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—¿Qué es eso?

De entre el murmullo soso y monótono, clerical, sobresalió una voz cortante e inesperada.

—¿Qué es eso? ¿Qué es eso? —repitió la voz. Si primero, encrespada por el desconcierto; ahora, asustada por el miedo.

Antes de que el índice del purpurado lo señalase, cardenales, arzobispos y monseñores del séquito papal ya habían corrido a los grandes ventanales.

Súbitamente, la plaza de San Pedro, repleta de peregrinos llegados de todas las partes del mundo con ocasión del Jubileo Santo del año 2000, se sumió en una gran oscuridad. Una nube viscosa, densa, invadió el cielo de Roma, luminoso como nunca aquella mañana, sin que nadie se explicara cómo y de dónde venía. A la vez que el descomunal nubarrón, gigantes de monstruosas fauces, apostados tras la columnata de Bernini, soplaban vientos huracanados de dirección imprecisa, que se arremolinaban en espiral alrededor del obelisco.

La solemne misa pontifical acababa de finalizar. Aunque la basílica vaticana es de dimensiones excepcionales y el templo más grandioso de todo el orbe cristiano, sus quince mil metros cuadrados resultaron insuficientes para acoger a los fieles que habían venido a celebrar la fiesta de Pentecostés. No era la primera ocasión en que, ante tan apremiante necesidad, se levantaba un altar sobre la gran escalinata: y el cielo azul reemplazaba la majestuosa cúpula de Miguel Ángel; y la fachada de Maderno, recobrada ahora su inicial y esplendorosa policromía, hacía las veces de retablo mayor. Las más de trescientas mil personas, desbordando la columnata que ciñe con abrazo elíptico la desmesurada explanada, se desparramaban por la via della Conciliazione hasta perderse de vista. Desde los vanos de la basílica, el gentío, con pañuelos de los colores pontificios al cuello, tenía la apariencia de un vasto campo de girasoles, agitado bruscamente por un torbellino increíble.

Dom Gabriele Amantini, el exorcista del Papa, había seguido la ceremonia de pie, en uno de aquellos balcones, discretamente oculto tras los cortinajes transparentes. Ahora miraba a la espantada multitud que volvía sus ojos a la loggia central, donde Su Santidad se disponía a impartir la bendición urbi et orbi. A pesar de que los ventanales estaban herméticamente cerrados y sus cristales blindados, le llegaba el fragor de la multitud enloquecida.

Los fieles sobrecogidos, despavoridos, semejaban náufragos abandonados en alta mar, a merced del vendaval que los zarandeaba y amenazaba con llevárselos por delante.

Factus est repente de caelo sonus advenientis spiritus vehementis (De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso) —comentó un cardenal cerca de monseñor Amantini, repitiendo de memoria uno de los textos escuchados aquella mañana en la misa del Espíritu Santo.

—¿Espera su eminencia ver descender del cielo lenguas de fuego como les sucedió a los apóstoles? —Y como el purpurado nada respondiese, afirmó muy convencido—: Le aseguro que esto no es un nuevo Pentecostés, ni el Espíritu Santo tiene algo que ver con lo que está sucediendo.

El Santo Padre, revestido con ornamentos de fiesta, contemplaba desde su trono de alto respaldo blanco, instalado en la loggia de las bendiciones, el espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos; aguardando sin duda a que alguien de su séquito tuviese la feliz idea de dar por terminada la ceremonia y tomara la prudente decisión de retirarlo de allí. Los cardenales y obispos de su entorno, petrificados, observaban el cielo, sin saber explicar aquel fenómeno que trascendía sus conocimientos. Seguro que más de uno esperaba que de repente resurgiera el sol y se pusiera a girar como rueda luminosa en medio de aquel firmamento ennegrecido, repitiéndose así el milagro de Fátima que, según se decía, Pío XII y muchos fieles contemplaron desde aquella misma plaza. Las manos temblorosas del pontífice, impaciente, se agarraban a las bolas doradas del trono. Su rostro estirado, casi sin expresión a causa de su enfermedad, se volvió hacia la izquierda. El maestro de ceremonias, interpretando aquel gesto, le quitó la mitra de oro antes de que el viento se la arrebatara.

Un estruendo seco, ensordecedor, terrible, se propagó por la plaza: como el que produciría una inmensa montaña caída del cielo al precipitarse en la mar. Temblaron desde sus mismas entrañas las sólidas columnas dóricas de Bernini, tambaleándose las 140 estatuas de santos que sustentan. El mismo Salvador, que preside la magna fachada de Carlo Maderno, dejó caer la cruz de bronce que enarbola entre sus manos, al tiempo que las demás cruces de la plaza sufrían notables desperfectos. A continuación, se hizo un silencio casi absoluto, para dar paso seguidamente a bramidos de histeria, donde poco antes todo eran gritos de júbilo. Un diluvio se desplomaba sobre sus cabezas. Trallazos cegadores e inacabables restallaban salvajemente sobre la piel del cielo. ¿Era aquello el fin del mundo? En medio del caos, uno de esos rayos fulgentes zigzagueó por el firmamento y fue a dar sobre el obelisco, derribando la cruz que lo corona.

Desde que el viento huracanado hiciese acto de presencia y la explanada de San Pedro quedase cubierta por la negra nube preñada de malos augurios, monseñor Amantini concentró su atención en el enorme obelisco de su centro. Sabía desde hacía algún tiempo, exactamente desde que el Papa le autorizó a abrir la caja fuerte de los secretos, donde se guardaban los mensajes de Fátima y otras revelaciones privadas, que ese monolito egipcio no había sido colocado allí al azar o por simple ornato. Puede que Sixto V, cuando en el año 1586 ordenó a Domenico Fontana trasladarlo a ese lugar, tampoco supiera muy bien si había sido un capricho suyo o, sin darse cuenta, obedecía una oscura sugerencia.

Videbam Satanam sicut fulgur de caelo cadentem (Veía a Satanás caer del cielo como un rayo) —dijo en voz alta dom Gabriele, que parecía un visionario ensimismado. Luego, volviéndose al cardenal que tenía a su lado, le comentó—: No es éste un nuevo Pentecostés, eminencia, sino el inicio del largo milenio de Satán. Acaba de comenzar su tiempo. Graves sufrimientos y dolorosas pruebas esperan a la Iglesia. Que Dios se apiade de nosotros.

—Parece que este espectáculo, ciertamente dantesco, le ha afectado mucho, monseñor. Pero no hay por qué meter al demonio por medio.

El cardenal que dom Gabriele tenía a su lado, presenciando desde aquel lugar privilegiado la fastuosa ceremonia jubilar, era el arzobispo de Turín. Un hombre alto, fornido, de frente despejada y mirada altiva, cabellos grises peinados hacia atrás, de sesenta y pocos años; uno de los miembros más jóvenes, cultos e inteligentes del Sacro Colegio, y sin duda de los más preparados para suceder al Papa.

—Ya sé que su eminencia se reiría de mí, o tal vez me tomaría por loco si le revelara el mensaje de la Clavis nigra. —Se interrumpió un momento, dudando entre contárselo o no—. Nadie en el Vaticano me escucha. Nadie quiere oír hablar del diablo, como si éste fuera una antigualla ridícula de la que se avergüenza la Iglesia; un personaje mítico o de fábula, históricamente superado, del que lo mejor que podemos hacer es enterrarlo, olvidarnos de él… Sin embargo, existe; y conoce todos los secretos del cosmos y de las estrellas, y es capaz de abrir esos misteriosos agujeros negros que se tragan constelaciones enteras sin dejar rastro. Convertido en príncipe de la oscuridad, quien lo fuera de la luz, arrastra inexorablemente nuestra galaxia hacia su desaparición, y a una velocidad que ha alarmado a los expertos del mundo entero. ¿Es eso ficción? En absoluto; los libros santos ya revelaron hace siglos ese canibalismo cósmico… Es él quien desata los diluvios que siembran la muerte por doquier, quien desboca los ríos que inundan y devastan, quien envía el pedrisco que arrasa las cosechas, o las plagas que aniquilan campos y ganados… ¡Fenómenos naturales!, dirá su eminencia, como dicen todos los sabios de este mundo… No, no se ría de mí, eminencia. Estos ángeles, antes que Dios los castigase por su pecado, habitaban el quinto cielo y eran los rectores del universo, y conocían a la perfección la complicada maquinaria cósmica. Hoy conservan parte de su poder y, desde el segundo cielo donde fueron desterrados, son capaces de utilizar toda su ciencia contra el hombre, a quien odian. Pero no acaba ahí su poderío. Al principio de los tiempos fornicaron con las mujeres y engendraron una raza de hombres diabólicos y perversos, que, extendidos por toda la tierra, la llenan de violencia y ruindad, y promueven las guerras. ¿Qué, si no, fueron en nuestros días Stalin y Hitler…? Y en el pasado y, tal vez en tiempos más recientes, ¿estamos seguros de que en la silla de Pedro no se habrá sentado alguno de esos monstruos infernales? —Calló otra vez, y miró fijamente hacia el obelisco—. Ahora, ahí fuera acaba de hacer acto de presencia, cumpliendo el signo que él mismo había dado…

El cardenal estaba vivamente impresionado, como todos, del fantasmagórico espectáculo desatado ante sus ojos; pero distaba mucho de interpretarlo de modo tan estrambótico, como acababa de escuchar. No se rió, ciertamente, de dom Gabriele, pero sintió por él una mezcla de lástima y desprecio.

—¿De qué signo me habla? ¿Qué misterioso mensaje es ése de la Clavis nigra? ¿Qué milenio satánico comienza, y qué infortunios esperan al mundo y a la Iglesia de Cristo? —El modo despectivo con que el cardenal formuló las preguntas mostraba a las claras que no tenía ningún interés por conocer las respuestas y constituía, más bien, un reproche a la credulidad de carbonero de monseñor.

Su eminencia lo conocía sólo a través de las habladurías que de su persona corrían por el Vaticano, ese gran mentidero de Roma y de toda la Iglesia, y de cuando estuvo en Turín, con ocasión del simposio de los exorcistas. Así que para él, dom Gabriele era un pobre hombre, más corto que ingenuo; un tanto desquiciado, esquizofrénico tal vez, morbosamente obsesionado por el demonio que veía por todas partes. Dio media vuelta y lo dejó abstraído, con la nariz pegada al cristal de la ventana.

—¡Es él, es él! —gritó súbitamente dom Gabriele, como si hubiese enloquecido de pronto y estuviese contemplando una visión horrible.

El cardenal, al oír las desaforadas voces, tan impropias del lugar y el momento, volvió sobre sus pasos para imponer compostura al exorcista papal.

—¿Quién es él? —le preguntó, para sacarle de la aterradora pesadilla en que parecía sumido, mientras ponía su mano tranquilizadora sobre su hombro.

—Es él, es él —repitió, señalando hacia el obelisco desmochado, convencido de que el cardenal también veía la aparición; luego se volvió.

El rostro de dom Gabriele se había transfigurado. Sus ojos estaban desorbitados, inyectados en sangre, como si una fuerza los empujase desde dentro para arrancárselos; y su cara, afeada repentinamente, era una máscara de angustia y espanto. Como el cardenal confesaría horas después, aún visiblemente horrorizado, le pareció ver en el rostro de monseñor la mueca de Satán, por expresar de alguna manera lo que le resultaba imposible de describir.

—¿Quién es él? —levantó la voz el cardenal, que, ante escena tan terriblemente insólita, también estaba asustado, y zarandeó a dom Gabriele para hacerle entrar en razón.

Incapaz de impedírselo, y sin explicarse de dónde sacaba tales fuerzas, el anciano monseñor se lanzó inesperadamente sobre los cristales blindados del ventanal, los rompió y los atravesó, precipitándose al vacío. El cardenal se asomó despavorido al balcón y pudo contemplar la caída del cuerpo y oír su grito desesperado: «Jaaal…», o algo parecido. Quizá el nombre del demonio del que monseñor se creyó poseído en el último momento.

Su eminencia deploró la muerte de monseñor Amantini y sintió viva curiosidad por averiguar toda esa historia a cuyo final trágico había asistido y, tal vez, cooperado por omisión, al no prestarle la atención que reclamaba. Pronto se dio cuenta de que la trama era muy intrincada, y había que retroceder muchos años atrás y rastrearla lejos de allí…