18

El tren llegó puntualmente. La estación modernista, con su espacioso hangar, sus columnas recubiertas de azulejos de vistosos colores, su verja de hierro forjado, sus farolas… todo lo encontró poco más o menos como lo recordaba. Sólo echó a faltar las viejas locomotoras de vapor rebufando en los andenes, y sus silbidos estridentes antes de partir. ¿Cuánto tiempo había pasado fuera de Valencia? No hizo el cálculo preciso, pero eran muchos, muchísimos años.

María de los Ángeles Fernández depositó su equipaje, escaso, en la consigna, y se dejó llevar por el río de gente que los trenes de cercanías iban abocando sin descanso. En un abrir y cerrar de ojos se encontró en la plaza del ayuntamiento. Los edificios circundantes más significativos continuaban en pie, no así la plaza de piedra, que había desaparecido, rebajada a ras de suelo. Le pareció vulgar, como tal vez lo fue siempre. De allí pudo orientarse con facilidad hacia la catedral… ¿Qué habrá quedado del convento de Santa Tecla después del terremoto?, se interrogó curiosa.

Sin preguntar a nadie, dejándose llevar de su olfato, entró por una de las calles estrechas que rodean la Seo. Aquí debió de estar, se dijo, internándose en un parterre apacible y bien cuidado, donde unas palomas picoteaban el agua de una fuente. Un sacerdote, seguramente un canónigo, terminados los oficios del coro, deambulaba tranquilamente, compaginando con gran habilidad el paseo con la lectura de su periódico. Levantó la vista y, sin detenerse, miró a la mujer. Conocía bien al vecindario y a los asiduos visitantes del recoleto jardín, para advertir inmediatamente que se trataba de una forastera que se había perdido. Joven, hermosa, elegante; las prendas de sport resaltaban aún más las líneas perfectas de su cuerpo.

—¿Le puedo ayudar en algo? —se ofreció amable, quizá excesivamente servicial.

—Buscaba el convento de las bernardas.

Le extrañó que una joven tan atractiva como aquélla, con acento italianizante, según le pareció, anduviese averiguando tal cosa; a no ser, recapacitó, que se tratase de una arqueóloga.

—Pues sí, aquí estuvo —afirmó, doblando el periódico y poniéndoselo bajo el brazo, dispuesto a echarle una mano—. Precisamente nosotros estamos en lo que fue el claustro. Y donde se encuentra la fuente, estuvo el pozo…

Y sin que ella se lo hubiese pedido, el solícito eclesiástico le fue ubicando, una a una, todas las dependencias del desaparecido monasterio.

—¿Qué interés puede encerrar para una joven como usted ese convento? ¿Acaso viene con intención de desenterrar sus ruinas? —Buscó con toda urgencia esas preguntas para distraer sus malos pensamientos.

—Yo nací en él —contestó con naturalidad.

—¿Cómo pudiste nacer en este convento, si hace más de cincuenta años que un terremoto acabó con él? —La tuteó familiarmente, sin advertirlo—. Posiblemente te equivocas de sitio.

El canónigo pensó que la joven bromeaba, pues en ningún momento le calculó más de una treintena de años. Se sentaron en un banco a conversar. María de los Ángeles, para demostrar lo que decía, sacó a colación las historias de las monjas de Santa Tecla, describiéndole luego, con fingida naturalidad, todas las esculturas libertinas que ornaban la iglesia y el claustro. Se las refirió una a una, con desenvoltura y crudeza, que bien se veía que lo hacía a propósito.

Si no se había criado en ese monasterio, como el canónigo así lo seguía creyendo, ¿cómo conocía las misteriosas y turbias historias que allí ocurrieron? Alguien se las tuvo que haber contado, porque no era posible que las hubiese aprendido en libro alguno, que no se había escrito. ¿Quién facilitó a la joven extranjera información tan detallada y precisa del monasterio de Santa Tecla, cuyos rastros físicos y documentales había borrado la Iglesia con tanto cuidado? Estas cuestiones no le impidieron que sus ojos se le fuesen detrás de la muchacha, recorriéndola de arriba abajo; con mucho disimulo, desde luego. A María de los Ángeles Fernández no se le escapó aquel punto de lujuria, y adivinó, halagada, los esfuerzos inútiles que estaba haciendo el clérigo para vencer su pasión pecaminosa. Le devolvió una mirada cómplice en el mismo instante que el otro la deseó abiertamente. Con el pretexto de hablar con mayor comodidad sobre el asunto de las bernardas, que tanto parecía interesarle, se la llevó a su casa…

A las cinco de la tarde, en un tren de cercanías, llegó al pueblo de sus padres. La gente del andén se quedó mirándola. ¿Qué tenía de sorprendente que tanta curiosidad despertaba? Quizá nadie hubiese podido responder, o lo hubiese hecho con palabras vagas e imprecisas. Tiene ángel, hubiesen dicho algunos, o una extraña belleza que te atrae, o un no sé qué diabólico que irremediablemente te seduce… Preguntó al jefe de la estación por un hotel donde poder hospedarse. No los había, pues, estando tan cerca la ciudad, no era frecuente que nadie pernoctase allí.

—Aquí mismo, a la salida, a mano izquierda, tiene una fonda.

El establecimiento que le habían indicado, donde más que hospedaje se daban comidas, se llamaba Casa Ezequiel. El propietario, de ese nombre, la atendió personalmente. Llevaba en el negocio desde niño, aunque el empeño de su madre fue hacerlo cura. Enviudó el mismo día que nació Margarita, su hija pequeña, con la que vivía. Extravertido como era, éstas fueron las primeras historias suyas que le refirió, posiblemente para dar pie a que la otra le contase qué le traía por su casa.

—Porque tu acento es de extranjera… —dejó el ovillo a punto.

—No sé muy bien si nací o no en este pueblo. Pero mis padres eran de aquí.

María de los Ángeles Fernández llevaba al cuello una cadena de oro con una piedrecita negra, que se le deslizaba por el canalillo y pendulaba hacia uno y otro lado, contribuyendo aún más a atraer hacía allí las miradas. Desde el primer momento, Ezequiel quedó hipnotizado por aquellos hermosos pechos. Sólo al hablar ella de sus padres fue cuando reparó en aquel colgante.

—Tú debes de ser la hija de Adela Fernández —aseguró con convicción.

—Ciertamente así se llamaba mi madre; al menos eso es lo que siempre me dijeron las monjas —se alegró la joven—. ¿Cómo me ha reconocido?

—Pero no puede ser —rectificó inmediatamente.

Ezequiel estaba desconcertado. La piedra negra, engarzada en una cadena inconfundible, cuyos eslabones eran diminutas manecitas entrelazadas, ahora lo recordaba muy bien, la había visto cientos de veces, tantas como cuantas sostuvo debajo de la barbilla de Adela la bandeja de la comunión. Pero de eso hacía muchísimos años, cuando él era monaguillo, y ahora tenía ya sesenta y tres. La hija de Adela, si es que la tuvo, tendría cincuenta y cuatro, calculó; y María de los Ángeles apenas rebasaría los veinticinco… No le cuadraban las fechas. Sin embargo, ¿cómo explicar que el colgante, singular, inconfundible, estuviese en aquel cuello? ¿Era la joven una impostora o uno de esos prodigios de la cirugía estética? Ezequiel tenía ahora una buena razón para continuar mirando los pechos de la joven, como si allí fuera a encontrar la solución de sus incógnitas.

—¿De dónde sacaste ese colgante?

—Las monjas siempre me dijeron que era de mi madre. ¿La conoció usted?

Eso precisamente es lo que se rumoreó entonces por el pueblo: que Adela, embarazada, se había marchado a dar a luz a un convento de Valencia. Se reavivó en él el miedo que durante mucho tiempo embargó a la gente de allí.

—¿Qué has venido a buscar? —le preguntó inquisitivo, sin que sus ojos pudiesen despegarse de aquella carne tan diabólicamente apetecible.

—Quería conocer mis raíces.

Sus palabras le parecieron sinceras; o así, al menos, quiso creerlo. Sea lo que fuere, pensó, pronto quedaría descifrado el enigma. Aquella noche, le dio la mejor habitación que tenía, contigua a la suya, con baño compartido en medio. No pudo resistir la tentación y, a través de un agujero, la estuvo contemplando a sus anchas. No era un orificio casual sino hecho a propósito, ni tampoco la primera vez que lo utilizaba que, aunque viudo, se sentía joven y de libido ardiente. Quizá porque ella lo sospechaba, se entretuvo más de la cuenta, desnudándose con lentitud y mirándose voluptuosamente al espejo. Aquel cuerpo, y él pondría la mano en el fuego, no había pasado por ningún quirófano; y si había pasado, no había dejado huella alguna. Su corazón palpitaba, galopaba tan fuerte que tuvo miedo de que sus latidos le delataran. Abría la boca, respiraba hondo, sin apartar el ojo.

—Dios mío, ¿qué no daría yo por gozar de una mujer así?

Al día siguiente, durante el desayuno, conversando con mayor detenimiento, Ezequiel le contó la historia de Adela. De cómo se murmuró, y el médico parecía ser también de esa opinión, que estaba poseída por un demonio, y cómo el vicario logró sacárselo del cuerpo mediante un exorcismo. De cómo, al poco tiempo, desapareció del pueblo, según unos, para ingresar en religión; según lenguas maledicientes, para dar a luz. A este respecto, también había diversidad de opiniones: que si fue el cura quien la preñó, que si el vicario, que si, al fin, resultó ser un aborto… La autopsia de su muerte arrojó una certeza indiscutible: Adela había estado embarazada.

—Y usted, Ezequiel, ¿qué opina de todo esto?

No le pasó inadvertida la serenidad, o tal vez frialdad, con que María de los Ángeles preguntaba y escuchaba, sin que su rostro expresase sus sentimientos, como si todo aquello no fuese con ella. Más parecía una periodista en el desempeño de su oficio que una hija.

—Yo era entonces un chiquillo. Monaguillo, como ya te dije. Estaba todo el día enredando en la iglesia, y escuché y vi muchas cosas. —Y con el índice de la mano derecha se golpeó repetidas veces la cabeza, para subrayar lo bien que se le grabaron—. Si entonces no entendí nada, después… Pero creo que es mejor no removerlas.

Insistió María de los Ángeles, tomándole la mano para reforzar su súplica. Apenas hacía unas horas que se conocían y ella usaba de una familiaridad que nadie que los viera podría aprobar. Ese contacto le produjo un escalofrío que le recorrió la columna vertebral de arriba abajo. Fue tan fuerte que, a pesar de los convencionalismos, no la retiró.

—Si Adela tuvo un aborto o un hijo vivo, creo que, viéndote a ti, ya no se puede dudar. —La miró como si estuviera tratando de encontrar en ella los rasgos de su progenitora, aunque para esa comprobación no hacía falta tanto celo y minuciosidad.

—Pero ¿quién fue mi verdadero padre?

—El cura, sin duda —afirmó sin pestañear—. Tu madre era tan guapa como tú, y muy joven, apenas unos años mayor que yo. Don Antolín, que así se llamaba aquel párroco, se aprovechó de ella como de otras, valiéndose del confesonario… Lo que pasa es que con tu madre le salió mal: la dejó embarazada… Y eso de que estuviese posesa me parece que fue una treta suya para echar la culpa del embarazo, primero, al demonio, luego al vicario…

—¿Y cómo terminó mi madre? —No puso interés en esa pregunta, como si ella ya supiera, de antemano, el fin trágico que tuvo.

—Se suicidó, cuando supo que el padre Enrique había muerto.

La historia resultaba intrincada, y difícil de encajar cada una de las piezas. Ezequiel trataba de suplir con imaginación sus propias lagunas. Así que le dio como verdadera lo que no era sino una versión verosímil de los hechos:

—En aquellos tiempos, después de la guerra, la gente tenía mucho miedo y veía fantasmas y demonios por todas partes. La predicación del cura fomentaba aún más ese clima de terror y sobresalto. El vicario debió de percatarse de que en la parroquia pasaban cosas raras, y trató de aclararlas… Un día apareció muerto. Yo mismo lo encontré sentado debajo de un naranjo entoldado. Se corrió la voz de que se había suicidado… Y fue el cura quien, sin haber ido al huerto ni haberle visto la cara, divulgó esa versión. Curioso, ¿no?

María de los Ángeles había seguido atentamente el relato de Ezequiel. Como supuso que su última frase era una invitación para que participase en lo que no era sino un monólogo, metió una cuña.

—¿Cree usted que fue el cura quien lo mató?

—Él fue quien mató al vicario y a tu madre, aunque no de manera directa.

Y continuó contándole cómo, muchos años después, un hombre, que había participado en las orgías secretas organizadas por el cura, confesó en el lecho de muerte que aquella noche el vicario les había descubierto, que salieron todos corriendo para alcanzarle y que fue él, instigado por el cura, el que puso la vasija del cianuro…

—Tu madre estaba enamorada del vicario como lo puede estar una chiquilla. —Hizo un inciso en el relato para introducir su comentario—. Tal vez encontró en él un amigo a quien poder confiarle todo lo que le estaba pasando… Cuando volvió al pueblo, después de varios meses de ausencia, y se enteró de su muerte, se suicidó. ¿Por qué? Puede que de pena, porque le quería de veras. Puede que se sintiese culpable. ¡Quién sabe!

—Según usted, ¿fui concebida yo en una de aquellas orgías?

—¿Una hija de Satanás? ¡Dios nos libre! Se persignó sin contestarle la pregunta.

De la mesa del desayuno se fueron a dar una vuelta por el pueblo. Ezequiel la llevó a la casa donde había vivido su madre. Después de tantos años, un nuevo edificio de varias plantas se había levantado en el mismo sitio.

—Los vecinos —le comentó el hospedero— piensan que este lugar está endemoniado, y algunas veces, sobre todo por las noches de invierno, continúan oyendo los gritos estremecedores que daba tu madre. Los curas de ahora, que no creen en el demonio ni vivieron todo aquello, no les dan crédito alguno. Y aunque se lo han pedido reiteradas veces, se han negado a realizar ningún tipo de exorcismo…

De allí marcharon a la parroquia: Ezequiel le señaló el lugar donde su madre solía arrodillarse para oír misa; el balconcillo de los aposentos del padre Enrique, que daban justo a la capilla de la comunión; el confesonario de don Antolín, donde Dios sabe qué turbios negocios se tramaron…

Aquella misma tarde fueron al cementerio, situado a las afueras del pueblo. A Adela Fernández, por haberse quitado la vida, se le negó en su día la tierra sagrada, y había sido enterrada en un huertecillo inmundo. Aunque ahora, derribada la tapia que los separaba, el cementerio cristiano y el civil se comunicaban, sobre éste continuaba pesando el olvido; la maleza cubría las pobres sepulturas que había. Un gato panzudo y lerdo tomaba el sol sobre una de ellas. Justo al lado, sin cruz para mayor oprobio, una lápida, pagada por alguna alma piadosa, señalaba el lugar donde descansaban los restos de su madre. María de los Ángeles ahuyentó al gato y depositó un ramo de flores sobre la tierra reseca. Luego buscaron en el camposanto de al lado el nicho del padre Enrique.

—Si al menos éste hubiese sido mi padre…

Ezequiel no supo descifrar el verdadero sentido de una frase que le pareció sumamente ambigua; tampoco creyó oportuno pedirle que la aclarara.

Por la noche, cuando su hija Margarita y los pocos huéspedes que pernoctaban en la fonda se retiraron a descansar, Ezequiel repitió la misma operación del agujero. Allí estaba María completamente desnuda, hermosa y resplandeciente, dándose crema por todo su cuerpo como si estuviese preparándose para un combate voluptuoso. Se apagó la luz del baño, pero la imagen seductora continuó clara y luminosa en su mente. Trató de dormir, y todo fue dar vueltas y más vueltas en la cama. Su deseo crecía por momentos hasta convertirse en un tormento insoportable. Cuando estuvo seguro de que los de la casa dormían, se levantó con cuidado. La habitación de María de los Ángeles estaba a oscuras, ¡y vacía! ¿Se habría marchado sin avisar? Recorrió el pasillo donde daban las otras habitaciones y, en la de su hija, vio luz por debajo de la puerta. Arrimó el oído y no oyó nada sino gemidos amortiguados, sofocados a duras penas. Conocía bien aquel tipo de quejidos que no los produce precisamente el dolor… Jamás le había pasado por la cabeza que su hija pudiera caer un día en brazos de un hombre. Miró por el ojo de la cerradura. A la luz de la lamparilla de la mesita de noche vio lo que nunca esperaba ver. Su hija estaba retozando con un joven. El muchacho le pareció muy bien formado, esbelto, guapo; le recordó una de esas estatuas griegas que se ven en los libros. La sorpresa le trastornó. ¿Quién podía ser, si los dos huéspedes de aquella noche eran gente mayor? No pudo contener su indignación y rabia, y entró sin llamar ni hacer ruido, cerrando la puerta tras de sí. Los otros no advirtieron nada, tal debía de ser el éxtasis en que se encontraban, y continuaron, jadeantes, con sus abrazos y caricias. Ezequiel quedó paralizado, deslumbrado por algo especial que salía de aquellos cuerpos… ¿Qué mezcla explosiva de sentimientos contradictorios experimentó? ¿Le corroía la envidia? En un momento determinado, el joven, extenuado, se dejó caer sobre la cama, los ojos mirando al techo, los brazos y las piernas extendidos, en busca de un instante de reposo… El que yacía con su hija, quien retozaba con ella, no era un joven, sino María de los Ángeles… Ezequiel enloqueció, aquello no cabía en su esquema mental. ¿Sintió celos? ¿Odio? ¿Se le desbocó su propia pasión? Su cabeza se nubló de ideas confusas y dispares. Pensó en Adela y todas las viejas historias. Vio en aquella mujer hermosa, indolentemente tendida, la belleza seductora del diablo. Fuera de sí, cogió lo primero que le vino a la mano, un jarrón de bronce, macizo, pesado, y aplastó la cabeza de la bestia.