¿Es la antesala de la cámara papal un ágora donde, mientras se espera audiencia, se cuentan chismes? La respuesta sería diferente y diametralmente opuesta según a qué funcionario vaticano formulásemos la pregunta. Lo bien cierto es que, a pesar del decoro y mitificación con que se quiere rodear al Sumo Pontífice, los comadreos e intrigas no sólo corren sino vuelan por aquellas nobles salas, asustando a veces a las mudas pinturas que los escuchan desde las paredes. Así fue en el pasado, y así sigue siendo en el presente. Para ser más precisos y no exagerar, nos limitaremos a lo que le sucedió a monseñor Domenico Graziani.
Aquella mañana del mes de septiembre, el cardenal tenía concertada una audiencia con Su Santidad, y esperaba sentado en un rincón a que le llegase su turno. Otros purpurados, mucho más viejos, al otro extremo de la sala, cuchicheaban en corro; de vez en vez, se volvían hacia él. No hacía falta ser muy avispado para darse cuenta de quién estaban hablando. A poco, los cardenales del grupo se pusieron a pasear pausadamente, con una mano al pecho, jugando con la cruz pectoral. Los altos prelados, y más si se han formado para la carrera diplomática en el Colegio de Nobles Eclesiásticos o instituciones similares, tienden a enredar con el crucifijo que les cuelga sobre el pecho o con el anillo pastoral. Gestos tan inocentes puede que sean un tic, como el de los políticos ponerse la mano en el bolsillo, pero a monseñor Graziani no le pareció así. Tal vez, por ser él mismo cardenal, vio algo maquiavélico en los colegas de capelo que se le acercaban.
—Creíamos que su eminencia estaría en Turín, muy atareado con la ostensión de la Santa Síndone —habló el de mayor edad, que hizo de portavoz.
Aunque solamente habían transcurrido dos años desde la última exposición pública de la Sábana Santa, tenía lugar una nueva, extraordinaria, debido al Jubileo del año 2000 que se celebraba en Roma. No iban, pues, desencaminados los prelados vaticanos al extrañarse de que monseñor Graziani no estuviera en su diócesis, atendiendo a la multitud de peregrinos que diariamente se acercaban a su catedral a venerar la sagrada reliquia.
—Pues ya ven, aquí estoy, obediente a la llamada de Su Santidad.
—Últimamente parece que le visita con mucha frecuencia… —subrayó otro, desconfiado.
Muy pocos conocían la secreta misión que el Papa le había encomendado, de ahí que interpretasen con recelo su continua presencia en los aposentos pontificios. Como monseñor Graziani no soltase prenda, probó suerte otro purpurado.
—Lenguas maliciosas van diciendo por ahí que su eminencia está haciendo méritos… En fin, que está labrándose a pulso la imagen de papable y trata de ganarse el favor del Santo Padre, a costa de monseñor Sodano…
—¿Quién va diciendo semejantes majaderías?
—«Se dice el pecado, pero no el pecador». Ya sabe, ésa es la regla. Nosotros le informamos por su bien, para que se ande con mucho cuidado, no sea que resbale y sea más dura la caída…
Vetados por su edad a entrar en el próximo e inminente cónclave, estos príncipes de la Iglesia trabajaban, no obstante, o al menos andaban espigando, en favor de algún candidato amigo. No habiendo sacado nada claro del arzobispo de Turín, cambiaron de tema.
—¿Se ha enterado de lo de las recoletas de via Panisperna?
Monseñor Graziani había prestado poca atención a los chismes anteriores, pero éste le interesó.
—¿Qué pasa con las monjas agustinianas?
—Hace un rato monseñor Mazzella, su protector, ha entrado a despachar con el Santo Padre —habló de nuevo, bajando la voz, el cardenal de mayor edad, alto y seco como los bacalaos en salazón que tanto le gustaban—. «Para una vez que encuentro un capellán que le gusta el confesonario, me las embaraza a todas…», gritaba, nervioso, mientras a grandes zancadas cruzaba esta sala…
—¿Eso dijo?
—Eso dijo; y bramaba, echando chispas —corroboró otro de los presentes, intentando agrandar el enredo—. Todos nos hemos quedado de piedra. En Roma esas monjas gozaban de gran fama de ser unas santas… ¿Su eminencia tiene idea de lo que ha pasado? ¿Ha oído algo?
Lo poco que su eminencia sabía de aquellas monjas y su monasterio de via Panisperna lo había leído en la Clavis nigra. Así que guardó el secreto y nada les dijo.
Inesperadamente, el Santo Padre sufrió una de sus frecuentes indisposiciones transitorias y tuvieron que suspenderse las audiencias del día. Sin pérdida de tiempo, el cardenal volvió al despacho del exorcista y se recluyó una vez más a revisar sus papeles. De nuevo tenía ante sí las cuartillas manuscritas de dom Gabriele, que hablaban de sor Paolina Rutelli. Al releerlas, ahora con mayor detenimiento, experimentó de una manera extraña las emociones, sentimientos y excitaciones que monseñor Amantini decía haber sufrido. No sólo eso: una fuerza interior, insuperable, que anulaba su propia voluntad, le empujó a buscar el recorte de prensa donde aparecía la mujer desnuda.
—De verdad es diabólicamente bella, como decía dom Gabriele —se confesó a sí mismo, mientras, sin poder evitarlo, la deseaba con todo su ser.
Fue providencial, como tuvo que admitir en su fuero interno, que en ese momento viniese a llamar a la puerta el padre Cugnoni.
—¿Le pasa algo, eminencia? —le preguntó, al verle tan congestionado. Sin esperar a que le respondiese, descubrió desplegada sobre la mesa la fotografía de la mujer—. No sé si sabrá que, incluso a través de una imagen, el demonio puede poseer a una persona. Está jugando con un ser mucho más inteligente que el hombre, y es un juego muy peligroso…
El cardenal se sinceró, confesando al anciano sacerdote todo lo que había sucedido desde que oyó la noticia de las agustinianas en el palacio apostólico hasta su llegada.
—Precisamente venía yo a comunicárselo. —Y volviendo a su comentario anterior, continuó—: Vamos a necesitar la protección de san Miguel más de lo que su eminencia imagina… Presiento que tenemos muy cerca al demonio, acechándonos como león rugiente, según escribe San Pedro. No sé qué me dice que en todo esto de las recoletas de via Panisperna y en lo de sor Paolina Rutelli anda Satán con sus legiones diabólicas… —aseguró convencido y muy preocupado, y sin que fuese ésa su intención, metió miedo en el cuerpo del cardenal.
Después de orar largo rato en silencio, el padre Albertino rezó en voz alta y con gran firmeza la oración Sancte Michaël Archangele de León XIII.
—Es, como su eminencia bien sabrá, más que una plegaria de liberación, un verdadero exorcismo —le explicó al finalizar.
—Ya sé, ya sé.
Reconfortados y con mayores ánimos después del rezo, se dispusieron a analizar los pocos datos que tenían sobre lo acontecido en el monasterio de Panisperna. Les pareció que no podían enjuiciar ni juzgar una situación tan delicada como aquélla, valiéndose de informaciones, imprecisas y contradictorias, de segunda mano. ¿Cuántas monjas había embarazadas? ¿Los embarazos eran consecuencia de simple fornicación o había algo más? ¿Podía hablarse de intervención demoníaca? Llegaron a la conclusión de que tenían que averiguarlo personalmente. Sería el padre Cugnoni, más versado en todo lo relacionado con el Maligno y su maléfica actividad, quien se desplazase al monasterio. Entrevistaría a las monjas, estudiaría el caso y diagnosticaría de qué clase de demonopatía se trataba, en el supuesto de que la hubiera.
El anciano ayudante del exorcista papal, sobradamente conocido en los círculos religiosos, no necesitó mostrar las credenciales que le autorizaban a aquella inspección rutinaria. Fue recibido por la madre abadesa en la sala de acogida. Después de largo coloquio, tras la triple reja de clausura, le dio la impresión de que en el monasterio de via Panisperna la vida se desenvolvía con entera normalidad. Las horas canónicas, a su tiempo, y la regla, cumplida santa y escrupulosamente. Recogimiento en las celdas, rigor en la clausura, austeridad en el refectorio, silencio en el claustro, comedimiento en las conversaciones, pudor y recato en las visitas externas… ¿Dónde estaban, pues, las ocasiones de pecado? La madre abadesa o no estaba al corriente de lo que sucedía en su propia casa, o mentía con gran aplomo y refinamiento. Pensó el padre Albertino que sería bueno escuchar el parecer del capellán, por ser viejo y juicioso: ¿qué cosas se le podían haber escapado a él? Además, llevaba muchos años sirviendo en aquel convento.
Pietro Ostiani, ochenta años más o menos, era de esos sacerdotes faltos de ambición, a quienes desde el seminario se les veía predestinados a capellán de monjas; o mejor, de ésos cuyo obispo, tras el primer nombramiento, olvida para siempre. En el caso del padre Ostiani, bien es verdad que también él hizo lo mismo. Poco echó de menos a sus superiores jerárquicos; ni tan siquiera pisó las lujosas alfombras persas que el moderador de palacio había comprado para ornar las estancias del vicariato de Roma.
El capellán de las recoletas recibió al coadjutor del exorcista en su vivienda: una pequeña construcción aneja al ábside de la iglesia, dentro del recinto mismo del monasterio. No cabía la menor duda de que la casita, por su ubicación y estructura, había tenido en otros tiempos función bien distinta y posteriormente se había habilitado para ese fin. En la pared izquierda del pequeño zaguán sobresalía un arco de piedra, cegado, con una leyenda gótica.
—Porta, per hanc, invenitur coeli (A través de ésta, se encuentra la puerta del cielo) —leyó el padre Albertino—. Curiosa inscripción.
—Pero la verdad es que no da a parte alguna —le contestó el otro.
—¿No se trata, pues, de una puerta tapiada?
—De ser así, en el interior de la iglesia, en la parte del ábside, tendríamos el mismo arco, ¿no le parece? —Y sin esperar la afirmación de su colega, añadió—: Pues no hay nada.
Del vestíbulo pasaron a una habitación pequeña con una ventana que daba a un angosto patio, entre dos contrafuertes de la iglesia. Aquella biblioteca, como la calificó el capellán con generosa elasticidad del término, era más bien un conato frustrado de librería. Había una mesa de despacho y una vieja estantería adosada a una de las paredes, que hacía tiempo perdieron su color blanco.
—Tengo pocos libros —reconoció con humildad antes que el otro los contara—, pero eso sí, mucha fe.
—De libros andamos sobrados en estos tiempos. —Le siguió la corriente—. No hay sacerdote que no acabe con algún doctorado, y si es en ciencias profanas, mejor que mejor. Todos quieren hacer carrera. En cambio, hay poca piedad y menos fe. ¿Quién cree hoy en el demonio, pongo por caso?
Los dos ancianos sacerdotes congeniaron al punto y se cayeron bien. Después de dedicar algún tiempo a lamentarse de la inmoralidad reinante, de la falta de vocaciones y la permisividad en los seminarios y casas religiosas, que tanto daño estaba haciendo a la religión católica, el padre Albertino condujo la conversación al objeto de su visita.
—¿Qué hay de verdad acerca de unas monjas de este convento que, según se dice, han quedado embarazadas? —Como el capellán no esperase una pregunta tan directa, y quedase sorprendido y mudo, siguió el otro—: El mismísimo cardenal protector de las agustinianas lo iba pregonando, hace unos días, por los pasillos vaticanos.
El padre Ostiani dio por supuesto que el exorcista lo sabía todo; así que, sin tapujo alguno, se decidió a darle su versión de los hechos.
—Nunca he sido partidario de que se nombre a sacerdotes jóvenes para confesores de monjas, mayormente si hay novicias. Y menos aún, si son modernos, guapos, aseglarados… de ésos que hacen deporte y no se ponen la sotana ni para celebrar… Más que curas parecen actores de cine americano. Y así pasa luego lo que pasa. Claro que hoy día, por otra parte, ¿qué cura quiere sentarse en el confesonario? No sé adónde iremos a parar. El descreimiento es una peste que está arruinando a la Iglesia…
El diagnóstico era enteramente compartido por el padre Albertino, pero éste no quería divagar por esos derroteros, sino centrarse en el caso de las embarazadas del monasterio.
—Por lo que usted insinúa, algo tuvo que ver el joven confesor en todo este asunto…
—Bueno, yo no puedo afirmarlo categóricamente ni poner la mano en el fuego, porque no lo vi. Pero si no fue él, ¿quién pudo hacerlo?
El asunto era vidrioso y muy delicado. Por lo que el padre Cugnoni intuía, el anciano capellán no era imparcial en sus apreciaciones. Estaba claro que no le caía bien el joven director espiritual del monasterio y veía con prejuicio sus actuaciones. No obstante, necesitaba escuchar todo lo que tuviera que decirle; tiempo tendría después para separar trigo y paja, y hacer sus propias evaluaciones.
—¿Qué le mueve a pensar que el autor de los embarazos fue el director espiritual?
El capellán, ante una imputación tan grave, no se puso nervioso, ni echó marcha atrás. El exorcista advirtió inmediatamente que el otro no había hablado de manera atolondrada e irreflexiva, sino que tenía su propia hipótesis basada en hechos; que fueran o no reales, era otra cuestión.
—¿En qué se fundamenta? —le apuró.
El padre Ostiani cerró los ojos, entrelazó sus manos sobre el fajín que circundaba su panza de campesino y balanceó la cabeza suavemente. Era una forma muy eclesiástica de decir «¿por dónde empezar?». Al fin se decidió a tirar del hilo, comenzando por donde él mismo había iniciado a seguir las pistas.
—¿Se acuerda usted de Miguel de Molinos?
Dicho así, el padre Cugnoni creyó que se estaba refiriendo a algún sacerdote conocido, y se quedó pensativo. Se le adelantó el otro, levantándose y poniendo sobre la mesa uno de los pocos libros que había en su librería.
—Guía espiritual de Miguel de Molinos —leyó el exorcista, cayendo ahora en la cuenta y haciendo aspavientos—. ¡Claro, claro! ¡Miguel de Molinos!
Y por cortesía, más que por curiosidad, ojeó el volumen, editado en Italia en 1675.
—Un varón ejemplarísimo, prudente, de vida y costumbres intachables —se puso el capellán a hacer el panegírico—. Gente de todas partes, clase y condición le escribieron miles de cartas, deseosos de aprender el nuevo método de vida espiritual que él proponía, pidiéndole que orientase sus conciencias. Roma e Italia entera se lo disputaron por tenerlo como maestro espiritual… Tiene en sus manos un libro muy celebrado en su tiempo. Los cardenales Casanata, Carpegna, Azzolini y D’Estrées se honraban con su amistad. Los cardenales Coloredi, Petruzzi, Ciceri y el mismo Clemente XI fueron partidarios incondicionales de su Guía, que acabó siendo condenada por el Santo Oficio, al igual que él…
El padre Cugnoni, a medida que el capellán hablaba, se estrujaba la mollera por recordar exactamente quién fue Miguel de Molinos y cuáles habían sido sus doctrinas. Y sobre todo, qué relación guardaba aquel místico del siglo XVII con las monjas embarazadas de ahora. Sus esfuerzos, en aquel momento, resultaron inútiles y no consiguieron aclararle nada.
—¿A qué viene, en el asunto que nos ocupa, Miguel de Molinos y su Guía? —preguntó, como quien se rinde ante un acertijo embrollado, devolviéndole el libro.
—Este libro se lo encontré a una novicia. Yo no se lo había prestado. ¿Quién podía ser sino su director espiritual, ese padre confesor, guapo y moderno, del que le hablaba…?
—¿Y…?
—Y esa novicia es una de las tres monjas embarazadas.
—¿Fornicación mística? ¿Es eso a lo que usted apunta?
El capellán asintió de manera rotunda. Por la brevedad de la exposición y la seguridad con que lo había dicho, dedujo el exorcista que el padre Ostiani tenía las ideas claras, tan claras, que los hechos, que no estaban probados ni aparecían por parte alguna, los daba por acaecidos. Le hizo ver lo arriesgado de su planteamiento.
—Los efectos están ahí: embarazos de algunos meses, según dicen. La causa, ya se la he dado: las doctrinas místicas con que el joven confesor las ha ido inficionando. A usted le corresponde establecer y probar el nexo de causa a efecto.
El anciano Cugnoni se despidió, rumiando para sí que la hipótesis de trabajo del padre Ostiani no carecía de imaginación; aunque la base en que se sustentaba era endeble, de poca sustancia y totalmente circunstancial. Pero en fin, si el libro de Miguel de Molinos era una pista, comenzaría la investigación por ahí.
Sin decir nada a nadie, y menos al cardenal Graziani, lo primero que hizo el padre Cugnoni en los días siguientes fue averiguar todo lo tocante a Miguel de Molinos, que el capellán, si no otra cosa, le metió bien adentro esa curiosidad. Pensó que donde mejor podía documentarse era en la Biblioteca Gregoriana, y allí se fue.
¿Quién fue Miguel de Molinos? A poco de leer en las grandes enciclopedias eclesiásticas, ya se encontró con una sorpresa, y tuvo una corazonada. Molinos, tras lograr el doctorado en la ciudad de Valencia y ordenarse in sacris, obtuvo un beneficio en la parroquia de Santo Tomás y el cargo de confesor de monjas. En su cuaderno tomó nota y subrayó esa doble circunstancia: sacerdote joven y confesor de monjas. Como el italiano de via Panisperna, pensó. ¿También sería guapo como éste?, se preguntó curioso. Copió de nuevo: hombre de mediana estatura, bien formado de cuerpo, de buena presencia, de color vivo, barba negra, aspecto seductor, por lo que pronto conquistó las simpatías de las mujeres, que le abrieron las puertas de sus casas y sus conciencias… Sin darse cuenta había comenzado, como juego, a despejar el acertijo.
Desde bien joven, pues, Miguel de Molinos se dedicó a dirigir conciencias, y en todos los conventos y monasterios se hablaba de él. Fue un maestro, un guía espiritual indiscutible. En Valencia ejerció su apostolado durante doce años, luego se trasladó a Roma, como procurador de una causa de beatificación, y allí estableció su residencia definitiva. La enciclopedia consagraba casi todas sus páginas al período italiano de Molinos, que al parecer había sido el de mayor esplendor y trascendencia. Y facilitaba datos nimios, como los de sus domicilios. Había residido en via del Corso, junto al arco de Portugal; en via della Vite; y cerca de San Lorenzo in Panisperna, donde vivía con dos clérigos españoles en 1685, cuando, cogiéndole totalmente desprevenido, se lo llevaron a encerrar los del Santo Oficio. El exorcista anotó un dato más en su cuadernillo: vivió cerca de San Lorenzo in Panisperna.
¿Quién fue Miguel de Molinos? El protestante Gilberto Burnet lo comparaba con Descartes, diciendo de él que había sido el restaurador del cristianismo como éste lo había sido de la filosofía. Y, amén de los muchos cardenales que siempre tuvo de su parte, gozó del favor del papa Clemente XI, que trató de elevarlo a la dignidad cardenalicia… Sólo los de la Compañía de Jesús, al parecer, desconfiaron desde el primer momento de sus enseñanzas. Y así, mientras toda Roma lo adoraba y leía entusiasmada su Guía espiritual, que en seis años tuvo veinte ediciones y fue traducida a diversas lenguas, el padre Segneri se atrevió a criticarlo durísimamente en su libro Accordo della orazione e dil riposo nella orazione. A pesar de su lucidez no tuvo éxito, y fue desestimado como obra propia de la envidia. No obstante, los del Santo Oficio investigaron las acusaciones que se iban levantando contra Molinos y su libro, cada vez más graves y numerosas. Aunque no se atrevieron a lanzar ninguna condena formal, se quedaron con la mosca detrás de la oreja… y pidieron secretamente informes a España por saber si era, como afirmaban algunos, descendiente de moros o de judíos, tacha que en Roma solían poner a los españoles sospechosos de malas doctrinas.
El caso Molinos explotaría a raíz de la carta que el cardenal Caracciolo dirigió al Papa en 1682, sobre los excesos de los quietistas. Según esta denuncia, los quietistas de Nápoles y Roma formaban una especie de secta pitagórica con iniciaciones esotéricas y conventículos secretos donde se enseñaban peligrosísimos errores de moral. La intervención del cardenal Caracciolo y, sobre todo, la del rey Luis XIV, que estaba persuadido de que los quietistas eran partidarios de la casa de Austria y, por lo tanto, enemigos de los intereses de Francia, forzaron a que, por fin, el Santo Oficio tomara en serio las denuncias y procediera contra Miguel de Molinos, como hereje.
Durante veinte años, según leía el padre Cugnoni, los conventículos molinosistas se fueron extendiendo por toda Italia, como mancha de aceite que avanza de modo imperceptible e imparable. Cuando el Santo Oficio se decidió a intervenir en 1686, se dio cuenta de cuán extendidas y profundas eran ya las raíces del mal. Para extirparlo, inmediatamente apresó a setenta personas en Roma, algunas muy distinguidas; al final del año ya había en las cárceles de la Inquisición más de doscientas de toda Italia. Advirtió igualmente que todas las monjas de la ciudad y de otras partes, excepto las dirigidas por los jesuitas, estaban más o menos inficionadas. Ese mismo año, el cardenal Cybo, en nombre del Santo Oficio, dirigió una carta a los obispos y superiores regulares exponiéndoles los errores y peligros gravísimos que entrañaba el quietismo molinosista, encargándoles que persiguiesen con diligencia sus conventículos e impidieran nuevas creaciones, y que ningún sacerdote inficionado se acercara a ningún monasterio o convento de mujeres…
A medida que fue adentrándose en el conocimiento del personaje y sus doctrinas, el exorcista pensó que el capellán Ostiani puede que no anduviese tan desencaminado como él creyó al principio. ¿El confesor del monasterio de via Panisperna había revivido y aplicado hoy las doctrinas que vivió y predicó Miguel de Molinos en el siglo XVII? Tuvo que admitir que conservaba una idea del molinosismo muy superficial y borrosa, después de que hiciese tantos años que dejó el seminario. Así que para refrescar su memoria acudió al Enchiridion Symbolorum de Denzinger, donde estaba seguro de hallar un resumen de las proposiciones condenadas. Efectivamente allí encontró no una sino sesenta y ocho afirmaciones doctrinales damnatae tanquam haereticae, condenadas como herejías en 1687 por un decreto del Santo Oficio y por la constitución papal Coelestis Pastor.
De confirmarse las sospechas del capellán Ostiani, el padre confesor y las monjas serían seguidores de las doctrinas de Molinos. En este supuesto, los embarazos no habrían sido simplemente fruto de la debilidad humana, sino la consecuencia de unas prácticas carnales que presuponían la previa perversidad de la conciencia y la moral cristianas. Anotó puntualmente en su cuadernillo algunas de las proposiciones más significativas:
El que entregó a Dios su libre albedrío de ninguna cosa ha de tener cuidado. Ni hacer caso alguno de las tentaciones ni oponerles resistencia. Si la naturaleza se conmueve, hay que dejarla, pues es naturaleza.
Dios permite y quiere que el demonio cause violencia en el cuerpo de sus elegidos y les haga cometer actos carnales y pecaminosos, moviendo físicamente sus manos y miembros contra su voluntad.
Puede darse el caso de que estos impulsos camales se den al mismo tiempo en dos personas de diferente sexo, y que hagan el acto carnal.
Cuando se dan estos impulsos, hay que dejar obrar a Satanás sin que de nuestra parte hagamos resistencia alguna. Si se siguen poluciones, masturbaciones y actos obscenos, y aun cosas peores, no hay que inquietarse, sino echar fuera los escrúpulos, las dudas y los temores, pues por ese medio el alma se hace más alumbrada y adquiere la santa libertad. Estas cosas mejor es no confesarlas porque así se vence al demonio y se adquiere el tesoro de la paz.
Por esta vía interior se llega al punto de no sentir ni experimentar inquietud alguna, como si se tratase de un cuerpo muerto. Entonces es imposible todo pecado.
Este camino interior nada tiene que ver con la confesión ni los confesores, ni con los casos de conciencia… Las almas perfectas no tienen por qué confesarse, pues Dios suple en ellas el efecto del sacramento, dándoles directamente y por sí su divina gracia.
El exorcista, después de estudiar detenidamente cada una de las proposiciones de Miguel de Molinos, vio que la Iglesia no sólo las había condenado justamente como heréticas y escandalosas, entre otras calificaciones, sino también como christianae disciplinae relaxativae (relajadoras de la moral cristiana). Y esto le pareció lo más grave de doctrina tan seductora.
Ya con todos estos datos, aunque nada concluyentes, se decidió a informar a monseñor Graziani, y se citaron para verse en el despacho vaticano de monseñor Amantini. El cuarto, después de tantos días cerrado, olía a polvo y humedad. Abrieron las ventanas de par en par y se sentaron a la mesa. El padre Cugnoni ardía en deseos de hablar.
—Usted dirá —le dio la palabra el cardenal.
Cuando acabó de contarle detenidamente toda la historia, desde su entrevista con el capellán Ostiani hasta sus propias investigaciones sobre Miguel de Molinos, su eminencia se quedó cavilando un buen rato, como si estuviese atando cabos.
—Efectivamente, como usted bien la ha definido, la doctrina de Molinos es diabólicamente seductora. De ahí que tantos se dejasen atrapar en sus redes… Y puede que tenga algo que ver con el caso de las embarazadas de Panisperna… —Después de una pausa, le preguntó—: ¿Ha averiguado si Miguel de Molinos, en su etapa valenciana, fue capellán o confesor de aquel monasterio de Santa Tecla? ¿No apareció en ese convento románico, cuajado de obscenidades, una cripta con cadáveres de infantes alrededor de una estatua de Jaldabaoth?
Como el exorcista no recordase con detalle los hechos demoníacos relacionados con aquel monasterio, volvieron a la Clavis nigra donde se guardaban todos esos documentos.
Dos historias y muertes misteriosas se superponían en el relato escalofriante que desde Valencia se remitió a la Santa Sede. A medida que iban repasando los hechos, saltaban las concomitancias y similitudes con los últimos acontecimientos de Roma.
—Allí apareció el fenómeno de las monjas embarazadas, que las autoridades eclesiásticas valentinas zanjaron precipitadamente, echándole las culpas al pobre capellán que se ahorcó. En ese mismo monasterio, durante el siglo XVII, habitaron las famosas beatas… Su piedad y estilo de vida, ¿no le recuerdan las doctrinas de Miguel de Molinos, que usted acaba de exponer? —Y sin esperar a que le contestara, siguió—: Por eso le preguntaba antes si Miguel de Molinos tuvo alguna relación con el monasterio de Santa Tecla…
Releyó una vez más las descripciones de las obscenidades esculpidas en el claustro y en la iglesia de las bernardas; la desorientación del templo; el descubrimiento de la cripta ab orto lucis sidere, donde aparecieron cadáveres de niños de pecho alrededor de una estatua de Jaldabaoth, testimonio mudo de antiguas ceremonias satánicas; las muertes misteriosas del arquitecto, el deán, el archivero y todos los que tuvieron que ver en la investigación…
—¡Dios mío! —exclamó el exorcista, echándose las manos a la cabeza—. Desde que el cáliz de la cena se le quebró al arzobispo de Valencia, Jaldabaoth aparece por todas partes. Hasta aquí ha llegado con lo del obelisco… y no dudo de que también esté implicado en todo este asunto del monasterio de Panisperna. Demasiadas casualidades, ¿no le parece?
—No es cuestión de lo que a mí o a usted nos parezca, si no de investigar, paso a paso y con rigor. Desde luego no debemos precipitarnos en sacar conclusiones. Por el momento, tenemos muchos caminos abiertos, muchas casualidades, como usted dice.
—Ya veremos si estas casualidades no acaban siendo causalidades… —reprochó veladamente su incredulidad.
Como primera medida, cursaron un oficio urgente y secreto al arzobispo de Valencia, rogándole que remitiera una información puntual y completa sobre la vida y los movimientos de Miguel de Molinos, natural de Muniesa de Aragón, especificando en qué conventos de monjas fue capellán mientras residió en la ciudad. Como suponían que tal informe referido a una persona y hechos del siglo XVII sorprendería al prelado, le explicaron el probable nexo que aquellos acontecimientos demoníacos, a través de los siglos, pudieran tener con lo acontecido en el monasterio valenciano de las bernardas en los años cuarenta. Para mayor aclaración le citaban la fecha en que el penitenciario mayor de entonces remitió a la Santa Sede el expediente reservado, del cual sin duda obraría copia en los archivos secretos de la curia valentina.
Mientras llegaba la averiguación solicitada, el padre Cugnoni volvió de nuevo al monasterio de via Panisperna a efectuar una inspección más profunda y en toda regla, entrevistando una a una a todas las religiosas, estuviesen o no embarazadas. Quiso empezar por la misteriosa sor Paolina Rutelli, la monja endemoniada que tanto impactó a monseñor Amantini, según él mismo lo había dejado escrito en la Clavis nigra.
—Está fuera —le dijo la madre abadesa—. Nuestras hermanas de Turín me la reclamaron, y allí la dejé ir. Todos los monasterios de la orden se la disputan, quieren verla y oírla. ¡Qué cosas tan hermosas dice! Es una mujer extraordinaria, de una gran vida interior y una piedad profunda. El Señor la visita con frecuencia y la honra con revelaciones y gracias sobrenaturales, aunque ella, humilde, discreta y reservada, lo niega todo…
Porque le cortó el decir, si no la madre abadesa aún estaría cantando las alabanzas de la ausente. Tales elogios y enaltecimientos contradecían lo que el padre Cugnoni sabía por otra parte, lo cual le desconcertó aún más. ¿Era sor Paolina Rutelli una endemoniada, como ella misma confesó a monseñor Amantini, o un ángel de Dios, como aseguraba, convencida, la abadesa? Fuera como fuese, en aquel monasterio estaban sucediendo cosas muy raras y difícilmente explicables.
No fue fácil llevar a cabo la investigación, pues las monjas o eran muy hábiles o eran tontas, pero ninguna, ni siquiera las preñadas, supo darle razón de los hechos. A fuerza de insistir una y otra vez, sacó en claro que el joven y guapo confesor, contra el pronóstico del padre Ostiani, no había tenido arte ni parte en ello; al menos, las implicadas lo negaban rotundamente. En los interrogatorios, sin embargo, la que aparecía constantemente era sor Paolina, y sus misteriosas visitas a las celdas de sus hermanas.
—Su sola presencia me encandilaba y con sólo besarme en la boca quedaba arrebatada y transida de un amor tan profundo que nunca antes sentí cosa igual. Al recordarlo, se me pone la carne de gallina… —le confesó una de la monjas.
Ésta era la experiencia que, al menos alguna vez, habían probado todas las del convento. Por mucho que indagó, no le quedó claro si las prácticas lesbianas llegaron a mayores, ni si las religiosas tenían plena conciencia de ello; más bien parecían estar convencidas de que se trataba de fenómenos místicos con que Dios las regalaba. ¿También los embarazos eran una bendición divina? Porque el médico de la comunidad había certificado que tres novicias estaban preñadas, aunque las interesadas no supieran cómo y de quién. ¿Sería sor Paolina Rutelli una embaucadora que preparaba a las otras monjas para que el director espiritual, sin advertirlo ellas, entrase en sus celdas y las poseyera carnalmente? Esta hipótesis no le parecía concluyente por falta de pruebas, pero ¿quién si no podía haber sido…?
Cuando había terminado con la última novicia, alguien llamó a su puerta. Era el padre Ostiani, que venía a convidarlo a una singular correría a la que él, a su vez, acababa de ser invitado.
—¿No estamos un poco viejos para subirnos a los andamios? —le contestó remolón, pero sin ánimo de echarse atrás.
En vista del Jubileo del año 2000, se estaba lavando la cara a las iglesias de Roma y a algunas no solamente por fuera. La del monasterio de Panisperna poseía, a decir de los estudiosos, pinturas valiosísimas en su cúpula, que con el paso del tiempo, los humos y la desidia, habían quedado renegridas, irreconocibles. También les había llegado su hora. Hacía casi un año, un equipo de expertos trabajaba día y noche, incansable, por restituirlas a su estado primigenio. Un lienzo enorme, sin resquicio, cubría completamente la cúpula e impedía desde abajo apreciar los resultados. Aquel día, el director técnico invitó al padre Ostiani a que le acompañase antes de que se retirara el andamiaje.
—Nunca tendrá una ocasión como ésta de ver tan de cerca las maravillosas pinturas que han aparecido.
La curiosidad fue más fuerte que sus ochenta años y pensó que al padre Albertino, de inspección en el monasterio en aquel momento, también le gustaría agregarse a la visita.
—No todos los días podemos pasearnos por una cúpula. Y se señaló a sí mismo para desvanecer los reparos de edad y achaques que aducía su colega.
El montacargas los subió hasta el tambor, y desde allí pasaron a los entablados. Al levantar la cabeza, se tropezaron con un fuego tan vivo y de tales resplandores que les pareció entrar dentro del sol mismo. Un pantocrátor insólito ocupaba el centro de la composición.
—Nunca había visto un pantocrátor con un cetro en su mano —observó, todavía deslumbrado, el capellán.
Cuando los ojos se fueron acostumbrando, vieron en torno a ellos una enorme multitud de imágenes de vivísimos colores. El restaurador, profesor Bonechi, les proporcionó una silla a cada uno y permaneció mudo, dejando que sus invitados disfrutasen de aquella visión.
—¡Pero esto no es el cielo! —exclamó, defraudado, escandalizado, el padre Cugnoni, cuando advirtió qué personajes y qué escenas tenía delante.
Alrededor del Sol, aparecía el paraíso terrenal como un inmenso círculo, donde una multitud de hombres y mujeres desnudos, solos, emparejados o en grupos, danzaban y se entremezclaban en centenares de actitudes y posiciones promiscuas. Todo lo pecaminoso tenía lugar allí… La pintura patentizaba que era el pantocrátor solar quien producía aquel torbellino de voluptuosidad, aquella transgresión gozosa, aquella orgía de todos los placeres y todos los sentidos…
Si el padre Cugnoni hubiese conocido las pinturas de El Bosco, inmediatamente le hubiese venido al pensamiento El jardín de las delicias. En la cúpula estaba representada la gigantesca concha, alegoría del sexo femenino, aprisionando entre sus valvas a una pareja entrelazada; la esfera de vidrio, símbolo de la fragilidad del amor carnal; el desmesurado hongo ithyphallus impudicus, con su sombrerillo en el extremo superior, imagen inequívoca del falo y la homosexualidad; la fuente de la eterna juventud; el estanque de la voluptuosidad, donde unas mujeres desnudas se bañaban a la espera de que los jinetes de la ronda del deseo, que montaban caballos desbocados y otras bestias, las poseyesen… Y si se hubiese fijado bien, hubiera advertido que aquella cúpula, nefanda, abominable, según él, era una combinación, una mezcolanza de ese cuadro y de aquel otro: La mesa de los Pecados Capitales.
El Cristo vigilante, con la inscripción Cave, cave, Dominus videt (Ten cuidado, el Señor te ve), que en el cuadro de los Pecados Capitales ocupa la pupila del ojo simbólico, había sido reemplazado por un pantocrátor inquietante, enigmático… ¿O era un animal?
—¡Jaldabaoth! —exclamó estupefacto, al identificarlo con las descripciones que de él había leído en la Clavis nigra.
En aquella cúpula el exorcista no veía el ojo omnisciente de Dios que vigila y alerta al hombre contra la práctica de los siete pecados capitales, sino al mismísimo Jaldabaoth, pupila del Sol esplendoroso, que alentaba y movía con extraordinaria energía el mundo de los seres humanos, convertido por obra y gracia suya en original y alucinante Jardín de las delicias.
Al reparar en la cara transmutada y pálida que se le había puesto, le preguntaron qué le había impresionado tanto y quién era el tal Jaldabaoth. En medio de la conmoción que todavía le embargaba, les contó cómo aquel pantocrátor, que los especialistas aún andaban retocando, coincidía con las descripciones de un demonio aparecido en Valencia, muchos años atrás, y que dijo llamarse de ese modo.
—¿No ven en ese pantocrátor a un ser antropomorfo, con cabeza de carnero, con manos de garra y pezuñas en los pies? —les gritó, agitado, inquieto, turbado—. ¿No ven cómo nos miran sus ojos, enormemente grandes, llenos de odio y furor, o son alucinaciones mías? Y ese enorme cetro que lleva en su mano, ¿acaso no es un pene en erección?
El profesor Bonechi, que durante tanto tiempo había permanecido mudo, intervino al escuchar aquella interpretación.
—Cierto. No se trata de un pantocrátor —les confirmó—. Al principio, también nosotros lo creímos, pero a medida que afloraba la imagen, vimos aparecer una figura temible, espeluznante, impropia del Dios Creador… Y cuál no sería nuestra perplejidad al descubrir que lo que empuñaba su diestra no era un cetro sino su propio pene enhiesto…
El padre Ostiani sintió que se mareaba y pidió bajar. Lo hicieron los tres y se sentaron en un banco.
El profesor Bonechi, al ver el interés y la curiosidad que mostraba el anciano Cugnoni, les contó todo lo que sabía sobre aquella cúpula.
—Cuando aparecieron esas escenas de desnudos, eróticas, licenciosas, depravadas o como se las quiera llamar, todos nosotros pensamos en El Bosco. En el aspecto fantástico, inquietante y extraño de su pintura. En sus hombres bestiales y animales antropomorfos, que representa con una crudeza realista. En su interés moralizador, equívoco y confuso… Todo era un trasunto de su Jardín de las delicias. —Se dio cuenta de que sus interlocutores no conocían suficientemente al pintor y sus cuadros y dejó de insistir—. Pero fuimos de sorpresa en sorpresa. En primer lugar, las pinturas de la cúpula, según los expertos, pertenecen al sigo XIII. ¿Las conoció El Bosco? ¿Se inspiró en ellas? ¿Copió de aquí? Éste es un dato oscuro, incomprensible, si, como parece, el pintor nunca estuvo en Italia. Otra incógnita: ¿quién concibió y plasmó las pinturas de esta cúpula y para quién? Una hipótesis, de las que estamos barajando, relacionaría este fresco con la secta de los cazzari, que, como ustedes saben, consiguieron arraigar en Italia. En el siglo XI aparecen en Monteforte y Piamonte; en el siglo XII, en Orvieto, Calabria, Sicilia, Cerdeña y Roma. Del XIII, siglo de su apogeo, es precisamente esta cúpula. A finales de ese siglo dejan de existir. Sólo quedarán pequeños grupos diseminados hasta el siglo XV…
El capellán no quedó muy convencido de la relación que el profesor acababa de establecer.
—¿Cómo iban los cátaros a levantar semejante monumento a la lascivia cuando ellos pretendían pasar por los puros por excelencia? ¿No execraban la sexualidad y condenaban toda comunicación entre los sexos?
Los cátaros, herederos en la Edad Media de la doctrina dualista que en siglos anteriores habían seguido novacianos, maniqueos, priscilianistas, paulicianos, creían en el doble principio universal: el Bien, creador del mundo invisible y espiritual; el Mal, creador del mundo material. Consecuentes con esa ideología practicaban un ascetismo severo, no tocaban a la mujer y rechazaban todo lo relacionado con el sexo.
El profesor Bonechi no supo qué responderle.
—Si he dicho lo de los cátaros —se justificó—, es porque ésa fue la conclusión a la que llegaron los teólogos del Vaticano que estuvieron por aquí. Para ellos fue fundamental el encabezamiento del libro que el pantocrátor lleva en su mano derecha.
Desde allí abajo era imposible leer la inscripción, aun en el supuesto de que no lo hubiera impedido la tela que ocultaba la cúpula.
—¿Qué dice el libro? —preguntó intrigado el padre Albertino.
El profesor Bonechi recapacitó un momento.
—Ego sum Satana-El (Yo soy Satanael) —respondió pensando cada una de las palabras.
Para muchas de las sectas en que se dividían y subdividían los cátaros, Satana-El fue uno de los dos hijos de Dios, dotado de poder creador. Un buen día, se rebeló contra el Padre, y fue expulsado del cielo con sus ángeles. Satana-El creó, por su cuenta, un segundo cielo y una segunda tierra; y al hombre para que la habitase… Jesucristo o Miguel, el otro hijo de Dios, fue enviado para salvar al hombre y, con el fin de evitar la contaminación de la materia, no se encarnó, sino que entró por un oído de la Virgen y salió por el otro. Fue, pues, hombre tan sólo en apariencia. Jesucristo o Miguel venció a Satana-El, que perdió sus atributos divinos y quedó convertido en Satán…
—Satana-El, ¿eso es lo que está escrito? —prorrumpió angustiado el exorcista—. No cabe la menor duda de que nos encontramos en un templo dedicado a Satán, lugar sin duda endemoniado desde el día que lo erigieron… —Y dirigiéndose a su colega, le increpó—: ¿Qué pruebas quiere más?
—No eche por la tremenda, por favor —intentó calmarle el padre Ostiani—. Sólo he dicho que esos herejes rechazaban de pleno el sexo y la pasión carnal, hasta el punto de desaconsejar el matrimonio e imponer la castidad perpetua… Su doctrina y la severa ascesis que practicaban difícilmente son compatibles con el desenfreno carnal y lascivo que aparece en esta cúpula.
El profesor Bonechi no conocía las doctrinas cátaras, y callaba, escuchando a los dos eclesiásticos, que en cambio sí parecían dominarlas lo suficiente para meterse en discusiones.
—Ésa es precisamente la paradoja de los cátaros, como la de tantos místicos. Y usted tiene el ejemplo palpable de Miguel de Molinos —dijo el padre Cugnoni, retrayendo lo hablado días atrás—. Fustigan los vicios… y se dejan arrastrar a los más graves y desordenados pecados de la carne, seguros de que lo importante es el hombre espiritual… Una doble moralidad: he ahí la grandísima patraña de Satana-El o de Jaldabaoth…
Un estruendo inesperado e inexplicable, como el de un trueno que hubiese estallado a sus pies, les asustó e hizo dar un salto.
—¿Qué pasa ahí arriba? —gritó el profesor a sus operarios.
Y a gritos le contestaron:
—Estábamos echando la plomada desde los ojos del pantocrátor, por ver qué objeto del suelo miraba, como usted nos ordenó, cuando se nos ha caído de las manos…
La plomada con un aguijón en su punta había impactado en una losa, no lejos de donde estaban. El estrépito inicial, como un fragor que se refractase, fue muriendo poco a poco. Se acercaron a ver. La pesa había desaparecido, tragada por el mismo boquete que había producido. El orificio era limpio, pulido; un experto artesano no lo hubiese hecho con más perfección. Se miraron maravillados, sin saber qué explicación tenía aquel fenómeno.
—Ahora, al menos, sabemos adónde mira el pantocrátor —dijo el doctor Bonechi, sin darse cuenta de que sus palabras ponían mayor misterio al suceso.
—Si no fuera porque su mirada atraviesa el suelo… —comentó, muy afectado, el capellán.
—Porta, per hanc, invenitur coeli —dijo el padre Cugnoni, con la solemnidad de quien recita una fórmula mágica.
Los otros se le quedaron mirando, esperando mayor aclaración.
—Aquí debajo hay una cripta secreta, puede que desconocida durante siglos, y creo que sé dónde está la puerta de entrada —afirmó convencido, dejándose llevar de su intuición.
El padre Ostiani cayó inmediatamente en la cuenta, y puso en antecedentes al profesor. Fueron los tres al zaguán. Después de inspeccionar minuciosamente el arco tapiado, pasaron al exterior…
—En efecto —aseguró el doctor Bonechi—. Este arco no abre directamente a la iglesia, por eso no se encuentra en ella vestigio alguno. Yo diría que da a una caja de escalera, perfectamente camuflada en el contrafuerte, y esa escalera baja a la cripta o sala subterránea…
La cúpula esotérica y los ojos del maligno Jaldabaoth atravesando las losas de la iglesia les habían impresionado. Aunque no lo confesasen abiertamente, el miedo les atenazaba el alma; pero su curiosidad era aún mayor. Detrás del portillo, condenado durante siglos, ¿qué había?, ¿qué enigmas o misterios se ocultaban? Allí mismo decidieron, guardando el mayor sigilo, echar abajo las piedras que obstruían el paso y descender al cielo. Eso, al menos, escribieron quienes alguna vez traspusieron aquella puerta.
—Debemos llevar esta acción en el secreto más estricto —insistió machaconamente el profesor—. Los del Vaticano, después de la polvareda que ha levantado la controvertida rehabilitación de la fachada de Maderno, y las críticas que les han llovido de todos los sectores, están muy suspicaces. Y muy alarmados por lo de esta cúpula… Nos han ordenado retocar las pinturas para dar una visión menos desvergonzada e irreverente, en una palabra: más ortodoxa… No quieren polémicas ni escándalos, ni que alguien venga hurgando… ¡Sólo les faltaría ahora lo de la cripta! Se me puede caer el pelo. ¿Me comprenden ustedes?
Durante los días siguientes el padre Cugnoni no pudo dormir enteramente una sola noche; cuando lograba conciliar el sueño, se veía inmerso en terribles pesadillas. Como el profesor Bonechi tanto les había hablado de El Bosco, procuró documentarse sobre él y estudiar las reproducciones de todos sus cuadros. Sí; no le cabía la menor duda de que el pintor de Aquisgrán también estuvo tocado de catarismo, y todas sus pinturas, aparentemente moralizantes, no eran sino una incitación persuasiva a gozar de los placeres de la vida. Lo vio claro en El jardín de las delicias, en Las tentaciones de San Antonio y, de manera palpable, en una de sus composiciones más felizmente concebidas: El carro de Heno. La obra, al parecer, era una atrevidísima transposición del profeta Isaías: Toda carne es heno y toda gloria es hierba de los campos; pero el mensaje verdadero no era el del profeta sino el del Eclesiastés: puesto que la carne y sus placeres son efímeros y el tiempo fugaz… Comamos y bebamos que mañana moriremos. ¿No es eso lo que decía ese faz de sonrisa enigmática, sibilina, que, desde uno de sus cuadros, se vuelve hacia el espectador? ¿No podía ser ésa una de las infinitas caras de Jaldabaoth? Ese rostro, blancuzco, liviano, le surgía en medio de sus sueños, ensueños o alucinaciones, haciéndole burla…
Un día por la tarde, el padre Ostiani le telefoneó.
—La puerta está despejada y libre; y el señor Bonechi impaciente por bajar —le comunicó conciso, como si le transmitiese un mensaje cifrado.
El padre Albertino apenas le contestó con un vale, tan breve como poco entusiasta. A decir verdad, tenía miedo. No podía quitarse de la cabeza sus sueños inquietantes, turbadores, y menos, al doctor Guillem Lodares de Valencia que, como ellos iban a hacer ahora, bajó un día a una cripta endemoniada y nunca más volvió a salir. No, no se trataba de un juego, de una aventura, como parecía tomarlo el profesor; ni de un divertimento curioso, sin mayores consecuencias, como creía el capellán…
Antes de bajar por aquella escalera helicoidal que se abría a sus pies, les advirtió el exorcista de lo peligroso de su excursión.
—Es una incógnita lo que ahí abajo nos aguarda —dijo, echando un sermón—. Pero, a juzgar por lo que nos rodea y por lo que mi propia experiencia me dice, vamos a penetrar en un lugar que aún puede que esté impregnado de energías diabólicas…
—No nos asuste, padre Albertino —le cortó el capellán—. Me parece que es de los vivos y no de los muertos de los que tenemos que cuidarnos.
—No vamos a enfrentarnos ni con los vivos ni con los muertos, sino con Jaldabaoth. Y nadie le desafía impunemente y en vano. Yo sé muy bien lo que digo… No estará de más que vayamos bien pertrechados. —Y dio a cada uno un puñado de sal bendecida, callándose lo poco que le valió al canónigo Lodares.
Se santiguaron los tres, y tomaron las potentes lámparas eléctricas que se habían procurado para la ocasión. El profesor Bonechi iba delante, le seguía el capellán y el exorcista cerraba la fila. Comenzó el descenso. La escalera, garganta de lobo por lo estrecha y oscura, apenas se iluminó con sus luces.
—Dominus regit me, et nihil mihi deerit… Nam et si ambulavero in medio umbrae mortis, non timebo mala: quoniam Tu mecum es (El Señor es mi pastor, nada me faltará… Aunque caminase en medio de la sombra de la muerte, no temeré nada: porque Tú estás conmigo) —recitó el exorcista súbitamente y con voz tan recia, al observar que la densa tiniebla de la escalera no desaparecía, que asustó a los otros.
—Por favor, padre Albertino —le recriminó el capellán, aún con el susto anudado en su garganta—, si ha de rezar, hágalo para sus adentros.
Descendían lentamente, tentando cada uno de los ajustados y resbaladizos peldaños. A medida que avanzaban, la oscuridad se hacía más espesa y sus luces apenas alumbraban más allá de sus propias narices. Los tres advirtieron el extraño fenómeno, pero nadie se atrevió a comentarlo.
—Esta escalera parece no tener fin —dijo con voz trémula, poco alentadora, el señor Bonechi.
—Tres tramos de seis escalones cada uno he contado yo —contestó el capellán, y bien se advertía que no era su intención puramente contable, sino hablar por disipar el miedo.
—Seis, seis, seis. He ahí el número de la Bestia, según el Apocalipsis de San Juan —sacó como conclusión el padre Albertino.
Tres tramos y dieciocho escalones en total no constituían una profundidad excesiva, pero en medio de aquella noche oscura y del espeso silencio, en el que sus pasos, casi ingrávidos, resonaban como tumbas abiertas, parecían marcar el descenso al abismo. Habían llegado al fondo y permanecían apelotonados, sin que nadie se atreviese a avanzar. Dirigían sus lámparas en todas direcciones y sus luces no tropezaban con pared u obstáculo alguno.
—Nunca me imaginé que la oscuridad pudiera ser tan densa —dijo el padre Ostiani, después de un carraspeo para aclararse la voz.
—Es imposible que esta cripta no tenga fin. Lógicamente sus proporciones deben de ser más reducidas que la iglesia, que es pequeña —añadió el profesor.
—La lógica, siempre la lógica. Como si el mundo, y los mundos que hay dentro del mundo, necesariamente debieran caber en la cabeza de Descartes… —rezongó el anciano Cugnoni.
Nadie le replicó, pues tenían conciencia de estar inmersos en no sabían qué sitio, donde los parámetros de la ciencia convencional habían dejado de funcionar. Estaban desorientados, en cualquiera de las acepciones que se quisiera interpretar esa palabra; el miedo, que los atenazó desde el principio, les crecía por momentos. Tampoco nadie quería ser el primero en dar la vuelta y correr escaleras arriba…
—Miren allá —señaló el profesor, como si su dedo fuese visible.
Bien sea por el tiempo transcurrido, bien por otras causas desconocidas, sus ojos se habían acomodado a la oscuridad, aunque no llegaban a abarcar totalmente el espacio.
—¡Es la plomada! —chilló el capellán, sin poder reprimir el atisbo de alegría que le daba ver en aquel misterio envolvente un objeto conocido.
La pesa cilíndrica, de bronce, resplandecía como un ascua de oro suspendida en medio de la tinieblas; sólo al acercarse pudieron comprobar que estaba clavada sobre un altar de mármol, negro como el ébano.
—Un enigma más. ¿De dónde le viene ese resplandor? —comentó el anciano Cugnoni, metiendo instintivamente su mano en el bolsillo y palpando la sal bendecida.
El doctor Bonechi, encandilado, seducido, fue atraído como la polilla hacia la llama.
—¡Cuidado, no la toque, puede ser peligrosa! —le advirtió, demasiado tarde ya, el exorcista.
La plomada, en sus manos, volvió a la oscuridad y a ser lo que era: un peso, un metal. Pero en el altar continuó reverberando un círculo luminoso, como si el Sol se asomara a través de un boquete abierto en la bóveda.
Con recelo y mucha cautela se acercaron los demás. Delante tenían el haz solar, vertical, dorado como un cabello de ángel, que chocaba contra el ara. Su curiosidad los impulsó a levantar la vista, persiguiendo su origen.
—¡Jaldabaoth! —exclamó aterrorizado el padre Cugnoni, apartando los ojos, como si la visión le hubiese cegado.
Los otros, en cambio, quedaron mirando. A través del agujero que, días antes, hiciese la plomada al caer, veían la cúpula como un cielo abierto, lleno de luz… El pantocrátor, cuyos ojos encendidos caían perpendicularmente sobre el altar, relucía lujurioso en medio del Sol, y todas las figuras de personas y animales danzaban y se movían en un torbellino sexual inimaginable.
—¡Apártense!, ¡apártense! —se desgañitó el exorcista, tirándoles de las ropas—. El demonio de la lujuria puede poseerles para siempre… ¿No ven que ése es el cielo donde los demonios copulan con los humanos, engendrando así los monstruos que nos destruyen?
Y mientras lo intentaba, casi inútilmente porque sus amigos habían quedado hipnotizados, dio voces a san Miguel y a todos los santos, esparciendo como pudo la sal que llevaba en su bolsillo.
Los granos bendecidos, arrojados a boleo, brillaron como diminutas estrellas en la noche oscura, y su contacto con las fuerzas del mal desataron una terrible tormenta de relámpagos y truenos ensordecedores como la del día de Pentecostés… El padre Albertino pensó que se había abierto el infierno… ¿Cuánto duró todo aquello? ¿Sucedió físicamente o sólo en su cabeza?
Al despertar se encontraron echados por el suelo, maltrechos; y ahora sí, pudieron ver con horror todo lo que les rodeaba. Un ayyy histérico se ahogó antes de salir de sus gargantas. Incontables momias en distinto grado de descomposición, de pie, vestidas con tocas monacales, los contemplaban con unas cuencas sin ojos y una risa burlona, gélida, que las bocas descarnadas convertían en macabra.
¿Qué había sucedido, en tiempos remotos, en aquella cueva satánica? Aunque el padre Ostiani y el profesor Bonechi se hicieron la pregunta más tarde, pasado el susto, prefirieron olvidar lo ocurrido; sin esclarecer siquiera si lo que les acaeció fue o no real. Tapiaron nuevamente el arco, y su inscripción de porta coeli quedó como recuerdo de una broma diabólicamente pesada. El padre Cugnoni, en cambio, no pudo echar tierra sobre el asunto. ¿Estaban celebrando aquellas monjas alguna ceremonia satánica, cuando una muerte súbita las momificó de aquel modo? Y la comparación con la misa negra, descrita en la Clavis nigra, le venía a la cabeza. Después de darle muchas vueltas, estructuró una hipótesis sobre la escena que le pareció verosímil. En las misas satánicas, que indudablemente se celebraron en el monasterio de Panisperna, la novicia, elegida para la ceremonia, era tendida en el altar, de tal modo que el rayo de luz cayese sobre sus ojos. Mientras veía, alucinada, cómo los ángeles y los humanos rodaban en el cielo superior, copulando de mil modos y formas, el sacerdote la penetraba físicamente, y ella sentía en su cuerpo el poder y goce de Jaldabaoth…
No dejaba de ser una teoría. Sin embargo, el hecho oscuro, embrollado, de las novicias embarazadas estaba ahí, aún sin resolver… ¿Sería el director espiritual el instrumento de Satana-El?
Antes de endosar al demonio aquel asunto, pensó que había llegado el momento de escuchar detenidamente la versión del joven sacerdote, por mucho que las preñadas lo eximiesen de toda responsabilidad. Y lo citó para la semana siguiente. La entrevista, no obstante, nunca llegaría a celebrarse. El confesor apareció ahorcado.
Cuando el padre Albertino fue conducido a su habitación, el cuerpo del desdichado aún pendía de la cuerda, con una silla derribada a sus pies. La escena le recordó inmediatamente aquella otra de Alejandro Ras Suero, capellán de las bernardas, que también fue encontrado del mismo modo. Según había leído en los documentos de la Clavis nigra, el doctor Lodares estuvo plenamente convencido de que el fenómeno de las embarazadas de Valencia se debió a la intervención de impúdicos espíritus malignos y no a la del capellán, como defendían los demás canónigos. Sin embargo, nunca pudo esclarecer los hechos, pues murió trágicamente en el misterioso terremoto que asoló el claustro y la iglesia desorientada de Santa Tecla…
El miedo se apoderó de él, temeroso de acabar como el infortunado sacerdote que tenía delante, o como el deán Lodares, o como tantos y tantos otros que habían querido escudriñar las huellas de Jaldabaoth y seguir su rastro. Se persignó y rezó un breve responso, acompañado en la plegaria por la hermana portera, que lo había guiado hasta allí.
—¿Usted qué piensa de todo esto, hermana? —le preguntó después del último requiescat in pace.
—El padre era muy bueno, un santo. No creo que se haya suicidado.
—¿Entonces? —Y como permaneciese muda—: ¿Quiere decir que alguien lo ha asesinado?
—Yo nunca vi con buenos ojos a sor Paolina…
—Pero, hermana, sor Paolina está lejos de aquí, en Turín…
Por mucho que insistió, la religiosa se encerró en su hermético mutismo, y él quedó más confuso aún.