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El día de Santa Tecla caía el 23 de septiembre, precisamente a menos de una semana, y pensó el profesor Escandell que en tal fecha, siglos atrás, habría tenido lugar la dedicación del templo monástico de las bernardas. Buen momento para repetir los cálculos y mediciones que hicieron las monjas antes de echar los cimientos de la iglesia.

Como le habían explicado los cistercienses de Santa María de Huerta, la fase previa y fundamental de esa antiquísima ceremonia consistía en determinar la orientación del futuro edificio hacia la salida del sol. Por los estudios hechos sobre abundantes templos medievales, se sabía que esa ubicación se realizaba en la festividad litúrgica del titular. Por eso, si se conocía la fecha precisa de la dedicación de la iglesia de un monasterio, se podía observar cómo en ese día la trayectoria del sol coincidía con el eje mayor de la iglesia. Efectivamente, sus rayos entraban por los ventanales del ábside, a la hora de laudes, llenando de bello simbolismo el cántico de Zacarías que en esos momentos se entonaba, cuya primera estrofa alude precisamente a Jesucristo, sol naciente: Benedictus Dominus Deus Israel… quia visitavit nos Oriens ex alto (Bendito el Señor Dios de Israel… porque nos ha visitado el sol naciente desde lo alto). Al atardecer, a la hora de completas, volvía a iluminarse la iglesia con los rayos mortecinos que penetraban a través del óculo o rosetón de la fachada, cuando los monjes, antes de retirarse a descansar, entonaban el Te lucis ante terminum, Rerurn Creator, poscimus… (Antes de que se ponga el sol, te pedimos, Creador del universo…).

Así pues, siempre según lo referido por aquellos monjes, el día del titular se acudía al emplazamiento elegido antes de rayar la aurora y, basándose en los principios de De Architectura de Marco Vitrubio, se determinaba sobre el terreno el punto central del futuro crucero. En ese omphalos u ombligo del templo, donde posteriormente se elevaría el altar mayor, se plantaba una estaca o gnomon y, con el radio previsto, se trazaba una circunferencia alrededor. Al alba y a la puesta del sol, las sombras de la estaca, proyectadas sobre el círculo, marcaban el eje este-oeste o decumanus; la sombra proyectada al mediodía constituía el eje norte-sur o cardo. Así quedaba trazada la cruz cósmica de los puntos cardinales. Uniendo estos puntos en los que las líneas de las sombras habían cortado el círculo, se obtenía lo que se llamaba el cuadrado del cielo, por su referencia exclusiva al sol.

En una segunda operación se trazaban dos círculos desde los puntos cardinales este y oeste, de acuerdo con el canon que establecía la proporción armónica de la planta y el alzado del edificio; de este modo quedaba efectuado el cuadrado de la tierra, que, a diferencia del cuadrado solar, se basaba en medidas humanas. En los puntos de intersección de esas circunferencias se marcaban los pilares del crucero, delimitándose así un espacio cuadrangular. Con estas sencillas operaciones, el cuadrado del cielo y el de la tierra quedaban encerrados dentro de una gran circunferencia, realizándose simbólicamente lo que matemáticamente es imposible: la cuadratura del círculo.

El profesor Escandell, que contaba con las licencias y los permisos necesarios para hacer en la iglesia de las bernardas cuantas comprobaciones creyese oportuno, acudió al monasterio el día 23, fiesta de la dedicación de su iglesia, antes de salir el sol. Nadie había madrugado tanto, ni siquiera las beatas, que no se perdían efeméride alguna de parroquias y conventos. Se sentó en el último banco, debajo del coro, y allí esperó a que las religiosas comenzasen sus rezos. Dada la solemnidad que para ellas encerraba ese día, habían elegido los tonos más floreados del canto gregoriano. En medio del silencio y de la penumbra se hizo la voz, delgada y quebradiza, de la abadesa, que, con pronunciación meridiana, invocaba el auxilio divino. Era la primera vez que el doctor Escandell escuchaba a aquellas monjas y, acostumbrado a las voces cascadas e insípidas de los canónigos y a su salmodia rutinaria y gangosa, la de ellas, tan armoniosa y cuidada, le pareció un prodigio. Los versículos de los salmos, que las monjas se arrojaban unas a otras a porfía, caían abajo como lluvia de pétalos, y el arquitecto escuchaba embelesado, esperando el clímax del Benedictus. Llegó, por fin, el tan esperado canto de Zacarías, y el versículo del Oriens ex alto, momento en que los rayos del balbuciente sol debían penetrar por las vidrieras del ábside; para sorpresa suya, no fue por ahí, sino por el rosetón de la fachada, por donde comenzaron a filtrarse. Desde el punto de vista arquitectónico, el sol naciente entraba por poniente o, lo que era lo mismo, la iglesia había sido construida al revés, orientada hacia el ocaso. Quedó sumamente desconcertado, y ya no atendió al canto que, desde aquel mismo momento, le sonó a seductor y engañoso. La desorientación del templo no podía atribuirse a un error de cálculo, había que pensar más bien, y así lo sospechó, que se había hecho con plena advertencia e intencionalidad. Dentro de la rigurosa disciplina cisterciense aquello no era sólo una aberración arquitectónica, sino una blasfemia hecha piedra. Poco a poco, a la luz primeriza de la mañana, fueron cobrando cuerpo todos y cada uno de los elementos constructivos de la iglesia y los decorativos de los capiteles. Allí también había escenas eróticas, similares a las del claustro. Ahora, sin embargo, ya no le parecieron tan inocentes como tiempo atrás. ¿Qué hacían dentro del templo?

Horas más tarde, cuando la iglesia ya se había cerrado al culto y las monjas andaban en otros menesteres, volvió el arquitecto para estudiarla detenidamente, sin que nadie le molestase.

Tras la cancela de la entrada, se encontraban dos grandes valvas de piedra adosadas a las columnas, una a la derecha y otra a la izquierda de la puerta. El doctor Escandell no hubiese visto nada de particular en ello si no fuera porque encima de esos recipientes del agua bendita estaban esculpidos sendos monos itifálicos masturbándose. Desgastados de tanto sobeo devoto, los muñones que quedaban sugerían unos falos de un tamaño considerable en su origen; hacían pensar, por su ubicación, que el agua que tenían debajo no era sino el símbolo de su esperma derramado. ¿Se transmitía de ese modo un rechazo a la masturbación masculina, considerada como acto pecaminoso por excelencia, o era una de tantas formas de expresión sexual cuyo significado trascendía la moral católica? Difícil pregunta y respuesta difícil de contestar. Sabía muy bien que muchas civilizaciones a lo largo de la historia habían condenado la masturbación con severos castigos, atribuyendo frutos demoníacos al esperma derramado en vano; e incluso el Talmud de Babilonia la penalizaba con la muerte. Sin embargo, para otras culturas, la masturbación estaba aceptada en sus códigos sociales de inicio a la vida adulta, e incluso era practicada como rito religioso para alcanzar un estado místico. En la iglesia de las bernardas no sólo tenía cabida la masturbación masculina, sino que, como vería después, también había algunos capiteles donde aparecían mujeres acariciándose sus genitales con la mano. Quizá quien ideó estas escenas, recapacitó, estaba convencido de que el sexo era la verdad más contundente del ser humano. Que el falo y la vulva, elementos de un mismo binario, son el principio de todas las cosas. De todos modos, ¿con qué interpretación quedarse?

Los capiteles que venían a continuación, a una y otra parte de la nave, representaban a una mujer mordida en sus senos por serpientes. En un primer momento le vino a la mente la doctrina de los Santos Padres que, basándose en la Biblia, condenaron a este animal como principal intermediario del pecado, y, llevados de la misoginia, endémica en la Iglesia, encontraron en él la analogía perfecta de la mujer, la más venenosa de las serpientes. No obstante, se apresuró a matizar, la serpiente del paraíso conserva una desconcertante ambivalencia: es, a la vez, la guardiana vigilante del árbol sagrado y la instigadora del pecado…

El profesor, desdoblándose en dos, discutía consigo mismo, defendiendo razonadamente una posición para pasar, acto seguido, a combatirla con argumentos contrarios; de ese modo, iba matizando y corrigiendo sus propias hipótesis.

El canónigo Guillem Lodares se presentó en la iglesia de Santa Tecla sin previo aviso, rompiendo el ensimismamiento con que el arquitecto estaba estudiando cada uno de los capiteles.

—Ya veo que molesto —dijo, viendo la cara con que el arquitecto lo recibía.

Si aquella inesperada visita invadía indudablemente el ámbito de silencio y concentración del profesor, tan necesario para su investigación, por otra parte le permitía tener cerca a una persona con quien cambiar impresiones; y siempre resultaba menos engorroso discutir con el canónigo, hombre culto, aunque censor exigente y preguntón, que con uno mismo.

—En usted estaba pensando yo, mientras estudiaba esta iglesia, asombrosa por varios motivos… —Y superada la contrariedad del primer momento, le sonrió.

Después le hizo un resumen muy por encima de todo lo investigado, para llegar al punto en que estaba y poder continuar con su trabajo. Dando por supuesto que el canónigo tendría una visión de la serpiente cercana a la que tuvieron los Santos Padres, prosiguió con su discurso:

—En los bestiarios, versiones en lenguas románicas del Physiologus, compuesto en Alejandría en el siglo II después de Cristo, y que en la época medieval eran muy apreciados como tratados didácticos, se atribuían a los animales, reales o ficticios, significados religiosos, como usted bien sabe. Respecto de la serpiente, insisten en su frenesí sexual-amoroso, relacionándola con el hombre carnalmente excitado o con la mujer… —Como viera que el deán torcía el hocico, señal inequívoca de que no le gustaba el tema o estaba en desacuerdo, le salió al paso—: No siempre la serpiente representó el mal. En muchas civilizaciones antiguas fue venerada porque encarnaba la sabiduría divina; incluso para los egipcios, era el símbolo del Creador…

El canónigo Lodares, que no tenía especial interés de que lo considerase un cura carca, abundó en el mismo sentido.

—El mismo Cristo —le interrumpió— la tomó como alegoría de la prudencia, virtud cardinal que ayuda a discernir entre el bien y el mal; y el evangelista san Juan le reconoce un valor salvífico, al establecer una analogía entre Cristo elevado en la cruz y la serpiente levantada por Moisés…

Viéndole tan colaborador, el arquitecto le lanzó la pregunta que, de estar solo, se hubiera hecho a sí mismo.

—¿Cuál de todas esas interpretaciones —le dijo— cabría atribuir a la femme aux serpents del románico francés que, a través del Camino de Santiago, ha penetrado en nuestra península, y que los capiteles de Santa Tecla han copiado tan expresivamente?

El profesor tenía sus dudas, pues si por una parte veía obvio que representase la imagen misma de la poderosa energía sexual, que, convenientemente usada, lleva al hombre a la propia perfección, por otra, tal como sugería su ubicación en el conjunto arquitectónico de las bernardas, se inclinaba más bien a pensar que representaba el espíritu que guarda el camino hacia la divinidad.

Para ver mejor los detalles de los capiteles, inalcanzables a simple vista desde abajo, el doctor Escandell se había procurado un pequeño telescopio que, fijo sobre su trípode, le permitía estudiarlos con mayor comodidad. Así fue como descubrió penes y vulvas estilizados, y flores y plantas que eran, a todas luces, representaciones de los órganos sexuales masculinos y femeninos y, junto con estos relieves simplificados, otros de gran realismo. En el capitel del ábside sur se representaba a un hombre desnudo, acompañado por una mujer que le acariciaba el miembro viril, visiblemente desmesurado. En su homólogo de enfrente aparecía una mujer con toca de monja que, al cogerse las piernas por las corvas, mostraba su pétrea vagina.

—¡Mire! —le invitó, después de hacer los pertinentes ajustes, y mientras el canónigo mantenía el ojo pegado al objetivo, continuó hablando—: ¡Mirad mi sexo!, parece decir. Yo tengo la otra mitad que os proyectará por encima de lo humano…

Oyendo tales reflexiones y el entusiasmo que puso, el doctor Lodares dejó de ojear y prefirió sentarse en un banco.

—Acá tiene un clérigo, levantándose el hábito y mostrando sus genitales. —Le señaló otro capitel cuyo motivo, a simple vista, era fácil de adivinar—. ¿Qué evoca este clérigo exhibicionista? Placer, lujuria, pecado, misterio… Ama y haz lo que quieras, parece decirnos.

—Puede que diga eso —admitió sin convencimiento el canónigo—, pero, por favor, no traiga a colación la máxima de san Agustín, que el santo, a buen seguro, no se refería a esa clase de amor.

Sin hacer demasiado caso al reproche, continuó el otro:

—Al principio de los tiempos, como también lo atestigua la Biblia, las mujeres se acoplaron con los ángeles; pasado el tiempo, los ángeles fueron sustituidos por los sacerdotes… Tal vez ese capitel haga referencia a la desfloración ritual o a la prostitución sagrada.

—El autor bíblico —puntualizó con acritud el vicario capitular— se remite a una leyenda popular, pero no se pronuncia sobre el valor de esa creencia.

—Allá tiene otro clérigo, practicándose una autofelación. En el de más allá, un tonsurado desnudando a una mujer, que muestra unas nalgas voluminosas.

Y fue señalándole, en otras partes, escenas humanas de expresivos coitos vaginales y anales.

Como le expondría el arquitecto Escandell, en aquella mezcolanza de escenas eróticas no le había sido posible descubrir un hilo conductor que las enlazara unas con otras, y establecer así una historia o teoría. Por el contrario, cada uno de los motivos era independiente y constituía en sí mismo una revelación propia e individual…

—¿Qué pensar del ubicuo penis erectus? —Le mostró los muchos que aparecían por toda la iglesia—. ¿Qué mensaje trataron de transmitir los autores románicos con ese falo, plasmado en su estado de máxima tensión, siempre apuntando hacia el firmamento? —Las preguntas no se las dirigía al canónigo que, si bien estaba muy interesado por todo lo relativo a aquel sorprendente monasterio, se sentía azorado de tratar temas tan escabrosos, sino que se las hacía a sí mismo. Continuó dando contestaciones verosímiles—. Ciertamente no fueron ellos los primeros en representarlo. Luciano de Samosata ya refiere que en Siria había dos penes de 54 metros cada uno, en el exterior del templo de Hierópolis. Posiblemente tampoco le dieron distinta significación de la que ya tuvo desde la más lejana antigüedad…

El profesor Escandell sabía muy bien, y se esforzó en convencer al obispo en funciones, que para algunos historiadores la imagen del miembro viril, como la de los genitales femeninos, lejos de significar lo meramente lujurioso simbolizaba la energía sexual creadora.

—Muchos dioses y personajes de la mitología fueron representados por un falo erguido. —Trató de dar naturalidad al tema. Como quiera que, dichas las cosas así, parecería que estaba haciendo un alegato en favor del paganismo, volvió a la Biblia—. Hasta las mismas Sagradas Escrituras muestran un sagrado respeto hacia ese órgano procreador, pues los juramentos solemnes e inquebrantables se establecían poniendo la mano sobre él, como se lee en la vida de los patriarcas Abraham y Jacob.

El tono de su voz denotaba seguridad y convencimiento.

—Cierto —tuvo que convenir el canónigo.

Contando con su anuencia, aunque seca y displicente, al profesor le fue más fácil extraer una primera conclusión de su largo discurso.

—La fuerza viril, pues, era la expresión del principio creador en las esferas superiores… —Con atrevido aplomo enunció como conclusión lo que no pasaba de ser mera conjetura, y continuó—: En el interior del templo románico la línea horizontal, trazada por los capiteles, determina la frontera entre el mundo terrenal de la nave y el celeste de la bóveda. Según la cosmología y el simbolismo arquitectónico románicos, las escenas alegóricas que se representan en el límite superior del muro, debajo mismo de la bóveda, nos indican el camino para acceder al paraíso celestial. El hombre todo pene, que aparece en aquel capitel del ábside, sugiere, por su ubicación, que En el principio era el falo… Los dibujos falomorfos hallados en las grutas prehistóricas, los obeliscos egipcios, los falos griegos en honor de Dionisios, confirman lo mismo. El sexo aparece, pues, como el nexo de unión entre este mundo y el otro, o sea la única vía de vuelta al paraíso perdido. La práctica del sexo constituiría la verdadera sabiduría para alcanzar la perfección humana, inaccesible de otro modo.

La naturalidad y franqueza con que el profesor Escandell abordaba los temas del sexo contrastaba con el malestar y azoramiento del canónigo, acostumbrado a tratar todo lo relativo al sexo con pinzas y en latín.

—Si no he comprendido mal, estos capiteles tuvieron suma importancia, puesto que están plasmados en el claustro y en la iglesia, lugares sagrados por antonomasia. Vamos, que en este monasterio se enseñaría, y se viviría, una especie de Kamasutra a lo cristiano…

—Algo así.

—Eso mismo pienso yo —concluyó el doctor Lodares, matizando inmediatamente para que no hubiese malentendido alguno—: ¿Y le parece eso normal? ¿No ve en todo ello una concepción perversa de la vida, un diabólico camino trazado por el mismísimo Satanás para corromper la fe y las costumbres cristianas y llevar las almas a la perdición?

—Puede. —Por primera vez, el doctor Escandell abría una brecha en su monolítico discurso.

—¿Qué le ha hecho dudar? —preguntó el deán.

—En un principio —se sinceró el arquitecto—, había pensado que todas estas escenas de Santa Tecla, como tantas y tantas que he estudiado en los canecillos, capiteles y gárgolas de otras iglesias románicas, eran una exaltación del erotismo como camino de perfección; al menos, como un canto contra toda represión sexual… Pero al observar la desorientación de la iglesia, sospeché que algo diabólico había en todo ello. Por eso, después de mi empecinamiento y de llevarle durante tanto tiempo la contraria, creo que alguna razón tiene usted al relacionar este monasterio con el diablo…

—¿De qué desorientación me habla?

—Chissst.

Había llegado la hora de Completas. El sol perezoso y soñoliento que penetraba en la iglesia se veía incapaz de ahuyentar la penumbra creciente. En aquel momento en el coro de arriba se oyeron pasos, y eso es lo que el doctor Escandell quiso advertir al deán, torpe de oído. Las monjas comenzaron sus rezos: Noctem quietam et finem perfectum concedat nobis Dominus omnipotens (El Señor todopoderoso nos concede una noche tranquila y un final feliz); luego vino la admonición, que día tras día se repetía al atardecer: vigilate quia adversarias vester diabolus tamquam leo rugiens circuit quaerens quem devoret (vigilad, porque el diablo como león rugiente anda alrededor de vosotros buscando a quien devorar); para concluir, después del canto de los salmos, con el himno Te lucis ante terminum (Antes de que la luz se apague). Cuando entonaron esta estrofa, el doctor Escandell dio un suave codazo al canónigo, señalándole las vidrieras del ábside. Como no cayese en la cuenta de lo que le quería decir, se le acercó lo más posible.

—¿Esta luz no debiera entrar por el rosetón del coro? —le susurró al oído—. ¿Cae ahora en la cuenta de la total desorientación del templo?

El doctor Lodares, aunque eclesiástico, no estaba tan documentado como el arquitecto acerca de las construcciones religiosas medievales y las normas estrictas que seguían los monjes en la edificación de sus monasterios, por eso no valoró la perversidad que podía haber en aquél de Santa Tecla, cuya iglesia, contra toda ley, miraba hacia poniente.

—Y usted sabe, mejor que yo, lo que significa el poniente para las Sagradas Escrituras y la tradición de la Iglesia —concluyó después de haberle repetido, ahora in situ, la explicación que ya le había adelantado antes.

Locus Tenebrarum et umbrae mortis (Lugar de las tinieblas y de la muerte).

Los dos comprendieron, pues, que aquel templo monástico, contraviniendo intencionadamente las leyes de la simbología religioso-medieval, había sido levantado mirando a las tinieblas, cuyo príncipe no era otro que Satán. En este punto, por fin, estaban los dos de acuerdo, después de tantas horas de conversación y discrepancias.

—Desde esa perspectiva, y no como yo antes defendía, habrá que entender estas representaciones pornográficas… —dijo el arquitecto, aún dubitativo.

—Luego, convendrá conmigo, que estas imágenes obscenas no son escenas inocentes de un paraíso perdido, sino una burla sacrílega contra Dios, que almas, engañadas o poseídas por Satán, han esculpido en lugar sagrado…

Mientras los dos cuchicheaban, la luz solar se fue extinguiendo sutilmente, de puntillas, cuando un último rayo vino a dar sobre el fuste de una columna cercana, poniendo de relieve el bulto que hasta ese momento les había pasado inadvertido.

—¡Mire allá! —señaló el arquitecto, sorprendido por el descubrimiento.

Y el obispo en funciones miró el modillón, hacia el que apuntaba el dedo del profesor. La luz del atardecer acariciaba tibiamente la piedra, dando a la parturienta que representaba el color sonrosado de la carne. La mujer, como en otros capiteles, aparecía completamente desnuda y abierta de piernas, pero en esta ocasión no exhibía impúdica su vulva, sino que mostraba la cabeza de un niño naciente. Se levantaron para contemplar mejor el relieve y advirtieron la fealdad monstruosa del rostro del neonato, cuyas desproporcionadas cuencas vacías le daban una expresión terrorífica.

—Se diría que está pariendo al mismo diablo —comentó el deán, sin poder evitar que un escalofrío recorriese su cuerpo.

El clérigo, obsesionado por el demonio, que veía por todas partes en aquel monasterio, quizá había acabado por contagiar al doctor Escandell. Lo cierto es que el profesor comenzó a sentir cierto repeluzno. Así y todo, se atrevió a subir a un banco y palpar con la mano la horrible cabeza que colgaba entre las piernas de la mujer. No esperaba que aquella piedra, en la que estaba esculpida y que tanto contrastaba con el color rosáceo del resto, tuviese un tacto tan desagradable y frío.

—No es de piedra, sino de hierro —se extrañó, a la vez que retiraba la mano como si le hubiese dado la corriente.

Pasada aquella primera impresión, continuó inspeccionando la pieza y confirmó efectivamente que se trataba de una cabeza de metal, hierro tal vez, empotrada entre las piernas graníticas de la mujer. Esta combinación, que en ninguna otra parte del claustro y de la iglesia había aparecido, le sorprendió sobremanera, y así se lo comentó al deán, que desde abajo seguía sus manipulaciones. Luego, al acariciar el rostro del niño, los dedos se le quedaron incrustados en las cuencas vacías de los ojos.

—¡Está muerto! —exclamó asustado, como si hubiera asistido a un parto de verdad.

—¡No iba a estar vivo! —contestó el deán, también nervioso.

Inficionado del miedo del profesor, bien que lo disfrazara bajo aquella burlona contestación, comprendió perfectamente lo que le había querido expresar, y se quedó mirando hacia arriba, sin apenas distinguir nada, dado el creciente crepúsculo.

—Aquí hay una leyenda —anunció después el arquitecto, un poco más tranquilo.

—Será mejor que volvamos mañana con más luz.

No lo decía por la que se podía necesitar para leer mejor, sino porque el miedo y los temores iban en aumento a medida que la noche se echaba encima. Sin hacerle caso, el otro trató de averiguar, ayudándose por el tacto.

Aborto lucis sidere —leyó por fin la frase entera, que antes había estado deletreando.

Ab orto lucis sidere —corrigió el deán, separando en dos la primera palabra, traduciendo a continuación—: Desde la salida del sol. Es un versículo del himno de Prima.

—Es extraño que se aluda a la salida del sol precisamente aquí, en el lugar en que se pone.

El arquitecto bajó del banco, dispuesto a proseguir la investigación al día siguiente.

—¿Qué puede significar esta representación del parto, con esa leyenda que le acompaña? ¿Qué relación puede existir entre la cara horrible del niño y la palabra ab orto? —preguntó al canónigo, seguro de que ya había encontrado alguna conexión con el diablo.

—Me parece que hay una correspondencia espeluznante, pues si la palabra ab orto, separada, en latín significa nacimiento; unida, que es como usted la ha visto escrita, significa aborto.

—¿Aborto del sol? ¿Que el sol nace muerto? —interpretó el arquitecto, sin saber muy bien por dónde iba su propio discurso.

—Algo de eso. ¿Acaso no está la iglesia dirigida hacia poniente, lugar de la muerte?

—No sé si será un prejuicio, o querer ver más allá de lo que bien pudiera ser pura casualidad…

—Déjese de casualidades… Este monasterio está endemoniado, lo presentí el primer día que lo visité —le contestó el doctor Lodares, a la vez que, casi empujándole, lo dirigía hacia la puerta.

—¿Tiene miedo, señor deán?

—Estaré más tranquilo cuando hayamos salido de aquí.

El miedo funciona unas veces como fuerza centrífuga, que te impele a huir de la causa que lo motiva, y, otras, como fuerza centrípeta, que te atrae irresistiblemente, casi a tu pesar. Eso es lo que le pasaba al doctor Lodares con el cenobio de Santa Tecla. Así que, al día siguiente, por la tarde, volvió de nuevo con el profesor Escandell, para continuar la investigación interrumpida la noche anterior.

Después del almuerzo era un buen momento, ya que, hasta el canto de vísperas, cuando las monjas volvieran al coro, el templo permanecería completamente vacío y ellos podrían desenvolverse a sus anchas. Ahora, con más luz, y sosegados los ánimos, sobre todo los del canónigo, pudieron contemplar detenidamente a la mujer parturienta.

—¿Se ha fijado en su boca? —dijo el arquitecto, ya subido en el banco y examinándola muy de cerca.

Efectivamente, aunque el canónigo no pudiera apreciarla tan bien como el otro, se dio cuenta de que la tenía exageradamente abierta, con la expresión de estar exhalando un ay dolorosísimo. Y éste fue el comentario que hizo. El arquitecto, mientras le escuchaba, metió sus dedos; desde abajo, el canónigo veía que manipulaba allí dentro.

—Parece usted un dentista o, mejor, un otorrino. ¿Es que quiere extirparle las amígdalas? —bromeó para alejar el miedo, que adivinaba aleteando cerca.

El doctor Escandell no extirpó las amígdalas de la parturienta, que con paciencia infinita aguantaba sus manipulaciones, sino que de repente experimentó con terror cómo aquella garganta se tragaba su mano.

—¡Aaay! —gritó con mayor fuerza que la expresiva boca de piedra, a la vez que sacaba la mano con toda celeridad y de un brinco saltaba al suelo.

—¿Qué pasa? —preguntó terriblemente asustado el eclesiástico, cuya cara, blanquecina de suyo, se tornó incolora.

—Algo se ha movido ahí dentro —le contestó el otro muy impresionado.

—Explíquese —pidió el deán, sumamente nervioso.

El arquitecto Escandell se sentó en el banco y con un pañuelo estuvo quitándose el sudor, quizá echando algo de teatro a lo acontecido. Luego le contó cómo la boca de la parturienta estaba muy bien cincelada por dentro, tanto que le pareció ver, allá en el fondo, la campanilla; y para cerciorarse, fue a meter el dedo allí.

—Hice presión sobre la úvula y tras ella se fue mi dedo y la mano entera, como si esa mujer tuviese garganta y me la engullera.

—¿Qué puede ser?

Mientras plegaba parsimoniosamente el pañuelo por las mismas dobleces que tenía antes de usarlo y se lo guardaba en el bolsillo, el profesor Escandell se preguntó precisamente eso. Y se dispuso a averiguarlo, aunque ahora examinaría la cara de la parturienta con mayor prevención.

—Ya está —dijo, después de un concienzudo examen visual y a distancia.

Por el tono de voz supo el canónigo que el profesor había resuelto el enigma. Desde allí arriba, sin que nadie se lo pidiera, fue dando la explicación.

—La campanilla no es sino un dispositivo de seguridad que, al presionarla yo, dejó libre esto. —Señaló la cabeza de hierro.

Efectivamente, aquella pieza, tan bien encajada en la vulva de la mujer, aparecía ahora colgando entre sus piernas. Durante un rato los dos guardaron silencio, contemplando lo que sin duda alguna representaba la cabeza de un niño muerto.

Aborto lucis sidere —dijo con cierto misterio el doctor Lodares, dándole vueltas—. ¿Qué querrá decir exactamente esa frase latina carente de sentido? ¿O el parto muerto que se representa le sugirió al escultor la idea de aborto, sin más?

El profesor no le escuchó. Estaba muy enfrascado, tirando de la testa infantil que, para su sorpresa, cedió, aunque con muchísima dificultad, dada la herrumbre de siglos de la cadena a la que estaba sujeta.

—¡Mire!

No hizo falta que llamase su atención, ya que el doctor Lodares observaba atónito cómo la cabeza cedía y colgaba más y más baja, como pesa de reloj. Pero el profesor se refería a una lauda sepulcral que, al tiempo que él estiraba de la cadena, se estaba abriendo en el suelo, junto a la columna, a los pies mismos del deán.

—¡Allá! —le señaló.

Al ver cómo el suelo se abría ante sus pies, al canónigo casi le da un soponcio. Se sentaron en un banco; el doctor Lodares por necesidad, ya que sus piernas le temblaban y era incapaz de tenerse en pie. Pasado el primer susto, se asomaron con todo cuidado, no fueran a rodar allá abajo.

—Necesitamos una vela —sugirió el canónigo.

—¿Seguro que se encuentra bien?

El arquitecto vino al poco con un candelabro, que tomó de un altar. A la luz del cirio, neblinosa y escasa aunque suficiente, la oscuridad de aquel rectángulo cavernoso se fue apartando como si se tratase de una tela de araña. Una escalera de peldaños de piedra les retaba a descender, e intercambiándose una mirada de complicidad, aceptaron tácitamente el envite. Con más miedo que precaución, apoyándose en la pared y pisando firme para no resbalar, bajaron, escalón a escalón, las gradas mohosas de humedad y siglos. Con paso receloso, no fueran a encontrarse con alguna trampa, recorrían la cripta hacia su cabecera, alumbrándose con la titubeante luz que llevaban, cuando repentinamente vieron a alguien o algo monstruoso que se les arrojaba encima. Clavados en el suelo, aterrorizados, sin poder siquiera gritar o echar a correr, temieron que aquel endriago, de ojos belicosos y llenos de sangre, les fulminase con su mirada. Pasado el sobresalto, examinaron lo que no era sino una escultura descomunal de piedra policromada representando a una criatura, mitad hombre mitad carnero, con manos de garra y pezuñas en los pies. Tres cuernos retorcidos salían de su cabeza, y sus ojos, enormemente grandes y expresivos, despedían odio y furor tan sumamente vivos que fue lo que les espantó. Sin embargo, lo que ahora les sorprendía era el descomunal pene en erección que enarbolaba entre sus manos como poderoso cetro real.

—Esta imagen representa sin duda alguna al diablo… —dijo el deán, castañeteándole los dientes, y al cabo de unos instantes comentó—: Nunca vi algo tan horrendo.

—Por lo que veo, aquí se celebraron misas satánicas —comentó el arquitecto, no menos asustado, que sólo de oídas conocía aquellas ceremonias espantosas, donde, al decir de la gente, más de una vez se llegaba a sacrificar niños.

—No le quepa la menor duda —ratificó el canónigo.

Aunque todavía quedaba mucha cripta por explorar, el doctor Lodares mostró prisa por salir, pues el frío, la humedad y el aire enrarecido creaban una atmósfera pegajosa y densa, difícilmente respirable. Más resuelto, el arquitecto, portador de la vela, decidió echar un rápido vistazo por su cuenta.

—Mire esto —dijo como si lo tuviese detrás, y entonces se dio cuenta de que, sin advertirlo, lo había dejado a oscuras.

En la parte del Evangelio aparecían nichos diminutos, reunidos en una especie de columbario; por el suelo, minúsculos ataúdes sin enterrar. Sin pensárselo dos veces, el doctor Escandell los removió con el pie y se desintegraron. Los cráneos, que el tiempo aún no había reducido a polvo, eran excesivamente pequeños. El profesor y el canónigo se miraron desconcertados.

—¡Abortos! —sentenció el doctor Lodares muy seguro de lo que decía, al tiempo que un estremecimiento recorrió su cuerpo—. ¡Vámonos de aquí!

Sin proponérselo, acababa de descubrir lo que los inquisidores del siglo XVII anduvieron buscando sin éxito cuando lo de las beatas de aquel monasterio. Y refirió al sorprendido arquitecto la historia que, a su vez, le había relatado el malogrado archivero Crespí.

—Este monasterio está endemoniado —concluyó—. Hay que destruir los ídolos abominables que se han levantado en la casa de Dios, y luego exorcizarlo todo de arriba abajo.

Sin pararse a averiguar si fue un soplo de viento o el temblor mismo de la mano lo que apagó la vela, los dos corrieron con gran rapidez hacia la escalera, que subieron a trompicones.

—¡Cierre! —ordenó el deán, como si el demonio les persiguiese y tuviera miedo de que se escapase de aquella cueva donde almas pecadoras le habían erigido un templo.

El doctor Escandell, no menos despavorido que el canónigo, de un brinco saltó al banco para tirar con todas sus fuerzas de la cabeza sin ojos, que ahora le pareció terriblemente fea y como si le quemase entre sus manos. Tan fuerte tiró que la cadena enmohecida se rompió y él vino a dar al suelo, con tan mala fortuna que se desnucó contra la esquina de uno de los bancos. En ese preciso instante retumbó por toda la nave el ruido seco de la lauda al cerrarse.

Impresionado por ésta y las otras muertes, el doctor Lodares, obispo en funciones, reunió al cabildo en pleno para informarle de todo lo acontecido hasta ese momento y recabar su parecer, aunque él ya tenía determinado destruir los ídolos de que estaba lleno el monasterio de las bernardas y purificarlo seguidamente con lustraciones y exorcismos. Respecto de la iconoclastia, los canónigos transigieron hasta cierto punto, autorizando tan sólo las amputaciones de aquellos miembros de hombre o de animal itifálico que, por sus dimensiones exageradas, fuesen ofensa manifiesta al pudor cristiano; respecto de las restantes imágenes obscenas, que para el deán lo eran todas, sólo permitieron que fuesen revocadas con yeso y enjalbegadas, pues no eran ellos quiénes para echar a perder obras de tanto mérito y antigüedad.

—¿A esos ídolos de Satanás llaman sus ilustrísimas obras de arte? —se indignó el deán—. ¿O es que están ciegos y no ven las trazas del diablo en todo lo que les he contado?

Los canónigos, si bien es cierto que habían recibido el bautismo y el orden sacerdotal, sacramentos cristianos que según la Santa Madre Iglesia imprimen carácter indeleble en el alma, no lo era menos que, como hijos del Mediterráneo, llevaban en sus genes el paganismo pragmático y sensual de sus antepasados. Y así, cuando el doctor Lodares, encolerizado, puso sobre el tapete como prueba irrefutable de posesión diabólica los embarazos de las monjas bernardas, algo avanzados, por cierto, no logró convencer a nadie sino más bien suscitar sonrisas escépticas y burlonas.

—¿Por qué buscar la autoría de tales hechos en seres espirituales impúdicos y no dirigir las pesquisas más a ras del suelo? —dijo alguien.

La sugerencia, juego de palabras más bien, provenía de un joven canónigo, y los demás estuvieron de acuerdo. El deán se sintió solo e incomprendido, pero continuó empecinado en defender su tesis de que el demonio estaba enrocado en el convento de Santa Tecla desde hacía siglos, y ahora despertaba de su infernal sueño.

—Lo único que debemos hacer es echar tierra sobre lo de las bernardas y, cuando paran, pasar las criaturas a la beneficencia que está enfrente —concluyó, pragmático, otro canónigo, y muchos fueron de su parecer.

—¿No creen que es el espíritu maligno quien las ha embarazado de forma diabólica? —insistió el deán, escandalizado por el escepticismo y la conducta tan frívola que mostraban sus colegas.

El modo como le miraron, sin gastar palabra para responderle, fue respuesta más que elocuente, y como ya le habían apuntado antes, las investigaciones debía dirigirlas hacia el capellán Alejandro Ras Suero.