LA REINA DE LA LLUVIA

Por aquel tiempo vivíamos en el Congo; yo tenía diecinueve años. Debió de ser mi vigésimo cumpleaños el que celebramos en el Au Reíais, con los Gatti, M. Niewenhuys y el capataz de mi padre. Mi padre construía una carretera de Elisabethville a la residencia de Tshombe, una carretera para desfiles y cabalgatas de motos y automóviles. Ahora es Lumumbashi, y Tshombe ha muerto en el exilio. Pero en aquel tiempo había mucho dinero y a mi padre lo trajeron desde Sudáfrica, con libertad para reclutar sus ingenieros donde quisiera —los Gatti eran italianos y había un ingeniero sueco—. Yo no quería irme de Johannesburgo a causa de mi novio, Alan, pero a mi madre no le hacía gracia dejarme sola con él. «Honradamente —me dijo—, me parece que es una tentación demasiado grande para una jovencita como tú. Si algo pasara no podría perdonármelo». Yo era muy inmadura para la edad que tenía y cedí. En E’ville no había muchos entretenimientos para una chica como yo. Me acogieron unas cuantas jóvenes belgas, casadas, pero sólo un poco mayores que yo. Tomaba café con ellas por las mañanas y jugaba con sus bebés. Mi madre les pedía que me hablaran en francés; no quería que perdiera el tiempo en mis seis meses de estancia allí. Una de ellas me explicó cómo se hacía el mousse de chocolate; llegué a hacerme un vestido bajo la supervisión de otra; nos reíamos cuando estábamos juntas, igual que unos años antes con las chicas del colegio.

Todo el mundo pasaba por Au Reíais al anochecer y, por las tardes, cuando refrescaba, jugábamos al squash, los más jóvenes de nuestro grupo, quiero decir. Yo solía jugar todos los días con el sueco y con Marco Gatti. Venían directamente desde la obra. Eleanora Gatti era una de esas mujeres mediterráneas que no sólo pertenecen a un sexo distinto, sino que parecen pertenecer a una especie totalmente diferente a la del macho. No te la imaginabas corriendo o ni siquiera agachándose para coger alguna cosa; los pechos blancos, con escote cuadrado; las suaves manos cargadas de anillos y con el reloj de tapa enjoyada; la melena oscura, teñida de un color peculiar de mermelada deslustrada que resaltaba la blancura de su cutis; todo elaborado como un bodegón. El sueco no estaba casado.

Después de jugar, Marco Gatti acostumbraba a ponerse una toalla alrededor del cuello, según la moda de las estrellas de tenis, y su rostro moreno resplandecía de sudor. El sueco se cubría de manchas rojizas. Cuando Marco jadeaba lo hacía sonriente, mostrando sus blancos dientes y un empaste de oro. Me parecía que todos los adultos tenían algún defecto físico; eso les diferenciaba. Marco solía llevarme a casa y con frecuencia pasaba a tomar algo con mi padre, a discutir problemas de la carretera. Cuando explicaba una dificultad, Marco sonreía y se metía una mano bajo la camisa para rascarse el pecho. Por el cuello abierto de la camisa asomaba una especie de amuleto en una cadena, sobre el vello oscuro, entre los fuertes músculos pectorales. Mi padre decía con orgullo: «Se parece a un tenor de ópera, pero sabe cómo hacer las cosas».

Yo no había ido nunca a la ópera; eso es de otra generación. Pero cuando empezó a besarme cada tarde camino de casa y luego entraba a hablar con mi padre y a tomar una cerveza, lo atribuí a que era extranjero. Yo dije: «Me resulta tan extraño entrar en la habitación donde está papá». Marco dijo: «Pobrecita mía, eres tan guapa que no hay quien te resista».

Allí llueve todas las tardes en esa época del año. Un viento repentino barría el calor, estampando los papeles contra las verjas. Quince minutos más tarde —se puede hasta cronometrar reloj en mano— la lluvia caía con tanta fuerza y ruido que apenas podíamos ver lo que había ante el parabrisas y teníamos que hablar en voz tan alta como si estuviéramos en un pasadizo con eco. La lluvia solía durar una hora. Una tarde fuimos a la obra en lugar de ir a casa de mis padres, a una caravana que iba a ocupar uno de los ingenieros, pero que nunca lo llegó a hacer, porque todo el mundo vivía en el pueblo. Marco gritó por encima del chaparrón: «¿Sabes lo que dicen los congoleños, no? Cuando llega la lluvia, busca en seguida una chica para llevarla a casa hasta que termine». La caravana era como un pisito, con todo lo necesario. Marco me lo enseñó; hasta había una bañera. Marco no era alto (mis amigos y yo decíamos que no valía la pena mirar a un chico que midiera menos de uno ochenta), pero tenía las piernas finas y fuertes de un deportista, cubiertas de vello negro y lacio, y me frotaba mis piernas, duras pero peladas, con las suyas. Era una caricia que nosotras nunca hubiéramos imaginado. Empecé a sospechar que ni mis amigos ni yo teníamos ni idea.

La tarde siguiente me pareció que Marco tomaba el camino para ir directamente a nuestra casa, y yo le dije, anhelante: «¿No vamos a la caravana?». Lo dije sin pensarlo. «Ay, mi niña, ¿es que no quedaste contenta?». Se rio, paró el automóvil y me besó profundamente, tanto en las orejas como en la boca. «Muy bien, vamos a la caravana». Y nos fuimos todas las tardes de la semana —él no trabajaba los sábados, y las mujeres iban al club de squash—. En seguida, el guarda congoleño empezó a venir a toda prisa a saludarnos desde el campamento, en cuanto veía el coche detenerse junto a la caravana; sabía que yo era la hija de mi padre. Marco charlaba con él durante unos minutos y de vez en cuando le daba una propina. Al principio me quedaba allí como si esperara órdenes, pero Marco tenía eso que yo empecé a percibir que es la confianza de los adultos. «No te preocupes tanto. Es un viejo simpático. Es amigo mío».

Marco me enseñó a hacer el amor en la caravana y dejé de lado todo lo que yo había considerado «la vida», como antes había reunido los vestidos de las muñecas, el juego del Monopoly y las colecciones para dárselas a la criada. Dejé de escribir a mis amigas; tardé semanas en contestar a las cartas de Alan, y cuando lo hice, sentí una especie de orgullo profesional por haber podido fabricar una carta de una ambigüedad tan habilidosa: ¿era una carta de amor o no? Pensé que su experiencia no le permitiría averiguarlo. Unas veces me daba lástima, otras sentía un intenso hormigueo de traición; me daba una especie de grima. Ante mis padres y en compañía de amigos, el comportamiento absolutamente habitual de Marco me fascinaba: yo me comportaba como si no pasara nada, porque para él era así. No fingía mostrarse natural con mis padres: era natural. Y lo mismo ocurrió con nuestro comportamiento ante su mujer. Después de la primera vez que me hizo el amor, esperé con terror y pánico el momento de ver de nuevo a Eleanora; cuando me apretara la mano o hasta me diera un beso en la mejilla, con su estilo cariñoso y femenino. Pero cuando entré en nuestra casa aquel domingo y percibí su perfume y luego, de repente, la vi sentada junto a mi madre hablando sobre su familia en Génova, con Marco, mi padre y otra pareja que estaba allí, me enfrenté con la vertiginosa impresión sin alterarme. Alguien dijo: «¡Por fin ha llegado nuestra Jillie!». Y mi madre dijo (yo había estado cabalgando con el sueco): «No sé cómo aguanta con Per, estuvieron bailando hasta las tres de la mañana»; y Marco, que tenía veintinueve años (primero de diciembre, Sagitario, casa en Júpiter), dijo: «Qué maravilloso es ser joven, ¿verdad?», y mi padre dijo: «¿Y a qué hora te habrás acostado tú, Marco?», y Eleanora, cruzadas las piernas, con sus rodillas regordetas y lisas, me tiró de la mano para que nos diéramos un beso de mujer en la mejilla.

Absorbí el olor de la piel de Eleanora, sentí el roce de su pelo en mi nariz; y se acabó. Nos sentamos a hablar de unos zapatos que su cuñada le había enviado desde Milán. Era algo que nunca hubiera podido imaginar: Marco y yo, tal como éramos de verdad, allí no existíamos; no había turbación. Los Gattis, como siempre los domingos por la mañana, habían venido directamente de la misa de once en la catedral católica y estaban muy elegantes.

Como en la mayor parte de esos sitios de África, había escasez de mujeres blancas y mi madre estaba mucho más contenta viéndome pasar el tiempo con jóvenes casadas que si hubiera salido con los mercenarios que iban y venían en E’ville en aquel verano. «Son hombres con experiencia —dijo, al contrario que los muchachos y los hombres casados— y por supuesto buscan lo que buscan. No tienen nada que perder: a la semana siguiente se habrán ido a otra provincia o habrán abandonado el país. Yo no les critico. Creo que una chica tiene que saber cómo es el mundo, y si es tan loca como para liarse con uno de esos, allá ella». Parecía haber olvidado que no quiso dejarme con Alan en Johannesburgo. «Tiene un novio muy agradable, un chico decente que la respeta. Prefiero que se divierta con las parejas de jóvenes mientras esté aquí». Y siempre estaba Per, el sueco, para servirme de pareja; sabía que él no representaba «exactamente el sueño de amor de Jillie». Me imagino que eso también lo descartaba. Aunque no tenía pareja en nuestro círculo, yo era un objeto de amor con el que todos flirteaban, en una especie de homenaje. Tal vez eso debía de bastarme: ya que no me deseaba uno solo, que me desearan todos.

«Por supuesto, prefieres bailar con Jeelie», le decía Mireille, una de las jóvenes belgas, a su marido, fingiendo enfado. Él y yo éramos uno de los atractivos de Au Reíais, con nuestro cha-cha-cha. Luego él le susurraba algo en su idioma y ella se echaba a reír.

Marco y yo formábamos una pareja tan famosa en la pista de squash como el marido de Mireille y yo en la pista de baile. Era ese el único lugar donde una persona observadora se hubiera dado cuenta de que hacíamos el amor. A medida que pasaban las semanas y lo hacíamos cada vez mejor, nuestro juego también mejoraba. La respuesta que Marco me había enseñado al ruido del grano de trigo cayendo, de la lluvia al caer en el tejado de la caravana, funcionaba también muy bien en la pista de squash. A veces las mujeres y los espectadores estallaban en un aplauso espontáneo; yo me guiaba por el rostro oliváceo, sudoroso y animado de Marco, preveía sus reacciones musculares en el juego igual que en la cama. Y cuando me vencía (por poco), o cuando vencíamos a otra pareja, me agarraba por los hombros, riéndose, elogiándome en italiano, los dos caminando a trompicones, y me decía en inglés: «Vaya chica tan lista, ¿eh?»; sólo él y yo sabíamos que eso mismo me decía en otros momentos. Entonces me encantaba el destello de aquel defecto en su dentadura. Era Marco, como todas las demás cosas que sabía de él: la prima de la que había estado enamorado cuando pasaba las vacaciones con su familia de las montañas de los Abruzos; la manera de la que hubiera proyectado la carretera de Tshombe si mandara —«Pero tu padre me cae muy bien, ¿sabes?», «Se trabaja muy bien con tu padre»—; la pomada italiana para bebés que usaba para el escozor en la cintura.

La inocencia de los mayores me fascinaba. Ellos se dedicaban a jugar, pero yo ya no; empecé a sentirme superior a ellos. Resultaba agradable. Me sentía superior —o mejor, tolerante y condescendiente— también hacia el lejano Alan. Le dije a Marco: «Me gustaría saber qué haría si supiera lo mío»; la caravana con sus cortinas de lunares, el alegre vigilante, las propinas, el aliento de la tierra que ascendía del polvo mojado. Marco dijo, sensatamente, que Alan se sentiría muy dolido.

«¿Y si lo supiera Eleanora?».

Marco me lanzó una sonrisa abierta, cómplice, tranquilizadora, a la vez que posaba la mano sobre mi mejilla, en un gesto de ternura: «No le gustaría. Pero en el caso de un hombre…». Por un momento él fue Eleanora, sin querer imitó el suspiro de resignación de ella, al recibir la noticia (sentada, como siempre), consciente de que los hombres son así. Me interesaban las otras personas de las que se decía o se sabía que tenían amantes. Chismorreaba sobre el asunto: «… cuando el marido de la chica se enteró, se marchó de casa sin dinero ni nada y nadie le encontró durante varias semanas», y Marco continuó, como si fuera la cosa más natural del mundo: «Por supuesto, si yo me enterara de que Eleanora está con alguien me pondría como loco».

Proseguí contando mi cuento de segunda mano, disfrutaba de los giros y complicaciones, y él se reía, siguiéndolo con la afectuosa atención con que escuchaba todo lo que yo hacía o decía; se levantaba para tomar una botella de Chianti, limpiaba un vaso y se lo llenaba. Guardaba siempre vino en la caravana. Yo no bebía, pero su boca pasaba a la mía el sabor metálico de ese vino.

En el coche, esa tarde, dijo que a lo mejor tenía una agradable sorpresa para mí, y se lo recordé, bromeando, cuando estábamos echados. Lo de siempre: «Estás convirtiéndote en una latosa, querida, en una latosa de verdad». «No te dejaré en paz hasta que me lo digas». «Voy a tener que darte un azote en el culito». La sorpresa era un plan. Posiblemente él y mi padre tendrían que ir a Kasai a echar una mano a una empresa de la construcción de allí. Sería fácil para mí convencer a mi padre de que me dejara acompañarle y luego, si Marco podía arreglárselas para dejar a Eleanora en casa, resultaría tan estupendo como si los dos hiciéramos un viaje juntos. «¿Tendrás habitación propia?», preguntó Marco. Me eché a reír. «¿Crees que me van a meter en la de papá?». A lo mejor en Italia a las chicas no les dejaban tener una habitación de hotel. Marco desvió la atención hacia el punto siguiente: «Eleanora se marea en el coche, no querrá venir si las carreteras son malas y hay peligro de quedar plantados. No, está bien, le diré que no va a ser ningún placer para ella». Pensar que íbamos a estar juntos durante días enteros, y a lo mejor por la noche, nos hacía sonreír, parlotear y besarnos, no con pasión sino con regocijo. Tenía la lengua suelta como si hubiera estado tomando vino.

Marco hablaba un buen inglés.

Yo conocía bien los giros extranjeros que utilizaba. No empleaba la palabra «loco» en el sentido de irritación. «Me pondría como loco»: lo que quería decir era exactamente eso, aunque la frase no fuera de las que solíamos usar nosotros, en inglés. Lo pensé aquella noche, a solas, en casa; y otras noches. Fuera de sí, quería decir. Si Eleanora se acostaba con otro hombre, Marco enloquecería de celos. Me lo dijo porque era una persona honrada, no como los otros mayores, al igual que me había dicho: «Me cae bien tu padre. No me gustan algunas cosas que hace con la carretera. Pero es un buen hombre». Marco estaba enamorado de mí; yo era su tesoro, su alegría, hermosas palabras en italiano. Era verdad, se sentía muy feliz conmigo. Yo lo notaba, no entendía que alguien pudiera ser tan feliz; Alan no conocía eso. Estaba segura de que si no hubiera encontrado a Marco, yo tampoco lo hubiera sabido. Cuando estábamos juntos en la caravana, siempre le miraba, hasta cuando dormitábamos, miraba con los ojos entreabiertos el movimiento de su nariz, al respirar, con los pelos negros que sobresalían, y la curva de su oreja quemada por el sol a través de la cual se veía una luz capilar. Ah, Marco, el marido de Eleanora, era hermoso cuando dormía. Pero no dormía. Me gustaba colocar mis pies sobre los suyos como si estos fueran pedales y, al hacerlo, la comisura de su boca sonreía y hablaba con la flexión de un músculo de algún lugar de su cuerpo. A veces hasta hablaba en voz alta: mi nombre. Pero yo no sabía si era consciente de ello. Luego él permanecía con los ojos abiertos mucho tiempo, pero sin mirarme, porque no le hacía falta: yo estaba allí. Luego se levantaba, encendía un cigarrillo y me decía: «Estaba soñando… ah, no sé… es otro mundo».

Me resultaba embarazoso porque yo entraba en el mundo desde mi adolescencia y no podía concebir, como lo hacían los adultos —como él lo hacía—, que tuviera que buscar en otro mundo la realización y la alegría. Él se escapaba conmigo. Yo entraba con él. La comprensión de ello me llegaría como me había llegado la transfiguración de su diente de oro, que pasó de defecto a rasgo característico. Aún no lo sabía todo.

Veía a Eleanora casi todos los días. Me tenía mucho cariño; era ese tipo de mujer que, en su país, estaría rodeada de hermanas más jóvenes en compensación por los hijos que no tenía. Nunca me sentí culpable ante ella. Sin embargo, antes hubiera pensado lo mal que se sentiría una al aceptar la proximidad y las caricias que por ley pertenecían a otra mujer. Me irritaba la estupidez de lo que dijo Eleanora; la estupidez de su ignorancia. Qué idiota que me dijera que Marco tenía que trabajar hasta tarde otra vez en la obra, él era tan responsable, etc.; ¿no estaba yo con él mientras ella hacía sus famosos scaloppini de ternera y se le pasaron? Y era una lata para nosotros. «Tengo que irme, debo llevar a la pobre Eleanora al cine esta noche. No ha salido desde hace semanas». «Es el último día en que se pueden enviar paquetes a Italia, le gusta que esté con ella para envolver los regalos de Navidad, ¿entiendes? Ya sabes cómo es en esas cosas». Luego llegó su tía de Italia y hubo almuerzos y cenas, a las que sólo se invitaba a personas de lengua italiana, porque la signora no hablaba inglés. Recuerdo que fui allí un domingo —mi madre me envió con su helado especial como obsequio—. Estaban sentados en el calor de la terraza; las mujeres formaban un grupo con los niños, que gateaban por encima de ellas, y Marco con los hombres en otro, la corbata suelta (Eleanora le había obligado a ponerse un traje), gesticulando con un palillo, hablando y tirando las colillas de los cigarros en el tiesto de cactus de Eleanora.

Y, sin embargo, esa tarde en la caravana volvió a decir: «Por Dios, no quiero despertarme… Estaba soñando». Surgió de la oscuridad en nuestro lugar de encuentro, con alpargatas y vaqueros ajustados, como un hermoso pescador.

Yo nunca había estado en Europa. Marco dijo: «Quiero llevarte por Piamonte y hasta la aldea de donde procede mi padre. Subiremos a los muros por la iglesia y cuando llegues arriba, sólo entonces, te daré la vuelta y verás a lo lejos el Monte Bianco. ¿Has escuchado ruiseñores alguna vez? Los escucharemos en el peral, el de mi tío».

Yo maduraba día a día: «¿Qué pasa con Eleanora?». Era lo más lejos que podía llegar sin preguntarle: «¿Seguirías volviéndote loco?».

¿Seguirías volviéndote loco?

¿Y ahora?

¿Y ahora, dos meses, una semana, seis semanas más tarde?

¿Seguirías volviéndote loco?

«Eleanora pasará una temporada en Pisa después de que volvamos a Italia, con su madre y sus tías», decía.

Sí, yo también sabía por qué: mi madre me había dicho que Eleanora iría a Pisa porque allí vivía el viejo médico de la familia, que estaba seguro de que, a pesar de lo que decían los médicos de Milán y Roma, la pobre Eleanora aún podría tener un hijo.

Dije: «¿Qué te parecería si Alan viniera aquí?».

Pero Marco me miró con una comprensión tan sensual y confiada, que nos echamos a reír.

Empecé a maquinar una aventura para Eleanora. Escogí a Per como víctima, no sólo porque era el único soltero presentable en nuestro círculo, sino porque tenía la sensación de que a lo mejor era posible que se sintiera atraída por un hombre más joven que ella, con el que mostrarse maternal. Y Per, que no tenía ninguna mujer (salvo las hermosas prostitutas congoleñas que supongo que estaban bien para una hora de lluvia), podría considerarse afortunado si tuviera éxito con Eleanora. La estudié de nuevo. Suave y blanca carne de gallina por encima del final de las medias, pechos que se alzaban al suspirar: ese tipo de mujer. Pero Eleanora ni siquiera parecía entender que le ponía delante a Per (en nuestra casa, en Au Reíais) y Per parecía igualmente ignorante o no tenía interés alguno en sus oportunidades.

Así que nunca pude plantearle mi pregunta. Marco y yo continuamos haciendo el amor en la caravana mientras el tejado hacía ruidos combados al contraerse tras el calor del día, y la lluvia. Tshombe huyó y volvió; había soldados en la plaza ante la oficina de correos y surgieron toda clase de dificultades en la construcción de la carretera. Marco se mostró decidido, excitable, acosado y enérgico; tumbado en el lecho de la caravana, al final del día, como un corredor que acababa de romper la cinta. Mi padre estaba nervioso y no sabía si se terminaría la carretera. Eleanora estaba nerviosa y quería volver a Italia. Hicimos el amor y cuando Marco abrió los ojos a la realidad de la carretera, mi padre, Eleanora, dijo: «Ah, por el amor de Dios, por qué… es como un sueño».

Yo también me puse nerviosa. Incité a mis padres. «Los Gatti son unos pesados. Ese Buda femenino». Empecé a temer que Eleanora viniera a mí con sus susurros y con su mano de blandos apretones y me dijera: «Siempre es así con Marco, pequeña Jillie, no te preocupes. Lo sé todo».

Y Marco y yo continuamos acostándonos juntos en ese estado de placer en el que nada existe salvo los dos que creen en el placer. Ni carreteras, ni guerras mercenarias, ni matrimonio, ni las demandas y sufrimientos de otras personas entraron en aquel sueño tierno y sensual del que Marco, aunque con pesar, siempre volvía.

Lo que yo temía que me dijera Eleanora, nunca me lo dijo. En lugar de ello, mi madre me contó un día, con ese tono de emoción siniestra en que las mujeres mayores vuelven a vivir estas cosas, que Eleanora, nuestra querida Eleanora, esperaba un hijo. Al cabo de seis años. Sin tener que ir a Pisa a ver al médico de la familia. Sí, Eleanora había concebido durante la temporada de lluvias en E’ville, mientras Marco y yo hacíamos el amor todas las tardes en la caravana, y los congoleños encontraban una chica para mientras duraba el chaparrón.

Eso fue hace años.

Pobre Marco, sentado en Milán o Génova, en el almuerzo de los domingos, con el palillo en la mano, los hijos de Eleanora gateando por ahí, rodeado por los hermanos, hermanas, tíos y tías de Eleanora. Pero yo nunca me desperté de ese sueño. En los siete años que llevo casada he tenido —¿cuántos amantes?—. Sólo lo sé yo. Un montón, si se cuentan también los breves episodios de vacaciones.

Es otro mundo, aquel sueño, donde viento alguno sopla más frío que el aliento cálido de dos cuyas bocas se juntan.