Ahora está en prisión, así que no voy a mencionar su nombre. No estaría bien, entiéndalo. Tal vez piense usted que lo entiende de sobra; pero no se apresure a sacar conclusiones a cinco o seis mil millas de distancia. Si viviera aquí, entendería algo más: los amigos saben que las muestras de lealtad están bien para los niños que juegan al corro en el patio del colegio; para nosotros son lujos nada importantes y tal vez peligrosos. Si yo dijera soy amigo de fulano, un negro que está esperando juicio por traición, ¿qué beneficio le haría? Y, quién sabe, podría atraer precisamente esa decisiva pizca más de atención hacia mí. Él sería el primero en estar de acuerdo.
No es que piense que, si no tuviera todavía suficientes cosas en mi expediente, esto iba a suponer alguna diferencia; y no es que él sea en realidad tan amigo mío. Pero es algo que usted no podría entender; aquí todo es ambiguo. Nosotros difícilmente sabemos, por ahora, qué podemos hacer y qué no podemos hacer; es difícil, entre leyes y dudas y rebelión y cautela y, aún más, la propia insatisfacción, precisar qué es amistad y qué no lo es. Estoy hablando de blancos y negros, por supuesto. Si siendo blanco te quedas en la parte blanca en los clubes de campo y las urbanizaciones con jardines, y siendo negro en el lado negro, en las reservas y las cervecerías, nada de esto te concierne, y podrás recorrer en paz todo el camino hacia el cementerio segregado. Pero no es ese su caso, ni el mío.
Yo empecé mezclándome con negros, no por lo que se conoce como un sentido de justicia ultrajado, sino más bien por una enorme curiosidad, cuando era estudiante. Había dos caminos: uno a través de la Organización del Servicio Voluntario de estudiantes blancos, una especie de kibbutz donde los chicos y las chicas blancos iban a las áreas rurales y acampaban mientras construían aulas para los niños africanos. Algunos estudiantes de color y africanos procedentes de sus universidades segregadas solían unírseles también y ahí estaba la novedad, no sin valor, de dormir al lado de ellos por la noche, aunque sabíamos que probablemente estábamos encubriendo a espías de la Special Branch entre nuestros complacientes trabajadores, y no nos atrevíamos a meter mano a las chicas de color o negras. El otro camino —menos duro para las manos— era ir a tomar copas con los músicos de jazz, los periodistas, los pintores, los presuntos poetas y los actores que gravitaban hacia los blancos, en parte porque semejante gente, naturalmente, piensa que puede vivir libre del mundo, y en parte porque encontraban un estímulo y un aprecio que les resultaban agradables. Lo intenté en la Organización del Servicio Voluntario durante algún tiempo, pero el otro camino me gustaba más; de cualquier modo, no veía por qué iba a ayudar a este gobierno haciendo el trabajo que él debía hacer por el bienestar de los niños negros.
Soy arquitecto y la forma a la que me agarré para ser útil a la causa negra fue la siguiente: dibujaba decorados para un grupo teatral mixto, que había creado un director blanco. Quizá no haya ningún grupo humano urbano tan íntimo, en última instancia, como una compañía de ese tipo, y el problema del color nos unía todavía más. No me refiero a lo que usted piensa, a lo que siento sobre lo de la piel negra; me refiero a la exasperación diaria de evitar, burlar o vulnerar las leyes de segregación que gangrenaban nuestras producciones y nuestras vidas. Teníamos que acordarnos de firmar los «pases» por la noche para que nuestros actores pudieran ir a sus casas sin ser detenidos por estar fuera después del toque de queda para los negros, teníamos que pasar horas en el Departamento de Asuntos Bantúes intentando conseguir permisos de residencia local para actores a los que se les «ubicaba» fuera de la ciudad, en las aldeas a las que, aparentemente, pertenecían étnicamente, aunque jamás las hubieran visto en sus vidas, y tuvimos que decidir cuál de nosotros asumiría el papel de sicofante lo bastante bien como para convencer al comisionado Bantú que permitiera que el espectáculo se trasladara de una Zona de Grupo, asignada por color, a otra, o hablar con un funcionario de pueblo para que convenciera a su consejo que permitiera el uso de un auditorio público «blanco» para un reparto mixto. Las vidas de los actores negros estaban en nuestras manos, porque ellos eran negros y nosotros blancos, y podíamos y debíamos interceder por ellos. Eso no quiere decir que todo entre nosotros fuera una maravilla; en realidad había un sinfín de susceptibilidades y discusiones. Una mujer blanca que trabajaba como una esclava en las relaciones públicas y se encargaba del vestuario, lleva años sin hablarme porque le hice que dejara su cochecito a uno de los tipos que se había quedado trabajando hasta después de que el último tren saliera para la reserva, y se lo quedó durante todo un fin de semana y ella no pudo localizarlo porque, por supuesto, hay pocas casas allí con teléfono y una vez que un negro desaparece en esas madrigueras no lo puedes encontrar hasta que no le da la gana de reaparecer en la ciudad blanca.
Y cuando este reapareció, me puso verde hablándome de esas hijas de puta blancas que se dedican a «proteger» a gente a la que en su interior siguen considerando como si fueran «criados». Pero nuestras riñas, resentimientos e incomprensiones no sólo formaban una gran parte de la intimidad de este grupo, como en los buenos tiempos las fiestas y el hacer el amor, sino que eran mucho más: eran la parte definidora, porque ya éramos lo bastante próximos como para admitir las discusiones, los resentimientos y las incomprensiones entre nosotros.
Él formó parte de ese grupo durante cierto tiempo. Era un empleado de mensajería, después «gerente» y vigilante de un club de baile negro. En su tiempo libre tenía de vez en cuando pequeños papeles en nuestras producciones, y ayudaba en todo; al final se descubrió que lo que sabía hacer mejor era ganarse al público. Su encanto de gordinflón (era un joven grande y vestía de colores vivos) daba en el blanco al vérselas con el talante inesperado de los públicos de las reservas cuando estábamos de gira —a veces llegaban muy tiesos, encorsetados en sus mejores galas de domingo, y les parecía vulgar reír o responder a la acción que sucedía en el escenario; en otros lugares, embestían contra las puertas, intentando entrar sin pagar, y eran dominados por el elemento tsotsi, de pillos callejeros, que no querían escucharse más que a sí mismos—. Era el amigo particular —el otro, el lado pasivo— de un amigo particular mío, Elías Nkomo.
Y aquí me paro. ¿Qué decir de Elías? Ni siquiera he aprendido en cinco años qué pensar de él.
Elías era escultor. Tenía uno de esos trabajos —«chico de los recados» o algo por el estilo— a que los jóvenes negros educados pueden aspirar en pequeñas ciudades con industrias y minas de oro fuera de Johannesburgo. Alguien dijo que tenía talento, alguien me lo envió —al principio, el camino para que cada negro se encontrara a sí mismo parecía indefectiblemente pasar por un hombre blanco—. ¿Qué podría decir de su obra? Llegó en tren a la sección para negros de la estación central de Johannesburgo, llevaba un objeto abultado envuelto en el periódico de aquella mañana. Era menudo, de cabeza redonda, pequeñas orejas, con ropa de color pardo, con el ceño fruncido por el esfuerzo, pero su rostro se desplegó en una gran sonrisa de disculpa, pero también de confianza, cuando se dio cuenta de que el blanco que esperaba en el coche tenía que ser yo: la reunión ya había sido concertada. Le llevé a mi «lugar» (siempre llamaba así a la casa de la gente) y él desenvolvió el periódico. Lo que había allí no tenía nada que ver con las masas de diorita o arenisca que se ven en las galerías de Nueva York, Londres o Johannesburgo con los nombres de «África Emergente» o «El Espíritu de los Antepasados».
Lo que había era una cabra, o una criatura parecida, como un centauro se parece a un caballo o a un hombre, tallada en madera veteada y llena de nudos. Era encantadora (me apeteció extender la mano para tocarla), se movía en una especie de concreta diacronía, bestia-hombre, madera tosca-artesanía refinada, y había algo expuesto en ello (después de todo, retirabas la mano).
Le pregunté si conocía las cabras de Picasso. Sabía quien era Picasso, pero no había visto su obra. Le enseñé una fotografía de la famosa cabra de bronce que se encuentra en la propia casa de Picasso; después todas sus bestias mostraron órganos sexuales tan alegres como las ubres de las cabras de Picasso, pero esa fue la única «influencia» que recibió. Como he dicho, un blanco siempre intercede de alguna manera por un hombre como Elías; lo mío fue mantenerle alejado de las señoras galeristas amantes del arte, que querían promocionarle, y de los pintores y escultores blancos que se mostraban dispuestos a que trabajara bajo su tutela. Le di un antiguo garaje (bueno, quiero decir que quité mi coche de allí), y le dejé en paz y rodeado de montones de madera.
Pero a Elías no le gustaba la soledad del trabajo. Aquel garaje nunca llegó a ser su «lugar». Tal vez, si vives en un corral atestado toda tu vida, el contra-estímulo de la distracción se hace necesario para crear una tensión de concentración. No, todo lo que hay que decir es que le gustaba la compañía. Al principio sólo venía los fines de semana y luego, cuando empezó a vender algunas de sus obras, dejó el trabajo de mensajero y se trasladó allí más o menos permanentemente; arreglamos el lugar juntos, poniendo un techo y conectando el agua y cosas por el estilo. Era ilegal para él vivir en una zona residencial blanca, por supuesto, pero ese tipo de leyes generaban evasiones complementarias en gente como Elías y yo, y el inspector blanco de la construcción se desentendió, le dije que iba a convertir el garaje en un piso para la madre de mi mujer. Las cosas mejoraron para Elías una vez estuvo allí; siempre compartía su casa con algún amigo, por no hablar de las chicas que pasaban por su cama; a veces eran chiquillas tímidas, casi de la variante ayudante de cocina, que llamaban «señora» a mi mujer si la encontraban al atravesar el jardín; a veces eran las actrices empelucadas y pintadas del grupo, que se sentaban a chismorrear con mi mujer mientras le daba de comer al bebé.
Y él venía más que nadie —el regordete y alegre que se entendía tan bien con el público—; estaba casado, pero al igual que ocurre con nuestro sexo, una antigua amistad era un factor más importante en su vida que una mujer e hijos; si esa es una característica de los negros, yo mismo debo de ser negro bajo mi piel. Elías participaba tanto en el grupo teatral como él; Elías hizo unos hermosos dioses de papier mâché para la obra que representamos de un nigeriano —«espíritus de los antepasados», a la vez divertidos y amenazadores—, y una vez, cuando necesitábamos un cantante, sorprendentemente resultó que tenía una voz que podía frasear un madrigal tan fácilmente como aquello que apareció antes del Soul —no lo recuerdo ahora pero resonaba hora tras hora en el garaje donde trabajaba—. A Elías parecía que le gustaba más trabajar cuando el otro andaba por allí; él se sentaba con sus piernas de muchacho gordinflón, estiradas, flexionando los dedos de sus pies calzados con zapatos de moda, sacudiendo el polvo de las solapas de sus chaquetas de último grito, mientras cambiaba discos y mantenía un monólogo punteado alegremente por aquellos suaves gruñidos y suspiros de acuerdo, aquellos repentinos estallidos de risa casi silenciosa —únicas respuestas posibles en lenguaje africano— que surgían de Elías mientras cincelaba y esculpía. Porque hablaban en su propia lengua y nunca supe de qué.
A pesar de mis esfuerzos por dejarle en paz, inevitablemente Elías fue descubierto (¿no había yo iniciado el proceso con aquel garaje?), y una galería se anunció como su agente. Paseó por la inauguración de su exposición individual vestido con un jersey púrpura de cuello de cisne, que creo que le hizo comprar su mejor amigo, riéndose de sí mismo suavemente, más incómodo que complacido. Un crítico de arte escribió sobre sus valores trascendentales y modalidad plástica, y él dijo: «Por Dios, ¿lo entiende o no?», mientras brindábamos por su triunfo con brandy seguido de cerveza —el brandy no es bebida de ricos en Sudáfrica, se hace aquí y la gente se emborracha con él.
Aquel año ganó bastante dinero. Luego, la propietaria de la galería y el crítico de arte se olvidaron de él cuando descubrieron a otro intérprete del alma africana, y volvió a ser pobre, pero había conseguido una mecenas que aunque vivía lejos no se olvidó de él. Era, como se podía suponer, una señora norteamericana, muy vieja y rica, según la leyenda sudafricana, pero probablemente sólo una viuda madura de buena posición gracias a sus acciones en bolsa, y con un deseo de participar en algo que empezara a asomar en el mundo del arte y que no estuviera todavía saturado. Había comprado algunas obras suyas cuando estuvo como turista en Johannesburgo. A lo mejor tenía algunas relaciones académicas con el mundo del arte; en cualquier caso, fue responsable de que una fundación ofreciera una beca a Elías Nkomo para que estudiara en América.
Podía entender que él quisiera ir por ir: ver el mundo de fuera. Pero no podía creer que en esa etapa quisiera o pudiera emplear las disciplinas formales de las escuelas de arte. Como le dije entonces, soy únicamente un arquitecto, pero he tenido la experiencia de lo académico y, Dios nos libre, de lo frenéticamente no académico de las mejores escuelas, y no es para gente que, por emplear cierta jerga, se han descubierto a sí mismos.
Me acuerdo que dijo, sonriendo:
—¿Crees que me he encontrado a mí mismo?
Y yo dije:
—Hombre, nunca has estado perdido. Aquella primera cabra envuelta en un periódico era tu cabra.
Pero más tarde, cuando le negaron el pasaporte y empezamos a preocuparnos porque saliera al extranjero, volvimos a hablar. Él quería ir porque creía que necesitaba algún tipo de educación general, una cultura general que no había aprendido en los seis años de la escuela de la reserva.
—Desde que me fui a tu lugar he leído mucho de tus libros. Y, hombre, yo no sé nada. Soy tan ignorante como ese hijo tuyo en el cochecito. Vale, he aprendido un poco de política, unos cuantos términos de arte; puedo menear la cabeza y decir muy bien «valores plásticos». Pero, hombre, ¿qué sé yo de la vida? ¿Qué sé yo de cómo funciona todo? ¿Cómo sé de qué manera hago mi trabajo? ¿Por qué vivimos y morimos? Si me quedo aquí, a lo mejor me dedico a tallar bastones —añadió.
Yo sabía lo que quería decir: hay muchos viejos en toda África que se ganan la vida poniéndose en cuclillas, a una distancia decente de los hoteles para turistas, tallando bonitos bastones de madera local, sólo un nivel más abajo en complejidad a lo de la escuela de «África Emergente» de esos escultores tan estáticamente aclamados por los galeristas. Nos echamos a reír y, siguiendo el pensamiento que me sugirió la pregunta que se hizo de «¿Cómo sé de qué manera hago mi trabajo?», le pregunté si había alguna clase de habilidad tradicional en su familia. Como me imaginé, no la había; era un chico urbano de los barrios bajos, que se había criado frente a una cervecería municipal, entre utensilios de latas de parafina y carrocería de coches abandonados que, quizá curiosamente, no despertaron en él a un Duchamp sino que, por el contrario, le convirtieron en un completo expresionista clásico. Aunque no había ningún tallador rural de bastones entre sus antepasados, me contó algo de lo que no tenía idea que formara parte de su experiencia infantil en la reserva: fue enviado, cuando era adolescente, a una escuela de iniciación tribal en la selva y circuncidado según ese rito. Describió la experiencia vívidamente.
Una vez fracasados todos los intentos por conseguir un pasaporte, el deseo de Elías de ir a Estados Unidos se convirtió, por supuesto, en otra cosa: un resentimiento obsesivo contra el confinamiento. Inevitablemente no le dieron ninguna razón de la negativa. La respuesta oficial era la de siempre —que no era «de interés público» revelar las razones de ello—. ¿Era porque «ellos» se enteraron de que vivía con un hombre blanco? (teoría que me explicó uno de los actores negros del grupo). ¿Era porque un crítico había deferentemente descrito su obra como la «agonía de la emergente alma africana»? Nadie lo sabía. Es suficiente con ser negro: los negros deben quedarse donde están, en su porción de calles étnicas, en sus zonas segregadas, en esas partes de Sudáfrica a las que el gobierno dice que pertenecen. Sin embargo —la manera en que manejan nuestras vidas, como yo decía, es una pregunta sin respuesta—, el mejor amigo de Elías, de repente, consiguió un pasaporte. Ni siquiera yo sabía que también le hubieran ofrecido una beca, una bolsa de estudios o algo por el estilo; le invitaron a ir a Nueva York para estudiar dirección y las últimas técnicas de interpretación (era la época del Método en lugar de lo de Grotowski). Y él consiguió un pasaporte «al primer intento», como decía Elías con placer y admiración, sin sombra de envidia; cuando un negro conseguía un pasaporte había un sentido colectivo de placer por haber burlado no sabíamos exactamente qué. Así que fueron juntos, él con su pasaporte, y Elías Nkomo con un permiso de salida.
De todas formas, un permiso de salida era un billete de ida. Cuando te conceden uno a petición tuya, no por el capricho del gobierno, tú firmas una garantía de que nunca volverás a Sudáfrica ni a su territorio de fideicomiso, África del Sudoeste. Lo juras con tu firma y la huella del pulgar. Elías Nkomo no volvió nunca. Al principio escribía (y con bastante frecuencia) con entusiasmo acerca del mundo exterior que había alcanzado y parecía disfrutar de una cierta popularidad, no tanto como escultor sino como un negro africano auténtico, real, con la suficiente sofisticación como para que se le pidiera su opinión sobre esto o lo otro: la belleza de las mujeres americanas, la vida en Harlem o Watts, el Poder Negro visto a través de sus ojos, etc. Envió recortes de Ebony y hasta del New York Times Magazine. Decía que una chica en Life intentaba convencerles de que publicaran un artículo sobre su obra: ¿su obra?, bueno, no había comenzado nada verdaderamente nuevo aún, pero el centro artístico era un lugar lleno de animación, ¡Dios, las cosas que hacía la gente allí! Naturalmente, había silencios; lo olvidábamos y él se olvidaba de nosotros durante muchas semanas. Luego, los periódicos locales recogieron ese tipo de noticias que siempre buscan por todo el mundo. Elías Nkomo había hablado en un mitin anti-apartheid. Elías Nkomo, con vestiduras del África Central, estaba en una tribuna con Stokely Carmichel. Bueno, ¿por qué no? No tiene que preocuparse de tener una ficha limpia para cuando vuelva a casa, ¿no? Mi mujer le defendía furiosamente. Sí, pero yo me preguntaba por su obra. —«¿Le dejarán en paz para que trabaje?»—. No le escribí y fue como si leyera mi silencio: unos meses más tarde recibí un recorte de una revista universitaria de arte que dedicaba un número a África, y había una fotografía de una de las esculturas de madera de Elías, con una nota autógrafa en el margen de la página. —Sé que no tienes una alta opinión de quien no produce cosas nuevas pero aquí hay gente que cree que esta vieja cosa mía es buena—. Era una especie de comentario irónico, que si me lo hubiera dicho en voz alta en la habitación, nos habría hecho reír a los dos. Sonreí y pensé en escribirle. Pero dos semanas después, Elías había muerto. Se arrojó una mañana temprano al río de la ciudad de Nueva Inglaterra, donde se encontraba la escuela de arte.
Fue como la negativa del pasaporte; no supimos por qué. Con la habitual arrogancia que se siente ante hechos semejantes, hasta me sentí culpable por lo de la carta. Tal vez, si uno está a miles de kilómetros del «lugar» propio, en un apuro, una pequeña cosa como una carta, una palabra de ánimo de alguien que se ha mostrado muy parco en el elogio en el pasado… ¡Y qué patética arrogancia, pensarlo! Es como si la fragilidad de una carta, escrita por alguien entre otras preocupaciones, y, en sustancia, una mentira estimulante (qué estupendo que tu vieja obra sea reconocida en una insignificante revistita) pudiera ser como la mano a la que se agarra un hombre que se hunde por segunda vez.
Porque antes de que Elías se ahogara en aquel río tuvo que pasar por unos horrores desesperados de los que yo no sabía nada. Cuando la gente se suicida lo hace, al parecer, por una repentina revelación que nosotros, los vivos, no queremos recibir. Eso es lo que significa desesperación, ¿no? —¿qué llegan a saber?—.
Y eso es lo que uno significa cuando dice como atenuante de sí mismo: «De verdad, sabía muy poco sobre él». De Elías sólo conocía el ser que se había presentado en mi «lugar»; porque ¡qué fuera de lugar había estado cuando mencionó que de chico había pasado semanas en la selva con el grupo de circuncisión! Por supuesto, sus amigos decidimos, basándonos en los hechos que conocíamos y en nuestras actitudes políticas y personales, por qué había muerto: y tal vez fuera cierto que se moría de ganas de volver, en el sentido real de la frase, ya olvidado; muerto de ganas de volver a la tierra nativa que le había echado para siempre y que se veía obligado a evocar para sí mismo en la parodia de la vestidura «nativa», que no tenía nada que ver con su parte del continente, y la vergüenza que una nueva clase de solidaridad negra de tribuna le hacía sentir de su antigua dependencia, en Sudáfrica, de la amistad con gente blanca. Fue el gobierno sudafricano quien le mató, fue el choque cultural —pero quizá ni nuestra amargura política ni nuestra facilidad para formar frases de moda pudieran dar idea de qué combinación de fuerzas, dentro y fuera, le llevó a ese bautismo fatal a primera hora de la mañana—. No es de interés privado que eso se revele. Elías nunca volvió a casa. Eso es todo.
Pero su mejor amigo lo hizo, regresó a finales de aquel año.
Él vino a verme después de que llevara varias semanas en el país —yo sabía que había vuelto—. El grupo teatral se había disuelto, parecía que de eso era de lo que venía a hablarme, sobre todo: quería saber si quedaba algo de dinero para que pudiera iniciar un pequeño proyecto teatral suyo, deseaba poner en práctica los conocimientos que había adquirido en los Estados Unidos. Ahora estaba gordo de verdad y vestía una ropa estrafalaria. Una americana a lo Liberace. Botas de plástico. Una peluca afro que parecía hecha de lana de oveja karakul, de África del Sudoeste. Le hice una broma sobre ello —teníamos bastante amistad como para eso— preguntándole si había estado con los guerrilleros en vez de en los teatros de Off-Broadway. (En aquel entonces había un juicio a refugiados políticos sudafricanos que intentaron infiltrarse a través de África del Sudoeste). Y me sentí un poco avergonzado de mi condescendencia hacia su gusto cuando dijo con mucho humor: «Lo llevo porque me hace gracia, tú, ¿no es bárbaro?». Fui demasiado cobarde como para llevar la conversación al tema principal: Elías. Y cuando no se puedo evitar, dije las habituales trivialidades y él sacudió la cabeza —«Joder, tío», y nos callamos—. Luego me dijo cómo había vuelto: como Elías había muerto, había utilizado la parte de vuelta de su billete. Su bolsa de estudio no comprendía gastos de viaje y tuvo que pagar su billete de ida. Así que únicamente tenía billete de ida, pero la beca de Elías incluía la vuelta al lugar de origen del estudiante. Fue difícil que la línea de aviación accediera a esa transferencia: había tenido que acudir a la gente de la fundación de las becas, pero se portaron muy bien y se lo arreglaron.
Me contó todo eso tan francamente que yo fui uno de los que más se indignaron cuando empezó a correr el rumor de que era agente de la policía: ¿qué otro hubiera tenido la sangre fría de volver con el billete de un hombre muerto, un muerto que jamás podría haber utilizado esa parte del billete porque había optado por un permiso de salida? Y, de todas formas, ¿quién se lo iba a creer? Evidentemente, él tenía que encontrar la forma de explicar por qué él, un negro como cualquier otro, podía viajar libremente entre Sudáfrica y otros países. Tenía un pasaporte, ¿no? Bueno, eso era. ¿Por qué él había conseguido un pasaporte? ¿Qué negro conseguía un pasaporte en aquellos días?
Sí, me sentí irritado y le defendí, mediante la prueba de la ingenuidad con que —un negro, sí, y por tanto acostumbrado a la necesidad de salvar del desastre toda su vida, incapaz de permitirse los hermosos remilgos de la delicadeza de los blancos— se hizo con el billete de avión de Elías porque él estaba vivo y lo necesitaba, al igual que podía quedarse con el abrigo de Elías si tenía frío. Me negué a evitarle, al contrario que los miembros restantes de nuestro grupo, y mostré un rostro impasible, al margen de la complicidad de las medias sonrisas que acompañaban la mención de su nombre. Por supuesto, nunca habíamos sido íntimos amigos, pero me visitaba de vez en cuando. No encontró trabajo en el teatro y trabajaba como viajante en la reserva. Solía traer consigo a tres o cuatro chicos cuando nos visitaba; eran muy dóciles, discretos y bien educados, con sus buenos trajes en miniatura —nuestros hijos descalzos los miraban pasmados—. Eran sus hijos más^ los hijos de la familia con que vivía, creíamos. Él y yo hablábamos sobre todo de sus apuros —su viejo coche no era de fiar, su mujer le había abandonado, sus comisiones escasas, y podría haber aceptado la oferta de trabajar con una compañía de repertorio en Chicago si hubiera conseguido el dinero del billete para volver a América— mientras mi mujer le daba helado y tarta a los silenciosos hijos, o mis hijos colocaban con deferencia a los suyos en el columpio del jardín. Habíamos empezado a poder hablar de la muerte de Elías. Me contó cómo, en las semanas antes de su muerte, Elías tomó una vez una escalera mecánica de bajada en vez de la de subida, y siguió subiendo y subiendo. «¿Sabes?, creí que estaba haciéndose el gracioso. Subiendo escaleras para no ir a ninguna parte».
Él se agarraba nostálgicamente al idioma americano; ningún africano utiliza la palabra «noplace» cuando quiere decir «nowhere»[5]. Pero había dejado su peluca afro y cuando comenzamos a hablar sobre Elías sujetaba su cabeza grande y bien modelada con sus cortos y finos cabellos como la lana, con las manos, como si se esforzara por pensar con mayor claridad sobre algo que nunca se aclararía; de repente me sentí unido a él en ese gesto, y dije: «Sigue». Recordó otro ejemplo de cómo Elías se había «comportado extrañamente» antes de morir. Durante una de esas visitas por la tarde, dijo:
—No creo haberte contado lo del asunto de los estudiantes en la escuela. Cómo aquel último fin de semana (antes de que lo hiciera, quiero decir) invitó a todos a una fiesta, no sé qué clase de festividad dijo que era. Unos dijeron que habló de una barbacoa (ya sabes lo que es, lo mismo que una braaivleis). Pero después me contaron que dijo que les daría una verdadera fiesta africana, que les iba a enseñar cómo la gente rural lo hace en las bodas o en los funerales. Quería saber dónde podía comprar una cabra.
—¿Una cabra?
—Eso es. Una cabra viva. Quería matarla y asarla para ellos en el campus.
Fue por entonces cuando me pidió un préstamo. Yo creo que esa era la razón de traer a aquellos niños tan bonitos y bien vestidos cuando me visitaba: quería dejarme ver sus obligaciones y responsabilidades antes de pedirme dinero. Era una cantidad bastante grande para una persona con mis recursos. Pero no podía seguir trabajando sin un coche nuevo, y ahora tenía oportunidad de «comprar uno muy bueno de segunda mano». Le di el dinero a pesar de —o a lo mejor debido a que— corrían nuevos rumores de que, en una redada de la policía, en la casa de la familia donde se alojaba, todos los mayores que estaban allí, salvo él, fueron detenidos, acusados de asistir a una reunión de una organización política prohibida. Sus amigos fueron absueltos de la acusación gracias a la habilidad del abogado defensor, que demostró que el agente provocador, en cuyo testimonio se basaba la acusación, era un testigo falso: es decir, que era un mentiroso. Pero los amigos recibieron en seguida órdenes de prohibición, lo que significaba, entre otras cosas, que sus movimientos quedaban restringidos y no podían asistir a reuniones.
Él era el único que seguía, significativamente, no se podía ignorar, libre. Y sin embargo sus amigos le dejaron seguir viviendo en la casa; era un misterio para nosotros, los blancos, y para ciertos negros, también. Pero entonces, muchas cosas se convierten en misterio cuando la confianza se hace una mercancía que se vende a la policía. A pesar de mi pequeña demostración de desafío con el préstamo, durante los dos últimos años hemos llegado a esta situación en la que, si un hombre es negro, culto, tiene amigos «políticos» y blancos, y un pasaporte, hay que considerarle espía de la policía. Sentí asco de mí mismo —por eso le di el dinero—, pero yo también lo creí. Sólo existe una forma para un hombre así de demostrar su inocencia, según nuestras reglas: debe ir a la cárcel.
Bueno, él estaba en libertad. Un poco desanimado por la suerte de sus amigos, de los que hablaba con la misma inocencia que cuando me contó lo de quedarse con el billete de avión de Elías, agobiado como siempre por problemas de dinero, pobre diablo, pero, como siempre, animado. Sin embargo, nuestra amistad, que realmente empezó a existir tras la muerte de Elías, decayó rápidamente. El dinero fue la causa. Por supuesto, él temía que yo le exigiera que empezara a devolvérmelo, así que dejó de visitar mi «lugar», se acabaron las visitas con los niños negros tan bien vestidos y educados. Recibí una vez una carta escrita a máquina por él, agradeciéndome solemnemente mi amable cooperación, etc., como si fuera una firma comercial, y asegurándome que en unos meses esperaba estar en posición de, etc. Garabateé una nota de respuesta, diciendo que, por supuesto, maldita sea, esperaba que me devolviera lo que me debía, ¿pero por qué demonios teníamos que comportamos entretanto como si hubiéramos reñido? ¿Por qué coño tenía que tratarme como si yo tuviera una enfermedad contagiosa por unos cuantos rands?
Pero no volví a verle. Yo tenía mucho trabajo —el auge inmobiliario de los últimos años, ¿sabe?—; tuve un contrato para varios centros comerciales y un gran centro cultural —como para preocuparme por el viejo grupo teatral en sus esporádicas resurrecciones—. No creo que él tampoco tuviera mucho que ver; oí que le salía bastante bien lo de vendedor y que pensaba en volverse a casar. Hubo incluso un rumor —otro más— de que se estaba construyendo una casa en Dube, que es lo más parecido a una sólida zona residencial burguesa a que puede aspirar un negro en esos dormitorios negros fuera de la ciudad del hombre blanco, si se puede considerar burgués a quien no tiene propiedades. No necesitaba ya el dinero, pero ya sabes lo que pasa con el dinero: sentía un cierto resentimiento por la deuda, porque daba la impresión de que él podía haberlo devuelto, igual que yo podría haber dicho que no lo necesitaba. En cuanto a la amistad, ya me había enseñado lo que valía. Se está convirtiendo en algo que el hombre tiene que comprar, al igual que compra la cooperación de los soplones de la policía. Elías había muerto hacía cinco años; nosotros vivimos en nuestra situación ahora, como dice la frase legal; se recurre a las frases legales porque otras formas de expresión se han vuelto demasiado arriesgadas.
Y luego, hace doscientos setenta y siete días, hubo un nuevo rumor y esta vez confirmado, esta vez no era un rumor. Le fueron a buscar a su habitación una noche y lo encarcelaron. Es totalmente legal aquí; es el Acta de Detención de ciento ochenta días. Al menos, debido a que era una especie de celebridad, con muchos amigos y contactos, en particular entre periodistas blancos y negros, el hecho fue público. Si es gente humilde, o no ofrece ningún interés especial para el pequeño mundo de los liberales blancos, los mantienen detenidos durante muchos meses antes de que se sepa, excepto para los testigos oculares de lo ocurrido en la casa o en la calle, cuando los detiene la policía. Pero, al menos, todos sabemos donde está: en prisión. Se dice que preparan contra él y varios otros detenidos al mismo tiempo acusaciones de traición, y aun contra otros que llevan detenidos todavía más tiempo —trescientos setenta y un días, trescientos diez días: las cifras, una vez publicadas son siempre así de precisas—, y que pronto, pronto les juzgarán por lo que han hecho que nosotros desconocemos, porque cuando se está encarcelado bajo el Acta de Detención no se dice por qué ni cuáles son las acusaciones. Todos tenemos nuestras suposiciones, por supuesto. ¿Era un agente doble, que aprovechaba su pase como espía de la policía para facilitar su verdadero trabajo como nacionalista africano clandestino? ¿Se equivocó en la elección de sus amigos? ¿Sufría un peligroso sentido de la lealtad en lugar de tener sólidas convicciones propias? ¿Se debió a algún lazo personal, insospechado, sobre el que no tenemos derecho a especular? Sabe Dios —salvo el rumor de que fuera espía de la policía—, nadie tenía menos aspecto de activista político que aquel alegre joven, de segunda fila, siempre dispuesto a levantarse y cambiar el disco, al que le gustaban las americanas de Libera-ce y que aspiraba a interpretar Le Roi Jones en Off-Broadway.
Pero, como decía, ya sabemos donde está: dentro. En confinamiento solitario la mayor parte del tiempo, dicen también los que han estado allí dentro. Lleva doscientos setenta y siete días. Y así nosotros, los amigos blancos, podemos purgar la vergüenza de los rumores. Podemos ser puros de nuevo. Al fin estamos satisfechos. Está en la cárcel. Lo ha demostrado, ¿no?