13

Tal fue el pavor y desorden que se apoderó de los fieles congregados en la plaza de San Pedro la mañana de Pentecostés, que el despeñamiento de monseñor Amantini, reventando contra las losas del suelo, pasó inadvertido. Su cuerpo no fue sino uno más de los muchos que, con la estampida histérica desencadenada, quedaron tendidos y maltrechos sobre el pavimento. Cuando su eminencia Domenico Graziani, cardenal de Turín, y el reverendo Albertino Cugnoni, ayudante del exorcista papal, llegaron a toda prisa junto a dom Gabriele, poco pudieron hacer por él: yacía cadáver. Aunque el vendaval había amainado un poco, todavía dejaba oír sus bramidos, y era lo suficientemente fuerte para remover la lluvia torrencial, barriéndola de aquí para allá en amenazantes remolinos. La plaza, repleta unos momentos antes, estaba desierta y desolada, oscura como la noche, cuando apenas había transcurrido el mediodía. A través de la espesa cortina de agua, los santos de piedra que coronan la columnata de Bernini y la cornisa de la basílica parecían espectros gesticulantes de una ciudad fantasmal.

Al arrodillarse junto al muerto para rezarle un responso, se dieron cuenta de que tenía la frente despellejada y la palma de las manos en carne viva, como si esas partes hubiesen sido cruelmente arañadas por las garras de un animal salvaje o con garfios. Imposible que se hubiese producido tales laceraciones en la caída.

—¿Qué pudo ser? —preguntó el padre Cugnoni, por más que ya tenía la respuesta.

—¿No estará pensando en el demonio? —le contestó su eminencia, que le había leído el pensamiento.

—¿Quién sino le ha podido raspar las manos y la frente con tanta saña?

También al prelado le había pasado por la cabeza esa posibilidad. Como guardase silencio, continuó el otro:

—Manos y frente, partes que a todo sacerdote se le ungen el día de su ordenación, ¿no es así? He asistido a muchos exorcismos y he visto muchas cosas durante todos estos años que he pasado junto a monseñor Amantini… Sé que el demonio odia a las personas consagradas.

El anciano clérigo no quería parecer más sabio que el cardenal pero pensaba que, al menos, en todo lo referente al demonio y su mundo, tenía más experiencia.

—¿Para tan poco aprovecha el santo óleo, que no ha sido capaz de ahuyentar al diablo y evitar esta muerte? —dijo monseñor Graziani con un deje de ironía.

Al padre Cugnoni le pareció aquello una blasfemia.

—¿Ni tan siquiera ahora, en presencia de este muerto, cree su eminencia en el demonio y en sus terribles poderes?

El cardenal, para evitar la mirada de censura e indignación del sacerdote, dirigió la suya al muerto: los ojos desorbitados y sanguinolentos, el espanto y la angustia dibujada en su cara, la boca entreabierta en mueca horrible, de donde parecía que aún corría un hilo de sangre… Un escalofrío recorrió su cuerpo y no pudo evitar echarse atrás, reacción que no pasó inadvertida al ayudante del exorcista.

—¡La lengua! —exclamó aterrorizado el cardenal, señalándola.

El padre Cugnoni también se horrorizó al ver la boca de dom Gabriele y más aún al contemplar no lejos de allí la parte mutilada.

—La lengua de los exorcismos —puntualizó, silabeando—. Es la venganza de Satán.

Llegaron otros funcionarios de la Santa Sede que, temiéndose lo peor, ya venían provistos de una sábana para cubrir el cuerpo del desgraciado monseñor; pero las rachas eran de tal virulencia que se la llevaron tan pronto lo envolvieron con ella. El cardenal se levantó, completamente empapado y, como sonámbulo perdido en medio de la noche, se dirigió hacia el obelisco, descabezado por el rayo, del que dom Gabriele había estado pendiente momentos antes, mostrando una fijación obsesiva. ¿Qué vio en él o a quién vio? ¿Sufriría una alucinación?, se preguntaba de camino, sin hallar sino confusión y no respuestas.

Su eminencia, como tantísimos otros hombres de Iglesia, sentía gran embarazo al hablar del demonio, en quien no creía, y cuando no podía eludir el tema, se refería a él con ambigüedad sabiamente medida. En público no podía negar su existencia, pues ahí estaban las Sagradas Escrituras y el mismo Jesucristo y sus apóstoles que lo atestiguaban. No pudiendo, pues, impugnarlo abiertamente, sin entrar en contradicción con la enseñanza secular de la Iglesia, trataba al menos de hacerlo compatible con la mentalidad volteriana del hombre moderno, que atribuía los demonios de la Biblia a fábulas tomadas de egipcios, caldeos y persas. Así pues, sin confesarlo, optaba por la interpretación que los racionalistas y muchos protestantes ya habían hecho, viendo en el demonio de las Escrituras no a un ser personal sino a la personificación del mal. Otros prelados, más decididos que el de Turín, se atrevían, ciertamente en privado, a aventurar que ni Cristo ni sus apóstoles creyeron en el demonio, sino que, para hacerse entender, se acomodaron a las convicciones de su tiempo.

Al pie del obelisco egipcio aparecía medio fundida la esfera del mundo y partida la cruz que la coronaba. El cardenal sabía que el papa Sixto V, cuando lo mandó erigir, había colocado dentro de aquel globo, encerrada en un cofre de plata, una partícula del lignum Crucis con cinco granos de incienso, testimonio simbólico de la Resurrección de Cristo, y un pergamino cuyo encabezamiento rezaba Christus heri, et hodie, et per universa, aeternitatis saecula (Cristo ayer y hoy, y por todos los siglos de la eternidad), seguido de un texto que, como se acostumbra en los solemnes actos protocolarios, daba fe del día, año y quién levantaba el majestuoso monolito. Todo el piramideón se encontraba desventrado y destruido, y se percibía un recio olor a azufre, que le obligó a ponerse un pañuelo en la nariz. Su eminencia removió con el pie los restos calcinados y, ¡oh sorpresa!, apareció un papiro intacto. Se agachó y lo tomó con gran cuidado, maravillándose de que estuviese seco, a pesar del aguacero que arreciaba. Mayor fue el desconcierto al desenrollarlo y encontrar no un texto latino sino unos jeroglíficos indescifrables, que se diría que estaban escritos a fuego.

Desde el centro de la plaza, donde se encontraba, volvió la vista hacia la basílica y, a través de la imponente cortina de agua, vio que la estatua del Salvador tenía la cruz boca abajo; y rotas, las que llevaban los santos. Demasiadas cosas extrañas e inexplicables para negarse a admitir que algo raro había ocurrido o algún ser maléfico había actuado allí. Pero ¿quién?, ¿el diablo?

Aquella misma tarde el cardenal Graziani pidió audiencia al Papa, haciendo saber a su secretario personal que la urgencia de ser recibido estaba relacionada con todo lo acontecido esa mañana en la plaza de San Pedro. A pesar de que el Santo Padre se hallaba indispuesto, muy afectado, según le dijeron, por la muerte de su exorcista y por la alevosa incursión del diablo en las puertas mismas de su casa, se decidió a recibirle.

El pontífice se encontraba en sus aposentos privados, sentado en una mecedora de lona, regalo de su amigo el cardenal riojano Ángel Somalo, quien también le proporcionaba buenos vinos de su tierra. Allí dormía la siesta y, cosa que sólo conocían los íntimos de su familia, pasaba muchas horas de la noche, pues le resultaba más confortable que la cama. Cuando el cardenal Graziani estuvo ante el Papa, pensó que dormitaba, pues tenía la cabeza profundamente inclinada sobre el pecho; y miró hacia el secretario que le había introducido, preguntándole con un gesto qué es lo que debía hacer.

—Háblele, que Su Santidad está despierto.

Al oírlo, el Santo Padre hizo un esfuerzo por erguir la cabeza pero tan sólo pudo levantar los ojos, a la vez que murmuraba algo del todo ininteligible. ¿Cómo, pues, ha podido pronunciar esta mañana su homilía?, se preguntó el arzobispo de Turín; y cayó en la cuenta de que tan sólo había sido posible por alguna droga suministrada con antelación, y que no eran chismes de palacio lo que corría a este respecto. Ante sus propios ojos tenía a un hombre desvalido, casi un guiñapo de persona, que Dios sabe con qué medios le hacían actuar. El secretario, que entendía bien lo mascullado por el Papa acercó una silla al prelado.

—Háblele, háblele, que Su Santidad le escucha.

A pesar de que la circunstancia resultaba embarazosa, el cardenal Graziani le expuso lo más sucintamente posible el motivo de su visita, y después de darle su propia visión de lo acontecido aquella mañana en la plaza de San Pedro, le rogó que le encargase abrir una investigación. El Papa, sin que se le moviese un solo músculo de la cara, lo observaba fijamente, con mirada penetrante, o bien pudiera ser asustada. Pareció seguir con mucha atención todo el relato.

—Dom Ga-bri-e-le… —dijo en balbuceo lastimero, a la par que dos gruesos lagrimones recorrían su acartonado rostro.

El cardenal Graziani, no sabiendo muy bien si el Papa estaba en plenitud de sus facultades y cómo reaccionar ante situación tan incómoda, miró al secretario, esperando que, por su mayor experiencia, le pudiera orientar.

—El Santo Padre —habló el otro, como si fuese su oráculo— sentía un gran afecto por monseñor Amantini, y su extrañísima muerte le ha afectado profundamente. Ruega a su eminencia que se haga cargo de la investigación y aclare el misterio. Todo con la mayor discreción y sigilo.

A decir verdad, el arzobispo de Turín quedó desconcertado, pues no parecía que del balbuceo del Papa y de sus dos lagrimones se dedujera tal discurso y conclusión. Tampoco puso en duda que, si la Curia romana tenía decidido llevar el pontificado de Su Santidad hasta el final, se gobernase del modo peregrino que acababa de presenciar.

¿Quién era dom Gabriele? Con esa pregunta bajo el brazo salió el señor cardenal de la cámara pontificia, dispuesto a descifrar el misterio demoníaco, comenzando por ahí. Y ¿quién mejor para responderla cumplidamente que el padre Cugnoni, tantos años al lado del exorcista? Para formulársela, esperó a que el cuerpo de monseñor estuviese bajo tierra y se hubiesen celebrado las misas gregorianas por el eterno descanso de su alma. Por cierto, le enterraron sin que mediase autopsia alguna.

El último día del treintenario, después de los oficios, el señor cardenal fue directamente al despacho de monseñor Amantini, situado en el primer piso de los aposentos apostólicos. Estando allí, sentado en el mismo sillón que en vida ocupaba el exorcista del Papa, abordó, sin preámbulo alguno, al coadjutor de monseñor.

—¿Quién era dom Gabriele?

El padre Cugnoni entendió muy bien que su eminencia no le pedía datos biográficos del muerto, sino más bien el historial de su cargo.

—Dom Gabriele accedió a su oficio de una manera muy coyuntural.

—¿Coyuntural, dice? —repitió el cardenal, no acabando de captar muy bien el sentido de la palabra.

—Bueno, quiero decir que su nombramiento fue de lo más peculiar y chocante. —Sin pretenderlo, el padre Albertino había acrecentado la curiosidad del prelado, cosa que no le pasó inadvertida. Tras una pequeña pausa, innecesaria a no ser para subrayar vanidosamente su propio protagonismo, continuó—: Yo no estuve presente, pero dom Gabriele me refirió tantas veces el hecho y tantas otras se lo oí relatar, que casi me considero testigo presencial.

Su eminencia, previendo que la exposición iba a ser larga, ofreció al padre Cugnoni la silla que estaba delante de la mesa; sin duda alguna la que ocupaban los presuntos posesos que pasaban por aquella consulta.

—Ocurrió a los pocos días de su elección —comenzó el padre Albertino su historia—. El Papa era muy nuevo aún en el Vaticano, y para todas las cosas, andaba asesorándose de los cardenales de su entorno. Posiblemente había aprendido, o escarmentado en cabeza ajena, que no se puede ir por libre en estos palacios, por muy romano pontífice que sea uno.

Al cardenal Graziani le pareció de muy mal gusto, y una licencia imperdonable, el comentario que se había permitido. Por el ceño que puso su eminencia, comprendió el padre Albertino que había hablado a la ligera, y trató de rectificar.

—El Papa, a diferencia de su predecesor, muerto de modo tan inesperado, se puso, desde el primer momento, en manos de los cardenales de la Curia. Para quien llega de fuera, es difícil, por no decir imposible, gobernar a sus espaldas. Fue inteligente: confió en ellos… —Miró de reojo al arzobispo por ver si quedaba arreglada la torpeza de antes, y advirtió que el rictus de desagrado no había desaparecido totalmente de su cara; optó por continuar, obviando puntos tan vidriosos—: Como le decía, habrían pasado apenas unos días desde la coronación, cuando el Papa requirió los servicios del exorcista de Roma. Si la petición, en sí misma, ya resultó extraña al personal de palacio, mucho más, por el momento en que la hizo: a las tres de la madrugada. Con toda urgencia levantaron de la cama al cardenal Vicario, que acudió corriendo a los aposentos pontificios, sin saber qué pensar del nuevo inquilino, a quien se le ocurría semejante antojo a tales horas.

—No creo que los comentarios que hace sean de dom Gabriele. Puede ahorrárselos e ir directamente al grano. ¿Para qué requería el Papa al exorcista?

A pesar de la prisa que mostraba su eminencia, el padre Albertino retomó su relato, sin saltarse paso alguno.

—El cardenal Ugo Agliardi —prosiguió su exposición— encontró al Papa envuelto en su bata, inquieto, nervioso, recorriendo sin parar sus aposentos, con las manos detrás de la espalda y el rostro atribulado. ¿Dónde está el exorcista?, preguntó, apenas vio al cardenal. En este momento no tenemos. El titular se murió precisamente en los días de Sede Vacante… se excusó el Vicario. Al menos, insistió el Papa, contaremos con su ayudante… Así fue como dom Gabriele, requerido a los aposentos pontificios, fue nombrado in situ exorcista del Papa, y allí mismo ejerció su cargo por primera vez.

—¿Por qué el Papa ordenó llamar al exorcista? ¿Qué cuestión insoslayable tenía que despachar con él?

Las circunstancias de esta historia cobraban tanto interés que desbordaron el estricto tema del nombramiento. La curiosidad había picado a monseñor, y su impaciencia se había hecho más acuciante. El padre Cugnoni, sin embargo, no cambió su ritmo ni optó por atajos. En su oficio, un dato insignificante, un detalle sin importancia, a veces resultaba de suma trascendencia; de ahí la deformación profesional en su modo de conversar.

—Desde el primer día que tomó posesión de sus aposentos privados —continuó el padre Cugnoni—, el Santo Padre se encontró incómodo en ellos, como si alguien le estuviese espiando. Esa noche concreta, sintió que se balanceaba su cama. Al principio, pensó que eran figuraciones suyas, pues andaba en el primer sueño. Mas, ya despabilado, lo que era apacible balanceo se convirtió en un terrorífico vaivén; tanto que creyó que se trataba de un terremoto. Pero en la habitación nada se movía, sólo su cama. Y le vino a la mente las crueles jugarretas que el diablo infringió al padre Pío, del que tan devoto es.

—¿Fue ésta la razón de solicitar la ayuda de un exorcista?

—Sí. Puede que de manera un poco precipitada… —se atrevió a calificarla el sacerdote.

—¿Y andaba el diablo en todo aquel asunto?

—Yo no soy quién para emitir tal veredicto, que sabios doctores tiene la Iglesia… —dejó caer con socarrona seriedad, de la que los italianos son maestros, y no digamos si han pasado años al servicio del Vaticano—. Por los hechos que se fueron sucediendo después, no cabe la menor duda; al menos, así lo creía monseñor Amantini.

La pieza en la que se encontraban era de dimensiones reducidas, si se la comparaba con los espaciosos despachos que otros dignatarios ocupaban en los palacios apostólicos.

—El exorcista del Papa, por lo que veo, no gozaba de un gran estatus en el organigrama vaticano…

—Monseñor Amantini ya se había quejado en muchas ocasiones de esta desconsideración; y primero se murió que hubiesen cumplido la promesa de promoverle, a él y a su oficio, a un nivel superior. Como el Santo Padre le confesaba de modo confidencial cuando bajaba a este despacho, único que pisaba con cierta asiduidad: tropezaba con demasiados inconvenientes. No corren buenos tiempos para el diablo, decía.

En la estancia, además de la mesa de madera noble, con tapete de cuero orlado con incrustaciones de oro, donde ahora el cardenal y el ayudante de monseñor estaban sentados, había un pequeño retablo, en un extremo. La tabla central representaba a san Miguel, con yelmo y espada flamígera, y, a sus pies, un horrible demonio encadenado. Aquella especie de alcoba era el lugar en que monseñor Amantini llevaba a cabo sus exorcismos.

—Fueron numerosísimos, pudiéndose contar por miles, los que aquí se hicieron… —evocó, emocionado, el anciano Cugnoni—. Los posesos o que creían estarlo, las más de las veces enfermos depresivos, le llegaban de la diócesis de Roma y de Italia y de todas las partes del mundo…

El cardenal Domenico Graziani se levantó un momento a curiosear, por lo que el padre Albertino detuvo su discurso.

—¿Qué es esto? —preguntó el purpurado, apartando un cortinaje que recubría una de las paredes de la habitación.

—En esa caja fuerte están encerrados todos los papeles de monseñor Amantini: casos de endemoniados… secretos que la Virgen o los santos han confiado a algún vidente… Profecías… En fin, ese tipo de materias.

—Profecías relativas al fin del mundo, me imagino —concluyó el cardenal, con un retintín de escepticismo.

—No debería su eminencia tomarse tan a la ligera estas cosas; sobre todo después de que a monseñor Amantini le ha costado la vida —le recriminó con respeto, volviendo a ordenar cuidadosamente los pliegues de la tela que el otro había descompuesto.

—Me decía… —volvió el cardenal a la conversación que él mismo había interrumpido.

—Al parecer, quien movía la cama a Su Santidad fue el alma o el espíritu de su antecesor…

—¿Se refiere a Juan Pablo I?

—Así es. Como su eminencia bien recordará, su muerte no estuvo nada clara. Y, en privado, ¡para que engañarnos!, todo el mundo piensa que hubo un crimen… —Se mordió la lengua demasiado tarde, con la sensación de haberse extralimitado en sus apreciaciones—. Su Santidad, ciertamente, no pensaba que Juan Pablo I anduviera vagando por sus aposentos, como alma en pena… Creía, más bien, que era el demonio quien sacaba provecho de esa circunstancia…

—¿Surtió el exorcismo el efecto deseado? —preguntó el cardenal sin demasiado interés, entre burlón y escéptico.

—Eso pienso yo —contestó ambiguo Cugnoni, levantando los hombros.

A pesar de todo, monseñor Graziani quedó intrigado.