El alivio de bajar, salir y pisar tierra firme después de pasar horas en un avión duró muy poco al entrar en la terminal del aeropuerto: sucio, lleno de sillas del revés, como en un restaurante cerrado. ¿En tránsito? ¿En tránsito? Unos cuantos comenzaron a subir por una escalera, pero les echaron atrás con exasperación en una lengua que no comprendían. El calor africano llevaba días y días encerrado en aquel sitio; alguien quiso abrir una de las ventanas, pero de nuevo un hombre uniformado y la chica de guantes blancos y sombrero sin alas, de piel de leopardo, le llamaron la atención. De cualquier modo, las ventanas estaban cerradas herméticamente, a pesar de que el aire acondicionado no funcionaba, y el delincuente se encogió de hombros. El portavoz que genera cada grupo de viajeros asumió la responsabilidad de las quejas; al mismo tiempo unas cuantas de esas ovejas que son incapaces de resistir la tentación de un agujero en la cerca, encontraron abierta una puerta de cristal en el otro extremo de la sala de tránsito, intentaron colarse hacia un pasadizo que llevaba hacia un espacio abierto: ¡hierba, buganvillas colocadas como si fueran rosas, el vislumbre de una carretera! Pero el hombre uniformado se apresuró en reagruparlas y llamaron a un limpiador que arrastraba su escoba para que echara el cerrojo a la puerta.
La mujer de pantalones beis había llegado lentamente por la pista de aterrizaje, poniendo de nuevo sus pies en aquella tierra concreta, y se paseó aún más lentamente por la sucia sala. En el pliegue del codo llevaba un abrigo que se arrastraba, en su hombro pesaba la correa de un bolso cuya cremallera se abría sobre un paquete con licor de un duty-free europeo, su brillante blusa de seda mostraba oscuras bocas húmedas al levantar el brazo. Un intercambio de miradas de indignación o el habitual aire de humorística superioridad no le afectó. Cuando se cruzó con el limpiador negro, ambos rostros eran de una perfecta indiferencia; la de él, porque la distancia de la que procedía aquella gente no existía, ya que nunca se había alejado más allá de las dos millas que andaba desde su aldea al aeropuerto; la de ella, porque la distancia no existía, ya que había ido a todos los sitios y había vuelto.
Otro negro, que intentaba ponerse una chaqueta blanca al tiempo que levantaba la persiana de madera, abrió el bar, y los hombres de negocios con sus portafolios se acercaron a la fila de taburetes. Hubo hombres que comenzaron a hablar con mujeres que estaban solas —no resultaba ya muy prometedor; la última etapa del viaje estaba cerca—, les acercaban vasos con zumos sintéticos de color muy chillón. El Cónsul que intentara invitarla a tomar una copa con la cena en el avión, había encontrado a una chica de botas rojas con una hijita de calzado similar. La niña andaba de acá para allá y el flirteo tomó la forma de dos que corrían tras ella para cogerla, riendo. Había una cola de pacientes mujeres vestidas con rebecas, que esperaban entrar en los lavabos. Ella había pasado —una, dos, tres veces— en sus lentas rondas al lado una mujer que hacía encaje de aguja. La tercera vez vio que el tema era un perro spaniel de orejas veteadas de naranja y negro. Junto a la mujer que tejía había un marido de especie tan identificable como la del perro: un norteamericano, debido al tamaño del cordón que pasaba por dentro de un emblema o escarapela, y que llevaba en lugar de la corbata. Él suspiró y miró a su mujer, que levantó la vista sobre los lentes como si la hubiera amenazado.
La mujer de los pantalones beis tiró su vale por un refresco en un cenicero, pero llevaba aún la tarjeta de plástico que la autorizaba a embarcar de nuevo en el avión. Intentó meterlo en el bolsillo del abrigo pero no lo alcanzó, de manera que tuvo que cogerlo con los dientes mientras se libraba del bolso y del abrigo. Metió a duras penas la tarjeta junto al paquete con el licor, dejándolo sobresalir un poco para que pudiera sacarlo con facilidad llegado el momento. Pero se le metió dentro y tuvo que vaciarlo todo: el cepillo con sus propios cabellos muertos, caídos; el periódico del día anterior de alguna ciudad extranjera; el libro cuya portada rasgó la cremallera del bolso; los pañuelos de papel rosado, los guantes para un clima frío, la cuota de cigarrillos libres de impuestos, la navaja suiza de bolsillo que no se podía comprar en casa, la cartera con la documentación. En el fondo estaba la brillante tarjeta. Sin ella no se podía embarcar de nuevo. Con ella te veías obligado a ir hasta el final del viaje, al igual que el pasaporte con tu nombre te obliga a una cierta identidad y lugar. Es uno de los tics nerviosos de viajar, sentir la seguridad de esa tarjeta brillante. Caminó hasta el expositor giratorio y volvió para asegurarse de dónde había puesto su tarjeta: sí, estaba allí. No era un trozo de papel; de plástico brillante no se podía romper, parecía indestructible; por supuesto los usaban una y otra vez. Trópico de Capricornio, Kamasutra, Algo de valor. El expositor giró y trajo de nuevo los mismos libros; sin embargo, se le volvía a dar la vuelta por si había escapado a la atención algún libro que llevabas toda una vida deseando leer. Si encontrara tal cosa allí y ahora, en esa última etapa, en esa última escala… Sintió un impulso de esperanza, quizá la excitación del cansancio y del tedio. Aparecieron de nuevo: Algo de valor, Kamasutra, Trópico de Capricornio.
Se acercó al asiento donde había dejado sus cosas y las tomó de nuevo: el abrigo, el pesado bolso de viaje. Alguien se había dormido con el último botón de la bragueta abierto, un sombrero tirolés de cordón trenzado y una pluma, que dejaba una señal en su frente húmeda. ¿Cuánto tiempo llevaban en aquel lugar? ¿Qué hora era allí de donde venía? (Algunos aeropuertos tienen una serie entera de relojes que muestran la hora en todo el mundo). ¿Sería aún ayer allí? —¿O mañana?—. ¿Y adonde iba? Pensó: lo sabré cuando llegue.
Un par de vendedores de curiosidades habían desempaquetado sus mercancías en un rincón. La gente estaba allí con la agonía final de la indecisión: ¿Qué haría él con una cosa así? ¿Le gustará a ella? Una mujer repetía, como lo había hecho ya en bazares, tiendas y mercados de todo el mundo: «Los he visto a la mitad de precio…». Pero esa era la última escala, la última oportunidad para llevar algo. ¿Si no, cómo sabrían que había estado allí? El último lugar de todos los demás lugares del mundo.
Brazaletes de hueso yacían en una espiral caída de círculos superpuestos. Pelos de elefante caían en el dibujo del símbolo olímpico. Había abrecartas de marfil y pequeñas pinturas de palmeras, chozas y bailarines sobre papel negro. El vendedor, acuclillado en la postura que deriva de la necesidad del mendigo sin piernas de sentarse así y que se ha convertido en el signo característico del profesional callejero —en ciudades como la que debía de estar en algún lugar detrás del aeropuerto—, al igual que lo es el portafolios del hombre de negocios internacional que bebe cerveza en el bar, la importunaban con la obligación de comprar. Negarse era trastornar el orden de los papeles. Él estaba allí para vender brazaletes de «marfil» y arte «africano»; ellos —esa gente cerrada con él en el edificio— habían sido llevados hasta allí para comprar. Tenía razón al enfadarse. Pero ella hizo un movimiento de negación con la cabeza, mientras él lo intentaba con sus escasas palabras en alemán y francés (billig, bon marché), como si fuera sólo cuestión de darle la entrada para que ella interpretara el papel que se le asignaba. Pareció amenazar en su idioma; por fin su cabeza, tocada por un gorro blanco, se encogió entre las huesudas rodillas. Pero ella volvió a mirar la vitrina llena de mariposas tropicales, bajo el retrato del presidente. El retrato era claro y nuevo; un general golpista victorioso hacía unos meses, en gran uniforme, tan espléndido como el negro entre los Reyes Magos. Las mariposas, reliquias de alguna sociedad conservacionista del tiempo colonial, empezaban a desprenderse de sus chinchetas en trozos grises y fragmentos diáfanos. Pero había una tan grande como un murciélago y tan brillantemente engalanada como el general: algo en la tierra y el aire, en lo que pudiera existir allí fuera —en lo que existiera—, ¿eso era lo que hacía que naturaleza y cultura se imitaran?
Si fuera posible coger una mariposa grande. No para llevársela; para cogerla tan sólo. Pero tenía la navaja suiza y las botellas, por supuesto. La tarjeta de plástico. La acompañarían una vez más hasta el avión. Una vez entregada la tarjeta de plástico, no habría otro lugar adonde ir, sino que cruzaría la pista de aterrizaje y subiría la escalera hasta la bodega del avión, sin poder volver hasta donde estaba la azafata con su sombrerito de piel de leopardo, hasta la barrera. No estaba permitido; iba contra los reglamentos. La tarjeta de plástico la enviaría al avión, el avión llegaría al final del trayecto, cambiaría la navaja suiza por un beso, las botellas por un abrazo (dijo que no al vendedor de curiosidades hasta que él se alzó sobre sus rodillas y la siguió, agitando sus pinturas), «no, gracias; no, gracias». Pero él no se dio por vencido y ella tuvo que alejarse, volver a pasear arriba y abajo, una vez, por el recorrido caluroso y cerrado dictado por los pies de las personas, las mesas y las sillas del revés, los pequeños montones de bolsas de mano. El Cónsul estaba columpiando a la niña de las botas rojas con las manos. Esta lloriqueaba y reía al mismo tiempo, gritándole que la soltara, pero la versión ampliada del mismo modelo, la madre, reía de manera que sus pechitos se movían para el Cónsul, y para que todo el mundo comprendiera cuán maravillosamente se portaba hombre tan distinguido con los niños.
Hubo un rechinante crujido y después el anuncio, en un cuidado inglés con acento africano, de la partida del vuelo. Un revuelo concertado que sonó como un suspiro: ¡al fin! La madre de las botas rojas le decía a su hija que era una tontería llorar, el Cónsul reunía sus cosas, la mujer enrolló rápidamente el hilo naranja en una bobina, los durmientes se despertaron y los bebedores de cerveza echaron sus últimas pequeñas monedas extranjeras sobre la barra. Ya no había cola en el lavabo de señoras y la mujer del pantalón beis sabía que pasaría aún mucho tiempo antes del segundo aviso. Entró, y una vez más, se despojó del bolso y lo puso entre los montones de papel arrugado y el polvo desparramado. Dio la vuelta a todos los contenedores de jabón líquido, hasta encontrar uno que no estaba vacío; se lavó las manos concienzudamente con agua caliente primero, y luego con fría, y puso las palmas húmedas en la nuca, bajo el pelo. Se acercó a una de las filas de espejos y durante un momento se fijó en lo que allí vio, y luego sacó de debajo de las botellas de licor, de la navaja suiza y de los documentos, el cepillo. Estaba lleno de cabellos: una telaraña de cabellos muertos que se enredaban de tal manera a las púas que estas no podían penetrar en una cabeza de cabellos vivos. Pasó los dedos lentamente sobre las púas y se dio cuenta de una joven india en el espejo de al lado, haciendo su complicado aseo con eficacia y rapidez. La india peinó hacia atrás su melena negra y lisa, cortada al estilo occidental, para que cayera sobre sus hombros, se pintó los ojos, se sacudió las manos cuajadas de anillos en vez de utilizar toallas de papel, se echó perfume francés a la vez que levantaba el cuello, arregló los pliegues de su sari verde y plateado que dejaba al descubierto un poco de su piel de color gris lavanda entre cintura y choli.
«Este es el último aviso para todos los pasajeros».
Los cabellos en el cepillo no tenían color, estaban enredados y cubiertos de pelusa. Enrollados al dedo índice (como el hilo anaranjado para las orejas del spaniel), se convertían en un embudo fibroso, sucio y repulsivo. No quiso que la muchacha india lo viera y lo escondió en la palma de la mano mientras iba a tirarlo al cubo de basura. Pero la india sólo se miraba a sí misma, miraba su reflejo apreciativamente mientras daba la vuelta y se marchaba.
El cepillo penetró con facilidad ya en los cabellos vivos. Una y otra vez, hasta que se quedó liso, y caía, como si tuviera memoria, como si fuera ropa doblada y planchada de determinada manera, siguiendo las líneas del peinado realizado por manos profesionales en otro hemisferio. Una mujer que llegaba tarde entró rápidamente en uno de los lavabos, tiró de la cadena y salió deprisa, con la tarjeta de plástico en la mano.
La mujer del pantalón beis se había pintado los labios y pasó una lima por debajo de sus uñas. Su bolso estaba ordenado. Echó una moneda en el platillo, como una ofrenda al dios doméstico y humilde, para la vigilante ausente. La voz africana apremiaba a los pasajeros para que pasaran inmediatamente por la puerta B. La voz tenía ciertas dificultades con las eles, pronunciándolas más bien como erres; era una voz agradable, razonadora, que sólo le pedía a todos que presentaran sus tarjetas de embarque, que evitaran retrasos y acudieran ordenadamente.
Entró en uno de los lavabos que ponía «Retrete de tipo occidental», que echaba el pestillo automáticamente al cerrar la puerta, un instrumento patentado que aseguraba la privacidad; no había que pagar. Llevaba su gabán y su bolso con ella y los arregló, el abrigo doblado y puesto sobre el bolso, en la parte más limpia del suelo. Recordó lo que había pensado muchas veces antes: no queda mucho tiempo, tengo que darme prisa. Para eso estaba la tarjeta de plástico: para garantizar que no se quedaría en tierra, nunca. La había metido bajo el cuello de la blusa, por falta de un bolsillo adecuado; la sintió fría y tiesa al ponerla allí, pero pronto adquirió el calor de su cuerpo. Algún alma pulcra, decidida a mantener los niveles occidentales, había cerrado la tapa y ella se sentó como si se tratara de un banco —el calor y el peso de lo que llevaba la agotó de pronto—. Pensó en fumar un cigarrillo; pero ya no había tiempo. Pero la necesidad de un cigarrillo le arrancó un profundo suspiro y sacó el paquete cuidadosamente del bolsillo de su abrigo, sin perturbar el orden de lo que había en el suelo. Todos los pasajeros que retrasaban la salida del vuelo fueron instados a pasar inmediatamente por la puerta B. Se perdieron algunas de las palabras en el eco del sistema de intercomunicación y lo único que se podía entender era la repetición de la puerta B, un hecho vital que aunque hubieran desaparecido todos los contextos gramaticales haría que el mensaje fuera inteligible. Puerta B. Si recordabas, si conocías la puerta B, la clave para dominar el procedimiento entero seguía intacta en ti. La puerta B era el reverso de «Ábrete, Sésamo»; la introduciría, pasándola a salvo, en la conocida, familiar e inescapable seguridad de las cuevas de tesoros y sombras. «Inmediatamente. Puerta B. Puerta B.»
Se dio cuenta, por la diferente calidad del ambiente fuera de la puerta y de las puertas de más allá, que el vestíbulo se estaba vaciando. Se amontonaban, cargados con sus equipajes —la calceta, la niña de las botas rojas—, hasta la puerta donde la muchacha del gorrito de piel de leopardo recogía sus brillantes tarjetas.
Ella sacó la suya. Miró a su alrededor en la celda como se mira para posar un jarrón de flores o una nota que no se quiere que se lleve el viento. No se iría por el sumidero; el plástico no se desintegra en el agua. Ya se había dado cuenta descuidadamente antes que no era fácil de doblar. No estaba nerviosa; simplemente buscaba un sitio para deshacerse de ella. Oyó la voz (había un matiz de dolida turbación al pronunciar las erres como eles) pidiendo a la pasajera que retrasaba el vuelo no sé qué no sé cuánto que por favor… Notó por primera vez que había un ventanuco, con una especie de vidrio que se abría hacia afuera, justamente sobre la cisterna. Se puso de pie sobre la tapa e intentó mirar hacia afuera, metió la tarjeta brillante como una carta en un buzón. «Puerta B» ofreció la voz. Pero para pasar por la puerta B debías tener una tarjeta, sin la tarjeta la puerta B no ocupaba lugar alguno en ese procedimiento. No acertó a ver nada, estirándose con esfuerzo hacia arriba, por el ventanuco; no había forma de saber dónde había caído la tarjeta. Pero cuando medio saltó hacia arriba, medio bajó a gatas, durante un segundo, el ángulo cambiado de su visión presentó algo similar a una cabeza —la copa de una enorme palmera sin podar— en el cielo, que tal vez emergía entre edificios o sobre chozas y calles llenas de barro o polvo, donde habría burros, bicicletas y personas descalzas. La vio sólo un segundo pero con toda claridad, se fijó incluso en que era una palmera vieja, las hojas raspando y afilándose unas contra otras. Y había un cuervo: estaba segura de que vio el negro aleteo de un cuervo.
Volvió a sentarse. El cigarrillo había dejado una aureola marrón en la cisterna. En el rincón, lo que creyó el hueso de un dátil resultó una cucaracha muerta. Tiró la colilla muerta hacia ella. Se oyeron tachuelas en la sala exterior, una voz africana dijo «¿Quién está ahí? Por favor, ¿está usted ahí?». No intentó contener la respiración o quedarse especialmente quieta.
Allí no había nadie. Golpearon todas las puertas de los lavabos. Hubo una pausa tensa, como si el dueño de las tachuelas no supiera qué hacer después. Luego, las tachuelas se alejaron de nuevo y la puerta del servicio de señoras se cerró con el pesado sonido del aire al batirse.
Hubo estallidos de conmoción fuera, que llegaron sordamente adonde estaba sentada. La calma se hizo más larga. Pronto cesaría la conmoción intermitente; los reactores debían de estar respirando fuego ya, los cinturones abrochados y los cigarrillos apagados, aunque el aire acondicionado no funcionaría todavía bien en tierra, y ellos sudarían pacientemente. No podían esperar para siempre, cuando ya casi habían llegado. El avión comenzó a rodar como un enorme cochecito de bebé, girando, parpadeando, estremeciéndose en su poder reunido.
Despegue. En la celda había un silencio y una quietud perfectas. Pensó en la mariposa grande; en el general con sus hermosos galas de entorchados y medallas. Despegue.
Así que era esa clase de lugar: cuervos posados en palmeras polvorientas, cuervos que picotean la carroña en las alcantarillas abiertas, mendigos sin piernas amenazando en una lengua desconocida. No la puerta B, sino alguna otra puerta. ¿Y si saliera por esa ventana, le pedirían sus documentos y la meterían en alguna otra celda, al capricho del general? El general no tenía razón alguna para fiarse de nadie que no pasara por la puerta B. Ya no había ningún ruido. Los lavabos estaban abandonados a sus ruidos internos; la cisterna se atragantaba de vez en cuando. Estaba bastante segura, por fin, de que el vuelo no se sabe qué número seguía su curso: se había ido. Encendió otro cigarrillo. No pensó en absoluto en qué iba a hacer; si hubiera decidido pensarlo no estaría sentada donde estaba. La mariposa, sin duda, se había extinguido y al general no le gustarían los desconocidos, las explicaciones (todo tiene su explicación) serían formuladas por sí mismas, en su ausencia, cuando el avión llegara a su destino. El licor del duty-free se podía echar por el retrete, pero quedaba el problema de la navaja suiza de bolsillo. Y con todo, al otro lado de la puerta prohibida: ¡hierba, buganvillas, ordenadas como rosas, el vislumbre de una carretera!