19

Tras larga demora, por fin llegó al Vaticano el correo de Valencia que tanto se esperaba. Los del arzobispado alegaron, como excusa, que los asuntos motivo de consulta eran espinosos y muy intrincados.

En lo concerniente a Miguel de Molinos y sus perversas enseñanzas, corregían a los de Roma, diciendo que tales doctrinas no fueron de su invención, como se creía, sino que las había aprendido en el monasterio de Santa Tecla, del que no fue capellán ni confesor pero sí persona muy asidua, sobre todo de su priora, una tal Gerónima Aliaga. Los teólogos y doctores valencianos que habían investigado este asunto no se ponían de acuerdo de dónde les vinieron a aquellas beatas iletradas del siglo XVII sus teorías, tan dañinas para la Iglesia. ¿Habría que remontarse al gnosticismo de los primeros siglos cristianos? Ni la Santa Inquisición, que en su día las había apurado en este punto, sacó nada en claro. Sin embargo, todos se inclinaban a pensar que fueron inspiradas directa y personalmente por el propio demonio. Sus huellas, evidentes e incontestables, habían quedado grabadas en el monasterio de las bernardas de Santa Tecla, cuyas monjas, frailes y sacerdotes amigos, arrinconando los rezos y las devociones tradicionales, se entregaron a todo desenfreno carnal, como único y más seguro camino de llegar a Dios. Las doctrinas del doctor Molinos, que el Papa y la Sagrada Congregación habían condenado, no eran, pues, sino la copia, corregida y aumentada, de las que se seguían y practicaban en dicho cenobio, y que él trasladó a Roma.

Respecto de si los huesos encontrados en la cripta de la iglesia de Santa Tecla fueron de abortos o de niños sacrificados al ángel Jaldabaoth en las orgías sexuales que, desde tiempo inmemorial, según parece, se venían celebrando allí, poco podían añadir al informe que en su día ya remitiera el penitenciario mayor. Un cataclismo, enigmático e incomprensible, inexplicado hasta el presente, acabó con el monasterio, no quedando de él rastro ni señal externa. Su lugar lo ocupaba actualmente un jardín. Así que sería necesario hacer excavaciones si se quería estudiar las ruinas.

De los embarazos de las monjas bernardas y partos subsiguientes, ocurridos en los años cuarenta, no habían podido esclarecer mucho. En ningún archivo de los consultados, y todos lo habían sido de modo exhaustivo, aparecía vestigio alguno. Sólo podían agregar que era muy difícil y problemático seguirles la pista, ya que, según la costumbre de la época, a las religiosas preñadas se las dispersaba para evitar el escándalo, llevándolas a conventos recónditos donde secretamente daban a luz. A los hijos de monja, si eran varones, se les encauzaba desde su más tierna edad hacia el sacerdocio, entrando muy jóvenes en el seminario. En el supuesto de que las bernardas no hubiesen sido excepción de esta regla, lo más seguro es que alguno de sus niños fuese ya canónigo u obispo. No querían crear sobresaltos innecesarios a la Sede Apostólica, pero juzgaban que era su deber ineludible ponerla al corriente de pesquisas de última hora, inconclusas todavía, según las cuales probablemente alguna de aquellas embarazadas fue a parar a la Ciudad Eterna…

Con este dossier amplio y minucioso, los burócratas de la curia de Valencia remitían otro, más extenso y detallado si cabe, sobre la enigmática María de los Ángeles Fernández, misteriosamente vinculada al monasterio de Santa Tecla en cuestión.

Para no repetir toda la historia de esta mujer, adjuntaban los autos judiciales incoados al respecto. Aunque pertenecían al secreto del sumario, el juez instructor, buen católico y amigo del arzobispo, se los había facilitado. Les extrañaba mucho que esta joven, que luego resultó no serlo tanto, tuviese pasaporte diplomático, expedido por la Ciudad del Vaticano. El juez, con el fin de evitar especulaciones y escándalos que pudiesen comprometer a la Santa Sede, no lo había incluido en las diligencias abiertas, quedándose sólo con su documento de identidad español.

Durante casi una semana, el cardenal Graziani tuvo sobre la mesa la montaña de papeles que, a través de la Secretaría de Estado, le llegaron de Valencia. El asunto le había tenido ocupado y preocupado noche y día. Sus ojeras eran cada vez más acusadas, y no reflejaban sólo fatiga e insomnio, sino la honda turbación que padecía su espíritu. Bien es verdad que el padre Cugnoni le ayudaba mucho en las tareas de investigación, pero sus incesantes y repetitivos sermones sobre el demonio y sus patéticas lamentaciones aumentaban su confusión y desasosiego.

Estaba en el despacho de los palacios apostólicos reservado al exorcista del Papa. Desde la muerte de monseñor Amantini, el puesto continuaba vacante, bien porque el vicario de Roma no hubiese provisto el cargo, bien, casi lo más seguro, porque ningún sacerdote se atrevía a aceptarlo. Le acompañaba en aquel momento el inseparable padre Albertino.

Monseñor Graziani, a medida que iba leyendo los folios del interminable expediente valenciano, se los pasaba. De vez en cuando, uno u otro interrumpía el silencio para hacer cualquier comentario o llamar la atención sobre algún dato de interés. Por el momento, las investigaciones de Valencia no añadían nada nuevo a los documentos contenidos en la Clavis nigra; todo lo más, ratificaban lo ya sabido o esclarecían algún punto oscuro.

De repente, el cardenal perdió el color, se quedó sin habla, con el pasaporte diplomático en la mano.

—¡Sor Paolina Rutelli! —dijo al fin, entregándoselo al anciano Cugnoni.

Éste, en un primer momento, identificó la fotografía de la credencial con la de la monja del monasterio de Panisperna, a la que ambos sólo conocían a través del recorte de prensa que dom Gabriele guardaba en su agenda, pero no alcanzaba a comprender el sobresalto de su eminencia.

—Efectivamente, es ella —corroboró, remirando la foto, esperando a que diese mayores explicaciones.

—Pero ¿se ha percatado a nombre de quién está expedido ese pasaporte? —más que preguntar, su eminencia le recriminaba su descuido.

—¡Dios mío! —exclamó el anciano Cugnoni, dándose una palmada en la frente—. ¡María de los Ángeles Fernández! —Y soltó el pasaporte sobre la mesa, como si le quemase—. Así que Paolina Rutelli y María de los Ángeles Fernández son una única y misma persona…

Ni uno ni otro acababan de creérselo, y durante un buen rato permanecieron en silencio, atando cabos sin duda.

El cardenal había hojeado la credencial diplomática, sin haber leído aún el dossier que la acompañaba. Conocía, evidentemente, la historia de Adela y su exorcismo, pero ahora tenía la versión de Ezequiel. No obstante, dada su corta edad cuando ocurrieron los hechos, su testimonio había que tomarlo con ciertas reservas. No fue eso precisamente lo que le erizó los cabellos… Y pidiendo la atención de su colaborador, se dispuso a leerle algunos párrafos del dictamen forense.

—Tres médicos fueron los que intervinieron en el examen del cadáver —enfatizó.

Según aquel escrito, el primer punto que desconcertó a los facultativos fue el de la edad de la víctima. Si bien en su cédula de identidad constaba como fecha de nacimiento el 5 de mayo de 1946, a simple vista no se le calculaban más de veinticinco o treinta años, extremo que no pudo precisarse con mayor rigor científico, ya que las pruebas realizadas con tegumento, piezas dentarias y otras partes de su organismo, resultaron nulas todas las veces. ¿Tenían ante sí un caso de juventud biológica? Los médicos sabían muy bien que hoy día, con la ayuda de cosméticos y múltiples técnicas quirúrgicas, era relativamente fácil poseer un cuerpo joven, aunque sólo fuese en su aspecto externo; lo que aún no se había conseguido era retrasar el envejecimiento por dentro, es decir, mantener un corazón resistente, unos músculos fuertes, un cerebro ágil… Y ahí radicaba lo extraordinario del caso de María de los Ángeles Fernández. Su cuerpo, independientemente de su edad cronológica, no se había deteriorado. Desde el principio de los tiempos, el hombre siempre quiso ser inmortal y fue en busca de la eterna juventud. ¿Se encontraban ante un ser humano que la había alcanzado? ¿Había conseguido, al menos, retardar, aplazar, detener el envejecimiento celular? Los forenses estaban al corriente de los estudios e investigaciones, con resultados prometedores, que se llevaban a cabo en el campo de la biogerontología, pero no tenían constancia de que los experimentos hubiesen pasado más allá de los ratones de laboratorio. Dejaron sin resolver esta inquietante y sorprendente incógnita.

La otra cuestión, no menos conspicua, fue la relativa a su sexualidad. Ezequiel juraba que era una mujer con todos los atributos propios de su sexo, aunque esta confesión supuso para él descubrir sus aficiones de voyeur. En cambio, el cadáver que los testigos de la fonda vieron fue el de un hombre, aunque, eso sí, puede que demasiado bello para varón, como alguno subrayó. En la autopsia los forenses descubrieron un caso de hermafroditismo…

—¿Hermafrodismo? —exclamó el padre Albertino.

El cardenal no supo discernir muy bien si la exclamación se debía a la sorpresa del hecho o a la ignorancia del concepto. Por si acaso, se detuvo a explanarle las cuatro ideas que él había averiguado, echando mano de una enciclopedia.

—Como bien sabe, el hermafroditismo verdadero consiste en el desarrollo simultáneo de glándulas sexuales masculinas y femeninas en una misma persona. El hermafroditismo, en ese sentido estricto, es muy raro y objeto de muchas discusiones. Incluso científicos célebres se muestran reticentes en admitirlo. Lo más frecuente es el seudohermafroditismo, es decir, que en un mismo sujeto haya glándulas de un solo sexo y la presencia de caracteres del otro. Y en este supuesto, hay variedades… En el asunto de Paolina Rutelli, los forenses, sin menoscabo de ulteriores exámenes y pronunciamientos más precisos, han llegado por el momento a una conclusión mínima. Se trata de un androginoide —concluyó, pero como el anciano sacerdote se hubiese quedado sin entender muy bien, continuó—: María de los Ángeles Fernández o Paolina Rutelli era, en realidad, un hombre, un individuo del sexo masculino que también tenía órganos genitales de apariencia femenina. A este fenómeno se debe, por un lado, que haya vivido siempre entre monjas sin levantar sospechas, y por otro, que haya dejado embarazadas ¡a Dios sabe a cuántas…!

—¡María de los Ángeles de Santa Tecla y Paolina Rutelli de Panisperna, la misma persona! ¡Y hermafrodita! —Suspiró el padre Albertino, fascinado, al término de la explicación—. Atum, el dios egipcio, ¿no era también hermafrodita? —Después de un breve momento de reflexión, como si de los datos apuntados se pudiera deducir alguna conclusión evidente, añadió—: No me dirá ahora, su eminencia, que lo de Jaldabaoth es pura patraña, y lo de la cópula de demonios con mujeres fábulas inventadas por pueblos incultos…

El cardenal advirtió en sus palabras el retintín sarcástico con que se las restregaba por la cara. Se echó hacia atrás, sosteniendo entre sus manos los últimos folios. Un nuevo dato, que acababa de leer, le sumió todavía más en aquella vorágine demoníaca que no había parado de crecer desde que abriese por primera vez la carpeta de la Clavis nigra. Los del arzobispado de Valencia no parecían concederle mucha importancia, y puede que, después de todo lo que antecedía, no la tuviera. Entre las pertenencias de María de los Ángeles Fernández se había encontrado un cuadernillo con anotaciones muy breves; no se trataba propiamente de un diario.

—¡Escuche! —interrumpió el sermón del padre Albertino, que barruntaba largo y lleno de regañinas—. Si alguien, algún día, quiere saberlo, yo fui quien asesinó al capellán de las bernardas de Santa Tecla y a los de las monjas de Panisperna. Nada tenía yo en contra de ellos, pero sí ellos en contra de Jaldabaoth, que siempre será mi patrón.

—¿Cómo dice? ¿Los de las monjas de Panisperna…? —se extrañó el anciano Cugnoni—. Debe de haber alguna equivocación de traducción. Se referirá al confesor de Panisperna, que es quien se ahorcó, porque con el capellán Ostiani he hablado yo esta misma mañana…

¿Un error de traducción o un enigma más? ¿Le quedaba al cardenal algún resquicio para la sorpresa? Echó sobre la mesa las hojas, extenuado, embotado, como quien arroja la toalla y se da por perdido.

—Jaldabaoth es más fuerte que nosotros —afirmó, levantando la voz con la esperanza de que el demonio le oyese y le dejase ya en paz—. ¿Qué hombre puede luchar contra la potencia de un ángel?

—No se equivoque, eminencia. Aunque usted se rinda, él no dará por acabada la batalla, y continuará hostigando hasta el último día. Su tiempo es el de un milenio, y éste acaba de empezar.

La actitud con que cada uno se enfrentaba al fenómeno Jaldabaoth era bien distinta. El cardenal había interiorizado el problema, de ahí sus dudas y angustias; el padre Albertino, en cambio, lo tenía mucho más claro.

—Jaldabaoth —continuó el anciano con su sermón— es, antes que nada, un enemigo de la Iglesia: como cualquier hereje lo fue para la Inquisición. El enfrentamiento con él no se establece, primera y esencialmente en la conciencia, sino en un ámbito mucho más amplio: en el mundo. Se trata de una lucha de reinos: el Reino de Dios contra el Reino del demonio.

—Usted establece el enfrentamiento entre Dios y el diablo como una lucha entre poderes, o por el poder… En ese caso, será muy difícil discernir, en cada momento, en qué bando estamos militando.

El padre Cugnoni no dio síntomas de haber captado la sutileza. Tampoco el cardenal se esforzó en explicarse. Estaba agotado. No era cansancio físico, sino agobio del alma. Cerró los ojos por un momento. Un episodio pretérito, intranscendente, le vino a la memoria.

Dos años antes, dom Gabriele Amantini, el exorcista papal que murió en la plaza de San Pedro, le había visitado en su palacio arzobispal de Turín. Poca cosa conocía de ese personaje del Vaticano, a quien el Papa parecía profesar tanta estima, mientras su entorno más directo lo ignoraba despectivamente. Le molestó que se hubiese presentado de improviso, como si su calidad de comensal del Papa fuera título bastante para abrirle las puertas y le dispensara de las más elementales reglas de cortesía. Lo recibió después de obligarle a hacer una innecesaria antesala, y con la premeditación de concederle escasa atención y tiempo.

—¿Qué le trae por aquí? —le preguntó muy frío.

—Soy Gabriele Amantini, exorcista de la diócesis de Roma —se presentó.

Al cardenal le chocó que utilizase ese título, aunque más le hubiese sorprendido que utilizase el de comensal, que a fin de cuentas tenía mucho mayor peso.

—¿Y en qué puedo serle útil?

—¿Me permite, eminencia, que tome asiento? Es por mi reuma, ¿sabe?

Se ruborizó el cardenal, pues ahora era él quien se había excedido en la descortesía. Le señaló un sillón, junto al suyo, y le invitó a hablar.

—Habíamos pensado en Turín para celebrar el primer simposium sobre «El Diablo y los exorcismos». —Empleó, puede que intencionadamente, un plural ambiguo, que no se sabía muy bien si se refería sólo a su persona o, por el contrario, era mucho más amplio y mayestático.

Monseñor Amantini habló de aquel simposium como si fuese lo más natural del mundo; a su eminencia, en cambio, le había sonado a una broma de mal gusto. Se le quedó mirando fijamente: ¿Habré entendido bien?, parecía decirle en silencio.

—Ya sé que le extrañará. Pero como sabe, Turín es, precisamente, una de las ciudades italianas más castigadas por el demonio… —Recalcó las palabras con seguridad y convencimiento.

Su eminencia estaba al corriente, por los medios de comunicación de aquellos días, que Turín había sido escogida como sede de un congreso sobre demonología y ciencias ocultas, a lo que prestó escasa atención. Pero veía con asombro que el Vaticano se ocupase de ello. ¿Vendría monseñor a título personal, o detrás de él estaría el propio Santo Padre?

—Lo que me choca —le contestó— no es el endemoniamiento que usted hace de mi ciudad, o de mi diócesis, si no quiere quedarse corto. Lo que verdaderamente me desconcierta es que a estas alturas me esté hablando de un simposium de exorcistas. ¿De verdad que lo cree imprescindible?

El que se asombró ahora era el exorcista.

—En estos tiempos en que el demonio renace, y su poder diabólico se aviva y se expande por todo el mundo de mil modos y maneras, ¿dejaremos a los fieles sin defensa? ¿No cree llegado el momento de que la Iglesia eche mano de ese ministerio sagrado que durante los últimos tiempos tiene arrinconado, olvidado?

Dom Gabriele llegaba con la lección bien aprendida, y se veía, a todas luces, que no era la primera vez que cantaba la cartilla. El cardenal permaneció callado. No convenía hablar mucho, y menos delante de un monseñor que muy a menudo, si no todos los días, comía con el Papa.

—¿No comenzó Jesús su ministerio público con un exorcismo? —Continuó con una retahíla de considerandos—. ¿Acaso no fue precisamente eso lo que le dio fama y autoridad? ¿No confió a los apóstoles, antes de ascender a los cielos, la misión de exorcizar hasta el fin del mundo? ¿No es el exorcismo, precisamente, uno de los signos del advenimiento del Reino de Dios y señal de la verdadera Iglesia?

Monseñor Graziani vio que dom Gabriele estaba bien pertrechado de argumentos, difícilmente rebatibles pero posiblemente inoportunos. Se cuidó de hacerle semejante observación.

—¿Cree usted que acudirán muchos exorcistas a la convocatoria de su simposium? Porque yo, si he de serle sincero, no tengo cubierto ese cargo en mi diócesis. Y como yo, puede que haya otros muchos obispos…

El padre Amantini sabía de sobra, porque en el Vaticano se llevan muy al día todas las estadísticas, que el cardenal tenía razón. Tampoco ocultó que el congreso perseguía precisamente relanzar ese ministerio tan menospreciado.

Se celebró el congreso de los exorcistas simultáneamente con el de los brujos, nigromantes, magos, cartománticos, adivinos, cabalistas, médiums, hechiceros, videntes, astrólogos, arúspices, espiritistas, ensalmadores, quirománticos y representantes de sectas satánicas más o menos negras o peligrosas. Mientras éstos llenaron todos los hoteles de la capital y los alrededores, aquéllos apenas fueron cinco. Un fracaso rotundo que entristeció sobremanera a dom Gabriele. Cuando volvió a palacio para despedirse, el cardenal tuvo la delicadeza de no interesarse por las actas del congreso. Fue monseñor quien le hizo el resumen.

—El demonio es un signo de contradicción —le dijo entre apesadumbrado e incomprendido—. Mientras proliferan las iglesias y sectas satánicas, nosotros lo hemos reducido a simple mito. Los teólogos de moda dicen que es un producto de nuestra psicología. La mayoría de los obispos hablan del Maligno como de algo evanescente y despersonalizado… En esta descreencia generalizada, ¿qué necesidad hay de exorcistas? Sin embargo el demonio existe —afirmó con rotundidad, como si lo estuviese viendo de pie, detrás mismo del cardenal—. Y hoy está más vivo que nunca, precisamente porque nadie cree en él. Baudelaire lo expresó de una manera poética: el más bello de los ardides del Diablo es persuadimos de que no existe.

La frase del poeta francés, que dom Gabriele había hecho suya, no le parecía ya, después de los acontecimientos de Pentecostés y los secretos de la Clavis nigra, que poco a poco se desvelaban, una frase inocua, sutil, ingeniosa…

—¿Qué le parece si preparamos un dossier de todo lo averiguado y pedimos audiencia al Santo Padre? —sugirió al anciano Cugnoni, después de esos breves instantes de descanso—. Tengo ganas de sacarme de encima un trabajo que me resulta cada día más gravoso y abrumador.

Al refunfuñón de su colaborador le pareció bien. Aquella misma tarde se pusieron a confeccionar el protocolo.

A diferencia de la otra vez, que fue recibido en los aposentos pontificios, ahora monseñor Domenico Graziani fue invitado a almorzar con el Papa. Pensó, extrañado, que el comedor de palacio no era el lugar más idóneo para tratar tales asuntos. Guardó para sí su opinión y acudió el día previsto, en compañía del padre Albertino Cugnoni.

—No se preocupe, eminencia —le tranquilizó discretamente el secretario personal del pontífice, que le vio turbado, incómodo—. Su Santidad tiene una agenda tan repleta que utiliza para despachar las comidas y sus escasas horas de asueto. Además, esta deferencia la reserva sólo para los íntimos.

Monseñor Graziani no hizo caso de este cumplido, ni se sintió halagado; sabía que la adulación y el chismorreo era moneda corriente en el Vaticano… y ¿dónde no?

El cardenal y el padre Cugnoni, los primeros en llegar con exagerada puntualidad, esperaron la hora en el salón contiguo. Tiempo tuvieron, sobre todo su eminencia, para escudriñar con disimulo el entorno. Desde que los del Opus Dei invadieron los palacios apostólicos, por todas partes se veían los toques y retoques característicos de su mano delicada y exquisita. Se respiraba ese aire fresco, elegante, mundano, que monseñor Escriba Albás supo imprimir a las casas de su congregación, como sello peculiar e inconfundible de su espiritualidad. De las paredes habían desaparecido las sedas de color púrpura, sustituidas por otras de colores mucho más delicados y sutiles. Los cuadros de mártires retorcidos y sanguinolentos fueron descolgados y reemplazados por otros menos agresivos y de mejor gusto. Su eminencia se detuvo ante uno de los nuevos lienzos: un ángel portador de una grandiosa bandeja repleta de frutos exóticos, paradisíacos. Le pareció un ángel sumamente simple y bobalicón.

—Había que darle un aire nuevo a todo esto —oyó detrás de sí.

El portavoz de la Santa Sede, un laico sesentón y con la desenvoltura propia de quien se mueve como pez en el agua, le había abordado inesperadamente. El cardenal se volvió, viéndose forzado a sonreírle.

—Las sedas rojas y moradas de las paredes resultaban demasiado solemnes, sofocantes, ¿no cree, su eminencia? —continuó dándole explicaciones, como cicerone aplicado que adivina y contesta antes de que se le pregunte—. Estos colores, en cambio, son psicológicamente suaves, relajantes, positivos… Sobraban santos atormentados, sombríos. Había que dar al entorno del Papa un aspecto, un ambiente… ¿cómo diría yo?, alegre, como de Pascua.

—Una atmósfera de Pascua de Resurrección. Nada de Viernes Santo… —recalcó con sorna el cardenal.

—Eso.

Se abrió una de las puertas de la antesala y apareció Su Santidad en una silla de ruedas, que empujaba su secretario, el padre polaco Stanislaw. En otra silla de ruedas le acompañaba su amigo íntimo el cardenal Deskur, también polaco. Cada vez más aislado, el Papa se había rodeado de una camarilla íntima de clérigos de su Polonia natal. Todos se inclinaron respetuosos a su paso. Al otro extremo, perfectamente cronometrado, criados de librea abrían las puertas del regio comedor.

À table!, à table! —exclamó desabrido el Papa, cuando algunos de los presentes intentaron besarle la mano.

—A estas horas es lógico que Su Santidad tenga apetito. No ha parado desde las cinco de la madrugada, y en su cuerpo tan sólo lleva un frugal desayuno… —comentó, en explicación exculpatoria, el portavoz al cardenal.

Aquel día compartían mesa con Su Santidad, además de sus amigos polacos y el inseparable portavoz, el prefecto del Santo Oficio monseñor Hoting, que llegaba en aquel preciso momento.

El comedor era amplio y luminoso, con una mesa ovalada en el centro y pocos muebles: regio, principesco. El cardenal de Turín, que lo pisaba por primera vez, lo escudriñó con disimulo. Trató de imaginar cómo habría sido esa misma estancia en tiempos de Pío XII, ese Papa teatral, misántropo y aburrido. Vio la mesa enorme, que ahora ocupaban ellos, vacía; y al Papa, tieso, enhiesto como una categoría trascendente, comiendo solo; y a sor Pascualina, la monja que los cardenales despidieron a cajas destempladas apenas muerto el pontífice, sirviéndole los platos, malcriándole morbosamente como una madre, diciéndole las cosas con la mirada por no romper el silencio; y a los pajaritos, sueltos, revoloteando de aquí para allá, posándose en la egregia cabeza, bebiendo el agua de su vaso, picoteando las migajas del mantel… Su mirada tropezó con la del portavoz, y le hizo un guiño de aprobación.

El Papa se sentó a la cabecera. A su derecha, el secretario personal: no porque le correspondiese por protocolo, sino para asistir al pontífice cuyas manos eran cada vez más torpes, a causa del Parkinson; a continuación, el cardenal Deskur y el cardenal Hoting; a su izquierda, el portavoz, monseñor Graziani, y el padre Cugnoni, pegado a éste como apéndice natural.

En la audiencia general celebrada aquella misma mañana en el auditorio de Pablo VI, el Sumo Pontífice, de vuelta de sus vacaciones de Castelgandolfo, decidió hacer unas matizaciones sobre la doctrina de los novísimos.

No era Dios, catequizaba el Santo Padre a los fieles, quien, al final de los tiempos, se sentaba a celebrar el Juicio Final, premiando a los buenos y castigando a los malos… Ni el cielo era el lugar donde los buenos vivían con Dios eternamente felices; ni el infierno, el lugar donde los malos, apartados de Dios, sufrían penas eternas. No se trataba de lugares sino de estados… El Cielo podía continuar llamándose la casa de Dios, a condición de que se entendiese en un sentido metafórico, simbólico, imaginario. Era, más bien, el estado de felicidad suprema, eterna y definitiva de que gozan los bienaventurados… El Infierno tampoco era un horno abrasador, el fuego eterno, sino la situación personal en la que se encontraban quienes de manera voluntaria y libre decidían apartarse definitivamente de Dios, fuente de toda felicidad. El Infierno era una posibilidad real, pero su existencia no debía atribuirse a la iniciativa divina, por ser incompatible con el amor inmenso con que Él nos había creado; tampoco podíamos conocer si había afectados y quiénes eran…

La mayoría de los cristianos, anclados en las enseñanzas que aprendieron cuando niños, se echaron las manos a la cabeza, como si el Papa hubiese dado un repaso revolucionario a los dogmas. Puede que más que los fieles, fuesen los periodistas quienes, faltos de noticias en aquel ferragosto, lanzaran las campanas al vuelo. Lo cierto es que a esa hora los faxes del Vaticano no hacían sino vomitar papel.

Monseñor Hoting informaba al Santo Padre de estas cosas, que en un santiamén se habían convertido en noticia de máxima actualidad. Al fin y al cabo, él era quien había sugerido y preparado la catequesis del escándalo.

—Vivimos en una realidad voluble, tornadiza, a la que debemos adaptarnos, como se acomodan las algas a la bravura del mar… Si queremos que todo perdure y siga igual, es necesario que algo cambie. Giuseppe de Lampedusa expresó en ese aforismo, conciso y afortunado, nuestra philophosia perennis. De nosotros la aprendió, no me cabe la menor duda —dijo ufano, al término de su explicación.

Por la nula reacción que suscitó, puede que a los presentes les pasase por alto el alcance de la cita que, por ignorancia o a propósito, había mencionado mal.

—Ni planificándolo con todo cuidado, hubiésemos logrado una resonancia publicitaria tan grande y amplia. ¡Y encima, gratis! —comentó el portavoz.

El Papa detuvo el tenedor que su secretario le acercaba a la boca, y desde su cabeza caída sobre el pecho, le dirigió una mirada de complicidad.

Monseñor Graziani y el padre Albertino, éste menos que aquél, no estaban habituados a almuerzos de tanta prosopopeya, de criados con librea y manos enguantadas, quitando y poniendo platos o escanciando vinos. Todavía les extrañó más la naturalidad con que los comensales habituales de Su Santidad pasaban de unos temas a otros, mezclando las discusiones teológicas con los vinos y sus añadas… Observaban callados, limitándose a escuchar lo que decían el portavoz o el cardenal Hoting, que eran los únicos que no paraban de hablar.

Oyéndoles expresarse con aquella desenvoltura, el cardenal Graziani pudo constatar hasta qué punto era cierto lo que se decía en los mentideros vaticanos. El Papa, a medida que se deterioraba su salud, iba perdiendo el control de la Iglesia. Estaba demasiado débil para gobernarla. Lo estaban manipulando, y ponían en su boca pronunciamientos que no eran suyos… El pontífice, que en breve cumpliría ochenta años, pasaba la mayor parte del día descansando y a las seis de la tarde ya estaba en la cama… Todo esto había provocado un vacío de poder en el Vaticano cuyos asuntos eran ahora coto del Opus Dei, que controlaba como mínimo tres departamentos clave, entre ellos la congregación que nombra los obispos de todo el mundo y la potente oficina de prensa…

¿Se acordaría Su Santidad de cuál era el motivo por el que les había invitado a su mesa? Lo dudaba.

Cuando se acercaba la hora de los postres y el cardenal de Turín ya desesperaba de que le diesen la palabra, monseñor Stanislaw hizo una escucha al Papa, y éste le preguntó:

—¿Qué hay del demonio, monseñor Graziani?

Lo dijo, o al menos así lo percibió el cardenal, con el mismo tono desganado, apático, que un momento antes había empleado al opinar sobre los caldos de Burdeos. Indudablemente, como le habían dicho, el Papa sufría crisis en las que estaba como aturdido, ausente, y se le enredaba la lengua al hablar. No es capaz de mantener una conversación. Ni presta atención ni se comunica, pensó entristecido.

—En nuestros días —habló, en nombre del Papa, el cardenal Hoting—, el demonio se presenta de forma muy atrayente, seduciendo las mentes y los corazones hasta hacer perder el sentido mismo del mal y el pecado.

El Santo Padre dormitaba sin poderlo remediar, quizá a causa de la medicación que le administraban. Las palabras del cardenal Hoting complacieron al padre Cugnoni que, sin pedir venia ni esperar a que se la dieran, intervino.

—Pervertir el sentido del mal y el pecado, he ahí, en esencia, la estrategia que ha empleado Jaldabaoth…

Como previera el cardenal Graziani que su colaborador se iba a embalar y disponían de poco tiempo, pues había llegado ya la hora de la sobremesa, y Su Santidad se amodorraba más… le cortó. Desapasionadamente y con objetividad, evitando en todo momento expresar cualquier juicio de valor o su propia opinión, relató a los presentes los hechos investigados más significativos: el exorcismo de Adela, la concepción extraña de María de los Ángeles y su identidad con sor Paolina Rutelli, los oscuros embarazos de las monjas de Valencia y de Roma (¿encarnaciones satánicas?), las nefastas doctrinas de Miguel de Molinos, las muertes misteriosas… Se centró, al fin, en el acontecimiento de Pentecostés, en el obelisco del circo de Nerón, que presidía ahora la plaza de San Pedro, en la desorientación de la basílica vaticana, en la profecía sobre los mil años de Jaldabaoth… No pudo evitar que su colaborador le interrumpiera en este punto.

—Santidad, puede que ese milenio —dijo con la clarividencia de Nostradamus— deba contarse a partir de 1586, que es la fecha en que su predecesor Sixto V lo erigió, y no el año en curso. En ese supuesto, el milenio de Jaldabaoth acabaría el año 2586.

El Santo Padre, que se aguantaba la cara con la mano derecha, abrió un ojo y le miró impávido, inexpresivo, a través de sus dedos. El prefecto del Santo Oficio y el portavoz se cruzaron una mirada de estupefacción.

—¿Desorientación de la basílica de San Pedro, dice su eminencia? —intervino con escepticismo y frialdad monseñor Hoting, y añadió por curiosidad—: ¿Jaldabaoth es el nombre del demonio? Nunca oí hablar de tales cosas ¿En qué consistirá ese milenio?

Monseñor Graziani dejó que fuese su colaborador, que tantas ansias mostraba, el que contestase las preguntas.

—Tiempo de lujuria desenfrenada. Pérdida del sentido del mal y el pecado… Jaldabaoth se valdrá de esa confusión y abandono de valores para hacer lo que él y sus huestes siempre hicieron desde el principio: copular con las mujeres y engendrar monstruos que siembren la tierra de violencia y maldad… Intentará que esos engendros malditos lleguen al solio de San Pedro, si es que todavía no se han sentado en él… ¿Acaso no fue ésa la visión que tuvo León XIII?

Al cardenal Hoting no le gustaron nada las últimas palabras del anciano Cugnoni, y lo miró de manera altanera, despectiva. Ninguno de los exorcistas que había conocido le mereció confianza alguna, pensaba que eran unos charlatanes. Tampoco comprendía cómo el Santo Padre había dejado ese asunto, de la entera competencia de su dicasterio, en las manos inexpertas del cardenal de Turín y de su visionario colaborador.

C’est la femme, c’est la femme. Toujours la femme —exclamó el portavoz, mientras calentaba en su mano una copa de coñac francés, añejo, exquisito, que, para evitarle escrúpulos de conciencia, le servían de una botella sin etiqueta.

Monseñor Graziani no alcanzó a entender por qué el portavoz había utilizado esa lengua para expresar el desprecio misógino que les profesaba. Puede que el alcohol, sin más, le hubiese contagiado su nacionalidad.

—El demonio existe, me lo dijo el padre Pío —despabiló súbitamente Su Santidad, y dirigiéndose a monseñor Graziani, dijo—: Ahora comprenderá, caro amico, por qué siempre me he opuesto rotundamente a la ordenación sacerdotal de la mujer…

Se refería a una carta apostólica suya, fechada en la fiesta de Pentecostés de 1994. ¡Qué coincidencia!, pensó el arzobispo de Turín. Con el fin de alejar toda duda sobre esa cuestión, el Papa declaraba que la Iglesia no tenía la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que su dictamen debía ser considerado definitivo.

El cardenal Graziani no era bisoño en el oficio y pensaba conocer a fondo a los hombres de Iglesia, pero aquel ágape le había desconcertado. Percibía en el ambiente algo así como un descreimiento en el demonio, ahora que él había experimentado su presencia, o eso creía… El secretario personal de Su Santidad, que durante la comida no abrió la boca, pendiente en todo momento del pontífice, le hizo una seña con los ojos y los dos se acercaron por detrás de la silla del Papa.

—Monseñor Graziani, el Santo Padre cree firmísimamente en el demonio, no le quepa la menor duda —le dijo en un susurro—. Otra cosa es el modo y la conveniencia de administrar esa doctrina… Ahora, en el Vaticano, prevalece la teología de los mass media. ¿O no se ha enterado? —Y miró de reojo al portavoz.

A punto de que se recitase la oración de acción de gracias y se diese por finalizada la comida de trabajo, se abrió estrepitosamente una de las puertas del comedor y entró un joven sacerdote ensotanado, con su fajín rojo descompuesto de tanto correr. Hasta los criados de librea lo fusilaron con sus miradas. Se acercó al Papa y le habló al oído.

—¡Lo que nos faltaba! —o algo así, farfulló Su Santidad.

Como éste no podía expresarse con facilidad, le dijo al joven reverendo que explicase en voz alta lo ocurrido. Sin dejarle acabar, todos los presentes, con la anuencia del Santo Padre, salieron presurosos hacia la basílica de San Pedro.

Ante el altar mismo de la Confesión, bajo la cúpula gigantesca de Miguel Ángel, yacía un anciano en un charco de sangre: delgado, de estatura mediana y cabellos blancos, con los brazos y las piernas extendidos en forma de aspa. Vestía traje negro de buen corte y zapatos nuevos. Todo hacía pensar que se trataba de un sacerdote, como luego se confirmó por la documentación que llevaba encima. Miles de curiosos se habían agolpado alrededor. Tan pronto como el prefecto del Santo Oficio vio el horrendo espectáculo, ordenó que se despejase el templo y se cerrasen sus puertas.

Ya solos, los guardias de seguridad, cada uno desde su perspectiva, le dieron la visión de lo acaecido.

—Oímos un gran ruido, que retumbó por las naves. Al principio, no supimos qué era; estábamos desorientados. Al ver correr a la gente hacia el altar, pensamos que alguien se había arrojado desde la cúpula y a eso se debía el estruendo…

—¿Se arrojó o le empujaron? —preguntó monseñor Hoting mirando hacia arriba, tratando de localizar el punto exacto de donde pudo lanzarse o lo lanzaron.

Toda la galería que rodea el interior de la cúpula, visitada diariamente por miles de turistas, está cerrada por un enrejado de seguridad de dos metros de altura. ¿Cómo pudieron salvar esa valla inaccesible quienes lo arrojaron? Más inexplicable resultaba aún la hipótesis de que un anciano de ochenta años hubiese podido hacerlo por sí mismo.

—¿Lo han identificado? —añadió, sin esperar respuesta a su anterior pregunta que a él mismo pareció superflua, ya que nadie había presenciado la escena.

Uno de los guardias trató de registrar al muerto, escarbando en el bolsillo de su chaqueta; como le fuese difícil, le dio la vuelta. Un rostro destrozado, de ojos sanguinolentos, les miró desde el suelo. Colgaba de su cuello una especie de cartel, manuscrito con letra temblorosa. Días después certificarían los peritos calígrafos que la escritura coincidía plenamente con otros escritos del muerto.

Cui nomen erat Jaldabaoth (Tenía por nombre Jaldabaoth) —leyó, turbado, el cardenal Hoting, y miró temeroso, asustado, hacia sus acompañantes, como quien pide ayuda.

El guardia estuvo hojeando los documentos de identidad del muerto, sin apercibirse de la escena aterradora, alucinante, que vivían los eclesiásticos.

—Pietro Ostiani —leyó maquinalmente.

—¿Pietro Ostiani? No me suena.

Al prefecto de la Doctrina de la Fe aquel nombre no le decía nada; sin embargo, durante la comida con el Papa, había salido a relucir un par de veces.

—¿Cómo ha dicho? —preguntaron al unísono monseñor Graziani y el padre Albertino, despavoridos.

—Pietro Ostiani —repitió el guardia, sorprendido de ver el miedo y estremecimiento que el nombre producía.

No daban crédito a lo que oían.

—¡Se ha cumplido lo escrito por María de los Ángeles! —sentenció monseñor Graziani, profundamente conmovido.

El viejo exorcista, no pudiendo reprimir sus sentimientos, cayó de rodillas, levantando hacia lo alto las manos implorantes, sus ojos llenos de terror y lágrimas. Ningún pintor barroco hubiese sido capaz de plasmar aquel retorcimiento dramático.

Sancte Michaël, princeps miliciae caelestis —invocó a gritos la ayuda del arcángel—, Jaldabaoth aliosque spiritus malignos, divina virtute, in infernum detrude (San Miguel, príncipe de la celestial milicia, con el poder divino, lanza al infierno a Jaldabaoth y a los otros espíritus malignos).

Al cardenal Graziani, que había estado todo el tiempo luchando por controlarse, le dio un ataque de nervios y se vino al suelo, desvanecido. Apenas repuesto, una angustia espantosa, que le corroía el estómago, le produjo unas arcadas incontenibles, como si le estuviesen arrancando el alma. Delante de sí le pareció ver a Jaldabaoth burlándose de él a carcajadas…

Al día siguiente L’Osservatore Romano publicó un comunicado sobre lo sucedido, facilitado por la oficina de prensa de la Santa Sede. Decía así:

Como quiera que el luctuoso hecho, acaecido ayer tarde en el interior de la basílica de San Pedro, no ha constituido un acto blasfemo, impío o injurioso contra la santidad del lugar, el templo no ha quedado profanado ni violado gravemente, por lo que no se ha juzgado necesario aplicar los ritos de reconciliación previstos en el Código de Derecho Canónico.

En ese comunicado, conciso y seco, el portavoz del Vaticano nada decía de la identidad del fallecido, de la causa de su muerte, del cartel que llevaba escrito… El nombre de Jaldabaoth había sido intencionadamente silenciado.

Algemesí, 8 de septiembre de 1999