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La destrucción parcial del obelisco que se levanta en la plaza de San Pedro dio pie a que la prensa, las revistas serias, las seudocientíficas y las sensacionalistas, todas, se ocupasen durante cierto tiempo del suceso de Pentecostés, calificado de misterioso aun por los escépticos más recalcitrantes. El cardenal de Turín, al margen de sus personales investigaciones, también estuvo pendiente de lo que decían unos y otros.

Una de las cuestiones planteadas se refería a la naturaleza de los obeliscos: ¿fueron monumentos religiosos, funerarios o simplemente civiles? Las interpretaciones eran diversas y los argumentos para defenderlas muy dispares.

La primera referencia sobre estos monolitos procedía, según se afirmaba, de Herodoto: Pheros, hijo de Sesostris, habiendo curado de una enfermedad de los ojos, consagró en el templo de Helios dos obeliscos de una sola pieza cada uno, ambos de cien codos de altura y ocho de lado. Muchos egiptólogos aceptaron como válida esa mención del historiador griego e incansable viajero del siglo V antes de Cristo, quien, a su vez la recogió en el Egipto de su tiempo.

Los obeliscos, según la antigua tradición predinástica, nacieron milagrosamente de una piedra sobre la cual se posaba el sol naciente. Eran, pues, monumentos religiosos, dedicados al culto solar, y simbolizaban a Amón, dios itifálico, creador de todas las cosas.

Otros, escépticos, pensaron más bien que no fueron sino gnomons, por medio de cuya sombra los egipcios medían las horas.

Junto a éstos, había quienes los definían como elementos puramente decorativos; de ahí que se encontraran cerca de los pilones de los templos. Algún autor incluso trató de demostrar que tuvieron simplemente una finalidad mecánica. Según esta hipótesis, sirvieron como elementos sustentantes sobre los que se tendieron gruesos cables para la atracción de funiculares. No eran, pues, monumentos, sino aparatos de los que se valieron los arquitectos para elevar las pesadas piedras y construir las mastabas, los grandes templos y palacios… Toda esta literatura abundante y heterogénea poco aprovechó al cardenal.

—¿Por qué no recurrimos al profesor Figueroa Rosso, cuya ayuda solicitaron los arqueólogos de Valencia, cuando lo del santo cáliz?

—No es mala idea —tuvo que convenir su eminencia.

Según constaba en los documentos de monseñor Amantini, muchos años atrás, los profesores Beltrán y Mataix habían acudido a este prestigioso egiptólogo en busca de asesoramiento. Y fue él quien relacionó la inscripción cúfica zahirati, hallada en el pie del santo grial, con un jeroglífico demótico del obelisco vaticano… Ahora la colaboración del jesuita también podía serles de gran utilidad para descifrar la compleja y diabólica historia contenida en la Clavis nigra.

Los documentos que el cardenal y el padre Albertino acababan de conocer habían dormido durante casi cuarenta años en la caja fuerte del exorcista papal: ¿viviría todavía el jesuita en cuestión? Con unas simples llamadas telefónicas salieron de dudas. El padre Francisco Figueroa Rosso vivía, y muy cerca del Vaticano, por cierto: en la casa generalicia de la compañía, en Borgo Santo Spirito. Sin pérdida de tiempo, concertaron una entrevista para aquella misma semana.

El padre Figueroa, hombre corpulento, de cara grande, redonda y con pocas arrugas, les recibió en la sala de la enfermería, sentado en una silla de ruedas que él mismo manejaba a la perfección. Vestía sotana negra, sin alzacuello. Les sorprendió que el científico, de renombre internacional, fuera tan sencillo y espontáneo. A pesar de su edad y sus achaques, mostraba un espíritu joven y gran dinamismo. Como si se tratase de viejos amigos, a quienes ya esperaba, les tendió la mano y les saludó muy calurosamente, sin dejar que los otros se presentasen.

—Bueno, aquí me tienen, motorizado. La quimioterapia a la que me están sometiendo me deja para el arrastre. Ya les habrá dicho el hermano enfermero que tengo leucemia, no sé de qué grado… No, no estoy calvo —cortó la conversación, al ver que el padre Albertino miraba su monda cabeza—. Tenía todo mi pelo, pero antes de que se me cayese a rodales, me la afeité. Se me olvidaba, ayer cumplí ochenta años y hace tres que celebré mis bodas de oro.

El cardenal y el padre Albertino se miraron asombrados de una presentación tan original. Se trataba sin lugar a dudas de una persona muy extravertida y de trato franco, así que inmediatamente creó un ambiente amistoso, confortable, donde los recién llegados se sintieron a gusto.

—¿Qué les trae por aquí? —les dijo. Su eminencia ya se lo había adelantado sucintamente por teléfono. Cuando iba a exponérselo de nuevo, pareció recordar—: Ya sé, ya sé. Si les parece, vayamos a mi cuarto. Estaremos más cómodos y podremos hablar sin que nadie nos moleste.

Dándole a las ruedas con gran agilidad, enfiló por el ancho pasillo de la enfermería hacia el vestíbulo de los ascensores.

Su habitación era espaciosa, muy bien iluminada, con todas las paredes repletas de libros y una gran ventana desde donde se divisaba la basílica de San Pedro. El cardenal se acercó y se quedó contemplando largo rato el obelisco desmochado que se veía enfrente.

—Yo presencié desde aquí todo el aparato terrorífico de ese día —le confesó el jesuita—. Y vi cómo el rayo fulminaba el piramideón. De eso es de lo que ustedes querían hablar, ¿no?

—De eso y de otras muchas cosas —le dijo el cardenal, abandonando la ventana—, ya que los documentos, hallados en la caja fuerte del exorcista papal, vuelven todo más confuso y complicado.

Se acercó a la mesa, detrás de la que se había situado el profesor Figueroa sin abandonar su silla de ruedas. A una indicación de éste, aproximó un sillón y tomó asiento. El padre Albertino hizo lo mismo.

—Entonces, ¿por dónde comenzamos? ¿Hablo yo y les doy mi opinión, o me cuentan ustedes?

Por unos instantes el cardenal quedó indeciso.

—Será mejor que usted nos explique todo lo que sepa sobre ese obelisco —dijo señalando hacia la ventana.

—Para ser sincero, comenzaré confesándoles que el espectáculo que presencié desde aquí, con mis propios ojos, me horrorizó. Después, cuando averigüé con mayor detalle todo lo ocurrido en la plaza, la muerte del exorcista papal… quedé estupefacto. Por mucho que he reflexionado, no encuentro explicación lógica alguna…

—¿Es que las intervenciones diabólicas tienen lógica? —preguntó de un modo incisivo, irónico, el anciano Cugnoni.

El jesuita adivinó su intención.

—Veo que está ansioso por saber si este evento lo atribuyo o no al diablo. ¿No es eso? —Durante unos instantes, permaneció con los ojos cerrados, tratando de moderar su respuesta—. Le diré, padre Albertino, que no es nada fácil pronunciarse. Aunque, por otra parte, tampoco yo soy un experto en demonología. De eso usted entiende más que yo, sin duda.

El padre Cugnoni sabía, pues esa conversación la había tenido muchas veces con monseñor Amantini, que un sector muy significativo de la Compañía de Jesús no creía realmente en el demonio. Nada nuevo y nada de extrañar cuando numerosísimos teólogos, sacerdotes y obispos de todo el orbe estaban en las mismas condiciones.

—Me parece, padre Albertino, que nos estamos desviando de nuestro objetivo —intervino el cardenal Graziani—. Aquí no hemos venido a examinar las creencias del padre, sino a escuchar la autorizada opinión del profesor. Si los acontecimientos que tanto nos importan son diabólicos o no, tiempo habrá de dilucidarlo.

Su eminencia no tenía interés alguno de polemizar sobre la existencia del demonio ni sobre su identidad personal, ni menos exigir una confesión de fe al jesuita, de ahí que cortase por lo sano. El padre Figueroa Rosso no se sintió molesto en ningún momento por la insolencia del anciano sacerdote, que imputó más bien a celo intempestivo que a malicia; agradeció, sin embargo, que el cardenal se pusiera de su lado.

—Como les estaba diciendo —retomó su discurso el profesor—, el fenómeno de Pentecostés me dejó desconcertado, alucinado… Sentí una gran curiosidad por averiguar qué es lo que había ocurrido…

—¿Y ya ha sacado alguna conclusión? —se interesó el padre Albertino, tal vez con la intención de borrar su metedura de pata anterior.

—Hasta el momento he estado desempolvando viejos estudios, recopilando datos que tenía dispersos… —Dio media vuelta con su silla de ruedas y cogió un fichero de la estantería que tenía detrás—. El obelisco de la plaza de San Pedro no es de los más altos, ciertamente. Mide 25,30 metros. El de la reina Hatshepsut en Karnak tiene 34,75. El historiador griego, Diodoro Sículo, habla de algunos que alcanzaban 120 codos, es decir, unos 55 metros…

El padre Figueroa Rosso los atosigaba con demasiados datos «que no venían a cuento», como se excusó en repetidas ocasiones, achacándolo a su deformación profesional; sin embargo, en la práctica, tampoco parecía muy dispuesto a corregirse. Los otros le escuchaban encantados, porque contaba las cosas con apasionamiento y chispa; incluso en las más áridas, sabía despertar interés. No era el típico erudito pedante y plúmbeo que, impúdico, aprovecha la menor oportunidad para exhibirse. Así pues, entre digresiones, siempre interesantes, les fue proporcionando la información: que los obeliscos procedían de las canteras de Assuán; que los artífices, empleando estacas húmedas que introducían en la roca, lograban, al expandirse aquéllas, separar enormes ejemplares de una sola pieza; que en el caso concreto del de Karnak, habían empleado siete meses en cortarlo y diecinueve en pulirlo y acabarlo; que, aprovechando las inundaciones del Nilo, los transportaban al lugar de destino sobre barcos construidos ex profeso, desconociéndose las máquinas empleadas para erigirlos. Les habló de sus caras, ligeramente convexas, y de su vértice, el piramideón. Intencionadamente se entretuvo en esta parte, por ser la que el rayo satánico había fulminado el día de Pentecostés.

—Por el testimonio de Abd-el-Latif, geógrafo árabe del siglo XIII —les dijo, y dándole a su silla de ruedas, se acercó a la ventana, para que desde allí pudiesen seguir mejor sus explicaciones—, sabemos que el piramideón se forraba con láminas de oro puro o bronce dorado y era la parte más adornada y esculpida de todo el monumento… Sin embargo, no es éste el caso del obelisco vaticano que, al igual que el de la plaza de la Concorde de París, tiene su cúspide sin desbastar y presenta una especie de muñón. Bueno, ahora el de París lo han recubierto.

Cerca de la ventana, el profesor tenía instalado un trípode con un potente telescopio, de ésos que igual sirven para escudriñar el espacio celeste como para curiosear indiscretamente las ventanas de la vecindad. Pidió que le ayudasen a ponerse en pie. Con un ojo cerrado y el otro en un extremo del tubo, fue dando a diversas ruedecillas hasta dejar enfocando el artilugio hacia la coronilla del obelisco. Luego de contemplarlo durante unos momentos, invitó a los otros a hacer lo mismo. Primero fue el cardenal el que puso el ojo; luego el padre Albertino, quien por cierto se entretuvo más.

—¿Qué pensaban de los obeliscos nuestros antepasados, como para traer tantos a Roma? —dijo sin dejar de mirar.

El Imperio romano, efectivamente, se había apoderado de la mayoría de ellos, levantándolos en varios lugares de la ciudad. A finales del siglo VI se contabilizaban seis de grandes dimensiones y 42 pequeños, que los bárbaros se encargaron de derribar. La pregunta no era tan baladí como parecía, pues si se tenía en cuenta que en 1877 los ingleses construyeron un buque ad hoc para transportar hasta Londres una de las agujas de Cleopatra, había que tomar en consideración los titánicos esfuerzos de todo orden que los romanos tuvieron que despilfarrar para llevar a cabo semejante hazaña.

—Es verdad que una empresa tan descabellada como ésa, que conjugó descomunales esfuerzos físicos, conocimientos técnicos y de ingeniería para sortear toda clase de obstáculos, no se lleva a término si no se tienen muy buenas razones. ¿Cuáles fueron? ¿Para qué ese derroche de energía? No cabe duda de que los romanos quedaron seducidos por estos monumentos raros y totalmente nuevos para ellos. ¿Sabían con certeza qué eran, cuál era su utilidad, fin y significado? ¿Los levantaron en su ciudad como simples trofeos arrebatados al pueblo subyugado? ¿Quisieron con ello incorporar los dioses del Egipto a su panteón? La pregunta del padre Albertino me la hice yo muchas veces y, honradamente, he de decir que no he encontrado aún una respuesta que me satisfaga plenamente… —Y volvió a insistir sobre las dificultades de la empresa—. Los antiguos romanos no sólo tuvieron que vencer los obstáculos del transporte terrestre y marítimo, sino los del propio alzamiento. Para que se hagan una idea les diré que en 1836, con mayores medios y técnicas, Apollinaire Lebas necesitó para la erección del obelisco de París 480 hombres, innumerables palancas y cabrestantes, diez potentes mástiles y toneladas de cables y pertrechos…

—¿Y qué hay del obelisco vaticano? —se interesó el cardenal, que prefería centrarse en su objetivo.

—Domenico Fontana, arquitecto del papa Sixto V, para ponerlo en pie necesitó 800 hombres, 48 cabrestantes, 140 caballos y un colosal andamiaje de madera. Y a diferencia del de París, que Lebas levantó en un solo día, para el de aquí, Fontana necesito un mes…

—No me refería precisamente a la cuestión de su transporte y complicado levantamiento, sino más bien a sus jeroglíficos…

El padre Figueroa no pudo disimular un gesto de desagrado, apenas perceptible, y a punto estuvo de reprocharle si no le interesaba lo que él decía. Como todo sabio, le molestó que un interlocutor, por muy cardenal que fuera, hubiese valorado tan poco sus explicaciones. Después de unos momentos de silencio, dijo:

—Bueno, ya veo que a ustedes lo que les interesa son los jeroglíficos. —Remarcó la palabra con un retintín de displicencia—. Pues vayamos a ello.

Dio media vuelta a su silla de ruedas y, sin dejar que el cardenal le ayudase, se dirigió con gran presteza detrás de su mesa. Los otros se sentaron de nuevo. El padre Figueroa echó mano a su fichero, sacó algunas cartulinas con notas y las ordenó delante de sí.

—No todos los obeliscos llevan inscripciones como el de Montecitorio, levantado en aquella plaza en 1789 por Pío VI. Los obeliscos del Vaticano, del Quirinal y de Santa María la Mayor, por ejemplo, carecen de ellas. Basándose precisamente en ese hecho, algunos autores, como se ha publicado en la prensa de estos días, los reducen a simples aparatos, ingenios mecánicos para la construcción, invalidando el carácter sagrado, religioso o conmemorativo que la mayoría de los egiptólogos les concede.

—Pero el obelisco de la plaza de San Pedro sí tuvo inscripciones jeroglíficas, como usted mismo demostró…

Al profesor Figueroa Rosso le halagó este reconocimiento del cardenal, y llevado de su vanidad, encubriéndola de falsa modestia, le interrumpió para contar él mismo los hechos. No necesitó echar mano de sus fichas. Se veía que ese tema le apasionó en su momento, y lo conocía y recordaba muy bien.

—Ciertamente. Hace años y, por pura casualidad, como suelen ocurrir estas cosas, encontré en la Biblioteca Nazionale de Florencia un cuadernillo de Giorgio Vasari, que reproducía los jeroglíficos del obelisco vaticano. El pintor los copió con minuciosidad y detalle sorprendentes…

—¿Por qué los mandó borrar Sixto V?

—Veo, eminencia, que su curiosidad se adelanta a mi exposición. —Y sin responderle, le preguntó—: ¿Usted qué cree?

El cardenal Graziani quedó corrido durante unos instantes. Trató de situarse en la época y la piel de aquel pontífice. No era la primera vez que jugaba a este juego, al que con agrado suelen dedicarse los papables, por si acaso…

—Se me ocurre pensar que Sixto V consideraría que el obelisco era un ídolo —le contestó—; y que, para reutilizarlo como pedestal de la cruz, había que raspar los jeroglíficos, borrar todo signo del falso dios al que había pertenecido…

—Eso mismo creo yo —asintió el padre Figueroa Rosso, cortándole la explicación.

Y en vez de ir directamente al texto de Vasari y su traducción, que es lo que los otros deseaban, consideró indispensable facilitarles antes una breve explicación sobre los jeroglíficos. Les habló de Horus Apollo, el primero que intentó descifrarlos. Este autor de la Antigüedad, les puntualizó, interpretó la escritura jeroglífica en sentido puramente figurado, en la que cada signo tenía un valor independiente; ello dio origen a interpretaciones monstruosas… Citó a Amiano Marcelino, del siglo IV después de Cristo, a quien un sacerdote egipcio facilitó la traducción de los jeroglíficos del obelisco que Constantino mandó transportar a Roma… Dando luego un salto de miles de años, les situó en el siglo XVII, en que una nube de egiptólogos, Pierio Valerius, Miguel Mercati, entre otros, dejándose llevar de su propia fantasía, intentaron de nuevo comprender la escritura… Con más detenimiento se detuvo con Zoega, quien en su obra De obeliscis, publicada en Roma en 1797, comentó y recopiló lo hallado en los antiguos escritores…

—Pero fue el gran Champollion el Joven quien, a raíz de la inscripción de Rosetta, halló el alfabeto y la clave correspondiente a la mayor parte de los signos. Él abrió la puerta a la investigación y encontró el camino del desciframiento…

—Y con este método, y las últimas aportaciones científicas, usted descifró los jeroglíficos del obelisco vaticano que copiara Vasari —adivinó el cardenal la conclusión y la deslizó, no sin una pizca de malicia, para abreviar el parlamento y centrar la conversación.

—Eminencia, acaba de suprimir tres o cuatro folios de mi discurso —se quejó con gracia el jesuita—. A veces, sin darme cuenta, me disperso.

El cardenal y el reverendo improvisaron una sonrisa. El padre Rosso colocó de nuevo las cartulinas en el fichero y fue a buscar algo a unos anaqueles que tenía en la pared de enfrente.

—¿Quiere alcanzarlo usted mismo? —le dijo al padre Albertino, señalándole un volumen.

No se trataba del cuadernillo de Vasari de la Biblioteca Nazionale de Florencia, sino de un corpulento estudio que el jesuita había publicado sobre aquél. Abrió el libro. Los otros se acercaron. Cuando tuvo a los dos, puestos de pie, mirando fijamente las páginas desplegadas, les dijo:

—Éstos son los jeroglíficos del obelisco vaticano. —Se detuvo para que los admirasen; luego, en vez de ir a la traducción que sin duda había en alguna parte, se puso a descifrarlos directamente—: Cuando la humanidad comenzó a multiplicarse sobre la faz de la tierra, Jaldabaoth, el más reluciente, y sus ángeles vieron que las hijas de los hombres eran hermosas y, habiéndose prendado de ellas, descendieron al mundo y se unieron a las que prefirieron; y las mujeres les dieron hijos, que pronto llenaron la tierra de maldad y violencia…

El cardenal y el ayudante del exorcista ya sabían, por haberlo leído en la Clavis nigra, que el obelisco vaticano y la naveta del santo cáliz procedían del templo de Heliópolis. Y que la inscripción aparecida en ambas piezas, «el más reluciente», que también se podía traducir por Luzbel, se refería a Jaldabaoth, como el mismo profesor Figueroa Rosso ya había indicado al arqueólogo Mataix, cuarenta años atrás. Si ahora se miraron el uno al otro, llenos de sorpresa, era por el texto concreto que acababan de oír.

—¿No es éste el mismo texto que aparece en la Biblia…?

El jesuita no dejó que el cardenal acabara de manifestar toda su estupefacción.

—Génesis, capítulo 6 —le cortó. Luego, dando por supuesto que sus interlocutores tendrían en la cabeza el texto bíblico, y las diferencias con el del obelisco, les explicó—: Es difícil de interpretar este episodio de la Biblia. El escritor sagrado, sin pronunciarse sobre el valor de esta creencia, se limita a constatar un hecho: la existencia en este mundo de una raza de superhombres perversos… El judaísmo y los Santos Padres han visto en estos hijos de Dios, como los llama la Biblia, a ángeles caídos, a los demonios.

El padre Albertino quedó superado por los cuatro costados con esta explicación.

—¿Quiere decir que los demonios se unieron con las mujeres y tuvieron descendencia?

—Yo no digo nada. El autor bíblico transcribe sin duda una leyenda popular sobre Gigantes, los nefilîm en hebreo, que habrían nacido de la unión entre mortales y seres celestes… Yo me limito a constatar que esa leyenda o creencia queda reflejada en estos jeroglíficos, escritos miles de años antes de que apareciese el Génesis…

El cardenal y el padre Albertino se quedaron mudos durante unos minutos.

—Es todo esto tan extraño… —habló por fin su eminencia—. Antes de lo acaecido el día de Pentecostés, no hubiese tomado en cuenta ni en serio muchas de estas cosas; ahora, en cambio, no sé qué pensar. Estoy hecho un verdadero lío.

—¿Cree usted en el demonio? —soltó de sopetón el padre Albertino, mirando al jesuita.

Éste le devolvió la mirada, observándolo de arriba abajo, preguntándose a quién se le habría ocurrido nombrar exorcista a un hombrecillo con aquella pinta de enclenque y esmirriado, que el diablo difícilmente aceptaría como contrincante.

—Ya me lo preguntó usted antes; pero, como insiste, veo que mi contestación no fue lo suficientemente explícita. —Se quedó pensativo, como buscando las palabras justas—. Si creer en Dios ya resulta difícil para el hombre, ¿qué no será la fe en el demonio? —Y se removió en su silla de ruedas.

El cardenal, que había continuado cavilando por su cuenta, intervino de nuevo.

—Por si esta historia no era ya suficientemente extraña, tengo que contarles un raro hallazgo, que la complica aún más… —comenzó.

Entrelazó sus manos y las deslizó suavemente sobre su vientre, que, gracias a su ejercicio diario y su cuidada dieta, todavía se mantenía moderadamente plano. Luego, pensándolo mejor, se puso de pie y se acercó a la ventana. Los otros, sin moverse del sitio, siguieron sus pasos. Por unos instantes estuvo contemplando en silencio el obelisco desmochado.

—Nos tiene sobre ascuas —comentó el auxiliar del exorcista, que no aguantaba tanto suspense.

—Cuando me acerqué al obelisco —dijo señalándolo—, después de prestar los inútiles auxilios a dom Gabriele, vi, echado por los suelos, la esfera y la cruz. El lignum Crucis y los cinco granos de incienso habían desaparecido del cofrecillo de Sixto V. Entre los restos calcinados sólo encontré un papiro intacto con un texto jeroglífico…

—¿Un papiro con un texto jeroglífico dentro del cofrecillo de Sixto V? ¡Qué cosa más chocante! —se sorprendió el jesuita.

—Naturalmente, encontrar un pergamino protocolario no me hubiese extrañado, pero un papiro con jeroglíficos…

El hermano enfermero llamó a la puerta, interrumpió la conversación y asustó a los tres que, cariacontecidos y ensimismados, parecían estar resolviendo algún arduo problema.

—Perdonen, pero es la hora del padre, y me lo tengo que llevar —se excusó.