posible que haya personas sin sentimientos? Negras entrañas tiene que tener quien lo haya hecho —se quejó, por su parte, la tía, llena de rabia, preguntándose y respondiéndose a sí misma, como persona a punto de enloquecer.

El padre Enrique, también consternado, guardó silencio: no encontró palabra que valiese de bálsamo para pena tan grande.

¿Existía el maleficio? ¿Podía alguien privar a otra persona de la salud o la vida, trastornarle el juicio o causarle cualquier otro mal en virtud del pacto hecho con el diablo? Entre la gente de la feligresía había mucha superstición, tolerada en tiempos pasados por curas crédulos o poco ilustrados, pensaba el vicario; y, de cuando en cuando, llegaban hasta su confesonario ecos de ese mundo oscurantista, donde se invocaba a los muertos o, con mayor temeridad, a los demonios. Las tardes invernales, de cielo gris y lluvia persistente, cuando anochece temprano y con frecuencia gime el viento, parecían las más adecuadas para sesiones de espiritismo. Entre los eclesiásticos que en días así se reunían a merendar, siempre había quien ponía sobre el tapete este tipo de conversación y, con gran convencimiento, refería sucesos horripilantes. El padre Enrique era de los que hacían burla y, nunca antes de ahora, había prestado atención a estos asuntos ni les había dado crédito. Al oír las quejas de Ramona, la tía de la niña, le vino a la memoria aquel sacerdote anciano que, encolerizado al ver su incredulidad, le echó en cara unos versículos del Deuteronomio que daban fe de esas cosas: Que nadie entre vosotros practique adivinación, astrología, magia o sortilegio, ni pretenda predecir el futuro, ni se dedique a la hechicería ni a los encantamientos, ni consulte a los adivinos y a los que evocan a los espíritus o a los muertos. Porque al Señor le repugnan quienes hacen tales cosas.

Aquel invierno estaba siendo desacostumbradamente frío y en aquella casa destartalada, de suelo de tierra batida y paredes desconchadas por la humedad, parecía que era aún más cruel que en la misma calle. Viéndole tiritar de aquel modo, lo acercaron a la chimenea donde ardía un pobre fuego de cañas, incapaz de calentar el pequeño puchero que había sobre las llamas y menos aún el desangelado espacio que lo rodeaba. Sentado en una silla de patas cortas, junto a la fogata, estaba el padre, todo vestido de negro, encogido bajo su gorra de visera, yerto como una estatua, sin advertir lo que sucedía alrededor, desentendiéndose más bien; tal era su cortedad o timidez.

—Ha venido el señor vicario —le comunicó su mujer, removiéndole la silla para que se pusiera de pie. Él transigió tan sólo con desviar por un momento su mirada del fuego y dirigirla hacia arriba, a la vez que soltó un gruñido. No se sabía muy bien si con eso le daba la bienvenida o simplemente certificaba que se daba por enterado. Tampoco el padre Enrique le dijo nada, limitándose a poner ligeramente su mano en el hombro de aquel hombre hosco y amargado, como tantos que había conocido desde que llegó a la parroquia.

Allí mismo se despojó de su teja y manteo, dejándolo todo sobre una silla de anea desmelenada, y se puso los ornamentos que había traído consigo en un maletín negro. Con devoción besó la cruz de la estola morada antes de colgársela al cuello.

—¿Nadie le ha acompañado? —Más que preguntar se quejó la madre de Adela.

—¡Vamos! —cortó el vicario con voz decidida, sin dar mayor importancia al hecho.

Y echó a caminar detrás de las dos mujeres que con candelas encendidas se dirigieron a la empinada escalera de barrotes de hierro, que de allí mismo partía hacia el sobrado de la casa. Aún no habían puesto el pie en el primer escalón cuando un bramido estremecedor, incapaz de haber sido articulado por garganta humana, paralizó sus pasos.

—¡Dios mío! —exclamó horrorizado el vicario, volviéndose hacia las mujeres.

—No tema —trató de tranquilizarle la madre—. Está atada a la cama con cinchas de mula. Es imposible que pueda romperlas.

El vicario, hombre joven y recio, participaba en las competiciones deportivas que organizaba la parroquia y nunca se arredró en apaciguar peleas entre feligreses, aunque tuviera que recibir y repartir puñetazos, pero era la primera vez que intervenía en un exorcismo. Tenía mucho miedo, tanto como todos los que conocían el caso.

—Usted no se echará atrás, como don Agustín —le habían desafiado días antes en la taberna, cuando el médico arrojó la toalla alegando que aquel asunto no era de su incumbencia.

El vicario, aun pensando que no podía tratarse de posesión diabólica, no quiso que nadie creyese que él era un cobarde, y menos que abandonaba a la muchacha a su suerte; y ahí estaba, en el primer peldaño de la escalera, llevando en una mano el libro de los exorcismos y el acetre con el agua bendita, y en la otra, sudorosa, el crucifijo que su madre le regalase el día de su ordenación.

La alcoba, apenas unos tabiques levantados en el sobrado de guardar el grano, era pequeña, y la cama de la muchacha parecía ocupar todo el espacio. Una bombilla, inútil, colgaba del techo, sostenida del mismo cordón trenzado de la luz, y poca hubiese dado de haber corriente. La tenue iluminación procedía de la palmatoria que, sobre la cómoda, se consumía lentamente delante de una estampa de la Virgen: también ella vestida de negro, con rostro doloroso, y mostrando un corazón apuñalado con siete dagas. Desde los pies de la cama, donde la puerta daba directamente, el padre Enrique contempló la escena. Quedó pasmado al examinar el rostro de la muchacha. Nadie diría, al verlo envejecido de aquel modo y escuchar sus agónicos ronquidos, que no alcanzaba más de quince o dieciséis años. Las dos mujeres, pañuelo negro sobre la cabeza y anudado al cuello, se habían situado en la cabecera de la niña, una en cada lado. Detrás del vicario, como una sombra, asomaba el padre, esperando, asustado e incrédulo, el desenvolvimiento de la ceremonia.

Don Enrique puso sobre la cómoda el acetre del agua bendita y el crucifijo, y abrió el viejo Rituale Romanum por el título undécimo, De exorcizandis obsessis a Daemonio, cuyas páginas impolutas denunciaban a las claras que era la primera vez que se utilizaban. Las reglas sobre el exorcismo, integradas en el ritual romano, databan del año 1614 y, a través del tiempo, sólo habían sufrido ligeras modificaciones en 1926, bajo el pontificado de Pío XI, y en 1952, bajo el de Pío XII. El día anterior había leído, reflexionando concienzudamente, las rúbricas o recomendaciones que se hacían al exorcista antes de administrar sacramental tan arriesgado.

En primer lugar —rezaba el libro—, no se crea con facilidad que alguien está poseído por los demonios, sino que se tenga muy en cuenta aquellos signos por los que el obseso se diferencia de otros que sufren locura o cualquier otra enfermedad.

La observación era muy oportuna. Muchos siglos habían tenido que pasar para que la Iglesia se apartase paulatinamente, con discreción, como de puntillas, del parecer de los evangelistas, para quienes el mismo Jesús diferenció muy poco entre enfermedad natural y posesión demoníaca, y vieron en él y en sus actuaciones más que a un taumaturgo a un exorcista.

El vicario miró fijamente a aquella criatura, ojos en blanco y vista totalmente perdida, que parecía haber entrado en la recta irreversible de la agonía. ¿Esos signos delataban suficientemente la presencia del diablo? Le vino a la memoria la carta de santa Teresa a uno de los conventos que había fundado: Ahí les envío al santo fray Juan de la Cruz, que ahora acaba de sacar aquí en Ávila de una persona tres legiones de demonios; y que luego el mismo santo dictaminaría: No tenía demonio, sino sobra de melancolía. ¿Qué trastornos puede causar el demonio en los hombres mientras están vivos? El padre Enrique no había encontrado papeles escritos o libro alguno que examinasen con seriedad este asunto. ¿De veras Adela era una endemoniada?

Don Agustín, el médico, la había tratado de una rara dolencia que afectaba la boca de su estómago, inmediatamente debajo del esternón, y que se desplazaba, sin saber por qué, ora a los riñones, ora a los ovarios; mal lacerante e insólito, rebelde a todos los tratamientos, que hacía retorcerse a la muchacha de dolor insoportable. Ni él ni los otros colegas suyos consultados encontraron causa alguna ni se explicaron tales síntomas, y al fin, se dieron por vencidos. Don Agustín mismo, que no parecía pecar de crédulo sino más bien de todo lo contrario, acudió una noche a casa del vicario, para exponerle personalmente el caso.

—Las medicinas son absoluta y totalmente ineficaces, por no decirle contraproducentes. —Así acabó su explicación.

El padre Enrique quedó altamente sorprendido, pues no esperaba que un espíritu racionalista y liberal, como siempre había mostrado ser don Agustín, viniese no sólo a confesarle el fracaso de la ciencia, sino a suplicarle su colaboración.

—Si no he comprendido mal, me está hablando de que le hagamos un exorcismo. ¿No es eso? —Se extrañó de que tal fuese su propósito.

—Sí —le contestó rotundamente el otro, ocultando en la brevedad del monosílabo la vergüenza que sentía y la aversión personal que había tenido que vencer.

—No creo que ésa sea una buena solución, ni que el obispo la autorice. —El padre Enrique pensó que esa excusa sería suficiente.

—¿Se niega a realizar el exorcismo? —Y sin esperar a que el vicario le replicase, continuó—: ¿No será porque en el fondo tiene miedo de que el demonio exista de verdad? Si los sacerdotes han perdido la fe hasta el punto de no creer ya en su poder para exorcizar, y se niegan a hacer uso de él, eso supone una atroz prevaricación y una horrible desventura para quienes abandonan a su peor enemigo.

El padre Enrique recibió aquellas palabras como un humillante bofetón, dado, además, por la persona que él creía la menos idónea. Se puso en pie, la cara congestionada, haciendo esfuerzos sobrehumanos para no romper en un acceso de ira y pagarle con el mismo modal grosero y soez, echándole en cara lo que, a su vez, él opinaba de su persona.

—Lo pensaré —contestó escueto y con toda sequedad, mordiéndose la lengua.

Don Agustín, por otra parte, sugirió a la familia de Adela la conveniencia de pedir ayuda a los sacerdotes de la parroquia, aunque nunca les hablase de posesión diabólica. En un primer momento, Vicente, el padre de la niña, se opuso obcecadamente a que los curas entrasen en su casa: demasiadas cosas habían pasado durante la guerra civil y demasiado rencor les guardaba aún dentro de su cuerpo; pero al fin cedió a la presión de su mujer y su cuñada.

In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti —se santiguó, solemne, el señor vicario, imitándole las mujeres y quitándose la gorra Vicente.

Antes de continuar, levantó la vista del ritual y miró a Adela que, al escucharle, detuvo su ronquera y abrió desmesuradamente los párpados, mostrando a todos los presentes sus ojos en blanco. El vicario quedó despavorido. En los casos de presencia diabólica, según acababa de leer en un libro, los ojos del enfermo se quedaban completamente en blanco. Pero no sólo eso. Según la disposición de las pupilas, podía deducirse qué clase de demonios lo poseían. Si las pupilas estaban abajo, se trataba de demonios serpientes; si estaban arriba, de demonios escorpiones. Éstos tenían por jefe a Lucifer; aquéllos, a Satanás. De ser cierta esta experiencia, dada por veraz por el exorcista que había escrito el libro, los demonios que tenía Adela en su cuerpo eran serpientes y, por lo tanto, de las huestes del mismísimo Satanás.

Sit Nominis Tui signo famula tua munita (Que tu sierva sea protegida con el signo de Tu Nombre). —Se apresuró a hacer la señal de la cruz sobre la frente de Adela y, aprovechando el momento, cerró aquellos ojos que le asustaban.

¿Pensó alguna vez que iba a ejercer el oficio de exorcista? Un día, hacía de eso muchos años, el señor obispo le había conferido a él y a otros seminaristas ese ministerio: ab abjicendos daemones de corporibus obsessis (arrojar los demonios de los cuerpos de los posesos). Ninguno de ellos, bien seguro, se tomó en serio el oficio y las amonestaciones episcopales. Por eso, cuando el señor obispo le hizo llamar a su palacio y le dijo que se encargase del caso, el vicario le contestó:

—¿Yo? No sabría por dónde empezar.

El señor obispo, que nunca había realizado exorcismo alguno y no deseaba verse involucrado en un evento cuyo incierto desenlace podía perjudicarle en su prestigio y convertirlo en el hazmerreír del pueblo y de otros obispos que no creían en el diablo, le animó, diciendo:

—Empieza por leer las instrucciones que trae el ritual.

—Eso, señor obispo —le respondió el vicario—, es como poner en manos de un estudiante de medicina un tratado de cirugía, empujarle al quirófano y pretender que practique con éxito una operación complicadísima.

—Reza con fervor las oraciones prescritas —le recomendó sin convicción alguna al despedirle, quitándoselo de encima.

El padre Enrique, puesto de rodillas junto con las dos mujeres, comenzó el rezo de las letanías de los santos, levantando con énfasis su voz cada vez que nombraba a alguno de los ángeles más prestigiosos de la milicia celestial. Sancte Gabriel!, exclamó, dirigiéndose al espíritu encargado de ilustrar la inteligencia de los humanos y descifrarles las visiones y los misterios de Dios. Sancte Raphael!, invocó a uno de los siete ángeles que tienen entrada en el sancta sanctorum del Paraíso, y a quien Dios ha hecho depositario de su medicina. Sancte Michaël!, se dirigió con fervor al príncipe de todos los espíritus bienaventurados, quien al grito de «¿Quién como Dios?», aplastó, al inicio de los tiempos, al soberbio Lucifer y sus ángeles, alzados en rebeldía contra su Creador.

—San Miguel arcángel, sé nuestro amparo contra la perversidad y las asechanzas del demonio… y tú, príncipe de la milicia celestial, lanza al infierno con el divino poder a Satanás y a los otros espíritus malignos —recitó con voz vibrante la oración, exorcismo más bien, que el papa León XIII ordenó que todos los sacerdotes del mundo leyeran cada día, de rodillas al pie del altar, al finalizar la santa misa.

¿Qué visión tuvo aquel pontífice, un día en su capilla, para que saliese corriendo, con el rostro demudado de terror, y se encerrase en sus aposentos y no saliese sino con la oración que había escrito de su puño y letra, ordenando a los obispos y sacerdotes del mundo entero que la rezasen en todas las iglesias? Según dijeron algunos cardenales, el Papa había experimentado verdaderamente la visión terrorífica de los espíritus infernales que vagan por el mundo para la perdición de las almas…

Sancte Michaël Archangele, insistió una vez más el padre Enrique, como un disco rayado.

El monótono sonsonete de las letanías, con sus interminables ora pro nobis, libera nos Domine, y la poca luz de la habitación favorecieron sin duda la somnolencia a la que se entregó Adela. También podía ser que fuesen los mismos demonios quienes se la provocaran, como alertaba el ritual.

Todo transcurría con la mayor normalidad hasta que llegaron los exorcismos propiamente dichos, que, como recomendaban las rúbricas, había que hacerlos cum imperio et auctoritate (con mando y autoridad). El vicario, pues, se puso de pie, se acercó a la cabecera de la cama y aplicó el extremo de su estola morada sobre la cabeza de la niña.

Praecipio tibi, quicumque es, spiritus immunde, dicas mihi nomen tuum (Te ordeno, espíritu inmundo, cualquiera que seas, me digas tu nombre).

El padre Enrique sabía que el nombre en la cultura judeocristiana, dentro de la cual se encuentra inmersa la Iglesia, no era una simple designación convencional, sino la llave que abría paso al ser mismo de la persona; conocerlo, pues, suponía ya un dominio sobre ella, y hacérselo revelar al demonio, tan poco dado a manifestarlo, una derrota, de ahí la importancia de averiguarlo. Como la muchacha no diese señal de haber oído la pregunta, ni diese respuesta alguna, el vicario repitió la orden: ahora con mayor energía, casi vociferando. Al oír tales gritos, Adela se despertó súbitamente, al tiempo que trató con fuerza inusitada de deshacerse de las cinchas que la sujetaban a la cama. Como no lo lograse, hizo que ésta comenzase a bailar sobre sus patas de hierro en medio de tal fragor infernal, que parecía que el suelo se iba a venir abajo. Madre y tía, aterrorizadas, temiendo que, rotas las ataduras, pudiera hacerles daño, de un salto alcanzaron la puerta. ¿Era aquello un ataque de epilepsia? Los médicos nunca hablaron de tal cosa. Por otra parte, según el ritual romano, mostrar fuerzas superiores a la naturaleza de la edad o la condición de la persona era un indicio seguro de posesión diabólica. El vicario, solo, empuñando el crucifijo, que temblaba entre sus manos, hizo frente a aquel fenómeno.

Ecce crucem Domini, fugite partes adversae (He aquí la cruz del Señor, huid partes hostiles). —Subió todo lo que pudo el tono de su voz, para hacerse oír en medio de aquel estruendo de hierros y aullidos.

Repentinamente, al igual que había comenzado, todo volvió de nuevo a la calma, y regresaron las mujeres. Las facciones de Adela tornaron a ser las suyas, aunque por su boca continuaban saliendo hilos de lo que un momento antes habían sido espumarajos.

El ritual aconsejaba al exorcista que hiciese la señal de la cruz y echase agua bendita, cuantas veces creyera oportuno, sobre aquella parte del cuerpo donde le pareciera que el demonio se agitaba o atormentaba más o aparecía alguna hinchazón, cosa que el padre Enrique hizo una y otra vez sobre el vientre de Adela, que, por momentos, aumentaba como si fuese a parir.

Adjuro te, serpens antique, draco nequissime, ut exeas ab hac famula Dei (Te conjuro, serpiente antigua, dragón maldito, que salgas de esta sierva de Dios).

Adela, sin que nadie pudiera explicárselo, abrió impúdicamente las piernas dejando al descubierto su pubis, y lo empujaba y sacudía lascivamente hacia arriba como si tratase de lograr la penetración de un ser invisible. Al instante, como si estuviese copulando, comenzó a exhalar gemidos de placer que avergonzaron a todos los presentes. Las dos mujeres pensaron que un demonio libidinoso la estaba poseyendo de aquel modo. ¿Cuántas veces habría advertido el párroco sobre las asechanzas lujuriosas del diablo, de las que no se libraban ni las místicas más santas? La obra de Lucifer, vociferaba desde el púlpito, y su voz todavía retañía en sus oídos, debe sospecharse aun en los éxtasis más excelsos, si éstos van acompañados de movimientos indecentes, grandes contorsiones y, sobre todo, si con ello se incita a otros a cometer actos impuros. Y el cura predicador remachaba la doctrina con múltiples ejemplos de santas mujeres a quienes Satanás se les aparecía con aspecto de chivo o de serpiente, y las tentaba a blasfemar y cometer acciones indecentes. A veces ellas mismas gritaban obscenidades, como si estuviesen poseídas o el demonio hubiese convertido sus cuerpos en instrumentos de lujuria. Adela estaba reducida a una de esas situaciones lastimosas, y a su madre y a su tía no les cabía la menor duda de que sufría continuos hostigamientos del diablo.

—Alguien nos ha dicho que si se quema el corazón o el hígado de un pez ante una mujer atormentada por el demonio, el humo lo ahuyenta y lo hace desaparecer para siempre —insinuó Ramona, la tía de la niña, hablando a media voz al ver que los rezos del vicario poco conseguían.

—No diga tonterías —le respondió con sequedad el padre Enrique.

Sin embargo, quien sugiriese a Ramona tal remedio no lo había dicho por decir. A buen seguro que lo había leído en la Biblia, donde el ángel San Rafael propuso semejante medicina al joven Tobías para librarse del demonio Asmodeo, que había matado, uno tras otro, a los siete maridos de Sara, tan pronto como accedieron al tálamo nupcial.

Los espasmos y jadeos entrecortados de Adela fueron en aumento. Las mujeres se taparon los oídos para no escucharlos, sin atreverse a cubrirle las partes; el vicario no sabía adónde dirigir su mirada, pues el rostro de la muchacha no era menos provocador y lascivo.

El padre Enrique nunca había visto un cuerpo tan repleto de deseos insaciables, mejor dicho, nunca había visto una mujer desnuda, y menos poseída de ese violento furor uterino. Su experiencia en mujeres era muy limitada: de la pasión carnal femenina sólo conocía lo oído en confesión. Al observar las convulsiones de Adela, que jamás hubiese podido sospechar, comprendió por qué los eremitas de la antigüedad huían al desierto, por qué los maestros de espiritualidad temían a la mujer, por qué el demonio aseguraba sus triunfos tentando por ese lado…

Viendo en el rostro desencajado de la muchacha el resplandor de un placer misterioso, le vino a la mente el relato del Génesis que cuenta que los ángeles del cielo, al principio, bajaron a la tierra y poseyeron a las hijas de los hombres; y aquellos otros de la literatura clásica, que narran que los dioses del Olimpo, tomando forma de humanos o de animales, descendían a la tierra para yacer con los mortales en memorables orgías. ¿Era la lujuria, antes que nada, una moción del espíritu que, al desencadenarse, resultaba irrefrenable? ¿Tendría todo acto carnal, allá en el fondo, un algo demoníaco? Algunos Santos Padres quisieron ver en la caída de los ángeles rebeldes un pecado de lujuria. ¿Acaso intentaron copular con Dios, cuya misma imagen son las criaturas humanas? Otros, más sensatos, desestimaron esa hipótesis: pues, careciendo de cuerpo, se dijeron, difícilmente podían los ángeles sucumbir a una tentación de esa índole. El vicario, sin embargo, no supo a quién darle la razón.

Absorto, miraba cómo la muchacha seguía copulando con un espíritu real o imaginario.

—¿Por qué no me llevas a la iglesia y sacas la hostia consagrada y me la metes por el culo? —dijo Adela con gran descaro, en medio de una respiración anhelante, rompiendo el asombro en que el pobre sacerdote se había sumido.

Don Enrique conocía, por haberlo estudiado en los libros de moral, que algunas personas excitaban su libido hasta llevarla al paroxismo, imaginando o pronunciando blasfemias, y que con ello conseguían un gran deleite sexual; pero no esperaba encontrar también esa especie de fetichismo en boca de la niña. ¿Lo de la hostia consagrada lo decía en sentido recto o figurado? ¿Expresaba un deseo sacrílego o confesaba un acto anteriormente cometido? ¿Quién la había iniciado en tal perversión? ¿Habría sido, en verdad, el demonio? Se decía que, en los aquelarres, las brujas besaban el culo del macho cabrío y con él cometían pecado de bestialidad y otras monstruosidades. ¿Estaría Adela, tan joven como era, involucrada en alguna secta satánica? No lo creía verosímil ni probable; entre otras cosas, porque nunca había oído que en el pueblo existiese tal camarilla, únicamente algunas personas que hacían espiritismo. Echó más y más agua bendita sobre la niña y en las cuatro esquinas de la cama, y no menos sobre sí mismo para ahuyentar sus propios pensamientos, no fuera a acabar poseído por la energía negativa que parecía infestar todo el cuarto.

Aún no se había repuesto de aquel exabrupto soez, cuando le llegó otro, vomitado con odio y en medio de lúbricos espasmos.

—¿También tú, cura cabrón, me quieres montar?

Las mujeres, no pudiendo resistir más, abandonaron la habitación, sollozando. La puerta se cerró de golpe detrás del vicario con gran estrépito, y él no supo si lo habían hecho ellas o se había cerrado sola.

Don Enrique, sobrepasado por los acontecimientos, quedó con el libro de los exorcismos abierto, sin saber cuál aplicarle. A estas alturas, aún no había logrado descifrar un enigma que todo buen exorcista debía resolver desde el principio para que la terapia sacramental fuese la más correcta y eficaz. ¿Se trataba de obsesión maléfica o de posesión diabólica, propiamente dicha? ¿Actuaba el demonio desde fuera o desde dentro de Adela? Viendo sus movimientos lascivos, impropios de una criatura inocente como ella, el vicario llegó a la conclusión, tal vez apresurada, de que se trataba de posesión: era el demonio quien, residiendo en el cuerpo de la muchacha, se servía de sus miembros y de su organismo para obrar de aquel modo.

Solo y abandonado en la agobiante habitación, sintió que un miedo atroz recorría su cuerpo —como debió de sentir el joven Daniel cuando fue arrojado al foso de los leones, según cuentan las Escrituras—, y esperaba que el diablo, o lo que fuese, que estaba en el cuerpo de la muchacha, o merodeando por el cuarto cada vez más tenebroso, saltase de un momento a otro también sobre él, destruyéndole física o psíquicamente. Le vino a la memoria la advertencia de San Pedro, con la que comienza la oración de Completas: Hermanos: sed sobrios y velad, porque vuestro adversario, el diablo, ronda como león rugiente buscando a quién devorar: resistidle firmes en la fe. ¡La fe! Eso es lo que recomendaba San Pedro, y el ritual romano encarecía insistentemente: Haga y lea los exorcismos con gran fe. ¡Contra el demonio, una gran fe, una gran fe en Dios! No era tarea sencilla. Se hacía muy difícil creer en Dios en aquellos años de negra posguerra, llenos de hambre y rencor aquí y en toda Europa, cuando la bondad en este mundo no se veía por parte alguna. Harto más fácil resultaba para muchos creer en el demonio porque la maldad y el odio habían reemplazado los buenos sentimientos de los corazones, y la injusticia y el desenfrenado egoísmo reinaban por doquier. Si para ganar la batalla al diablo hay que tener una gran fe en Dios, con mal pie hemos comenzado estos exorcismos, se dijo el vicario.

Después de lo que pareció ser un orgasmo demoníaco, la niña se sumió de nuevo en un profundo sueño, tiempo que aprovechó el exhausto sacerdote para replantear su propia estrategia. Según el ritual, había unas cuestiones imprescindibles que había que plantear acerca del número de espíritus presentes en el cuerpo y del tiempo en que ingresaron en él, así como la razón. El padre Enrique ya había hecho la interpelación sobre el nombre, sin obtener respuesta alguna, provocando más bien aquella escena terroríficamente lujuriosa. ¿O era ésta la manera de manifestar el demonio su identidad? ¿Acaso la Biblia no hablaba de Lilit, el demonio de la noche y la lujuria? ¿Sería ése el nombre que él buscaba? Aunque personalmente consideraba que inquirir sobre el nombre era una curiosidad inútil más que un dato esclarecedor, repitió la pregunta.

Praecipio tibi, immundissime spiritus, omne phantasma, omnis legio, quicumque es, dicas mihi nomen tuum (Te ordeno, espíritu inmundísimo, todo fantasma, toda legión, cualquiera que seas, me digas tu nombre). —Esta vez lo dijo en voz baja, sin aquel imperio y autoridad que preceptuaban las rúbricas.

Estando como estaba la muchacha tan profundamente dormida, no esperaba que hubiese oído su pregunta; de ahí el salto que dio al verla incorporarse y, sin abrir los ojos, responder:

—Calla, cabrón, y exorciza al párroco. Es él, y no yo, quien tiene al demonio dentro.

Lo dijo con tal odio y aplomo que el vicario se quedó atónito. ¿A qué venía esa alusión al cura de la parroquia? El ritual ya advertía que había que andar con mucho cuidado con los demonios, que éstos eran sumamente astutos y solían responder falazmente y enredar mucho las cosas, pudiendo muy bien acusar a una persona u otra para provocar sospechas y crear enemistades.

—Calla, bestia maldita, espíritu embustero y mentiroso desde el principio, y responde sólo a lo que te pregunto —atajó el vicario aquella manera frívola de manifestarse—. En nombre de Dios te pido que me digas cuál es tu nombre y cuándo entraste en el cuerpo de Adela.

—Yo soy Jaldabaoth. —Dio un tremendo grito, como si en vez de decir su nombre lo hubiese escupido entre espumarajos de rabia—. Y fue el cura quien me ayudó a meterme dentro, hace de esto cosa de tres meses. Si crees que miento, pregúntaselo a él.

¿Le estaba confesando Adela que todas sus desdichas radicaban en el hechizo confeccionado por un sacerdote indigno?

La estola, símbolo de la autoridad e insignia del poder sacerdotal, con tanto zarandeo se había caído de la cabeza de Adela. El vicario se la colocó de nuevo, pero ahora sobre su cerviz, significando con ello hasta qué punto estaba dispuesto a humillar la del demonio o legión de ellos que estuvieran dentro del cuerpo de la niña. Fue ponérsela y escuchar un recio bramido, a la vez que un torbellino de viento, sin haber entrado por el ventanuco (que permanecía cerrado) o por parte alguna, apagó la luz languidecente de la palmatoria. ¿O sucedió que el pabilo se había apagado, consumida ya la cera, y fue la oscuridad, súbita e inesperada, la que había producido en su cabeza aquello que no sería sino una alucinación? Como quien cogido en un mal sueño da vueltas en la cama, haciendo ímprobos esfuerzos por despertar y acabar con la pesadilla, el vicario buscó desesperadamente la puerta.

—¿Hay alguien ahí? —gritó a la oscuridad, y tropezó al abrir la puerta.

Nadie respondió a su llamada; ni siquiera sus ojos, abiertos con desmesura, alcanzaron a ver una pizca de claridad. Tanteando como ciego, las manos por delante, dio unos pasos en busca de la escalera por donde horas antes, tal vez hubiese transcurrido ya un siglo, había subido al desván. Vislumbró en medio de la noche un parpadeo de luz y como un removerse de sombras, y pensó en la cueva de Platón, pero no estaba ahora con humor para meterse en filosofías.

—¿Es que no me oyen? —Levantó la voz, más para espantar su propio miedo que para hacerse oír, temeroso de que los de la casa hubiesen desertado o desaparecido.

Ya iba a dar voces de nuevo cuando por la escalera vio una luz temblorosa que ascendía y bultos negros detrás.

—Perdone, don Enrique. Nos habíamos dormido.

Y antes de que Ramona pudiese dar explicación alguna, le replicó el vicario:

—Me han abandonado, como los discípulos al Maestro en el huerto de Getsemaní.

Esta queja paralizó a las dos mujeres a mitad de camino; pero el vicario no estaba muy seguro de que le hubiesen entendido, tan adormiladas las veía.

—No se queden ahí clavadas, y denme una luz, que la palmatoria se ha apagado.

Carlota corrió y, a poco, subió con una lámpara de petróleo, de las que los hombres del campo solían utilizar en las noches de verano cuando se dedicaban a fumigar los naranjos. Desde mitad de la escalera se la ofreció, manifestando de aquel modo que no tenía interés alguno de entrar en la habitación de su hija.

—¿Qué le parece mi Adelita, don Enrique? —le suplicó, llorosa como la Virgen Dolorosa de la estampa.

—Hay que rezar mucho, que yo solo poco puedo hacer.

La puerta se cerró bruscamente, con un golpe seco, tan pronto como el vicario cruzó el umbral; esta vez estaba plenamente seguro de que no lo había hecho nadie. Puso la lámpara junto a la palmatoria, iluminando de nuevo la estampa de la virgen y muy poco el resto de la habitación. Aunque se encontraba muerto de miedo y descorazonado porque hasta ese momento poco había conseguido, por no decir nada, se dio ánimo interiormente para continuar hasta donde aguantasen sus fuerzas. Se arrodilló de nuevo junto a la cabecera de la cama y comenzó el rezo del salmo Deus in nomine tuo salvum me fac (¡Oh Dios, sálvame por tu nombre!). Al finalizar, se puso de pie y alargó su diestra sobre la cabeza de Adela. La sombra de la mano extendida ocultaba, como una nube, el rostro de la niña, y en la pared de la cabecera su propia figura agigantada y grotesca temblaba de miedo.

Nihil proficiat inimicus in ea et filius iniquitatis non apponat nocere ei (Que el enemigo no se aproveche de ella y el hijo de la iniquidad no le haga daño alguno) —exclamó solemne, como las otras veces, confiando más que en la fuerza de su propia voz en la magia sagrada de la lengua latina.

—No es el demonio quien se ha aprovechado de mí, sino ese cura cabrón. ¿Por qué no me pones ahí la hostia consagrada? —le respondió con un bramido, y con la barbilla señaló su pubis.

Adela, volviendo a los gestos obscenos como la primera vez, remarcó sus palabras con una desvergüenza impropia de su edad y su inocencia, pues todo el pueblo sabía lo muy piadosa y de comunión diaria que había sido hasta que le llegaron esos trastornos que ningún médico supo diagnosticar. Desprevenido, al padre Enrique le sorprendieron muchísimo, pues parecía que en esta ocasión eran la respuesta a las palabras que él había pronunciado en latín. Su brazo extendido quedó paralizado de miedo, y no sabía muy bien qué pensar. ¿No señalaba el ritual romano como uno de los signos claros de la posesión demoníaca pronunciar palabras en habla extraña o entender al que las decía? ¿Era casualidad que Adela hubiese comprendido lo que él le había dicho en una lengua totalmente desconocida para ella? Pero había una cosa más inconcebible y asombrosa aún. ¿Cómo sabía ella que había traído consigo, oculto en sus hábitos, el pequeño píxide con una hostia consagrada? El padre Enrique pensó si habría llegado el momento de hacer frente a aquel fenómeno ultramundano, exorcizando a la muchacha con la eucaristía; y estuvo sopesando si, dadas las circunstancias, sería imprudente temeridad por su parte exponer el santo sacramento a las posibles vejaciones y blasfemias del diablo. Se decidió, por fin, a utilizar este último recurso y, yendo hacia la cómoda, puso sobre la blanca piedra de mármol la cajita de plata en la que traía la pequeña hostia consagrada. Durante unos minutos, como si estuviese ante el altar, permaneció de rodillas, concentrado en oración. Después tomó con su mano derecha la blanca forma y la mantuvo levantada en alto frente a la niña, que la contemplaba atónita.

Exorcizo te, omne phantasma: in nomine Domini Nostri Jesu Christi eradicare et effugare ab hoc plasmate Dei (Te exorcizo, todo fantasma: en nombre de Nuestro Señor Jesucristo que salgas y huyas de esta criatura de Dios).

El padre Enrique no creía en el demonio, mejor dicho, siempre se había resistido a creer en él, pensando que formaba parte de cosmovisiones religiosas obsoletas, pertenecientes a antiguas culturas ya superadas, pero esa incredulidad suya no era ahora suficiente para tranquilizarle. La nueva fórmula, que empleaba en estos momentos, la fue pronunciando lentamente, sin quitar ojo de la niña, observando qué palabras podían conturbar más al diablo, para insistir sobre ellas y repetirlas una y otra vez. Adela permanecía quieta, la mirada pegada a las manos del sacerdote, como si la blanca hostia que sostenían la hubiese hechizado. El silencio sosegado, después de la larga noche atormentada de aullidos y rechinamientos, parecía anunciar el fin de aquella terrible pesadilla. El vicario, siguiendo a pie juntillas el ordenamiento ceremonial, se disponía a interrogar a la posesa sobre cuál era su estado de ánimo y qué es lo que sentía en su cuerpo y su alma, cuando, como si hubiese leído sus pensamientos, comenzó a lanzar grandes escupitajos contra el santo sacramento, que él tenía en sus manos, a la vez que gritaba horrorosas blasfemias.

Audi, ergo, et time; imperat tibi Deus et majestas Christi (Escucha, pues, y teme; te lo manda Dios y la majestad de Cristo).

Y mientras gritaba, para eclipsar las voces que daba Adela, se le acercó para bendecirla con el santo sacramento.

—Aparta, aparta de mí esa hostia, maldito cura.

De nuevo volvieron los temblores primeros, que hacían bailar todos los hierros y muelles de la cama. El vicario, traspasado ya el umbral del miedo, como el enfermo el del dolor, se sintió crecer y, casi volcado sobre la cama, fue bendiciendo con la sagrada hostia la cabeza, el pecho y las otras partes del cuerpo, que al principio rociara con el agua bendita. Adela, frenética, en medio de horrorosas arcadas y convulsiones, expulsó un vómito amarillo, como si arrojase de una bocanada toda la bilis de su cuerpo. El padre Enrique, situado otra vez a los pies de la cama, levantó la hostia con las dos manos y, manteniéndola en aquella posición majestuosa, recitó con vehemencia el último de los exorcismos:

Ille te ejicit, cujus oculis nihil occultum est (Te arroja Aquél para quien nada oculto hay a sus ojos).

La niña rompió en un llanto tan estremecedor como escalofriantes habían sido antes sus blasfemias.

Ille te expellit, cujus virtuti universa subjecta sunt (Te expulsa Aquél a cuyo poder todas las cosas le están sujetas).

El llanto se hizo más sereno y las facciones de su cara, aunque la luz que había en la habitación era escasa, parecían haberse dulcificado.

Ille te excludit, qui tibi et angelis tuis praeparavit aeternam gehennam et venturus est judicare vivos et mortuos, et saeculum per ignem (Te excluye Aquél que preparó el infierno eterno para ti y tus ángeles, y ha de venir a juzgar a vivos y muertos, y a este mundo por el fuego).

Al conjuro de estas palabras, que el sacerdote había ido pronunciando cada vez con mayor solemnidad, el llanto se fue apaciguando; y ahora, por fin, era el sollozo de una niña. El padre Enrique no acababa de creer lo que sus ojos estaban contemplando. ¿Era aquello un signo de que el demonio, o lo que fuera, había huido y dejaba en paz a la muchacha? Guardó la hostia en su cajita de plata y fue a la cabecera de la cama. Unos ojos tímidos, como de corderillo desvalido, pedían a gritos un poco de cariño; al menos eso es lo que el vicario leyó en ellos. Sin detenerse a considerar que podía tratarse de una treta demoníaca, desató a la muchacha. Tan pronto como tuvo los brazos libres, se los echó al cuello y, refugiada en el regazo del sacerdote, comenzó a hablar atropelladamente.

—Tranquila, muchacha, tranquila —le dijo el vicario, atrayéndola hacia sí, mientras la serenaba acariciándole los cabellos y, como un amigo, escuchaba su historia.

Las mujeres de la casa llevaban demasiadas noches sin dormir, o durmiendo mal, y el sueño les había caído encima como una pesada losa, sorprendiéndolas sentadas en sus sillas junto a la lumbre. Se despertaron con terrible tortícolis cuando el gallo del corral vecino anunció el alba.

—Este maldito gallo canta antes de hora —comentó Ramona, desentumeciéndose el cuello, a la vez que removía las cenizas buscando un rescoldo que paliase el frío glaciar de la cocina.

—Ha cantado a su hora, lo que pasa es que ha amanecido nublado —contestó Carlota, abriendo el ventanillo.

Contempló por un momento, como hacía todas las mañanas, el geranio que tenía sobre el alféizar, en la panza de un botijo roto. Ninguno había prendido y se había aclimatado tan bien como él. Crecía hermoso, con unas flores color lila que eran la envidia de sus vecinas.

De repente, como si las dos hermanas se hubiesen puesto de acuerdo, callaron y aguzaron sus oídos hacía la escalera.

—No se oye nada —concluyó la tía, que, para mejor escuchar, había subido tres o cuatro peldaños—. ¿Qué habrá pasado?

Fueron decididamente a averiguarlo. Sin llamar, abrieron la puerta del cuarto de Adela, imaginándose lo peor. La habitación estaba completamente a oscuras, salvo por la tenue luz que se filtraba por las ranuras del ventanuco. Ramona encendió el interruptor, y la bombilla que colgaba del techo dio una luz mortecina como la del día que había amanecido. Tan agotados habían quedado con los exorcismos de la noche que ni el padre Enrique ni Adela se dieron cuenta de nada.

Las dos mujeres, a la vista de lo que contemplaban, fueron mudando la expresión de sus rostros: primero, fue de sorpresa, luego de incredulidad, finalmente de indignación.

El padre Enrique, con sus ornamentos revueltos, estaba recostado sobre la cama y profundamente dormido. En su regazo, libre de toda atadura, descansaba Adela, acurrucada como un bebé desvalido que encuentra cobijo reconfortante. La niña, semidesnuda, mostraba un rostro de placidez angelical y unos pechos virginales, redondos y blancos, como los que la imagen de santa Águeda, venerada en la parroquia, llevaba en bandeja de plata.

—¡Márchese de aquí! ¡Largo! —bramó la madre—. ¡Y tú, tápate!

Cogiéndoles tan de sorpresa, el vicario y la muchacha despertaron asustados, sin comprender los gritos ni las caras de cólera que veían. La tía, reforzando a su hermana, apostrofaba al vicario con insultos que debían de ser terribles por lo atropellados e incomprensibles como los vomitaba.

El padre Enrique, a toda prisa, recogió sus cosas y salió corriendo, sin que le dieran oportunidad de explicarse.