14

Tres días estuvo meditando el cardenal Graziani por dónde comenzar su investigación, pues, de entrada, se le ofrecían muchas vías. Decidió que lo mejor sería abrir la caja fuerte del exorcista papal y ver qué papeles había dentro.

La llave la encontró en uno de los cajones de la mesa. Pero la combinación no aparecía en parte alguna, por lo que telefoneó al exorcista coadjutor.

—Monseñor nunca me la reveló, ni yo se lo pedí. ¿Cómo iba a imaginar una muerte tan fulminante y repentina? Dom Gabriele era muy cuidadoso en esas cosas y sumamente reservado… Pero déjeme pensar, y le llamo.

Mientras esperaba esa llamada, el cardenal se arrodilló casi por inercia ante la tabla de San Miguel. ¡Cuántas veces se habrá arrodillado aquí monseñor!, pensó, e hizo un esfuerzo por imaginarse lo que en tales momentos pasaría por aquella cabeza, pues la suya la tenía en blanco. A pesar de todo, tuvo que reconocer que sentía miedo, mucho miedo.

Sancte Michaël Archangele, esto praesidium contra nequitiam et insidias diaboli… (San Miguel arcángel, sé nuestro amparo contra la perversidad y las acechanzas del demonio…).

El timbre del teléfono, que estaba puesto al máximo debido a la sordera de monseñor Amantini, le asustó, cortándole el rezo y la respiración.

—¿Su eminencia, monseñor Graziani?

—Soy yo mismo. ¿Ya averiguó algo?

—Poca cosa. Pero recuerdo que dom Gabriele guardaba la llave de la caja fuerte en su mesa, en el cajón de la izquierda…

—La llave ya la tengo.

—Y mientras daba a las tres ruedecitas de la caja, murmuraba quis sicut Deus! (Quién como Dios). ¿Si eso le sirve de algo?

—¿Quis sicut Deus, dice usted…?

Después de la escueta conversación, su eminencia se repantingó en el sillón del exorcista, echando la cabeza atrás, modo que adoptaba para cavilar. Pronto le surgieron ideas y concomitancias.

La caja fuerte tiene, efectivamente, tres ruedas, se decía, mirándola desde allí mismo. Y su combinación es numérica… Quis-sicut-Deus.

Tomó una cuartilla, y con gran secreto como si quisiera hurtarse de alguien que le estuviese espiando, comenzó a contar con sus dedos las letras del alfabeto latino y transcribir números sobre el papel. Al final aparecieron tres grupos de cifras: 15.19.9.17-17.9.3.19.18-4.3.19.17. Con la nota en su mano se plantó delante de la caja y comenzó a aplicar aquella numeración a cada uno de los discos.

—Q-u-i-s s-i-c-u-t D-e-u-s —silabeó mientras manipulaba, una tras otra, las tres ruedas, traduciendo las letras en números. En sus dedos notaba el tic-tic-tic que daba la lengüeta metálica al lamer las muescas del mecanismo.

Tiró y la gruesa puerta blindada cedió. No había fallado su intuición.

Dentro, como si fuese el armario de una sacristía, aparecía todo muy ordenado. Observó largo rato los legajos y las carpetas. A decir verdad, no tenían el lustre de los libros encuadernados en piel, ni sus lomos estaban escritos con primorosa letra gótica. Ningún códice iluminado, ningún manuscrito valioso, ningún incunable… Mucha pobreza es lo que guardaba aquella caja de seguridad, a no ser que…

¡Clavis nigra! —exclamó, leyendo el lomo de una vulgar carpeta de archivo, y la sacó.

El cardenal de Turín recordaba perfectamente que dom Gabriele, momentos antes de lanzarse al vacío, o de que misteriosas fuerzas lo empujasen, citó ese nombre.

Este cartapacio, se dijo, como si al hablar en voz alta ahuyentase su propio miedo, debe de encerrar el misterioso mensaje de que me hablaba.

Lo tomó y se sentó de nuevo. Durante unos instantes estuvo contemplándolo, concentrado sobre él.

Clavis nigra —repitió el nombre que, en sí mismo, ya constituía un enigma.

Intentaba adivinar qué contenía. Sopesaba los pros y los contras de destaparlo. Incluso barajó la posibilidad de volverse atrás… Por fin, tiró de los cordones elásticos y lo abrió. Sus manos le temblaban.

De una acometida, voraz y atropellada, tal como solía hacer de estudiante cuando preparaba un examen, leyó los documentos, por encima, sin detenerse en las numerosas notas marginales y los papeles añadidos que iba encontrando; sin duda comentarios y reflexiones de monseñor Amantini. Las historias eran tan fantásticas que, de no tratarse de papeles en poder de un exorcista, hubiese pensado que eran apuntes de un escritor para confeccionar una novela de terror. Cerró la carpeta, dejando para luego una lectura más reposada y serena. ¿Asustado? Desde luego tenía motivos sobrados. Los documentos de la Clavis nigra estaban ordenados cronológicamente de abajo arriba, de modo que los más recientes fueron los primeros que ojeó.

Después de un prolongado lapso de tiempo, en que permaneció con los ojos cerrados y la cabeza echada sobre el respaldo del sillón, monseñor Graziani se decidió a abrir de nuevo la carpeta. Tomó el fajo de cuartillas escritas de puño y letra de dom Gabriele, probablemente días antes de la fiesta de Pentecostés; es decir, del terrible Pentecostés que le costó la vida. Las releyó, ahora cuidadosamente:

Esta mañana ha venido a visitarme Paolina Rutelli, monja agustiniana recoleta del monasterio de via Panisperna. Desde tiempo atrás me venía solicitando con insistencia una entrevista, que yo sistemáticamente aplazaba con diferentes excusas, confiando que la monja, al fin, se cansara y desistiese. Hoy, cuando he ido a mi despacho en el Vaticano, me la he encontrado en la puerta. No la conocía, pero al verla me dio la corazonada de que era la monja obstinada y testaruda.

—¿Tenías cita conmigo para hoy? —le he dicho con tono poco afectuoso, por cierto.

—Monseñor, soy sor Paolina, agustina recoleta —me ha respondido con una voz muy agradable, de ésas que seducen inmediatamente sin que uno sepa por qué—. Repetidas veces le he pedido, suplicado, que me concediese una entrevista… No puedo aguantar más. Necesito que arroje de mí el diablo que llevo dentro.

Las monjas de clausura me asustan. La búsqueda de Dios por la vía de la contemplación es tremendamente arriesgada. A veces, en el buceo hacia el interior, estas mujeres, poco preparadas en los caminos de la mística, llegan a confundir ensimismamiento con la percepción de lo divino. Tal confusión entre lo real y lo imaginario puede enfermarlas, hasta convertir sus propios desvaríos en visiones celestes, y sus voces interiores, que no son sino sus propias voces, en verdaderas revelaciones. No es raro que personas como éstas profeticen el día y la hora de su muerte y, ciertamente, se cumpla. Hasta tal extremo alcanza su poderosa imaginación. ¿Cómo distinguir en esas voces interiores cuáles son de Dios, cuáles nuestras e, incluso, cuáles del diablo? No sólo hace falta el don de discernimiento, sino también mucho sentido común, que es la cualidad primera y más importante para los de nuestro oficio.

En mis largos años de exorcista de Roma he tenido la oportunidad de ver y tratar a muchas monjas: nunca encontré a alguna verdaderamente endemoniada o posesa, más bien trastornada. Puede que la lectura de tratados místicos les cree metas inalcanzables, y esa misma frustración las angustie y obsesione de tal modo que les haga ver al demonio por todas partes. A muchas, por no decir a todas, les he recomendado la visita al psiquiatra; a psiquiatras católicos, que conozcan bien el mundo de la mística, porque los agnósticos o ateos pueden causarles daños irreversibles.

Si digo todo esto es para justificar las continuas negativas que di a sor Paolina Rutelli.

Necesito que arroje de mí el diablo que llevo dentro, me suplicó con tono atormentado. Rara vez la persona poseída te dice que lleva el diablo dentro, y menos, que se lo quites de encima. Así que, de entrada, sospeché que aquella monja lo que buscaba era protagonismo, notoriedad. Pero, ya que la tenía delante, procuraría curarla de ese mal.

Sor Paolina es alta, para mujer, y de buena planta. Su cara morena, de un bronceado de mar, aún lo parecía más enmarcada por la blanca toca. Pómulos, nariz y mentón bien dibujados. Tiene unos ojos grandes y negros; párpados de largas pestañas con un tic muy gracioso. Al sonreír, que es con frecuencia, muestra unos dientes pequeños y bien ordenados, pero sin esa blancura contundente de algunas bocas, que molesta. Sin embargo, lo que más me ha llamado la atención han sido sus labios, carnosos y sensuales, que, de haberlos llevado pintados, tal vez hubiesen resultado lujuriosos, irresistiblemente seductores.

El cardenal detuvo en este punto la lectura, acosado por una curiosidad: ¿por qué monseñor Amantini se esforzaba en dar descripciones tan detalladas? La respuesta se la daba el mismo monseñor a continuación.

Si describo todo esto es porque la presencia de la religiosa me excitó tanto como no había sentido nada igual desde mi juventud, y estoy camino de los setenta. Apenas podía dominar mis pensamientos que, una y otra vez, mientras hablábamos, se dispersaban, inquietos, curiosos, por saber qué cuerpo había debajo de aquellos hábitos. Aunque eran holgados y toscos, dejaban adivinar unas caderas, obra de manos de artista, una cintura de palmera y unos pechos cual dos crías mellizas de gacela… Por recurrir al libro santo del Cantar de los Cantares y no transcribir los términos que, en esos momentos, me venían a la boca. Ciertamente, sor Paolina Rutelli tiene una belleza perturbadora. En eso sí que me atrevería a afirmar que es diabólicamente bella. Me sentí atraído, como cuenta la Biblia de aquellos dos viejos que perdieron la cabeza por Susana, cuando la vieron desnuda, bañándose en su huerto. No sé si mi perturbación interior asomó a mis ojos o ella la advirtió en alguna vacilación de mi voz; lo cierto es que me miraba con esa seguridad desafiante que tiene la mujer cuando sabe que uno la ha colocado en un pedestal, y está interiormente arrodillado a sus pies. ¿Tenía sor Paolina, como aseguraba, el demonio dentro, o era el mismo demonio, en forma de mujer, lo que yo tenía delante? Mirándola, me vinieron in mente los escritos de los antiguos padres sobre la mujer y sus artes de seducción. Deduzco, por el tiempo transcurrido, que hablamos de muchas cosas, aunque ahora las recuerde muy confusamente. Eso mismo sirve para medir mi grado de turbación.

—¿Qué mociones sientes para llegar al convencimiento de que estás poseída? —le pregunté, rutinario, apático.

—No sabría explicarme, como tampoco por qué siento ganas de beber. Algunas veces, en sueños, he visto salir de mi cuerpo al demonio.

Sus palabras me parecieron sinceras.

—¿Y cómo es?

—Como yo —me contestó, segura, rotunda, sin dudar.

Tuve que hacer un gran esfuerzo para que no me traicionase el subconsciente y la espontaneidad. ¿Tan bella y seductora como tú?, es lo que iba a preguntar, y me dije mentalmente. Sor Paolina adivinó mis pensamientos. Lo supe porque a partir de ese momento me miraba de manera diferente. Durante un largo rato permanecimos en silencio. Yo, muy avergonzado, por una parte; y por otra, sin poder desasirme de esa mujer fascinante. ¿Estaría tendiéndome una trampa de la que, cada momento que pasase, sería más difícil escapar?

—Eso, como mucho, sería desdoblamiento de personalidad. Y nada tiene que ver con la posesión satánica… —respondí, por salir del apuro—. A los sueños no hay que hacerles mucho caso.

—Monseñor —me dijo, cogiéndome la mano con la espontaneidad que lo haría una niña frágil y desprotegida—, écheme el demonio fuera, antes de que sea demasiado tarde.

Este contacto fue para mí una descarga eléctrica que recorrió todo mi cuerpo, produciéndome un escalofrío rarísimo. Sentí que tiritaba, sudaba mi frente y mis dientes castañeteaban. Sensación que algunas veces experimenté en mis años jóvenes, cuando me embargaba la concupiscencia.

—¡Pero hija! —exclamé, retirando bruscamente la mano.

La religiosa captó sin duda mi estado de ánimo. Y mirándome fijamente, yo diría que con descaro, dejó su mano tendida sobre la mesa. ¿Para que la observase? ¿Para que la tomara? Mano cuidada, dedos largos, sensuales… En ese preciso momento tuve la seguridad de que alguna vez, no sabía cuándo ni tenía la cabeza despejada para recordar, yo estuve con esa mujer. ¿Era ésta la joven de dedos largos y yemas sensuales? No podía ser. Aquella muchacha ya se habría marchitado, y la que tenía delante estaba en todo su esplendor.

Me levanté como pude de mi asiento e hice un esfuerzo sobrehumano para no dejarme llevar de mi concupiscencia y abalanzarme sobre ella.

—Sal de aquí ahora mismo —le dije, señalándole la puerta.

—Monseñor, el día de Pentecostés, el Príncipe de este mundo aparecerá sobre la plaza de San Pedro y hará signos inconfundibles de su presencia. Usted podía y no ha querido evitarlo, como tampoco aquel arzobispo a quien se le rompió la copa de la cena…

—Después de que veamos esos signos, ya hablaremos. Ahora, vete y no vuelvas más.

Sor Paolina Rutelli se marchó, dejando en mí una confusión de ideas, sensaciones y sentimientos. Cuando me pude tranquilizar, intenté poner orden en mi cabeza. Puede que para aclararme lo mejor posible decidiese escribir todo lo que pasó en aquella entrevista.

Sor Paolina no me era una muchacha enteramente desconocida. Me recordaba alguna de las mujeres que conocí en mis años de juventud. Sus manos y sus dedos me causaban escalofríos, con sólo recordarlos… Por mucho que rechazase esa posibilidad, que iba contra toda lógica de edad y tiempo, no acababa de estar completamente seguro. Además, ¿cómo supo ella lo de la copa rota? Ni por sus años, que no alcanzaban aquel tiempo, ni tan siquiera había nacido; ni por su circunstancia local, enclaustrada en un convento recoleto de Roma; ni por el sigilo con que se llevó el caso, podía conocerlo. ¿Tenía dotes especiales para leer secretos, descifrar enigmas? ¿O de algún modo esta mujer era una endemoniada, como ella decía, y estaba más allá de la edad y del tiempo? Me pareció todo incomprensible y muy absurdo…

—Es un error confundir lo inusual con lo abstruso —dijo el cardenal, como si quisiera corregir al exorcista muerto o fuese capaz de aclararle sus dudas.

Una vez más echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Y así pasó un largo rato, tratando de poner claridad y orden donde parecía haber tanta confusión. La entrevista con sor Paolina Rutelli y los hechos narrados, por mucho que se pudiera hacer otra lectura, fueron ciertos y no se podían discutir. Y cobraban un interés extraordinario después de lo acaecido el día de Pentecostés.

—Sin duda, monseñor Gabriele, al contemplar toda aquella escena fantasmagórica de la plaza de San Pedro, se acordó de sor Paolina y de esta entrevista, y puede que se lamentase de no haberle dado crédito —comentó en voz alta, como si él mismo fuese su interlocutor.

Súbitamente le sobrevino una curiosidad. ¿Cuándo tuvo lugar la entrevista? Los papeles que tenía delante no lo decían. Acudió, pues, a la agenda de monseñor, que estaba sobre la mesa, posiblemente donde él la dejó la última vez. La cinta estaba puesta en el sábado 10 de junio, víspera de Pentecostés. A partir de aquí, el cardenal fue recorriendo las páginas hacia atrás, leyendo las notas manuscritas de dom Gabriele. Ninguna le llamó la atención. Por fin encontró lo que buscaba. La última vez que le llamó sor Paolina Rutelli fue el martes 6 de junio. Así estaba claramente escrito: Ha llamado la pesada de sor Paolina Rutelli. Le he dado largas. No había otras notas más precisas.

Está claro que la entrevista se produjo algún día de la semana del 6 al 9 de junio, se dijo, sin saber muy bien qué añadía o aclaraba ese dato.

Por inercia continuó repasando la agenda hacia atrás. Se encontró con un papel impreso doblado, que debía de ser una página arrancada a alguna revista. Por lo amarillento de las dobleces se veía que tenía muchos años. Lo desplegó con cuidado para que no se le rompiera.

Ô là là —exclamó sorprendido—. Esto sí que no me lo esperaba.

La página era de un Playboy o de alguna otra revista de semejantes características, y contenía la reproducción de una joven desnuda. El fotógrafo, un buen profesional, sin duda había sabido iluminar aquel cuerpo y sacarle todo el erotismo que llevaba dentro. Durante unos momentos, más de los necesarios si no hubiese habido complacencia por su parte, monseñor Graziani estuvo contemplando la imagen. Interiormente, pues ahora no lo dijo en voz alta, reconoció que aquella muchacha era bella y terriblemente seductora. Y le vinieron las palabras con que dom Gabriele retrataba a sor Paolina.

—¿Será la misma mujer?

Volvió a la cuartilla en que estaba la descripción. La releyó detenidamente, yendo del escrito a la página de la revista, y estableciendo las comparaciones. Tuvo que admitir que eran la misma persona. Demasiada similitud para que se tratase de pura coincidencia o casualidad.

La muchacha, casi una adolescente, estaba tendida sobre una roca, el mar rompiendo bravío detrás. La espuma aureolaba sus carnes, dándoles un halo de cielo. Las piernas comenzaban con unos pies tan perfectos, que el cardenal sólo recordaba haberlos visto en los ángeles del Quinquecento. Su cuerpo, tensado como un arco, descansaba sobre los brazos echados hacia atrás, de modo que los pechos sobresalían prietos, en todo su esplendor. Apoyada en la roca, la mano abierta con aquellos largos dedos por donde parecía escaparse la sensualidad. Y el ombligo, grande y redondo, pozo profundo en medio de una llanura ardiente; el pubis negro, asomándose por entre las piernas, como sol al amanecer… Desde la página desplegada, la muchacha miraba con ojos ardientes y desafiantes, y su boca carnosa, entreabierta, dejaba asomar la punta de una lengua insinuante y provocativa. ¿Cuánto tiempo se entretuvo el señor cardenal en estas averiguaciones?

Unos golpecillos en la puerta rompieron su embeleso. El padre Cugnoni lo encontró con la mujer desnuda sobre la mesa.

—¿Conoce usted a esta mujer? —le espetó el cardenal, haciendo gala de buenos reflejos, antes de que el otro pudiera concebir una opinión equivocada.

—No sé —dijo, sin apenas haber mirado.

—Encontré este recorte de revista en la agenda de monseñor —constató secamente.

—¿En la agenda de dom Gabriele? —se sorprendió el padre Albertino, poniendo un gesto de incredulidad.

Tomó la fotografía para verla con detenimiento. Volvió a dejarla luego sobre la mesa y negó repetidas veces con la cabeza. Su eminencia dobló la hoja y la dejó en el libro, en la misma página donde la encontró.

—¿Qué hacía ese grabado, nada respetable, desde luego, en la agenda de monseñor? ¿Tiene usted alguna idea, por remota que sea? —Y como el padre mantuviese la boca cerrada, se atrevió a insinuar—: ¿Era dom Gabriele un viejo verde?

—Eminencia —protestó enérgicamente el padre Cugnoni—, hay cosas que no se deben presuponer y menos preguntar, sobre todo si se trata de dom Gabriele, y de dom Gabriele ya muerto.

—Perdone que disienta de su opinión. No estamos juzgando moralmente a monseñor, que en paz descanse, sino tratando de esclarecer cuál fue la causa de su muerte. O mejor dicho, intentamos averiguar unos hechos totalmente anormales, como son los acaecidos el día de Pentecostés, y qué papel jugó el diablo allí, si es que estuvo.

Luego cogió el cartapacio que él ya había leído y se lo pasó al padre Albertino.

—Lea, a ver cuál es su opinión.

¡Clavis nigra! —exclamó asombrado.

—¿Es que nunca le habló monseñor de esta carpeta?

—A decir verdad, últimamente me habló mucho, pero siempre con reticencia y de una manera vaga, imprecisa. No sé si aquí habrá más de lo que me dijo.

Se sentó el padre Albertino en uno de los confidentes que había delante de la mesa donde estaba apoltronado su eminencia, y se dispuso a leer toda aquella abundante documentación.