Stefan estaba sentado en la sala de estar de los Gilbert, asintiendo educadamente a cualquier cosa que dijera tía Judith. La mujer se sentía incómoda teniéndole allí; no hacía falta saber leer la mente para darse cuenta de ello. Pero lo intentaba y, por tanto, Stefan también lo intentaba. Quería que Elena fuera feliz.
Elena. Incluso cuando no la miraba, era consciente de ella más que de cualquier otra cosa en la habitación. Su presencia llena de vida golpeaba sobre su piel igual que la luz del sol sobre unos párpados cerrados. Cuando finalmente se permitió volverse de cara a ella, significó una dulce impresión para todos sus sentidos.
La amaba tanto… Ya nunca la veía como si fuera Katherine; casi había olvidado lo mucho que se parecía a la joven muerta. En cualquier caso, existían muchas diferencias. Elena tenía el mismo pelo dorado y la misma tez cremosa, las mismas facciones delicadas que Katherine, pero ahí finalizaba el parecido. Sus ojos, que parecían de color violeta a la luz de la chimenea justo en aquel momento, pero que normalmente eran de un azul tan oscuro como el lapislázuli, no eran ni tímidos ni infantiles como habían sido los de Katherine. Por el contrario, eran ventanas a su alma, que brillaba como una llama impaciente tras ellos. Elena era Elena, y su imagen había reemplazado al tierno fantasma de Katherine en su corazón.
Pero la propia fuerza de la joven convertía el amor de ambos en peligroso. Él no había sido capaz de resistirse a ella la semana anterior, cuando le había ofrecido su sangre. De acuerdo, podría haber muerto sin ella, pero había sido demasiado pronto para la seguridad de la propia Elena. Por centésima vez, sus ojos recorrieron el rostro de Elena, buscando las reveladoras señales del cambio. ¿Estaba un poco más pálida aquella piel cremosa? ¿Era su expresión ligeramente más distante?
Tendrían que tener más cuidado a partir de ahora. Él tendría que tener más cuidado. Asegurarse de tomar alimento a menudo, de satisfacerse con animales, para así no verse tentado. No permitir jamás que la necesidad fuera demasiado fuerte. Ahora que lo pensaba, estaba hambriento en esos momentos. El dolor seco, el ardor, se extendía por su mandíbula superior, murmurando a través de sus venas y capilares. Debería estar fuera, en los bosques —con los sentidos alerta para captar el más leve chasquido de ramitas secas, los músculos preparados para la persecución—, no aquí junto a una chimenea contemplando la tracería de pálidas venas azules en la garganta de Elena.
La delgada garganta giró cuando Elena le miró.
—¿Quieres ir a esa fiesta esta noche? Podemos coger el coche de tía Judith —dijo ella.
—Pero deberías quedarte a cenar primero —dijo en seguida tía Judith.
—Podemos coger algo por el camino.
Elena se refería a que podían coger algo para ella, se dijo Stefan. Él, por su parte, podía masticar y tragar comida corriente si tenía que hacerlo, aunque no le servía de nada, y hacía mucho tiempo que había perdido todo sabor para él. No, sus… apetitos… eran más particulares en la actualidad, pensó. Y si iban a aquella fiesta, significaría que pasarían horas antes de que pudiera alimentarse. Pero dedicó un asentimiento de cabeza a Elena.
—Si tú quieres ir —dijo.
Ella quería ir; estaba empeñada en ello. Él se había dado cuenta desde el principio.
—De acuerdo, entonces. Será mejor que me cambie.
La siguió hasta el pie de las escaleras.
—Ponte algo con cuello alto. Un suéter —le dijo con una voz suficientemente baja para que nadie más la oyera.
Ella echó una ojeada a través de la entrada, a la vacía sala de estar, y dijo.
—No pasa nada. Casi han cicatrizado ya. ¿Ves?
Tiró hacía debajo de su cuello de encaje, torciendo la cabeza a un lado.
Stefan contempló fijamente, hipnotizado, las dos maracas redondas sobre la tersa piel. Eran de un color burdeos muy claro y translúcido, igual que vino muy aguado. Apretó los dientes y obligó a los ojos a dirigirse hacia abajo. Mirarlas mucho más tiempo le volvería loco.
—No era eso a lo que me refería —dijo él con brusquedad.
El brillante velo de los cabellos de Elena volvió a caer sobre las marcas, ocultándolas.
—Ah.
—¡Entrad!
Mientras lo hacían, pasando al interior de la habitación, las conversaciones se detuvieron. Elena miró los rostros vueltos hacia ellos, los ojos curiosos y furtivos y las expresiones cautelosas. No era la clase de miradas que estaba acostumbrada a recibir cuando efectuaba una entrada.
Fue otro estudiante quien les había abierto la puerta; a Alaric Saltzman no se le veía por ninguna parte. Pero Caroline sí estaba, sentada en un taburete alto que permitía que sus piernas lucieran al máximo. La muchacha dedicó a Elena una mirada burlona y luego hizo algún comentario a un muchacho que tenía al lado. Éste rió.
Elena pudo sentir cómo su sonrisa se tornaba dolorosa, a la vez que el rubor ascendía hacía su rostro. Entonces, una voz familiar llegó hasta ella.
—¡Elena, Stefan! Venid aquí.
Agradecida, descubrió a Bonnie sentada con Meredith y Ed Goff en un confidente en la esquina. Stefan y ella se instalaron en una enorme otomana colocada frente a ellos, y la joven oyó cómo las conversaciones volvían a reanudarse por toda la habitación.
Por tácito acuerdo, nadie mencionó la violenta atmósfera creada por la llegada de Elena y Stefan. Elena estaba decidida a fingir que todo era como de costumbre.
Y Bonnie y Meredith la respaldaban.
—Tienes un aspecto espléndido —dijo Bonnie en tono afectuoso—. Me encanta ese suéter rojo.
—Realmente estás guapa. ¿Verdad que sí, Ed? —comentó Meredith, y Ed, con una expresión vagamente sobresaltada, estuvo de acuerdo.
—Así que también invitaron a tu clase —dijo Elena a Meredith—. Pensé que a lo mejor sólo era para los de séptima hora.
—No sé si invitado es la palabra —respondió ella con frialdad—. Considerando que la participación es la mitad de nuestra nota…
—¿Crees que lo dijo en serio? No podía decirlo en serio —intervino Ed.
—A mí me sonó en serio —dijo Elena, encogiéndose de hombros—. ¿Dónde está Ray? —preguntó a Bonnie.
—¿Ray? Ah, Ray. No lo sé, por ahí, en alguna parte, supongo. Hay una barbaridad de gente aquí.
Era cierto. La sala de estar de los Ramsey estaba atestada y, por lo que Elena podía ver, la multitud se desparramaba por el interior del comedor, el salón de la entrada y, probablemente, también la cocina. Los codos no dejaban de rozar los cabellos de Elena mientras la gente circulaba por detrás de ella.
—¿Qué quería de ti Saltzman después de la clase? —preguntaba en aquel momento Stefan.
—Alaric —le corrigió Bonnie en tono remilgado—. Quiere que le llamemos Alaric. Ah, simplemente quería mostrarse amable. Se sentía fatal por haberme hecho revivir una experiencia tan angustiosa. No sabía exactamente cómo había muerto el señor Tanner, y no se había dado cuenta de que yo fuera tan sensible. Desde luego, él es increíblemente sensible también, de modo que lo entiende perfectamente. Es acuario.
—Con una luna acompañaba de frases para ligar —dijo Meredith por lo bajo—. Bonnie, no crees esa basura, ¿verdad? Es un profesor; no debería probar eso con los alumnos.
—¡No estaba probando nada! Dijo exactamente lo mismo a Tyler y a Sue Carson. Dijo que debíamos formar un grupo de apoyo entre nosotros o escribir una redacción sobre esa noche para sacar nuestros sentimientos fuera. Dijo que los adolescentes son todos muy impresionables y no quería que la tragedia tuviera un impacto duradero en nuestras vidas.
—Dios mío —dijo Ed, y Stefan convirtió una carcajada en una tos.
De todos modos, no le parecía divertido, y su pregunta a Bonnie no había sido simple curiosidad ociosa. Elena se dio cuenta; lo percibía emanando de él. Stefan sentía respecto a Alaric Saltzman lo mismo que la mayoría de las personas de aquella habitación sentían respecto a Stefan: cautela y recelo.
—Realmente resultó extraño que actuara en nuestra clase como si lo de la fiesta fuera una idea espontánea —dijo ella, respondiendo inconscientemente a las palabras no pronunciadas por Stefan—, cuando evidentemente había sido planeada.
—Lo que es aún más extraño es la idea de que el instituto contrate a un profesor sin contarle cómo murió el profesor anterior —comentó Stefan—. Todo el mundo habla sobre ello; tiene que haber salido en los periódicos.
—Pero no todos los detalles —replicó Bonnie con firmeza—. De hecho, hay cosas que la policía todavía no ha comunicado porque creen que podría ayudarles a coger al asesino. Por ejemplo… —bajó la voz—, ¿sabéis qué dijo Mary? El doctor Feinberg estuvo hablando con el tipo que hizo la autopsia, el forense. Y dijo que no quedaba nada de sangre en el cuerpo. Ni una gota.
Elena sintió como si un viento helado la atravesara, como si volviera a estar de pie en el cementerio. No fue capaz de decir nada, pero Ed preguntó:
—¿Adónde fue a parar?
—Bien, pues por todo el suelo, supongo —repuso Bonnie con tranquilidad—. Por todo el altar y todo eso. Eso es lo que la policía está investigando ahora. Pero es insólito que a un cadáver no le quede nada de sangre; por lo general, un poco queda en la parte inferior del cuerpo. Lividez post mórtem, lo llaman. Tiene el aspecto de grandes contusiones moradas. ¿Qué sucede?
—Tu increíble sensibilidad me ha dado ganas de vomitar —dijo Meredith con voz ahogada—. ¿Es mucho pedir que hablemos de cualquier otra cosa?
—No fuiste tú la que estaba cubierta de sangre —empezó a decir Bonnie, pero Stefan la interrumpió.
—¿Han llegado a alguna conclusión los investigadores a partir de lo que han averiguado? ¿Están más cerca de encontrar al asesino?
—No lo sé —dijo Bonnie, y entonces su rostro se iluminó—. Por cierto, Elena, tú dijiste que sabías…
—Calla, Bonnie —dijo Elena, desesperada.
Si realmente había algún lugar donde no debían discutir aquello era en una habitación atestada, rodeados de gente que odiaba a Stefan. Los ojos de Bonnie se abrieron de par en par, y luego asintió, tranquilizándose.
Elena no consiguió relajarse, no obstante. Stefan no había matado al señor Tanner, y sin embargo las mismas pruebas que conducirían a Damon podían fácilmente conducir a él. Y conducirían a él, porque nadie excepto ella y Stefan conocía la existencia de Damon. Él estaba ahí fuera, en alguna parte, en la oscuridad. Aguardando a su siguiente víctima. Quizá esperando a Stefan… o a ella misma.
—Tengo calor —declaró bruscamente—. Creo que iré a ver qué clase de refrigerio nos ha preparado Alaric.
Stefan quiso levantarse, pero Elena le indicó con un gesto que siguiera sentado. A él no le servirían de nada las patatas fritas y el ponche. Y quería estar sola durante unos cuantos minutos, moverse en lugar de estar sentada, para calmarse.
Estar con Meredith y Bonnie le había proporcionado una falsa sensación de seguridad. Al dejarlas, volvió a verse enfrentada a miradas de soslayo y espaldas que se giraban repentinamente. En esta ocasión eso la enojó. Atravesó la habitación con deliberada insolencia, reteniendo cada mirada que captaba accidentalmente. «Puesto que ya tengo mala fama —pensó—, también puedo mostrarme insolente.»
Estaba hambrienta. En el comedor de los Ramsey alguien había dispuesto una gran variedad de cosas para picar que parecían sorprendentemente buenas. Elena tomó un plato de papel y depositó unas cuantas varitas de zanahoria en él, sin prestar la menor atención a la gente que rodeaba la descolorida mesa de roble. No iba a hablar con ninguno de ellos, a menos que ellos hablaran primero. Dedicó toda su atención a la comida, inclinándose por delante de la gente para seleccionar cuñas de queso y galletitas saladas, alargando el brazo ante ellos para arrancar uvas, mirando ostentosamente a un lado y a otro de toda la selección para ver si había algo que había pasado por alto.
Había conseguido captar la atención de todo el mundo, algo que supo sin alzar los ojos. Mordió con delicadeza el extremo de un bastoncito de pan, sosteniéndolo ente los dientes como un lápiz, y se alejó de la mesa.
—¿Te importa si doy un mordisco?
La impresión le hizo abrir los ojos de par en par y le heló la respiración. Su mente se ofuscó, negándose a reconocer lo que sucedía y dejándola impotente, vulnerable, ante ello. Pero si bien el pensamiento racional había desaparecido, sus sentidos siguieron registrando sin piedad: ojos oscuros dominando su campo visual, una vaharada de alguna clase de colonia en los orificios nasales, dos dedos largos ladeándole la barbilla hacia arriba. Damon se inclinó al frente y, con pulcritud y precisión, mordió el otro extremo del bastoncito.
En ese momento, los labios de ambos estuvieron sólo a centímetros de distancias. Él se inclinaba ya para un segundo mordisco antes de que los sentidos de la joven revivieran lo suficiente para lanzarla hacia atrás a la vez que su mano agarraba el pedazo de pan crujiente y lo arrojaba lejos. Él lo atrapó al vuelo, en una virtuosa exhibición de reflejos.
Sus ojos seguían fijos en los de ella. Elena consiguió respirar por fin y abrió la boca, no estaba segura de para qué. Para chillar, probablemente. Para advertir a toda aquella gente que huyera en la noche. El corazón le latía igual que un martillo pilón, su visión se tornó borrosa.
—Tranquila, tranquila.
Le quitó de la mano el plato y luego de algún modo se hizo con su muñeca. La sostenía levemente, del modo en que Mary había tomado el pulso de Stefan. Mientras ella seguía mirándole fijamente y jadeando, él acarició la muñeca con el pulgar, como si la consolara.
—Tranquila. Todo va bien.
«¿Qué haces aquí?», pensó ella. La escena a su alrededor le parecía espectralmente luminosa y antinatural. Era como una de aquellas pesadillas en las que todo es corriente, igual que en la vida real; y entonces de improviso sucede algo grotesco. Él los iba a matar a todos.
—¿Elena, te encuentras bien? —Sue Carson le hablaba, sujetándole el hombro.
—Creo que se ha atragantado con algo —dijo Damon, soltando la muñeca de Elena—. Pero se encuentra bien ahora. ¿Por qué no nos presentas?
Él los iba a matar a todos…
—Elena; éste es Damon, um…
Sue extendió una mano pidiendo disculpas, y Damon finalizó por ella
—Smith. —Alzó un vaso de papel en dirección a Elena—. La vita.
—¿Qué haces aquí? —murmuró ella
—Es un estudiante universitario —informó Sue cuando resultó evidente que Damon no iba a responder—. De… la Universidad de Virginia, ¿Verdad? ¿William y Mary?
—Entre otros lugares —dijo Damon, mirando todavía a Elena; no había mirado a Sue ni una sola vez—. Me gusta viajar.
El mundo había vuelto violentamente a su lugar alrededor de Elena, pero era un mundo espeluznante. Había personas a cada lado, contemplando aquel intercambio de palabras con fascinación, impidiéndole hablar con libertad. Pero también la mantenían a salvo. Por el motivo que fuera, Damon llevaba a cabo un juego, fingiendo ser uno de ellos. Y mientras tenía lugar la mascarada, no le haría nada a ella delante de una multitud… eso esperaba.
Un juego. Pero él inventaba las reglas. Estaba allí de pie en el comedor de los Ramsey jugando con ella.
—Ha venido aquí sólo por unos pocos días —seguía diciendo amablemente Sue—. Visita a unos amigos, ¿o dijiste parientes?
—Sí —dijo Damon.
—Tienes suerte de poder tomarte días libres siempre que quieras —repuso Elena.
No sabía qué se estaba apoderando de ella, para hacerla intentar desenmascararle.
—La suerte tiene muy poco que ver con ello —dijo Damon—. ¿Te gusta bailar?
—¿Cuál es tu especialidad?
Él le sonrió
—Folclore americano. ¿Sabías, por ejemplo, que un lunar en el cuello significa que serás acaudalada? ¿Te importa si lo compruebo?
—A mí sí me importa
La voz surgió de detrás de Elena. Era clara, fría y calmada. Elena había oído a Stefan hablar con aquel tono sólo una vez: cuando había encontrado a Tyler intentando agredirla sexualmente en el cementerio. Los dedos de Damon se quedaron quietos sobre su garganta y, liberada de su hechizo, la muchacha retrocedió.
—Pero ¿importas tú? —dijo.
Los dos se miraron mutuamente bajo el tenue parpadeo de la luz amarilla del candelabro de latón.
Elena fue consciente de las diversas capas de sus propios pensamientos, como un milhojas helado. «Todo el mundo está mirando atónito; esto debe de ser mejor que las películas… No había reparado en que Stefan es más alto… Ahí están Bonnie y Meredith preguntándose qué está pasando… Stefan está enojado pero todavía está débil, dolorido aún… Si se enfrenta a Damon ahora, perderá…»
Y ante todas aquellas personas. Sus pensamientos se detuvieron en seco con un traqueteo cuando todo encajó a la perfección. Por eso estaba Damon allí, para hacer que Stefan le atacara, al parecer sin provocación. Pasara lo que pasara después de eso, él ganaba. Si Stefan lo echaba, sería simplemente una prueba más de la «tendencia de Stefan a la violencia». Una prueba más para los que acusaban a Stefan. Y si Stefan perdía la pelea…
Significaría su vida, se dijo Elena. «Ah, Stefan, él es mucho más fuerte ahora; por favor, no lo hagas. No le hagas el juego. Lo que quiere es matarte; sólo busca una oportunidad.»
Obligó a sus extremidades a moverse, aunque estaban rígidas y torpes como las de una marioneta.
—Stefan —dijo tomando su mano fría en las de ella—, vamos a casa.
Pudo sentir la tensión en el cuerpo del muchacho, como una corriente eléctrica circulando bajo su piel. En aquel momento estaba totalmente concentrado en Damon, y la luz de sus ojos era como fuego reflejándose en la hoja de una daga. No le reconocía en aquel estado de ánimo, no le conocía. La asustaba.
—Stefan —dijo, llamándole como si estuviera perdida en la niebla y no pudiera encontrarle—. Stefan, por favor.
Y lenta, lentamente, sintió que él respondía. Sintió que Stefan respiraba y notó cómo su cuerpo dejaba de estar alerta, pasado a otro nivel de energía más bajo. La mortífera concentración de su mente se vio distraída y la miró, y la vio.
—De acuerdo —dijo en voz baja, mirándola a los ojos—. Vamos.
Elena mantuvo las manos sobre él mientras daban la vuelta, una sujetando su mano, la otra rodeando su brazo. Mediante pura fuerza de voluntad, consiguió no mirar por encima del hombro mientras se alejaban, pero la piel de su espalda hormigueó y se erizó como si esperara una puñalada.
En su lugar, oyó la voz queda e irónica de Damon:
—¿Y has oído decir que besar a una pelirroja cura los herpes labiales?
Y a continuación la escandalosa carcajada complacida de Bonnie.
En su camino hacia la puerta, finalmente tropezaron con su anfitrión.
—¿Os vais tan pronto? —dijo Alaric—. Pero si no he tenido siquiera una oportunidad de hablar con vosotros aún.
Parecía a la vez ansioso y lleno de reproche, como un perro que sabe perfectamente que no van a sacarlo de paseo pero menea la cola de todos modos. Elena sintió que la preocupación florecía en su estómago por él y por todas las otras personas que había en la casa. Stefan y ella los estaban dejando en manos de Damon.
Tendría simplemente que esperar a que su anterior evaluación fuera correcta y él quisiera proseguir con la mascarada. De momento ya tenia suficiente quehacer sacando a Stefan de allí antes de que éste cambiara de idea.
—No me siento muy bien —dijo mientras recogía su bolso del lugar donde descansaba sobre la otomana—. Lo siento.
Aumentó la presión en el brazo de Stefan. En aquellos momentos haría falta muy poco para conseguir que éste diera la vuelta y marchara hacia el comedor.
—Lo siento —dijo Alaric—. Adiós.
Ya estaban en el umbral cuando ella vio el pequeño pedazo de papel violeta metido en el bolsillo lateral de su bolso. Lo sacó de un tirón y lo desdobló casi automáticamente, con la mente puesta en otras cosas.
Había algo escrito en él, con letra clara, enérgica y desconocida. Sólo tres lineas. Las leyó y sintió que el mundo se tambaleaba. Aquello era demasiado; ya no podía vérselas con nada más.
—¿Qué es? —preguntó Stefan.
—Nada
Introdujo el papel de nuevo en el bolsillo lateral, empujándolo con los dedos.
—No es nada, Stefan. Salgamos.
Salieron a una lluvia torrencial.