—Pero tiene que verle un médico. ¡Parece como si se estuviera muriendo! —dijo Bonnie.
—No puede. No puedo explicarlo justo ahora. Llevémosle a casa, ¿de acuerdo? Está mojado y se está helando aquí fuera. Luego podemos discutirlo.
La tarea de conducir a Stefan a través del bosque fue suficiente para ocupar la mente de todo el mundo durante un rato. Permaneció inconsciente, y cuando por fin lo depositaron sobre el asiento trasero del coche de Matt, estaban todos magullados y agotados, además de mojados por haber estado en contacto con sus ropas empapadas. Elena sostuvo su cabeza en su regazo mientras se dirigían a la casa de huéspedes. Meredith y Bonnie les siguieron.
—Veo luces encendidas —dijo Matt, parando frente al enorme edificio rojo óxido—. Debe de estar despierta. Pero la puerta probablemente está cerrada con llave.
Elena depositó con suavidad la cabeza de Stefan en el asiento, salió del coche y observó que una de las ventanas de la casa se iluminaba más al apartarse una cortina. A continuación vio aparecer una cabeza y unos hombros en la ventana, inclinados hacia abajo.
—¡Señora Flowers! —gritó, agitando la mano—. Soy Elena Gilbert, señora Flowers. ¡Hemos encontrado a Stefan, y tenemos que entrar!
La figura de la ventana no se movió ni dio muestras de haberla oído. Sin embargo, por su postura, Elena se dio cuenta de que seguía mirando abajo hacia ellos.
—Señora Flowers, tenemos a Stefan. —Volvió a llamar, haciendo señas hacia el interior iluminado del coche—. ¡Por favor!
—¡Elena! ¡Ya está abierta!
La voz de Bonnie flotó hasta ella desde el porche delantero, distrayendo a Elena de la figura de la ventana. Cuando volvió a mirar arriba, vio que las cortinas volvían a caer a su lugar, y luego la luz de aquella ventana del piso superior de apagó bruscamente.
Era extraño, pero no tenía tiempo para pensar en ello. Meredith y ella ayudaron Matt a alzar a Stefan y ascender con él los peldaños de la entrada.
Dentro, la casa estaba oscura y silenciosa. Elena condujo a sus compañeros arriba por la escalera situada justo frente a la puerta, hasta el segundo rellano. Desde allí penetraron en un dormitorio, y Elena indicó a Bonnie que abriera la puerta de lo que parecía un armario. Ésta mostró otra escalera, muy poco iluminada y estrecha.
—¿Quién dejaría… la puerta principal sin cerrar con llave… después de todo lo que ha sucedido últimamente? —gruñó Matt mientras acarreaban el inerte peso—. Debe de estar loca.
—Sí que está loca —dijo Bonnie desde arriba, abriendo de un empujón la puerta de lo alto de la escalera—. La última vez que estuvimos aquí habló de las cosas más fantásticas… —Su voz calló con una exclamación ahogada.
—¿Qué sucede? —preguntó Elena.
Pero cuando alcanzó el umbral de la habitación de Stefan lo vio por sí misma.
Había olvidado el estado en que se había hallado la habitación la última vez que la había visto. Baúles repletos de ropa estaban volcados o caídos de costado, como si alguna mano gigante los hubiese arrojado de una pared a otra. El contenido estaba desperdigado por el suelo, junto con objetos procedentes del tocador y las mesas. El mobiliario estaba volcado, y una ventana estaba rota, dejando penetrar el viento helado. Sólo había una lámpara encendida, en una esquina, y sombras grotescas se alzaban hacia el techo.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Matt
Elena no respondió hasta que hubieron tendido a Stefan sobre la cama.
—No lo sé con seguridad —respondió, y eso era cierto, aunque no demasiado—. Pero ya estaba así anoche. Matt, ¿quieres ayudarme? Necesita secarse.
—Localizaré otra lámpara —dijo Meredith, pero Elena la atajó rápidamente.
—No, ya vemos bien. ¿Por qué no intentas encender el fuego?
Sobresaliendo de uno de los baúles había una bata de tela de toalla de un color oscuro. Elena la cogió, y Matt y ella empezaron a quitarle a Stefan las ropas mojadas y pegadas al cuerpo. Ella se dedicó a quitarle el suéter, pero una fugaz visión de su cuello fue suficiente para inmovilizarla
—Matt, ¿podrías… podrías darme esa toalla?
En cuanto él se volvió, ella le quitó el suéter pasándolo por encima de la cabeza y rápidamente lo envolvió en la bata. Cuando Matt regresó y le entregó la toalla, rodeó la garganta de Stefan con ella como si fuera una bufanda. El corazón le latía muy rápido y su mente trabajaba a toda velocidad.
No era de extrañar que estuviera tan débil, tan exánime. Cielos. Tenía que examinarle, ver hasta qué punto estaba mal. Pero ¿cómo podía hacerlo, con Matt y las otras chicas allí?
—Voy a buscar un médico —dijo Matt con voz tensa, los ojos puestos en el rostro de Stefan—. Necesita ayuda, Elena.
A la muchacha le entró el pánico.
—Matt, no…, por favor. Tiene… tiene miedo a los médicos. No sé lo que sucedería si trajeses a uno aquí.
Una vez más, era verdad, si bien no toda la verdad. Tenía una idea de lo que podía ayudar a Stefan, pero no podía hacerlo con los otros allí. Se inclinó sobre el muchacho, frotando sus manos entre las suyas, intentando pensar.
¿Qué podía hacer? ¿Proteger el secreto de Stefan aunque le costara la vida? ¿O traicionarle para poder salvarle? ¿Realmente salvaría a Stefan que se lo contara a Matt, Bonnie y Meredith? Miró a sus amigos, intentando imaginar su respuesta si averiguaban la verdad sobre Stefan Salvatore.
No servía de nada. No podía arriesgarse. El impacto y el horror del descubrimiento casi habían hecho enloquecer a Elena. Si ella, que amaba a Stefan, había estado dispuesta a huir gritando de su lado, ¿qué harían aquellos tres? Y luego estaba el asesinato del señor Tanner. ¿Podrían creer en su inocencia? ¿En lo más profundo de sus corazones sospecharían siempre de él?
Cerró los ojos. Era sencillamente demasiado peligroso. Meredith, Bonnie y Matt eran sus amigos, pero esto era una cosa que no podía compartir con ellos. En todo el mundo no existía nadie a quien confiar aquel secreto. Tendría que guardarlo sola.
Se irguió y miró a Matt.
—Tiene miedo de los médicos, pero una enfermera podría servir. —Volvió la cabeza hacia donde Bonnie y Meredith estaban arrodilladas ante la chimenea—. Bonnie, ¿qué hay de tu hermana?
—¿Mary? —Bonnie echó una ojeada a su reloj—. Tiene el último turno en el hospital esta semana, pero probablemente ya estará en casa a estas horas. Sólo que…
—Entonces, eso lo soluciona. Matt, ve con Bonnie y pedid a Mary que venga aquí y eche una mirada a Stefan. Si cree que necesita un médico, no discutiré más.
Matt vaciló, luego resopló con fuerza.
—De acuerdo. Sigo pensando que te equivocas, pero…, marchémonos, Bonnie. Vamos a violar unas cuantas leyes de tráfico.
Mientras se dirigían hacia la puerta, Meredith se quedó de pie junto a la chimenea, observando a Elena con serenos ojos oscuros.
Elena se obligó a sostenerle la mirada.
—Meredith…, creo que deberíais marchar todos.
—¿Eso crees?
Aquellos ojos oscuros permanecieron puestos en los de ella con firmeza, como si intentaran abrirse paso al interior y leer su mente. Pero Meredith no hizo ninguna otra pregunta. Tras un instante, asintió y siguió a Matt y a Bonnie sin decir una palabra.
Cuando Elena oyó que la puerta del final de la escalera se cerraba, enderezó rápidamente la lámpara caída junto a la cama y la enchufó. Ahora, por fin, podría evaluar las heridas de Stefan.
El color de su tez parecía peor que antes; estaba literalmente blanco como las sábanas que tenía debajo. Los labios también estaban blancos, y Elena pensó de repente en Thomas Fell, el fundador de Fell’s Church. O, más bien, en la estatua de Thomas Fell, tendida junto a la de su esposa sobre la tapa de piedra de su tumba. Stefan tenía el color de aquel mármol.
Los cortes y los tajos de las manos aparecían de un morado lívido, pero ya no sangraba. Le giró la cabeza con suavidad para mirar su cuello.
Y allí estaba. Se tocó el costado de su propio cuello automáticamente, como para verificar el parecido. Pero las marcas de Stefan no eran punciones pequeñas; eran profundos desgarrones salvajes en la carne. Parecía como si le hubiera atacado un animal que hubiese intentando desgarrarle la garganta.
Una furia candente recorrió de nuevo a Elena. Y con ella, odio. Se dio cuenta de que, a pesar de su repugnancia y rabia, no había odiado realmente a Damon antes. No en realidad. Pero en aquel momento…, en aquel momento, le odiaba. Le detestaba con una emoción tan intensa como no había sentido nunca por nadie más en toda su vida. Quería lastimarlo para hacerle pagar. De haber tenido una estaca de madera en aquel momento, la habría clavado en el corazón de Damon sin la menor compunción.
Pero justo ahora tenía que pensar en Stefan, que estaba tan aterradoramente inmóvil. Aquello era lo más duro de soportar, la falta de determinación o resistencia en su cuerpo, el vacío. Eso era. Era como si hubiera abandonado su cuerpo y la hubiese dejado con un recipiente vacío.
—¡Stefan!
Zarandearle no servía. Con una mano sobre el centro de su frío pecho, intentó detectar un latido. Si lo había, era demasiado débil para percibirlo.
«Mantén la calma, Elena», se dijo, haciendo retroceder la parte de su mente que quería dejarse llevar por el pánico. La parte que le decía: «¿Y si está muerto? ¿Y si está realmente muerto, y nada de lo que puedas hacer lo salvará?».
Paseando la mirada por la habitación, vio la ventana rota. Fragmentos de vidrio yacían en el suelo debajo de ella. Fue hacia allí y tomó uno, advirtiendo cómo centelleaba a la luz de las llamas. Una cosa hermosa, con un filo como el de una cuchilla, se dijo. Luego, deliberadamente, apretando los dientes, se cortó el dedo con él.
El dolor le hizo lanzar un grito ahogado. Al cabo de un instante, la sangre empezó a brotar de la herida, goteando por su dedo igual que cera en una palmatoria. Rápidamente, se arrodilló junto a Stefan y acercó el dedo a los labios del joven.
Con la otra mano, sujetó con fuerza su mano insensible, percibiendo la dureza del anillo de plata que llevaba. Inmóvil como una estatua, permaneció arrodillada y aguardó.
Casi le pasó por alto el primer minúsculo temblor de respuesta. Tenía los ojos fijos en su rostro, y captó el apenas perceptible movimiento ascendente del pecho sólo en su visión periférica. Pero entonces, los labios bajo su dedo temblaron y se separaron levemente, y él tragó de un modo reflejo.
—Eso es —susurró Elena—. Vamos, Stefan.
Las pestañas del muchacho aletearon, y con creciente dicha sintió que sus dedos devolvían la presión de los suyos. El joven volvió a tragar.
—Sí
Aguardó hasta que sus ojos pestañearon y se abrieron despacio antes de echarse ella hacia atrás. Luego tocó torpemente con una sola mano el cuello alto de su suéter, doblándolo hacia abajo.
Aquellos ojos verdes estaban aturdidos y entrecerrados, pero se mostraron tan tozudos como los había visto siempre.
—No —dijo Stefan, la voz un susurro quebrado.
—Tienes que hacerlo, Stefan. Los demás van a regresar y traerán a una enfermera con ellos. Tuve que aceptar eso. Y si no estás lo bastante bien para convencerla de que no necesitas un hospital…
Dejó la frase sin terminar. Ella misma no sabía lo que un médico o un técnico de laboratorio encontrarían examinando a Stefan. Pero sabía que él lo sabía, y que le asustaba.
Pero Stefan sólo se mostró más obstinado, volviendo la cabeza hacía otro lado.
—No puedo —murmuró—. Es demasiado peligroso. Ya tomé… demasiada… anoche.
¿Era posible que hubiera sido la noche anterior? Parecía que hubiese transcurrido un año.
—¿Me matará? —preguntó—. ¡Stefan, respóndeme! ¿Me matará?
—No… —Su voz era hosca—. Pero…
—Entonces tenemos que hacerlo ¡No discutas conmigo!
Inclinándose sobre él, sujetando su mano en la de ella, Elena sintió la abrumadora necesidad del muchacho y le asombró que intentara siquiera resistirse. Era como un hombre hambriento ante un banquete, incapaz de apartar la vista de los platos humeantes, pero negándose a comer.
—No —repitió Stefan, y Elena sintió que la contrariedad la invadía.
Stefan era la única persona que había conocido jamás que era tan tozuda como ella.
—Sí; y si no quieres cooperar me cortaré algo más, como mi muñeca.
Había estado presionando el dedo en la sábana para restañar la sangre; ahora lo alzó ante él.
Las pupilas del muchacho se dilataron, los labios se abrieron.
—Demasiado… ya —murmuró, pero su mirada permaneció fija en el dedo, en la brillante gota de sangre en la punta—. Y no puedo… controlar…
—No pasa nada —susurró ella.
Le pasó el dedo por los labios otra vez, sintiendo cómo se abrían para aceptarlo; luego, se inclinó sobre él y cerró los ojos.
Su boca estaba fría y seca cuando tocó su garganta. La mano de Stefan sujetó la parte posterior de su cuello mientras los labios buscaban las dos punciones diminutas que había ya allí. Elena puso toda su fuerza de voluntad en no retroceder ante la breve punzada de dolor. Luego sonrió.
Antes, ella había sentido su angustiosa necesidad, su apremiante ansia. Ahora, a través del vínculo que compartían, sintió sólo un júbilo y una satisfacción feroces. Una profunda satisfacción a medida que el hambre se saciaba gradualmente.
Su propio placer provenía del hecho de dar, de saber que estaba sustentando a Stefan con su propia vida. Percibía la energía fluyendo al interior del muchacho.
Con el tiempo, notó que la intensidad de la necesidad disminuía. Con todo, no había desaparecido ni mucho menos, y no pudo comprenderlo cuando Stefan intentó apartarla.
—Es suficiente —dijo con voz chirriante, obligando a los hombros de la muchacha a alzarse.
Elena abrió los ojos, su nebuloso placer roto. Los ojos del muchacho eran verdes como hojas de mandrágora, y en su rostro vio el hambre feroz del depredador.
—No es suficiente. Todavía estás débil…
—Es suficiente para ti.
Volvió a empujarla lejos, y ella vio algo parecido a la desesperación centellar en aquellos ojos verdes.
—Elena, si tomo mucha más, empezarás a cambiar. Y si no te apartas, si no te apartas de mí ahora mismo…
Elena retrocedió hasta los pies de la cama. Le contempló incorporarse en la cama y ajustarse la oscura bata. A la luz de las lámparas, advirtió que la piel había recuperado algo de color, que un leve rubor barnizaba la palidez. Sus cabellos se secaban ya, convertidos en un revuelto mar de oscuros mechones ondulados.
—Te eché de menos —dijo ella en voz baja
El alivio palpitó en su interior de improviso, un dolor que era casi tan terrible como lo habían sido el miedo y la tensión. Stefan estaba vivo; le hablaba. Todo iba a ir bien, después de todo.
—Elena…
Sus ojos se encontraron y se vio atenazada por un fuego verde. Inconscientemente, avanzó hacía él, y luego se detuvo cuando el muchacho lanzó una carcajada.
—Nunca te había visto con este aspecto —dijo él, y ella bajó los ojos para mirarse.
Zapatos y pantalones estaban cubiertos de barro rojizo, que también estaba repartido generosamente por el resto de su cuerpo. La chaqueta estaba desgarrada y perdía el relleno de su plumón. No le cupo duda de que su rostro estaba embarrado y sucio, y, desde luego, sabía que los cabellos estaban enmarañados y desordenados. Elena Gilbert, el inmaculado figurín del Robert E. Lee, estaba hecha un asco.
—Me gusta —dijo Stefan, y en esta ocasión ella rió con él.
Seguían riendo cuando la puerta se abrió. Elena se puso tensa, muy alerta, tirando del cuello vuelto del jersey mientras paseaba la mirada por la habitación en busca de indicios que pudieran traicionarles. Stefan se sentó más tieso y se lamió los labios.
—¡Está mejor! —cantó alegremente Bonnie al penetrar en la habitación y ver a Stefan.
Matt y Meredith iban justo detrás de ella, y sus rostros de iluminaron de sorpresa y satisfacción. La cuarta persona en entrar era sólo un poco mayor que Bonnie, pero tenía un aire de enérgica autoridad que contradecía su juventud. Mary McCullough marchó directa hacia su paciente y alargó el brazo para tomarle el pulso.
—Así que tú eres el que tiene miedo a los médicos —dijo.
Stefan pareció desconcertado por un instante, luego se recuperó.
—Es una especie de fobia infantil —dijo, con un tono algo desconcertado.
Miró de soslayo a Elena, que sonrió nerviosa y le dedicó un leve asentimiento.
—De todas maneras, no necesito uno ahora, como puedes ver.
—¿Por qué no dejas que yo juzgue eso? Tu pulso está bien. De hecho, es sorprendentemente lento, incluso para un atleta. No creo que tengas hipotermia, pero sigues estando helado. Veamos tu temperatura.
—No, realmente no creo que eso sea necesario.
La voz de Stefan fue queda, tranquilizadora. Elena le había oído usar esa voz antes, y supo qué intentaba hacer. Pero Mary no le hizo el menor caso.
—Descúbrete, por favor.
—Dame. Yo lo haré —Se apresuró a decir Elena, alargando la mano para tomar el termómetro de la mano de Mary.
De algún modo, mientras lo hacía, el pequeño tubo de cristal resbaló de su mano y cayó al suelo de madera, donde se partió en varios pedazos.
—¡Vaya, lo siento!
—No importa —dijo Stefan—. Me siento mucho mejor que antes y estoy entrando en calor rápidamente. Mary contempló los trozos del suelo, luego paseó la mirada por la habitación, dándose cuenta de su revuelto estado.
—Muy bien —dijo, dándose la vuelta con las manos en jarras—. ¿Qué ha pasado aquí?
Stefan ni siquiera pestañeó.
—No gran cosa. La señora Flowers es una ama de llaves terrible —respondió él, mirándola directamente a los ojos.
Elena quiso echarse a reír, y vio que Mary también. La muchacha de más edad hizo una mueca y cruzó los brazos sobre el pecho en su lugar.
—Supongo que es inútil esperar una respuesta clara —dijo—. Y es evidente que no estás peligrosamente enfermo. Pero te recomiendo encarecidamente que te hagas un reconocimiento mañana.
—Gracias —respondió Stefan. Pero Elena advirtió que esto no era lo mismo que decir que sí.
—Elena, a ti sí que parece que no te iría mal un médico —indicó Bonnie—. Estás blanca como un fantasma.
—Simplemente estoy cansada —dijo ella—. Ha sido un día muy largo.
—Mi consejo es que te vayas a casa y te metas en la cama… y te quedes con ella —dijo Mary—. No estás anémica, ¿Verdad?
Elena contuvo el impulso de llevarse una mano a la mejilla. ¿Tan pálida estaba?
—No, sólo estoy cansada —repitió—. Podemos irnos a casa ahora, si Stefan está bien.
Él asintió tranquilizador, el mensaje de sus ojos sólo para ella.
—Dadnos un minuto, ¿queréis? —dijo a Mary y a los demás, y éstos salieron a la escalera.
—Adiós. Cuídate —dijo Elena en voz alta mientras lo abrazaba, y luego susurró—: ¿Por qué no usaste tus Poderes con Mary?
—Lo hice —dijo él a su oído, en tono sombrío—. O al menos lo intenté. Debo de estar débil aún. No te preocupes, pasará.
—Por supuesto que sí —replicó Elena, pero se le hizo un nudo en el estómago—. ¿Pero estás seguro de que debes quedarte solo? Y si…
—Estaré bien. Tú eres quien no debería estar sola. —La voz de Stefan era queda pero apremiante—. Elena, no tuve oportunidad de advertirte. Tenías razón respecto a que Damon estaba en Fell’s Church.
—Lo sé. Él te hizo esto, ¿verdad?
No mencionó que ella había ido en su busca.
—No… lo recuerdo. Pero es peligroso. Mantén a Bonnie y a Meredith contigo esta noche, Elena. No quiero que estés sola. Asegúrate de que nadie invite a un desconocido a tu casa.
—Vamos a irnos directas a la cama —prometió Elena, sonriéndole—. No vamos a invitar a nadie a entrar.
—Asegúrate de ello.
No había en absoluto petulancia en su tono, y ella asintió despacio.
—Lo comprendo, Stefan. Tendremos cuidado.
—Estupendo. —Se besaron, un mero roce de labios, pero las manos entrelazadas se separaron sólo de mala gana—. Da las gracias a los demás —dijo él.
—Lo haré.
Los cinco volvieron a agruparse en el exterior de la casa de huéspedes, con Matt ofreciéndose a llevar a Mary a casa, de modo que Bonnie y Meredith pudieran regresar con Elena. Mary se mostraba todavía claramente suspicaz sobre las idas y venidas de aquella noche, y Elena no podía culparla. Tampoco podía pensar. Estaba demasiado cansada.
—Dijo que os diera las gracias a todos vosotros —recordó después de que Matt se fuera.
—Pues… de nada —dijo Bonnie, separando las palabras con un tremendo bostezo mientras Meredith abría la portezuela del coche para ella.
Meredith no dijo nada. La joven había estado muy callada desde que dejaran a Elena sola con Stefan.
Bonnie lanzó un carcajada de repente.
—Hay una cosa de la que nos olvidamos todas —dijo—. La profecía.
—¿Qué profecía? —preguntó Elena.
—Sobre el puente. La que decís que yo dije. Bueno, fuiste al puente y la Muerte no estaba esperando allí después de todo. A lo mejor malinterpretasteis las palabras.
—No —dijo Meredith—. Oímos las palabras correctamente, ya lo creo.
—Bueno, en ese caso, a los mejor es otro puente. O… mmm…
Bonnie se acurrucó en su abrigo, cerrando los ojos, y no se molestó en terminar.
Pero la mente de Elena completó la frase por ella. «U otro momento.»
Un búho ululó en el exterior mientras Meredith ponía en marcha el coche.