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Una noche, cuando todos dormían, el doctor Lodares, por su cuenta, se dispuso a exorcizar el monasterio, seguro como estaba de que, intramuros, vivían fantasmas y espíritus del mal. Precisamente preferían para actuar esas horas nocturnas, cuando los humanos son espiritualmente más vulnerables. ¿Cómo un hombre débil y cobarde, como era el deán, se atrevía a acometer una hazaña semejante? ¿Cómo se aventuraba a enfrentarse, solo, contra el diablo? Esta misma pregunta se hacía él mientras caminaba con cautela por el claustro monástico, alumbrado por la luna llena que brillaba fría en lo alto, apretando contra su corazón el vaso de la sal que para este menester había bendecido momentos antes. ¿Habría sobrevalorado este sacramental, o quizá habría infravalorado las potencias diabólicas que, cuando se desatan, parece que ni el mismo Dios pudiera apaciguarlas y ponerles dogal? Su falta de experiencia, lo más seguro, fue la que le dio aquella engañosa seguridad…

Con gran devoción había invocado sobre la sal la omnipotente virtud del Dios vivo, verdadero y eterno, para que la convirtiera en criatura capaz de ahuyentar toda potestad enemiga; y la fue derramando por el claustro.

Effugiat atque discedat a loco isto omnis phantasia et versutia diabolicae fraudis, omnisque spiritus immundus, adjuratus per Eum, qui venturus est iudicare vivos et mortuos, et saeculum per ignem… (Huya lejos de este lugar toda visión y astucia del engaño diabólico, y todo espíritu inmundo, conjurado por Aquél que ha de venir a juzgar a vivos y muertos y al mundo por el fuego) —repetía una y otra vez, al depositar un pellizco de sal bendecida al pie de cada columna, convencido de que el diablo, con sólo husmearla, retrocedería despavorido y acabaría huyendo de un lugar completamente envenenado para él.

Al conjuro de la sal, las figuras de los capiteles, que una brigada de operarios había mutilado y encalado cuidadosamente para cubrir sus obscenidades, se revolvieron sobre sí mismas y, quitándose la cal, como quien retira una sábana, mostraron de nuevo sus impudicias. ¿Había sido un espejismo o una realidad? El canónigo no se atrevió a levantar la vista y salir de dudas, sino que, reprimiendo como pudo el miedo que se le apoderaba, acudió a la oración.

Deus, insuperabilis Rex, qui adversae dominationis vires reprimis, trementes et supplices deprecamur ac petimus ut hanc creaturam salis dignanter aspicias ut, ubicumque fuerit aspersa, omnis infestatio immundi spiritus abigatur, terrorque venenosi serpentis procul pellatur; et praesentia Sancti Spiritus nobis ubique adesse dignetur… (Oh, Dios, Rey insuperable, que reprimes las fuerzas de la dominación enemiga, suplicantes y temblando de miedo pedimos que te dignes mirar esta sal para que, allí donde fuera esparcida, haga desaparecer toda infección del inmundo espíritu, arroje lejos el terror de la serpiente venenosa; y que el Espíritu Santo se digne estar presente por todas partes…).

En un momento dado, cuando mayor era su miedo y las palabras sacramentales tiritaban entre sus labios, paralizadas por un pánico que le subía desde la garganta, una nube cubrió por completo la luna y la más espesa oscuridad cayó sobre el claustro; en ese preciso instante sintió un extraño escalofrío que le produjo una corriente de aire al rozarle. Nadie había abierto puerta alguna y, aunque así hubiera sido, ¿qué más daba en un claustro cuyas arcadas no estaban acristaladas y el viento corría por doquier? La ráfaga cortante que le rozó y le congeló los huesos procedía, él estaba completamente seguro, del halo infernal que envuelve a los demonios… ¿Huían o se concentraban?

Finalizada la ceremonia del claustro, y cada vez con mayor temor, procedió a exorcizar la iglesia, depositando en primer lugar un buen puñado de sal bendecida en el umbral. Luego la fue esparciendo por el suelo de la nave, a la vez que recitaba, uno tras otro, los siete salmos penitenciales. El templo estaba lleno de andamios, que los albañiles habían levantado para recubrir y enjalbegar las piedras; la losa de la lauda la habían dejado abierta, como pudo comprobar. No tenía más luz que la pálida que entraba por las vidrieras, y no se atrevía a encender vela alguna, temeroso de que se le apareciesen los demonios lujuriosos que poblaban los capiteles… Se arrodilló al pie del altar mayor y de ese modo permaneció a la espera de que Dios directamente, o bien por mediación de Miguel, su santo arcángel, enviase sus legiones a entablar batalla contra los espíritus malignos que se habían apoderado del monasterio y, a buen seguro, también de sus moradoras. En algunos momentos le pareció escuchar lejanas trompetas que anunciaban la llegada de los ángeles de Dios, incluso se sintió zarandeado por los torbellinos que formaban alrededor. Puede que no fuesen sino imaginaciones suyas, pues, según lo hacen constar los doctores de la Iglesia, es muy difícil distinguir entre éstas y los verdaderos lances demoníacos. El tiempo transcurría sin que ángeles ni diablos hiciesen acto de presencia y el deán comenzó a dudar de haber empleado correctamente los ritos. ¿Podía considerar exorcizada la iglesia sin bajar a la cripta donde se levantaba el ídolo infernal? ¿Lo habrían destruido ya los operarios, como él lo había urgido, o todavía estaría en pie? Fuera como fuese, ese lugar había quedado profundamente profanado por el culto satánico, y sin duda los demonios que le asustaron en el claustro corrieron a refugiarse allí.

Adiutorium nostrum in nomine Domini, qui fecit caelum et terram (Nuestra ayuda está en el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra) —exclamó en voz alta, no tanto para hacerse oír de Dios cuanto para darse aliento a sí mismo, y se dispuso a bajar a la cripta.

Ahora le fue necesario encender una vela, pues al subterráneo no llegaba luz alguna. Con el tarro de la sal en una mano y un candelero en la otra, cruzó de nuevo la nave y, sin detenerse a pensárselo, comenzó el descenso. La poca luz del pabilo apenas llegaba para alumbrar el escalón donde ponía el pie y, más que bajar por una escalera, le pareció que se introducía en la garganta de un monstruo. Recibió en toda su cara una bocanada de aire gélido con un fuerte olor a humedad mohosa. Pensó en Jonás, que fue tragado por una ballena, y en el miedo que debió de pasar; se animó, aferrándose a la idea de que el profeta fue devuelto sano y salvo a la orilla… A pesar de estas devotas consideraciones, no pudo evitar que su memoria le retrajera la muerte del arquitecto y aquellos ojos desorbitados que se le quedaron no por el golpe mortal que se dio, sino sin duda por la horrible visión del fantasma que le empujó; y la muerte del canónigo Crespí, hecho una ascua de fuego, y sus gritos aterradores, y su hedor de carne quemada; y la del arzobispo, agonizando entre vómitos y defecaciones, retorciéndose como un cerdo en el estercolero… En aquel silencio terrible, donde ni siquiera percibía sus propios pasos, la muerte del arquitecto se le representaba como un mal sueño del que no podía desprenderse y se le hacía mucho más horrenda que cuando sucedió; y temió que la bestia satánica que acabó con el profesor saltase de un momento a otro sobre él mismo y le descuartizara. Adiutorium nostrum in nomine Domini, repetía como una fórmula esotérica que le pusiera al abrigo de cualquier maligna asechanza, mientras esparcía por el pavimento la sal exorcizada. Al llegar al altar del monstruo itifálico, que los operarios aún no habían destruido, o no se habían atrevido a hacerlo, temerosos de que descargase sobre ellos la furia petrificada de sus ojos, depositó el candelabro sobre el altar y se dispuso a arrojar sobre la obscena imagen la sal que le quedaba. A la luz de la vela la imagen cobró vida y le miró con aquellos horribles ojos que ahora parecían echar fuego. Al verla, se quedó petrificado, con el brazo en alto. La boca, seca, como teja en tarde de verano; la lengua, falta de saliva, pegada al paladar, sin que le fuera posible articular palabra. Aquellos terribles ojos de piedra le habían hipnotizado, fijando con fuerza sus pies al pavimento. Y fue por ellos por donde le subió lentamente el estremecimiento de la tierra que amenazaba abrirse. Al principio, fue sólo una vibración, mas poco a poco creció en intensidad hasta convertirse en espasmódicas sacudidas, que nunca antes había experimentado. Trató de huir y su voluntad impartió la orden apremiante, pero sus pies, plomizos, no le obedecieron. La diabólica imagen de descomunal pene lo contemplaba con arrogancia y desdén desde arriba, y de repente, abriendo unas enormes alas repugnantes, se inclinó hacia él para estrecharlo contra su pecho…

Las monjas, despertadas por los temblores que acunaban sus lechos y por un fragor tan inusual, abandonaron el dormitorio común y corrieron a la iglesia, esperando hallar allí refugio más seguro. Mientras huían despavoridas, sintieron estremecerse el suelo bajo sus pies y, no encontrando en su memoria experiencia alguna con la que relacionar ese fenómeno, pensaron que era el fin del mundo y que la tierra se resquebrajaba para dejar paso al infierno y a los demonios que lo habitan. ¿Acaso no habían leído cosas semejantes en las vidas de los santos? El susto se convirtió en terror al contemplar la enorme polvareda que ascendía de donde, hasta las últimas Completas, se alzaba la iglesia del monasterio.

Pronto se acercaron al lugar gente del vecindario, desvelada por el inmenso ruido, y los bomberos, y algunos canónigos que no vivían lejos de allí. No, no había sido ningún terremoto, puesto que, como se leería en la prensa de la mañana, ningún aparato del instituto de sismografía había registrado sacudida u oscilación alguna. Transcurridos los primeros momentos de pánico, que coincidieron con la salida del sol, se procedió al desescombro, tarea minuciosa y difícil que tardaría más de una semana hasta llegar a la cripta, donde encontrarían al deán aplastado por un descomunal demonio, llamado Jaldabaoth, como podía leerse en la peana, y cuya enorme mole de piedra, contraviniendo toda ley física, aparecía intacta, sin destrozo alguno. Aquel mismo día, mientras se apuntalaban las pocas paredes y arcos que habían quedado en pie, el azar les deparó otro macabro hallazgo: en la sacristía, la parte del templo menos dañada, encontraron al capellán suspendido de una cuerda, con una silla volcada debajo. Viéndole balancearse aún, los canónigos se figuraron, sin que nadie se atreviese a manifestar su pensamiento al otro, que él había sido el autor de los embarazos, cosa que ya habían sospechado y que, como Judas, el mal apóstol, no pudo soportar su pecado y se ahorcó para poner fin a su tormento.