Ya restablecido de su enfermedad, lo primero que quiso acometer el doctor Lodares fue el asunto de las bernardas de Santa Tecla. No hay que dar tregua al Maligno, aunque en ese empeño me vaya la vida, se dijo, dándose ánimos. Y pensó que los arqueólogos, que le habían sido de gran ayuda en lo del santo cáliz, también podían serlo en el estudio y la averiguación de aquellos descaros de que estaban llenos el claustro y la iglesia monacal. Llamó, pues, a los profesores Beltrán y Mataix y les expuso su plan, guardándose muy mucho de abrirles por entero su pensamiento.
—Usted lo que necesita no son nuestros servicios —le contestó el doctor Mataix, al entender que les proponía una investigación científica y profesional—, sino los de un arquitecto especializado. Y para el caso concreto que nos ha descrito, tenemos uno que ni pintado.
Así fue como el señor deán oyó hablar por primera vez del doctor Escandell, cuyo saber tanto le ponderaron los otros.
—Es un católico practicante —subrayó el profesor Beltrán, sabiendo que ese dato proporcionaría al canónigo mayor tranquilidad.
Días después, el señor Escandell fue citado a palacio y se entrevistó personalmente con el doctor Lodares, quien le puso al corriente del monasterio de las bernardas.
—¿Una iglesia románica en Valencia? —se sorprendió en extremo el arquitecto, y a punto estuvo de soltar un categórico imposible, pero se reprimió por educación y dijo, en cambio—: No sabe cuánto me gustaría conocerla.
Y sin pérdida de tiempo, se fueron a visitarla aquella misma mañana.
Apenas atravesado el corredor abovedado, dieron de bruces con el claustro, una joya arquitectónica, según lo calificó el profesor Escandell, deslumbrado al ver un ejemplar del más puro estilo románico perfectamente conservado.
—Un claustro magnífico, un juguete de ensueño. —Se esforzaba, sin éxito, por encontrar adjetivos con que describir y evaluar la maravilla que contemplaban sus ojos.
El claustro era de dimensiones reducidas, lo cual, si por un lado le restaba majestuosidad, por otro, lo convertía en una cuidada pieza de orfebrería.
El señor Escandell, embebido como estaba contemplando los diversos componentes arquitectónicos, se olvidó por el momento de que lo verdaderamente sorprendente y excepcional era que esa maravilla se encontrase allí. También él, igual que hicieron el señor canónigo y sus colegas cuando lo visitaron, se puso a escudriñar los capiteles con gran atención y, por lo que se reflejaba en su rostro, el fisgoneo morboso se mezclaba con el interés profesional. El vicario capitular, por decoro, se abstuvo de curiosear, no fuese a malinterpretar el otro; esperó pacientemente sentado en el podio, apoyada su espalda en una de las pequeñas columnas, mientras leía el breviario, sin que pudiera evitar continuas distracciones. Capitel a capitel, el profesor Escandell los fue recorriendo todos y, aunque no era la primera vez que veía motivos eróticos esculpidos en lugares sagrados, le llamó la atención la viveza y realismo, no exentos de una maliciosa provocación, con que el maestro cantero había sabido captar el momento culminante de cada escena.
—Es difícil representar en escultura, y más en un capitel, el instante humano, sobre todo cuando ese instante está lleno de pasión y vida. Nunca había visto cosa igual. Todos los actos eróticos que aquí se representan…
—Actos obscenos, más bien. ¿Para qué andarnos con equívocos? —corrigió el señor deán, subrayando la frase con autoridad de inquisidor, y cerró su libro.
—Como quiera —respondió el arquitecto, aturdido, a quien le acababa de cortar la palabra y la inspiración de un solo tajo.
El doctor Lodares, enfurruñado, se preguntaba qué entenderían los arqueólogos Mataix y Beltrán por católico practicante, pues el profesor Escandell, recomendado como tal, más bien le parecía un católico sospechoso, con tufillo protestante.
—¿Qué me dice de todas estas cosas? —pidió su opinión, a la espera de que confirmase su propio parecer.
—Muchas son las hipótesis que se podrían formular sobre el particular. —Escaldado por lo de antes, procuró hablar en términos generales y ampararse en la autoridad de los libros—. Para algunos estudiosos, todas estas escenificaciones sexuales no serían sino la burda crítica que el pueblo, valiéndose de los maestros canteros, hacía a los monjes y sacerdotes…
—Nunca hemos sido comprendidos —suspiró el canónigo.
El arquitecto no le hizo mucho caso y continuó.
—Los curas y los frailes siempre fueron considerados como personajes obscenos que, predicando a los otros la continencia y la castidad, se dedicaban a la lujuria. ¿Ha leído el Decameron de Boccaccio? —Y miró de reojo al doctor Lodares.
Como viera la cara de pocos amigos que había puesto, quiso que le quedase bien claro que no se trataba de una opinión personal.
—¿Nuestra mejor literatura erótica no se debe a curas fornicarios? Como muestra, ahí tenemos al Arcipreste de Hita —enfatizó, convencido de que su pregunta no tenía vuelta de hoja—. Es posible, pues, que todos esos desnudos y representaciones lúbricas que contemplamos sirvieran para ridiculizarlos… Otros investigadores pretenden ver en esos capiteles, canecillos y gárgolas, un cántico sensual a la vida. Aseguran que los mismos monjes esbozaron una especie de catecismo didáctico, recreándose en las mil formas y maneras de gozar del sexo…
El doctor Lodares, a quien la sola palabra sexo inquietaba, hacía rato que mostraba su malestar. El arquitecto, por su parte, tratando de reforzar su objetividad insistía en el asunto.
—He de decirle que en la Biblioteca Nacional de Madrid hay manuscritos, de claro origen oriental que, a pesar de que los eruditos los datan en el siglo XIV, los consejos sobre el sexo que allí se recopilan suponen un cúmulo de saberes medievales mucho más antiguos. Describen con minuciosidad las distintas posturas de la cópula, dan recetas para ejecutar bien el coito, fórmulas y brebajes para prolongar la erección… ¡Verdaderos catecismos!
El doctor Lodares hubiese sufrido pacientemente el largo y farragoso parlamento del otro, pero, disgustado por el desparpajo y el lenguaje crudo que empleaba, no pudo contenerse y, de haber tenido una mesa delante, hubiese mostrado su indignación dando un gran puñetazo. Se contentó con cortarle, levantando la voz.
—Ciertamente, un catecismo, por emplear la palabrita que a usted le gusta utilizar —recalcó—. Pero un catecismo de la lujuria y la desvergüenza. Eso es pura y simplemente paganismo, y del más degradado.
—Yo no diría tanto, ni lo afirmaría de manera tan categórica. —Se mostró conciliador el arquitecto—. Lo que pasa es que algunos cristianos del Medievo intentaron, de esta manera festiva, contrarrestar las corrientes lóbregas que habían hecho del Evangelio una religión triste, donde todo era pecado e infierno.
—Ahora resultará que hablar de castidad es una manera lóbrega de entender el Evangelio. ¿Es eso lo que usted ha querido decir?
—Yo no he dicho eso —se molestó el doctor Escandell—. Lo que pasa es que algunos cristianos, posiblemente, se sentían más cerca del pragmatismo del Eclesiastés que del sentir de los Padres de la Iglesia. —Y le citó de memoria—: No hay mayor felicidad para el hombre que comer y beber, y disfrutar en medio de sus fatigas. Que también eso viene de la mano de Dios.
Que el arquitecto Escandell hubiese mostrado tanta manga ancha, citado de memoria un pasaje del Eclesiastés y hablado con esa petulancia de la Biblia, le confirmaba que debía de ser luterano o, por lo menos, filoprotestante, lo que él ya había sospechado. ¿Cómo un auténtico católico, como Dios manda, se hubiese atrevido a discutirle su parecer, amparándose en las Sagradas Escrituras?
—Esa explicación no me convence de ningún modo. ¡Paganismo! ¡Puro paganismo! —dijo, escupiendo con rabia las últimas palabras.
—Ciertamente, ésa es la tesis de otros eruditos —dio la razón al canónigo y, tomando su dicterio como punto de arranque, el doctor Escandell, obstinado, reemprendió la exposición—. Según éstos, las representaciones eróticas serían testimonio de que durante toda la Edad Media el paganismo continuaba vivo debajo de la religión cristiana, asimilada de manera formal y poco profunda.
—Por el tono con que lo ha dicho no parece que pregunte, sino que lo afirme.
—Yo no afirmo ni niego nada. Ahí están los hechos —insistió el arquitecto, discutidor incansable y tenaz, con la ventaja añadida de que no se enfadaba nunca—. Sea como fuere, lo cierto es que los cristianos de los siglos XI, XII y XIII, a pesar de tanta reglamentación condenatoria del sexto mandamiento, a pesar del Juicio Final y de los tormentos del infierno esculpidos en los tímpanos de las catedrales, no tuvieron una vida sexual aburrida ni enteramente sometida…
—Panorama totalmente desolador. Paganismo y más paganismo.
—Efectivamente —convino el arquitecto, aunque disentía de la interpretación peyorativa que el otro daba a la palabra—. Pecaban todos: hombres y mujeres, nobles y vasallos. Y el clero en pleno: obispos, presbíteros, diáconos y frailes… El alma pagana del pueblo, mi querido señor deán, aflora con fuerza en ciertos momentos de la historia, como éstos del románico.
—Admiro su erudición, doctor Escandell, pero ciertamente no sé adónde quiere usted ir a parar.
El canónigo miró con reproche al arquitecto sabihondo, como si la teoría que acababa de exponer, indudablemente con excesiva verbosidad y apasionamiento, fuese una elaboración suya.
—¡Al paganismo! —respondió escueto. Y no se detuvo a aclararle la duda, seguro de que al final de su exposición todos aquellos descaros, como designaba el canónigo las representaciones eróticas que invadían el claustro de Santa Tecla, le quedarían, si no exhaustivamente desentrañados, al menos esclarecidos. Así que continuó su explicación—: La influencia de la Iglesia en pro de las buenas costumbres del clero, que es lo que aquí nos interesa, fue nula o de escasa eficacia —afirmó con determinación—: a pesar de las severas leyes y reiteradas condenas que se dieron en sínodos y concilios, continuará vivo el adulterio, la bigamia, la prostitución, la necrofilia, la sodomía, el amancebamiento, el bestialismo, la barraganería… sin dejar fuera ningún modo humano de expresión sexual que hoy conocemos. La sociedad estaba totalmente paganizada, sin excluir el estamento religioso y el clero. Si tenemos en cuenta, pues, todos estos datos históricos, comprenderemos la riqueza de experiencias sexuales de aquella época e, incluso, la libertad que había en ese campo. La gente sabía gozar, y conocían todos los medios de proporcionarse placer. Las esculturas románicas, aunque toscas, son el producto y el testimonio de esas vivencias.
Por un momento, el doctor Lodares se había desconectado del discurso del arquitecto, demasiado largo y reiterativo, para concentrarse de nuevo en lo que los había llevado allí. Trató, pues, de reconducir la conversación.
—Las acusaciones formuladas en aquellos siglos a los eclesiásticos libertinos, mujeriegos y tabernarios son ciertamente abundantes —reconoció el deán—, lo que permite obtener una idea clara de la diferencia que existía entre el ideal de clérigo y la realidad. Sin embargo, las alusiones a la conducta de las monjas son escasísimas… Quizá mantuvieron una conducta más recta…
—De ningún modo —contestó sin asomo de duda el profesor Escandell—. Tenemos documentos del siglo XIII que denuncian los estragos causados en los conventos, al pernoctar religiosos con monjas jóvenes en habitaciones privadas. El caso no debía ser esporádico, pues ya en siglos anteriores aparecen cánones conciliares, estableciendo la estricta separación entre frailes y monjas, condenando con duras penas a los infractores. La disciplina interna de los conventos femeninos había decaído poco a poco hasta el extremo de que también se habla de monjas viciosas y preñadas…
Al oír lo de las monjas preñadas, el deán interrumpió a su interlocutor:
—Usted ha demostrado con creces ser un erudito en la materia, aunque no comparto plenamente sus interpretaciones por parecerme excesivamente grotescas, incluso rastreras. Según tengo entendido, usted es una persona católica y practicante y, sin embargo, para nada ha nombrado al demonio, agente de todo pecado, y más cuando se trata del vicio de la lujuria. En todas estas escabrosas escenas —señaló los capiteles del claustro— ¿no adivina su presencia? ¿No será él, en estas piedras y en la vida real de los que aquí moraron, el verdadero protagonista, adoptando la forma de varón para forzar a las religiosas?
El doctor Lodares no dudó en ningún momento de que el arquitecto fuese un hombre inteligente, pero de ideas filosóficas y religiosas confusas, que citaba cánones y concilios, cogidos de aquí y de allá, y mal digeridos. Quizá había leído demasiado, sin ton ni son, y careciendo de una sólida formación escolástica, se había armado un lío. A su entender, estaba abordando el tema del monasterio con una superficialidad alucinante.
—¿A cuento de qué vienen todas esas disquisiciones sobre la bondad de la fornicación? —prosiguió—. ¿Por qué se resiste a admitir, sencillamente, que todas las imágenes obscenas esculpidas en el claustro son obra de Lilit, el espíritu maligno de la lujuria, que tal vez aún anda suelto y a su aire por este monasterio endemoniado?
El arquitecto, al escuchar el razonamiento del canónigo, se quedó de piedra y mudo como las que les rodeaban.
—¿No me ha comprendido? —le interrogó, al verle tan desconcertado.
El doctor Escandell, sin contestarle, inició lo que al deán le parecería una más de las muchas reflexiones que ya había aguantado.
—En los monasterios se materializó el saber medieval —dijo, sin poder desprenderse de su tono didáctico y profesoral—; y desde la piedra más humilde hasta la bóveda más sublime, todo tenía su razón de ser y ocupaba su lugar exacto, según cálculos y principios trascendentes. El claustro y el templo, los muros, las columnas con sus fustes, el suelo y el techo, el altar, los elementos estructurales de la fábrica y los decorativos de los capiteles guardaban un significado estricto. Las representaciones sexuales no podían escapar a estas leyes. —Detuvo aquí su discurso y miró de soslayo a su interlocutor, a la espera de que asintiera a lo dicho; como no lo hiciera, continuó—: Y yo me pregunto, ¿qué interpretación les hemos de dar, estando, como están, esculpidas en cada uno de los capiteles de este claustro?
Tanto el arquitecto como el doctor Lodares sabían muy bien que para benedictinos y cistercienses el claustro monástico estaba repleto de simbolismos. Por una parte, representaba la futura Jerusalén celeste, a la que los monjes aspiraban llegar un día; y por otra, el paraíso perdido, a cuya reconquista debían dedicar cada minuto de su vida. El profesor había hecho su pregunta en ese contexto. El deán la había captado perfectamente, pero temía que comenzara a desbarrar, como solía; así que le pareció más oportuno llevar la conversación por otro derrotero.
—Evidentemente que en el monasterio todo está repleto de significado y simbolismo —convino en lo que el doctor Escandell había dicho, y abrió su propio discurso—. Como diría el dominico Durando, pictura et ornamenta in ecclesia sunt laicorum lectiones et scripturae (las pinturas y los adornos de las iglesias son las lecciones y las escrituras de los laicos).
—No sé qué tesis pretende demostrar —ahora era el doctor Escandell quien se quejaba.
—Intento decir que las imágenes y las pinturas tenían, en un principio, una finalidad pedagógica: servían para adoctrinar a los humildes y analfabetos, pero no sólo eso; también fue un arte para cultos, como podían ser los monjes. Sin embargo, con el paso del tiempo se deterioraron, tomaron las formas más feas y caprichosas… San Bernardo de Claraval censuró a los cluniacenses por la abundancia de imágenes superfluas que adornaban los capiteles de sus claustros, que sólo servían para que los monjes se deleitasen en ellas en vez de solazarse en la lectio divina. Por eso las prohibió tajantemente en su regla, y quiso que las iglesias y los claustros de sus monasterios fueran de piedras desnudas. ¿Qué hubiera dicho de estas representaciones que aquí tenemos, completamente obscenas y pecaminosas?
—Precisamente el hecho de que estas escenas, obscenas y pecaminosas, como usted dice, estén esculpidas en el claustro, auténtico paraíso, en propias palabras de san Bernardo, ¿no nos debería hacer pensar en la posibilidad de una lectura distinta?
Y le señaló la fuente, que, bajo un templete, estaba en una de las esquinas del claustro, no lejos del refectorio, y el corpulento árbol del centro, cuyas ramas trepaban hacia el cielo; la fuente y el árbol eran elementos simbólicos que recordaban inequívocamente el Jardín del Edén, descrito en el Génesis.
—Ahora soy yo quien no comprende —se excusó el canónigo, deteniendo el paso.
Durante todo el tiempo habían estado deambulando por el claustro arriba y abajo, parándose para observar algún detalle, según lo demandaba la conversación.
—Por el lugar que ocupan estas imágenes eróticas en el cuadrado mismo del paraíso —el profesor se asomó al cuidado jardín, lleno de color y de luz—, es difícil creer que los monjes representasen algo pecaminoso; sería más lógico pensar que con ellas mostraban el camino para alcanzar la felicidad celestial. La vía de acceso a la realización suprema pasaba por el desarrollo armónico de todas las facultades humanas, incluyendo la práctica de la sexualidad…
El deán se echó las manos a la cabeza, de manera muy teatral, para significar la barbaridad que acababa de oír y expresar su radical desacuerdo.
—Cada uno de esos capiteles —le replicó con indignación mal contenida—, sea de quien fuese la mano que los esculpió, lleva la firma del diablo. No sé por qué usted se resiste a admitirlo. Una a una, todas esas escenas son la expresión polimorfa de la lujuria. Ciertamente el diablo ha trazado ahí una senda, pero no la estrecha que conduce al paraíso, sino la ancha y regalada que encamina al lugar de la eterna perdición… Usted mismo se ha extrañado de que este monasterio estuviera en Valencia, como si le correspondiera otro espacio y tiempo… ¿No podría ser, todo él, obra de Satán? ¿No podría ser que hubiese sido trasplantado aquí, procedente de otra parte? Me parece que este cenobio de Santa Tecla encierra demasiados misterios…
El profesor Escandell se dio cuenta de que había ido demasiado lejos en la defensa de su hipótesis, arriesgada y difícilmente demostrable, pero lo que intentaba probar el canónigo aún le pareció peor: rayaba en la ciencia ficción.
—¿Insinúa que este cenobio fue desmontado, piedra a piedra, de algún lugar y trasladado aquí? —dijo, no atreviéndose a expresar la literalidad de lo que pensaba—. Aunque no lo haya inspeccionado detenidamente, no encuentro indicio alguno que dé pie a esa posibilidad.
—Sospecho, y como suposición se lo digo, que todo este conjunto románico, arte enteramente cristiano, no pudo levantarse aquí, en plena dominación musulmana. Habrá sido transportado de alguna otra parte, digo yo; y de una manera sobrenatural, inconcebible para nosotros…
—¿Qué me está queriendo decir?
—Muy simple: que ha sido el demonio quien lo ha trasplantado aquí. —Como el arquitecto quedase boquiabierto, sin creerse las cosas que oía, prosiguió el deán—: No sé de qué se asombra, ¿nunca oyó hablar de Loreto? Allí se venera la casa de la Virgen que fue llevada desde Nazaret por los ángeles. Ese mismo poder y fuerza continúan teniendo los demonios, ángeles al fin y al cabo, aunque caídos. —El profesor Escandell seguía sin reaccionar—. ¿Juraría usted que esta clase de piedra se encuentra en alguna de las canteras cercanas?
¿Estaba loco el señor deán? Ésa era la pregunta que se hacía el profesor en su fuero interno. Sin embargo, también él tenía sus reservas sobre aquel monumento. Ciertamente la piedra de que estaba hecho el claustro no había sido extraída de ninguna cantera de la región. Por otra parte, los pocos restos románicos que había en la ciudad eran posteriores a 1238, año de su reconquista, que puso fin a cinco siglos de dominio musulmán. Y aquel claustro había que datarlo, por lo menos, cien o ciento cincuenta años antes.