A partir de la visita que el cardenal Graziani y el reverendo Cugnoni le hicieron en su residencia de Borgo Santo Espirito, el jesuita Figueroa Rosso, cargado de años y de achaques, parecía más animado y rejuvenecido. Y no era cuestión de meras apreciaciones. El doctor Gonella, que lo trataba, lo pudo verificar en sus rutinarios controles clínicos. En un principio lo atribuyó a la acertada medicación prescrita, mas pronto se dio cuenta de que la notable mejoría de su salud tenía otras causas.
—¿Está tomando agua de Lourdes? —le preguntó muy en serio un día, después de un exhaustivo reconocimiento.
El médico, antiguo alumno jesuita y viejo amigo de la casa, pertenecía al Cuerpo Consultor de la Sagrada Congregación de los Santos, prestigioso cuadro de sabios doctores que estudian y dictaminan sobre los milagros que se producen en aquel santuario.
—La explicación es mucho más simple, querido profesor. Llevo entre manos un asunto del demonio que me apasiona, y eso me da vida.
—No sabía que el demonio le interesase. Tenía entendido que usted era escéptico a ese respecto.
—Digamos más bien que soy agnóstico. Sin embargo, estoy estudiando un caso complejo, inexplicable…
Y mire por dónde, ese reto es el que ha producido este milagro. —Se señaló a sí mismo—. Contradictorio y absurdo, ¿no es cierto? Pero ésa es la realidad.
Como el profesor Gonella mostrase gran curiosidad por el tema, su paciente le puso en antecedentes, pensando que tal vez en algún momento también podría necesitar de sus conocimientos.
Cinco semanas habían pasado desde que su eminencia le hiciera llegar el pequeño papiro encontrado en el piramideón del obelisco vaticano; tiempo que tardaron los laboratorios en facilitarle los informes solicitados. Tan pronto como tuvo los resultados en sus manos, convocó al cardenal y al anciano reverendo. También para éstos las cinco semanas habían estado cargadas de acontecimientos. Encontraron a un jesuita lleno de vitalidad, bien distinto del que habían dejado, aunque continuaba en su silla de ruedas. Estaba sentado a su mesa de trabajo, inspeccionando por enésima vez los jeroglíficos del misterioso papiro. Tenía tantas cosas que decirles y tan importantes, que apenas perdió un instante en los saludos. Inmediatamente entró en materia.
—Ya tengo aquí la traducción de los jeroglíficos del papiro.
Sin esperar a que le preguntasen qué decían, les leyó la cuartilla donde lo había anotado cuidadosamente.
—¿No es el mismo texto de Vasari? ¿Se trata, pues, de los mismos jeroglíficos del obelisco vaticano? —se adelantó el anciano Cugnoni.
—Son los mismos jeroglíficos, pero no una copia de los del obelisco —afirmó el jesuita, satisfecho de la confusión que les creaba—. Estos jeroglíficos no fueron copiados del obelisco y metidos en el cofrecillo de plata del piramideón, como cabría suponer… Nada más absurdo. —Se detuvo un momento para preparar la batería de argumentos que desmontaban tal hipótesis—. Si tenemos en cuenta que fue Sixto V quien, como ustedes saben y está muy bien documentado, mandó raspar los jeroglíficos del obelisco, ¿cómo iba a meter en el cofre una réplica de ese texto pagano junto al lignum Crucis? Por otra parte, ¿qué sentido tenía guardar un escrito extraño, inextricable, que nadie en aquellos tiempos, ni el propio Vasari, sabía lo que decía?
Los otros se quedaron expectantes.
—¿Entonces? —le apremió el cardenal.
—Precisamente, por lo raro de ese papiro y por lo no menos raro del lugar en que fue encontrado, lo mandé a analizar a los laboratorios de arqueología… —Suspendió por un momento el relato para cargarlo de mayor emoción, disfrutando al ver la tensión con que los otros seguían sus explicaciones—. ¿Saben cuál ha sido el resultado?
Se detuvo, y buscó por encima de la mesa hasta que dio con un sobre del instituto de arqueología.
—No hace falta que nos lea el dossier entero. Díganos de una vez cuáles han sido las conclusiones de los análisis —se impacientó su eminencia.
—El papiro, según las distintas pruebas a las que ha sido sometido, puede datarse con toda seguridad hacia el año 1700 antes de nuestra era, y del mismo tiempo es la pictografía que contiene.
Se entretuvo explicándoles las sofisticadas técnicas que se habían empleado, cosa que no pareció interesar mucho a sus interlocutores. Volvió luego a leerles el contenido de los jeroglíficos.
Cuando la humanidad comenzó a multiplicarse sobre la faz de la tierra, Jaldabaoth, el más reluciente, y sus ángeles vieron que las hijas de los hombres eran hermosas y, habiéndose prendado de ellas, descendieron al mundo y se unieron a las que prefirieron; y las mujeres les dieron hijos, que pronto llenaron la tierra de maldad y violencia…
—Este papiro, y ahí está lo sorprendente, se fabricó y se escribió 700 años antes de que el obelisco vaticano fuese tallado y grabado; y muchos siglos antes que la Biblia. No sé si han caído en la cuenta de que los Patriarcas hebreos estuvieron en Egipto, precisamente, alrededor de 1700, en la época de los hicsos; y que José, según nos cuenta el Génesis, emparentó con la nobleza más rancia de Egipto… No es descabellado suponer que los israelitas escucharon ese relato en tiempos de su estancia en Egipto, y que luego lo incorporasen al Génesis… Tampoco me cabe la menor duda de que el texto pertenece a alguno de los libros de teología del templo de Heliópolis, del que el suegro de José, por cierto, fue sacerdote… Muchas coincidencias, ¿no es verdad?
El cardenal y el padre Albertino quedaron sorprendidos de sus explicaciones, y así se lo expresaron.
—Claro que las cosas, en la misma medida que se nos aclaran, parece que se nos complican más —puntualizó el exorcista.
—No es raro, y nadie se escandaliza hoy, de que la Biblia copiase e introdujera en sus páginas relatos sagrados de otros pueblos y culturas —dijo el cardenal, refiriéndose a la exégesis del jesuita—. Lo que a mí verdaderamente me gustaría saber es quién puso este papiro, al parecer tan antiguo, dentro de la arqueta en la que, según todos los datos que poseemos, sólo se depositaron unos granos de incienso, una astilla de la vera cruz y el pergamino protocolario del acto. Por cierto, el pergamino firmado por Sixto V no ha aparecido por parte alguna…
—Ciertamente yo también me hago esa pregunta. Pero, hoy por hoy, no tenemos respuesta. —Así de escueta fue la contestación del padre Figueroa.
—Otra más sin respuesta —apostilló el padre Albertino, y dirigiéndose al jesuita, le dijo—: ¿Qué piensa usted de todo esto?
Como la interpelación era tan amplia e inespecífica, el otro tampoco concretó demasiado.
—Por el momento —divagó—, no tengo indicios ni elementos evidentes para establecer una hipótesis. Simplemente constato unos hechos… Tampoco estoy muy seguro de que podamos encontrar una contestación satisfactoria.
—Prescindiendo por el momento de quién, cómo y por qué encerró este papiro en el cofre del obelisco —trató de ser más preciso el anciano Cugnoni—, ¿qué piensa usted del texto en sí? ¿Se trata de una leyenda? ¿Una fábula? ¿O es el relato de un hecho verdadero, ocurrido en un momento dado de la historia?
El padre Figueroa Rosso había sido fumador, aunque llevaba años apartado del tabaco. Tenía sobre la mesa, metidas en un tarro de cerámica, una colección de pipas: algunas con cazoletas de formas extrañas; todas, con su propia historia o anécdota, que él estaba muy predispuesto a contar con tal que alguien insistiera un poco. Tomó una, negra como el ébano, y se entretuvo jugueteando con ella mientras conversaba.
—¿Qué pienso yo de este texto? ¿Refiere un hecho histórico? —repitió las preguntas—. Es muy difícil hablar de historia. Digamos que es una leyenda que se pierde en la memoria de los tiempos; aunque, como toda leyenda, algún sustrato histórico debe de tener…
—¿Encarnaciones diabólicas? —quiso puntualizar el reverendo Cugnoni, siempre tan a punto de llevar el agua a su molino.
—Si usted quiere llamarlas así…
—¿Qué sino son esos ayuntamientos carnales entre los ángeles de Jaldabaoth y los seres humanos?
El profesor no quiso discutir sobre la historicidad y literalidad del texto, pero tampoco soslayarlo.
—La verdad es que este papiro, misterioso por el modo y las circunstancias en que ha aparecido, creo que debe interpretarse en el contexto religioso de la teología egipcia del dios Amón —contestó prudente.
Encima de la mesa el jesuita tenía también un artilugio flexible con una potente lupa, a través de la cual examinaba los escritos antiguos que necesitaban ser estudiados con mayor precisión y detalle. Lo apartó hacia un extremo para poder mirar a sus interlocutores sin estorbo alguno. Dando por supuesto que sus amigos no eran unos expertos en egiptología, intentó ser sencillo y muy didáctico en su exposición. Comenzó hablándoles de los Textos de las pirámides, del Libro de los muertos y de otros descubrimientos recientes.
—Todos ellos importantes documentos en materia religiosa, teológica y litúrgica —les dijo.
El cardenal y el ayudante del exorcista siguieron atentamente sus explicaciones, que bien se veía que no estaba improvisando, sino que eran el resultado de largo y profundo estudio.
Se centró luego en Heliópolis, nombre que los griegos dieron a la antigua ciudad de On, situada en el vértice del Delta, cuyo templo, consagrado al dios Atum, alcanzó su máximo esplendor hacia 1175, en tiempos de Ramsés III, y llegó a tener en esa época 12.693 personas a su servicio…
—De ese templo procede el obelisco de la plaza de San Pedro —interrumpió el cardenal, para aportar su grano de erudición.
—Efectivamente —corroboró el jesuita—. Si les hablo del templo de Heliópolis y de su dios Atum, frecuentemente mencionado en la Biblia, es, precisamente, por la intrínseca relación que todo ello guarda con el relato del papiro encontrado en el cofre y con el mismo obelisco… —Y hecha una breve pausa para que sus interlocutores recogieran estos cabos que, al fin, habrían de atar con otros, continuó su lección—. La escuela teológica de Heliópolis ejerció gran influencia sobre el pensamiento egipcio. Según se dice, sus sacerdotes fueron los maestros de Solón, Tales y Platón. Herodoto también habla de la gran sabiduría de estos sacerdotes…
En tiempos de Estrabón, a principios de nuestra era, el templo y sus sacerdotes todavía estaban en activo…
Aunque se había propuesto ser sumamente conciso, le fue imposible callar acerca de ciertos dioses egipcios implicados en el tema. Así les habló del dios Atum, el que está completo en sí mismo; del dios de Tebas, Amón, el que está oculto; y de Khepri, que podía traducirse por dios naciente…
—Los egipcios, que tenían un concepto del principio de identidad distinto e infinitamente más amplio que el nuestro —les aclaró—, acabaron superponiéndolos. Los tres dioses no eran sino manifestaciones o atributos de un mismo y único ser. Según la teología del clero de Heliópolis, Amón, dios oculto, se manifestaba en Khepri, dios naciente, y ambos en Atum, el dios creador, que se ha completado a sí mismo… ¿Me siguen? No es fácil, en unos minutos, hacer un resumen de una religión complejísima, elaborada durante miles de años, arribada hasta nosotros a través de textos escasos, enrevesados, problemáticos, que nadie puede estar seguro de haber interpretado correctamente.
Hechas estas advertencias, repitió de nuevo su pregunta.
—Pero ¿ustedes me siguen?
—Más o menos —confesó el cardenal. Viéndole la cara, quedaba claro que había comprendido menos que más. Y añadió—: Pero ¿adónde nos quiere llevar?
—Ya les dije al principio que era necesario atar muchos cabos si queríamos entender un poco el enigma del papiro y el obelisco…
—¿No se olvida del demonio? —añadió el anciano Cugnoni.
—Tiene usted razón. Todo resulta endemoniadamente enrevesado. Que él esté, de verdad, en todos estos acontecimientos, lo dejo en sus manos. Eso ya no es de mi incumbencia.
Tras estos incisos, el jesuita retomó el hilo de su discurso.
—En oposición al griego, el egipcio nunca definirá la realidad de forma analítica, tratará de abarcarla desde el exterior, mediante imágenes. Así, para sugerir la providencia de un dios, lo describirá como pastor. Para manifestar su fuerza y poderío, nos dirá que es un toro…
Hizo una pausa, echó atrás su silla de ruedas, separándola de la mesa, y por unos instantes estuvo callado, con la mano en el mentón, como si anduviese perfilando el modo más exacto y escueto de expresar su pensamiento. Los otros, ni que decir tiene, eran todo oídos.
—El toro es la imagen del poder. Y cuando se le representa en erección, también puede ser símbolo de fortaleza genética. —Lo subrayó con la voz y el índice alzado, y continuó—. Los sacerdotes de Heliópolis nos describen la temible omnipotencia de Atum como toro en erección. Esta imagen nos da la realidad que nos quieren transmitir del dios… —De nuevo hizo otra pausa, y miró fijamente a sus interlocutores, que no acababan de captar aquel rompecabezas, a pesar de su esfuerzo y buena voluntad—. Atum es el dios completo y único, dios creador y eterno, sin principio ni fin… Pero no era de eso de lo que les quería hablar, sino de la creación, tal como la entendían los sacerdotes de Heliópolis.
El profesor se dio cuenta de que, sin querer, se desviaba de su objetivo, perdiéndose en disquisiciones teológicas que más que aclarar podían entorpecer su discurso. Se detuvo de nuevo e intentó reestructurarlo mentalmente.
—Si Atum es el dios completo en sí mismo, eternamente solo y único, ¿cómo pudo crear a los demás seres que pueblan el cielo, la tierra y el universo entero? —Lanzó la pregunta no para que se la respondieran, sino más bien para establecer un clima de expectación, como tanto le gustaba.
Sus contertulios, exasperados porque no veían qué relación guardaban tales explicaciones con el contenido del papiro y el obelisco, objetivo que a ellos les importaba, se removieron en sus sillas. El jesuita acusó el hecho y se propuso abreviar.
—La imagen de toro en erección, que se atribuye al dios Atum, ¿no les sugiere nada? —Como continuaran sin aventurar hipótesis alguna, prosiguió—: Atum creó todas las cosas mediante una automasturbación originaria. —Como el cardenal y el exorcista torcieran el ceño ante un término que les pareció soez e inapropiado para aplicárselo a dios, aunque fuese pagano, aclaró—: No vean en esta descripción nada inmoral, sino la expresión, aunque torpe y primaria, de un pensamiento profundo sobre la creación ex nihilo (de la nada). Muchos investigadores han visto en la teología y religión egipcias una creencia muy elevada de Dios único y creador.
El padre Cugnoni enrojeció al oírlo. ¿De indignación? ¿De cólera?
—Toda religión fálica y sexual es contraria a la verdadera concepción de Dios, y ha sido inspirada y urdida por el demonio para la perdición de los humanos. Me parece que en estas cosas hay que hablar claro y no andarse con paliativos —pronunció sus palabras con tono recriminatorio.
El padre Figueroa Rosso, que no se esperaba ese exabrupto, trató de tranquilizarlo, diciéndole que se había limitado a exponer unos conocimientos puramente antropológicos, que podían clarificar lo del pergamino y el obelisco, y que en ningún momento había intentado entrar en otras valoraciones. El cardenal, que había captado el planteamiento del profesor, intervino también para serenar al padre Albertino. Pronto volvieron las aguas a su cauce.
—Como ustedes pueden fácilmente deducir —prosiguió el jesuita, yendo directamente al grano—, hay una relación intrínseca entre el dios Atum y los obeliscos, que no son sino representaciones de su masturbación originaria. Los papas sembraron la ciudad de Roma con los monumentos itifálicos de esa falsa religión. —Recalcó la palabra, para evitar cualquier mal entendido—. Ni la plaza de San Juan de Letrán ni la de San Pedro se libraron de ellos… Centrándonos en el obelisco vaticano, que es el que nos interesa, yo me pregunto: ¿Era consciente el papa Sixto V, al erigirlo en la plaza de San Pedro, que levantaba el ídolo del dios Atum en el ombligo mismo de la cristiandad?
El cardenal y el padre Albertino quedaron pensativos, comenzando a atar cabos. Fue el exorcista quien primero habló.
—Luego el obelisco vaticano es la representación del falo del dios Atum, de cuya masturbación originaria proceden todas las cosas creadas… ¡Y ese falo diabólico está clavado en el corazón de la cristiandad!
—Ciertamente —convino el jesuita.
—Jaldabaoth y sus huestes, los hijos de Dios de que habla la Biblia, al unirse con los humanos en ayuntamiento carnal, intentaron ser como Dios, cometiendo con ello, a la vez, pecado de lujuria y soberbia —sacó su primera conclusión.
—Eso ya es una deducción suya. Aunque algunos Padres de la Iglesia interpretaron en un sentido parecido el capítulo seis del Génesis.
El exorcista, concentrado en sus propios pensamientos, elucubraba sobre los datos que aquella tarde se habían puesto sobre la mesa, reflexionando en voz alta, sin prestar atención a las observaciones del padre Figueroa.
—También podría ser que el texto originariamente grabado en el obelisco, borrado por Sixto V, transcrito por Vasari, reaparecido ahora de manera misteriosa en los jeroglíficos del papiro, se refiriese al intento perenne de Jaldabaoth y sus demonios de engendrar seres demoníacos que les ayuden a esparcir por este mundo las semillas del mal… El obelisco vendría a ser el memorial de aquel hecho original y el punto en que se apoyan ahora en su combate contra Dios…
—Sea como fuere —le cortó el cardenal, intentando hacer un resumen—, el obelisco sería el testimonio fehaciente de una perversión sexual que tuvo su origen al principio de los tiempos. Y puede que también esté impregnado de una maléfica energía…
—¡Claro, claro! —saltó el padre Albertino, como si su eminencia le acabase de dar la idea que él buscaba—. ¡Los zigurats, la escala de Jacob, los obeliscos…!
El jesuita y el cardenal, extrañados, se le quedaron mirando con cierta preocupación, a la que daba pie sus ojos de alucinado. Como viera que ninguno de los dos caían en la cuenta, se apresuró a darles la explicación:
—Al igual que la escala que vio Jacob en sueños servía para que los ángeles subieran y bajaran, los obeliscos no son sino escaleras por donde suben y bajan los demonios. Son como los pararrayos que atraen sobre la tierra su diabólica energía. ¿No habitaban Jaldabaoth y sus huestes en el quinto cielo, y eran los rectores de todo el universo, y conocían a la perfección la complicada maquinaria celeste? ¿No eran ellos los que regulaban los movimientos de los astros, guardaban los depósitos de lluvias y vientos? ¿Acaso no conservan todo su poder y, desde el segundo cielo, donde ahora están desterrados, son capaces de utilizar toda su ciencia contra el hombre? ¿Quieren decirme ustedes qué es lo que pasó el día de Pentecostés? —Y sin darles opción ni tiempo a que intervinieran, contestó su propia pregunta—: El día de Pentecostés, Jaldabaoth, o su energía diabólica, es quien descendió por ese obelisco que tenemos ahí enfrente. Él fue quien desató el caos, quien asesinó a dom Gabriele, quien destruyó la cruz, quien, una vez más, nos ha recordado su horrendo plan… Sixto V borró los jeroglíficos del obelisco, pero él ha vuelto a clavar su papiro a las puertas mismas de la cristiandad.
El padre Albertino hablaba como un iluminado y los otros le escuchaban atentamente, sin querer interrumpirle. El jesuita tenía los ojos bajos, apoyada su mirada sobre una de sus extrañas pipas, que representaba un dios espeluznante, terrible. Monseñor Graziani acariciaba su cruz pectoral.
—Todo lo que aquí se ha dicho a propósito del dios Atum y el papiro de Jaldabaoth —prosiguió el padre Cugnoni, que apenas hizo una pausa mínima, imprescindible, para que sus pulmones recobraran aire y él nuevo arresto— me confirma que es este ser diabólico el autor de la teofanía obscena del convento de las bernardas de Valencia y de sus aberrantes desviaciones sexuales, así como de los embarazos de las monjas de via Panisperna, y de las doctrinas místicas de los cátaros y de Molinos…
—No sé de qué está hablando —el jesuita interrumpió al exorcista que, enrojecido de indignación, se envalentonaba como profeta que acaba de recibir la luz de la inspiración.
Vuelto a la realidad del despacho y a los moderados cánones de la conversación, le puso al corriente de los documentos que monseñor Amantini tenía guardados en su caja fuerte, refiriéndole pormenorizadamente todas las misteriosas historias, diabólicas historias, le puntualizó, que contenía la carpeta de la Clavis nigra. Le habló del profesor Mínguez y de sus estudios sobre demonología, de su extraña muerte y de la profecía sobre Jaldabaoth que dejó escrita. Del cáliz de la Cena, de su inscripción misteriosa, que el propio jesuita había colaborado a descifrar. Recalcó ahora, como alumno aplicado a quien corresponde resumir las enseñanzas del maestro, que el cáliz del Señor, que se le rompió al arzobispo de Valencia, procedía de Heliópolis, como el obelisco vaticano y el papiro del cofre. ¡Sorprendente coincidencia!, subrayó, con burlona ironía. Que el dios Atum no era sino la encarnación del mismo Jaldabaoth, quien, a través de aquella falsa religión y de sus ídolos, esparcidos por todo el mundo, ejercía su diabólico poder. Le relató la historia de las monjas embarazadas de Santa Tecla y las esculturas obscenas del monasterio valenciano, y de las demoníacas orgías sexuales que debieron de celebrarse en la cripta de su iglesia; de las discusiones que sobre sexualidad, religión y Dios habían mantenido el arquitecto Escandell y el deán Guillem Lodares; del reverendo Crespí, el canónigo archivero; y de cómo todos ellos, que andaban en averiguaciones sobre Jaldabaoth, murieron de forma violenta y extraña. Pasó por alto, por ser recientes y sobradamente conocidos, los fenómenos acaecidos el día de Pentecostés, y la muerte atroz de monseñor Amantini. Por último, le reveló lo que éste había escrito sobre sor Paolina Rutelli. Le habló del monasterio de via Panisperna, callando lo relativo a su cúpula y cripta, por no comprometer al profesor Bonechi, y de los embarazos de las tres novicias descubiertos en él, monstruosidad demoníaca tan afín a la de Valencia…
—Parece que se está nublando —dijo el cardenal. Y todos se quedaron contemplando el retazo de cielo de la ventana, recelosos, escamados, aunque nadie dijo nada.
Después de su larga perorata, a veces atropellada, el padre Cugnoni pasó a desentrañar, como si los otros fuesen legos en la materia, las doctrinas místicas de Miguel de Molinos.
—Tres cosas tengo muy claras a este respecto. —Compendió su pensamiento en tres lacónicas proposiciones que enunció, eso sí, con acento solemne—. Que las doctrinas místicas de Molinos proceden de algún modo de esas doctrinas lascivas de Egipto o, si prefieren, que unas y otras fueron inspiradas por el mismo Jaldabaoth. Que las monjas embarazadas de los monasterios de Valencia y Roma, y quiera Dios que no haya muchos más, han estado inficionadas, consciente o inconscientemente, de esas falsas creencias. Y que esa perversión de la sexualidad forma parte de las tácticas empleadas por Jaldabaoth para destruir la Iglesia.
El mismo cardenal, que últimamente hablaba con el padre Albertino largo y tendido, casi a diario, se quedó sorprendido de sus afirmaciones tan rotundas y estremecedoras. Bien es verdad que Jaldabaoth intentaba dañar a la Iglesia, según se desprendía de los documentos de la Clavis nigra y lo corroboraba el cumplimiento de las profecías. Pero de ahí a formular conclusiones tan categóricas…
—¿Por qué no se explica? —le sugirió, pensando que podría calmarlo si le dejaban explayarse a gusto.
—Hoy son pocos los sacerdotes que se sientan en el confesonario. ¿Se han preguntado por qué?
El padre Figueroa Rosso hizo un gesto extraño y le dio a las ruedas de su silla en un amago de irse.
—¿A qué viene ahora eso? —Hizo un gran esfuerzo para no subirse de tono.
Aunque el jesuita no la pronunciase, el padre Cugnoni adivinó que detrás de esa pregunta se ocultaba la que de verdad hubiese querido formular: «¿Qué tontería es ésa?».
—No se trata de una tontería —le respondió, leyendo su pensamiento—. Detrás de ese hecho hay una gravísima realidad: los sacerdotes han dejado de creer en la potestas clavium (el poder de las llaves). Y eso es obra de Jaldabaoth… Nadie en la Iglesia ha levantado el grito para advertir de ese terrible mal —se quejó con tono dramático, para reemprender luego, con mayor acaloramiento aún, la defensa de su tesis—. ¿Qué es la Iglesia sin ese poder de atar y desatar conciencias, perdonar o no los pecados, abrir o cerrar el infierno? Hacer dejación de esa potestad, que Cristo confirió a Pedro y a los apóstoles, es perder el fundamento de toda nuestra autoridad. ¡Eso es lo que está sucediendo! Ya quisieran los estados y los gobernantes de este mundo contar con un poder como el nuestro, que llega hasta la sustancia misma del hombre… ¿La permanencia de nuestra institución a través de los siglos no se debe al ejercicio de la potestas clavium? ¿No lo creen ustedes así? Por eso digo que, sin el confesonario, la organización eclesial, con toda su jerarquía, queda amenazada de muerte; es el principio del fin… Cui prodest? (¿A quién aprovecha?) —atronó, aunque su escuchimizada figura deslució su voz apocalíptica—. ¿Quién tiene el máximo interés de que eso suceda? ¿No será éste uno de los síntomas de que el milenio de Jaldabaoth ha comenzado?
Tanto el cardenal como el jesuita tuvieron la impresión de que el padre Albertino desbarraba cada vez más.
—Et portas inferi non prevalebunt adversus eam (las puertas del infierno no prevalecerán contra ella). —El jesuita, por ver si lo tranquilizaba, le citó la sentencia de Jesús, que la Iglesia siempre ha interpretado como garantía de su perennidad a través de los tiempos.
El exorcista, demasiado absorto en sus propias ideas, la pasó por alto.
—Por otra parte —continuó su manifiesto—, Jaldabaoth, valiéndose de medios sutiles, trata de pervertir el sentido de pecado, diluirlo hasta hacerlo desaparecer. Expande las diabólicas doctrinas de que el pecado no existe. Y si no hay pecado, ¿para qué queremos la potestas clavium? Sin pecado, el poder de la Iglesia resulta superfluo… He ahí otro frente, donde Jaldabaoth trabaja con denuedo… ¿No es ése, en definitiva, el mensaje espiritual de Miguel de Molinos y el de tantos otros que, de una u otra manera, están predicando lo mismo? Si el sentido de pecado se desvirtúa y el del sexo, que es el pecado por antonomasia, no existe, si no hay que resistirse a ninguna tentación de la carne, si no hay que confesarlo… ¿qué necesidad tenemos de la Iglesia y de sus enseñanzas, y de sus mandamientos? ¿No es ésa la doctrina mística de Molinos que ayer causó estragos y que hoy, de una u otra forma, revive en ese hedonismo pansexual que invade el mundo y la Iglesia? ¿Se hubiesen podido dar esos embarazos diabólicos en los monasterios, si el demonio no hubiese pervertido antes las conciencias? Toda esa confusión sobre el sexo ¿no será la tapadera utilizada por Jaldabaoth para copular él mismo? ¿Cuántas semillas diabólicas habrá esparcido por los conventos y cenobios de monjas? ¿Cuántos monstruos, engendrados por él, no estarán ya trabajando con audacia y brío para destruir la Iglesia? ¿No saben que el Anticristo no es Satán propiamente dicho, sino hombres inicuos nacidos de él, cuya venida irá acompañada de todas las seducciones de la Maldad, como leemos en la Segunda de Tesalonicenses? ¿Han olvidado que la ideología del Anticristo no será rara, extravagante, ostentosa, sino inocente, dulce, terrenal? ¿Que su táctica para destruir la Iglesia no consistirá en ataques frontales, sino en dulces e imperceptibles lametones a los cimientos de la fe, que se disolverán poco a poco, como azucarillo en el agua? ¿No advierten en todo esto que les digo que Jaldabaoth no duerme, que está actuando con gran sigilo y astucia? ¿No ven que está asesinando a aquéllos que han intentado levantar la voz y advertir de su presencia? ¿Vamos a permanecer nosotros mano sobre mano, en inútiles discusiones?
—Me parece que está sacando las cosas de quicio —le respondió el jesuita, alterado y muy nervioso—. Aunque no va desencaminado en la interpretación del molinosismo, porque la perversión de la sexualidad…
Sin saber cuál era el rumbo que iba a tomar, o tal vez porque lo presentía, el anciano exorcista abundó sobre sus propias tesis.
—¿Y qué me dice de la desorientación del templo de las bernardas? —dijo retrotrayéndose a aquel fenómeno que había aludido momentos antes—. ¿No confirma suficientemente que las obscenidades aparecidas en su claustro e iglesia son una teofanía diabólica del sexo? Además, usted mismo acaba de decirnos que Sixto V levantó el obelisco, falo de un dios pagano, en el ombligo mismo de la cristiandad. ¿No se habrá cumplido la Sagrada Escritura que nos habla de la instalación de la abominación de la desolación en medio del templo? El Maligno actuará a placer, se engreirá y se exaltará, prosperará y proferirá cosas inauditas contra Dios… ¿Hasta cuándo lo permitirá el Señor? ¿Cuándo se colmará la Ira divina, y se revolverá contra el Desolador?
Después de su intervención, larga e intensa, puesto en pie en ocasiones para expresar mejor lo que sentía, el padre Cugnoni se dejó caer derrengado en la silla. Exhausto. Los otros, aunque no comulgasen plenamente con sus convicciones, se habían quedado mudos, pensativos.
—Ciertamente, Daniel habló del ídolo del opresor levantado en medio del Templo —reconoció el cardenal, cada vez más perplejo y desconcertado. Y citó de memoria el texto—: Allí permanecerá durante setenta y dos semanas basta que venga de nuevo el Mesías salvador a destruirlo. Su fin será en un cataclismo, en medio de guerras y desastres… Puede que ahora se repita la misma profecía del profeta…
—No es preciso, eminencia, remontarse al profeta Daniel, el mismo Jesús nos habló del ídolo repugnante puesto en el lugar santo.
El jesuita, desde que oyó hablar de la desorientación del templo de las bernardas, que, según aseguraba el padre Albertino, hizo mudar de parecer al arquitecto Escandell, un hombre muy equilibrado y nada proclive a fantasías, había puesto sobre la mesa su brújula de arqueólogo, y sin que los demás se apercibieran, estuvo jugando con ella.
—¿Desorientación, ha dicho usted?
Entonces fue cuando se dieron cuenta de que el padre Rosso tenía abierta ante sí la cajita de ese instrumento. Se quedaron expectantes, picados de curiosidad. ¿Qué hacía con la brújula?
—¿Qué les parece si les digo que el templo de San Pedro también está completamente desorientado?
Y sin esperar respuesta alguna, puso la cajita sobre sus piernas, le dio a las ruedas de su silla y se acercó al ventanal. El cardenal y el exorcista lo siguieron. A la vista de la brújula, puesta en el alféizar, pudieron comprobar de mil modos y maneras que, efectivamente, el ábside de la basílica daba a poniente, y la fachada de Maderno, y la gran explanada, ¡y el obelisco! a oriente.
—Nunca me había dado cuenta de este detalle —comentó el jesuita, sin querer darle más importancia.
—¡Dios mío, San Pedro, la iglesia de todas las iglesias de la cristiandad, desorientada! ¿Todavía dudan ustedes de que Jaldabaoth está aquí? ¡Está más cerca de lo que creemos! ¿Qué contempló León XIII, en aquella visión que tuvo? ¿No fueron miríadas de diablos merodeando por el Vaticano lo que vio? ¿O acaso lo que se le mostró fueron los engendros de Jaldabaoth, hombres nacidos de su cópula con mujeres, que un día podían sentarse en la silla de Pedro? ¿Han pensado ustedes en esa diabólica posibilidad? ¡Destruir la Iglesia desde dentro!
Abandonaron la ventana, a través de la cual se veía, sobre un cielo que poco a poco se iba nublando, el obelisco desmochado que la Santa Sede, negligencia incomprensible, aún no había reparado. No obstante, el obelisco aparecía soberbio, majestuoso, desafiante… ¿Sería para siempre el obelisco demoníaco? Al menos, misterioso e impenetrable. Puede que en aquel momento los tres pensasen en lo mismo: el gran nubarrón de Pentecostés.
El padre Figueroa Rosso, a pesar de mostrarse recalcitrante, no podía dejar de sopesar una y otra vez los hechos que él mismo, personalmente, había presenciado. Por mucho que se había esforzado en encontrarles una explicación absolutamente racional, no la había hallado. ¿Tendría razón, o parte de ella, el padre Cugnoni?
—Los templos de Egipto, tierra, según la Biblia, donde los demonios se dejan adorar —dijo, una vez que se colocó con su silla de ruedas tras su mesa de despacho—, desempeñaron un papel relevante; y aunque las divinidades que allí se adoraron cambiaron con el tiempo, han continuado siendo los lugares preferidos de las potencias invisibles. Dígase lo mismo de los obeliscos. ¿Fue la gran tormenta de Pentecostés el momento en que Jaldabaoth descendió de los cielos, llenándolo todo de su energía negativa? —dejó la interrogante abierta, dando a entender con un gesto ambiguo de sus hombros su escepticismo, su duda o simplemente que no tenía respuesta—. Lo cierto y documentado es que los egipcios, en un deseo de hacer eterno el culto a sus dioses, transmitieron a la posteridad, grabadas en piedra, muchas de sus divinas revelaciones y proezas, que de otro modo se hubiesen perdido. Una de ellas es, precisamente, la que, según testimonio de Vasari, estaba esculpida en el obelisco vaticano, hasta que Sixto V la borró; y que ahora, de manera inexplicable, nos ha aparecido en ese papiro misterioso. Me refiero al relato de Jaldabaoth y sus ángeles copulando con las mujeres…
Durante toda su vida, el jesuita había procurado ser lo más racional y lógico posible. Tenía la cabeza bien puesta y los pies en el suelo, como él mismo solía decir. Sin embargo, no era un racionalista cerrado, obtuso, que excluyera a priori los fenómenos que no comprendía. Sabía que la inteligencia humana y sus instrumentos de conocimiento tienen sus límites, y que más allá podían existir otras realidades… Pero era tan peligroso moverse en ese campo inaccesible… se había abusado tanto de las ciencias infusas, revelaciones, milagros, apariciones… El padre Figueroa Rosso era un hombre agnóstico, en la medida que podía serlo un creyente y un sacerdote. Para entendernos, y sin entrar en mayores disquisiciones filosóficas, digamos que era un agnóstico sui géneris. Todo aquello de Jaldabaoth y de las historias siniestras de la Clavis nigra le resultaba sumamente embarazoso, pero no podía rechazarlo con un manotazo, como se aparta una mosca molesta. Por eso trataba de echar mano de sus conocimientos, amplios y diversos, por ver si aclaraba algo.
—Se me ha ido el santo al cielo —les confesó con entera naturalidad.
El padre Cugnoni estaba demasiado atento para que se le hubiese perdido una sola palabra. Fue él quien se adelantó a hablar, deseoso de oír sus explicaciones, que ahora le parecían las de un converso.
—Decía que los obeliscos son lugares donde se posan las potencias diabólicas, y que sobre éste —señaló hacia el Vaticano— descendió Jaldabaoth el día de Pentecostés.
Tanto el profesor como el cardenal se miraron con sorpresa al escuchar el resumen distorsionado. Sin dar mayor importancia al hecho, retomó aquél el hilo.
—De Egipto, la tierra de los demonios, nos vino este obelisco, donde se posaba el sol levante…
Un relámpago vivísimo, resplandeciente, seguido de un fragor descomunal, explotó sobre sus cabezas. Corrieron hacia la ventana.
—¡El obelisco de Jaldabaoth! —musitó el exorcista lleno de miedo, contagiándolo a los otros.
Una tormenta, posiblemente la última del verano, caía sobre Roma. Estuvieron contemplándola en silencio, con gran respeto y temor. A poco volvió a lucir el sol, cuya luz parecía posarse sobre el desmochado monolito. Sonó el teléfono, estridente, destemplado, sobresaltándolos.
—Pronto —dijo el jesuita, pasándole el auricular—. Es para usted, eminencia.
—Mi coche me está esperando a la puerta —se despidió precipitadamente el cardenal.
La tormenta aparatosa que viera desde la ventana y que, al tomar su automóvil, parecía completamente disipada, reapareció apenas abandonó el palacio de la Compañía. A través de la ventanilla observaba las rachas de viento, a veces huracanadas, que azotaban los cristales, dificultando la conducción. Los limpiaparabrisas no daban abasto a apartar tanta agua, y el coche tenía que ralentizar la marcha. Cerraba los ojos y con ello no hacía sino trasladar a su interior la tarde plagada de fantasmas y negros augurios. El obelisco vaticano, con el sol poniente posado en su cima desmochada, le surgía constantemente en el pensamiento; y si cerraba los ojos, allí estaba… Sentía miedo, por mucho que quisiera sugestionarse y racionalizar las cosas. ¿Dónde quedaba su indiferencia, su escepticismo? Lo que esa tarde habían hablado en la habitación del padre Rosso le venía a la cabeza de una manera terca y tediosa; las palabras del padre Cugnoni, sobre todo. Para distraerse intentó charlar con el conductor, pero los monosílabos secos, tajantes, con que le correspondía, redujeron la conversación a un monólogo aburrido e insostenible…
El obelisco, otra vez. Clavado en medio de la plaza de San Pedro. ¿No era ese lugar adonde los antiguos romanos iban a festejar el natalicio del Sol? ¿No venía de oriente, concretamente de Egipto, ese culto pagano que luego cristianizó Constantino? ¿Cómo, pues, no iba a rebosar de energía demoníaca la colina vaticana, y todo lo que en ella había, si desde siempre había estado consagrada a dioses paganos? Y para mayor abundamiento, ¡el Papa había levantado el falo del dios Atum! A todos estos hechos que en otro tiempo no hubiesen pasado de ser meras curiosidades literarias les daba ahora una lectura bien distinta. Los dioses antiguos ya no eran mitos, fábulas, invenciones humanas, sino verdaderos demonios que se hicieron adorar en esos lugares sagrados y ahora reivindicaban de nuevo sus antiguos derechos. ¿Cómo lo permitía Dios?
Llegó a su casa, a las afueras de Roma, ya de noche. Monseñor Graziani se había esforzado por aparentar entereza, sin embargo estaba roto interiormente, y tan pronto cerró la puerta de sus aposentos, se derrumbó. Su cabeza estaba a punto de estallar de tan inmensa confusión como tenía. Se despojó de la cruz pectoral, del anillo, del alzacuello y, con la sotana a medio desabrochar, se echó sobre la cama. Cerró los ojos para reposar y sosegarse. Cuando volvió a abrirlos, tenía a sus pies a Jaldabaoth. Allí estaba, de pie, terriblemente feo, desafiante…