Francés Taver figuraba en el circuito secreto para la gente que quería descubrir la verdad sobre Sudáfrica. Los periodistas, políticos y religiosos que iban de visita tenían un itinerario que les habían preparado sus representantes consulares y los servicios de información de ultramar, o eran dirigidos por una «fundación» de negocios sudafricanos deseosa de mejorar la imagen del país, hasta el propio Servicio de Información del Estado Sudafricano los llevaban a los municipios negros ejemplares, las universidades y las cervecerías. Pero todos ellos llevaban escondido entre lo más privado de sus papeles privados (los más nerviosos recurrían incluso a tenerla en clave) la breve lista de quienes les descubrirían los horrores: las personas que había que ver. Unos cuantos tenían nombres que aparecían en los periódicos del mundo entero como opositores particularmente decididos o víctimas del apartheid: un misionero, un par de abogados, un escritor, un editor de periódicos, un obispo sin pelos en la lengua; a otros se les conocía únicamente dentro del país, y los visitantes sólo tenían noticias de ellos por otros visitantes con acceso a la pequeña lista. La mayor parte de los nombres eran de blancos —lo cual resultaba un tanto frustrante cuando lo que se quería conocer era la realidad—; pero en Londres o en Nueva
York se decía que era posible encontrarse con los verdaderos africanos siempre que uno se relacionase con los blancos adecuados.
Francés era uno de ellos. Lo era desde hacía muchos años. Desde los años cuarenta, en que fue líder sindical y dirigió un sindicato mixto de trabajadores del sector textil, cuando aún era legalmente posible; durante los años cincuenta, después de su matrimonio, cuando fue representante de un grupo de teatro de blancos y negros antes de que lo disolvieran, merced a la nueva legislación; y hasta principios de los sesenta, cuando escondía a sus amigos africanos perseguidos por la policía, miembros de las organizaciones políticas recién proscritas, antes de que hubiera que sopesar las exigencias de la amistad, contrastándolas con el riesgo (igual para blancos que para negros) de largas temporadas de prisión sin juicio, pensadas precisamente para que se traicionara a esas amistades.
Francés Taver conservaba pocos amigos y siempre sentía un ligero estremecimiento cuando escuchaba a través del teléfono una ansiosa voz americana o inglesa que le anunciaba su llegada, una breve estancia (por supuesto), y los afectuosos recuerdos de fulano o mengano —el que había facilitado la lista, quienquiera que fuese—. Unos años antes resultaba divertido y fácil utilizar a esos visitantes como excusa para celebrar una reunión que generalmente acababa en fiesta. El visitante se lo pasaba muy bien aprendiendo a bailar kwela con chicas negras; se sentía fascinado, esforzándose por mantenerse sobrio para enterarse de todo, escuchando las frecuentes y vehementes peroratas de los políticos africanos, blancos e indios, al tiempo que bebía, y discutiendo en una paradójica libertad personal que, curiosamente, no recordaba que hubiera en los países donde no había leyes contra la mezcla de razas. Y nadie disfrutaba más de esa fascinación que los propios objetos de esta: Francés Taver y sus amigos se divertían en aquellos tiempos de una manera inofensiva, les gustaba dar la vuelta a las ideas consideradas «correctas».
«En aquellos tiempos»: así era como ella pensaba sobre entonces; se le antojaba una época muy lejana. Veía los rostros; a veces, una visión fugaz de un vacío que llenaban las crónicas periodísticas de juicios, las habladurías sobre las actividades del exilio, comentarios casuales de alguien que había conocido a otro que a su vez había hablado con uno que estaba en su casa bajo arresto domiciliario. Otro caso, el del amigo perseguido por sus actividades en el Congreso Nacional Africano, pasado a la «clandestinidad», que venía a verla muy de tarde en tarde, cuando podía estar seguro de que la casa estaba vacía. Aunque ella era bastante joven ya pensaba en «aquellos tiempos» como si fuesen los de su juventud, y él, el perseguido, era una visión que procedía de aquel mundo.
Esta vez, la voz en el télefono era americana —suave, cauta—, sin duda el hombre creía que la línea estaba pinchada. Robert Greenman Ceretti, de Washington; mientras hablaban recordó que era el columnista político relacionado de algún modo con la administración Kennedy. ¿No había escrito un libro sobre la Bahía de Cochinos? En cualquier caso, ciertamente había leído su nombre.
—Y cómo están los Braun. No sé nada de ellos desde hace siglos.
Ella hizo las habituales preguntas sobre cómo se encontraban los amigos comunes cuyos recuerdos le traía, y él soltó el acostumbrado discurso acerca de cuánto deseaba conocerla. Estaba a punto de decirle, como siempre, que viniera a cenar, pero un absurdo rechazo interior, casi un momento de pánico sordo, la decidió a cambiarlo por una invitación un par de días más tarde para tomar una copa.
—¿Puedo serle de alguna utilidad entretanto? —preguntó; la voz de él sonaba modesta e inteligente.
—Se lo agradezco. La veré el jueves.
En el último momento invitó a unos amigos blancos para presentárselos, un médico y su esposa, que dirigían un hospital de tuberculosos en una reserva africana, y un joven periodista que había estado en USA en un programa de intercambio. Pero sabía lo que el visitante extranjero esperaba de ella y sintió una absurda —esta era, de nuevo, la palabra— urgencia de ponerle en la situación de que, ¡ay!, tuviera que pedírselo. Era un hombre bajito, agradable, pelirrojo, con sonrisa de ardilla, y a ella le cayó bien. Le llevó de vuelta al hotel cuando los invitados se marcharon, y hablaron de los artículos que él iba a escribir y de las personas que visitaba; por ejemplo, ¿había entrevistado a algunos nacionalistas importantes? Bueno, todavía no, pero esperaba hacerlo la semana siguiente en Pretoria. Otra cosa que le fastidiaba (ahí estaba) era que apenas podía cambiar palabra con ningún negro, como no fuera el que hacía la limpieza en la habitación de su hotel. Ella escuchó su propia voz diciendo, como quien no quiere la cosa, «Bueno, quizá pueda ayudarle en eso», y él lo aceptó en seguida, serio, agradecido, con sinceridad:
—Ojalá sea así. Si pudiera hablar con una persona corriente, que supiera expresarse. Quiero decir, pienso que ha estado muy bien hacerme una idea con personas blancas tan valientes como usted y su marido, pero me gustaría saber de primera mano qué es lo que piensan los africanos. Si pudiera usted prepararlo, sería estupendo.
Ahora ya estaba hecho, de pronto ella se desdijo, más por sí misma que por él.
—No sé. La gente ya no quiere hablar. Si hacen algo, no pueden charlar sobre ello. Los que quedan. Negros y blancos. A los que debe ver es a los que están encerrados.
Estaban sentados en el automóvil, junto al hotel Veía, por la expresión animadora, admirativa, intensa de su rostro, que le habían dicho que, si había alguien que podía presentarle gente negra, era ella y en su casa.
Sintió un pinchazo de vanidad.
—Te lo diré. Te llamaré, Bob.
Por supuesto, ya se trataban con los nombres de pila; en Sudáfrica las afinidades solitarias pasan por encima de los formalismos, cuando se conocen dos blancos que piensan igual.
—No tienes que decir más que cuándo y dónde. El otro día no quise hablar por teléfono —dijo él.
Siempre se imaginaban peligros.
—¿Qué te puede pasar? —dijo ella. Su sonrisa no era simpática. Siempre protestaban arguyendo que su temor no era por sí mismos, sino por ti, etc.—. Tienes un pasaporte. Y no vives aquí.
Veía muy pocas veces a Jason Madela, pero cuando le telefoneó al edificio donde ella recordaba que tenía un despacho, en las cercanías de la ciudad blanca, aceptó la invitación a almorzar como si fuera un íntimo que la frecuentaba. Y también estaba Edgar Xixo, el abogado, heredero del bufete de su viejo amigo Samson Dumile; siempre se mostraba dispuesto. ¿Y quién más? Podía decirle a Jason que trajera a algún amigo, a lo mejor a uno de los promotores de boxeo o a los jugadores de los que tanto le gustaba acompañarse cuando había copas gratis —pero no estaba bien que ella y Madela se tomaran tan poco en serio una invitación de esa naturaleza—. Al final invitó al pequeño Spuds Butelezi, el reportero. ¿Qué importaba? A fin de cuentas era negro. Desde luego ya no podía quitarse de encima el asunto.
Se puso a preparar un buen almuerzo, de lo mejor que podía hacer, y puso las bebidas y el hielo en un sitio fresco en el extremo acristalado de la gran terraza, para que el pequeño grupo no se sintiera perdido. Tiñó sus cabellos descoloridos el día anterior para que adquirieran un color rubio parecido al original y luego se puso mechas grises, y pensó que el efecto era agradablemente artificial; llevaba un vestido de lino grueso que mostraba sus hombros quemados por el sol, semejantes a nudos de un mueble bien pulido, y sabía que sus ojos azules contrastaban notablemente con su rostro bronceado y curtido.
Sintió cómo los ojos de Robert Greenman Ceretti se posaban durante un momento en ella, al aparecer en el umbral soleado; sí, ella también era una mujer que coqueteaba entre los hombres que venían a almorzar.
—Sé bueno y prepara los martinis —dijo—. Es un placer tomar uno de verdad, hecho por un americano —y mientras él se inclinaba sobre las botellas, ella entraba y salía de la terraza, recibiendo a los otros invitados.
—Este es Bob, Bob Ceretti, visitante de Estados Unidos, Edgar Xixo.
—Jason, este es Bob Ceretti, el hombre a quien escuchan los presidentes.
Risas y protestas se mezclaron con el reparto de copas. Jason Madela, cuyo cogote estaba cada vez más gordo, seguía siendo guapo en un estilo ceñudo, a lo Clark Gable, y se quedó de pie, con la copa en la mano, la postura de quien estaba familiarizado con los cócteles. Tenía el aire del que escucha bromas irresistibles que le distraen de asuntos más importantes, y corregía la terminología con Robert Ceretti:
—No, no; tiene que comprender que en los pueblos segregados una «situación» es una cosa totalmente diferente. Bueno, yo soy una situación, por ejemplo 7-esbozó una sonrisa en dirección a Xixo, cuyos ojos iban de un rostro a otro con sumisa alegría, en busca de confirmación.
—¡Ah, eres el muti!
—No, espera, quiero un ejemplo claro para Bob —hubo más risas—. Un hombre que se pone un traje todos los días, como un blanco. Que va a su oficina y prefiere hablar en inglés.
—¿Crees que deriva del uso de la palabra, como un cultismo por «trabajo»? ¿Qué dirías? Ya sabes: la columna de ofertas de trabajo, Situations Vacant, en los periódicos.
El visitante se sentó en el borde de su asiento, sonriente.
—¿Pero, qué es eso de muti que acabas de mencionar? Me parece que lo que debería hacer es tomar notas en lugar de darle a la coctelera de Francés.
—Es el curandero —explicó Xixo mientras Jason reía—. ¡Por el amor de Dios! —y Francés acudió a recibir al recién llegado, Spuds Butelezi, con su camisa de entramado de oro y sus vaqueros azul pálido. Cuando el americano dijo su nombre y estrechó la mano de Spuds, dijo:
—¿Y qué hace Spuds, entonces?
El joven tenía un rostro sin forma, de color claro, con rasgos diminutos que le daban una perpetua expresión de sorpresa recelosa. Los martinis animaron el tono de las voces que le saludaron.
—Tomaré una cerveza —le dijo a Francés; y volvieron a reír.
Jason Madela le rescató, un gigante que aparta una mosca de un vaso de agua.
—Es uno de los «cabezas de huevo» —dijo—. Es una categoría completamente diferente.
—¿No lo fuiste tú también, Jason? —Francés hizo como que le reñía: Jason Madela quería encontrar la fórmula para que Ceretti se enterara de que, aunque era un hombre de negocios de éxito en la población segregada, también tenía un título universitario.
—No hablemos de los desvaríos de juventud, querida Francés —dijo, con el tono ligero y discreto de quien esconde una herida—. Creí que los hombres tenían que trabajar aquí; lo puedo hacer yo —y la ayudó a romper los trozos de hielo que se habían pegado al fundirse—. Dile a tu criado que traiga un poco de agua caliente, porque así se hace mejor.
—¡Ah, y yo sin hacer nada!
Ceretti escuchaba con cuidado, introduciendo un bajo «Siga» o «¿Quiere decir?», para mantener el flujo de la larga explicación de Xixo referente a los problemas de los permisos para viajar, y levantó la vista hacia Francés y Jason Madela, que ofrecían otras copas.
—Lo tuyo es hablar, de eso se trata —dijo Francés.
Él le lanzó la confiada sonrisa de un animal doméstico inteligente.
—Bueno, vosotros formáis una buena pareja para servir copas. Un trabajo de equipo que viene de hace tiempo ya, imagino.
—¿Hace cuánto? —preguntó Francés, seca pero alegremente, recordando cuántos años hacía que ella y Jason se conocían y, con humor, haciendo como si previniera un golpe, él dijo:
—Deben ser diez años, y ya entonces era una muchacha mayorcita —aunque los dos sabían que sólo se habían visto de lejos quizá una docena de veces en los últimos años y se habían hablado, como mucho, media docena.
En el almuerzo, Edgar Xixo seguía hablando de la historia de sus dificultades para entrar y salir en uno de los antiguos protectorados británicos, ahora convertidos en pequeños estados que acababan de proclamar su independencia y estaban rodeados por territorio de Sudáfrica. No era como pedir un pasaporte: lo que quería era sólo un permiso para viajar, nada más, un trozo de papel del Departamento de Asuntos Bantúes, que le permitiría entrar en Lesotho y volver por asuntos de negocios.
—A ver si lo comprendo bien: ¿has estado allí alguna vez?
Ceretti se inclinó sobre las volutas de vapor que ascendían desde su plato de sopa, como un adivino sobre su bola de cristal.
—Sí, sí, ¿sabes?, yo tenía permiso para viajar…
—Pero valen tan sólo para un viaje. —Jason lo despachó con el impaciente buen humor de una persona ingeniosa—. Se supone que nosotros, los negros, no debemos pasear por ahí. Cuéntales que quieres ir de vacaciones a Lourenso Marques y se reirán en tus barbas. Si no te echan escalera abajo a patadas. Oppenheimer y Charlie Engelhard pueden ir al sur de Francia con sus yates, pero ¿y Jason Madela?
Consiguió arrancar las carcajadas que buscaba, y, de paso, el estilo de su referencia a unos industriales blancos, ricos e importantes, y a la vez bastante decentes, si los conocías, insinuaba que, a lo mejor, sí los conocía. Por lo que Francés Taver sabía, era posible: Jason era de ese tipo de hombre que atraería a los de la clase blanca dominante si se decidieran a hacer un gesto simbólico de contacto con las masas africanas. Era curiosamente tranquilizador para los blancos; sus trajes oscuros, sus camisas blancas, una conversación cortés y un sentido del humor totalmente indistinguible del suyo y aparentemente caído del cielo les permitía olvidar los desagradables hechos de la vida que se le imponían a él y a los que eran como él. Qué discreto, qué listo era. Ella, al igual que cualquier millonario, valía como ejemplo para su observación; era culpable: blanca, y libre para ir a donde quisiera. El halago de no mencionarla pasó directamente de ella a él, como un pagaré por debajo de la mesa.
Edgar Xixo había sido incluso citado a The Greys, el cuartel general de la Special Branch, para ser interrogado. Dijo:
—Y nunca he pertenecido a una organización política, saben que nunca ha habido acusaciones contra mí. No conozco a ningún refugiado político en Lesotho y no quiero ver a nadie. Tengo que entrar y salir simplemente por razones de negocios, tengo una agencia que vende equipos a la gente de las minas de diamantes, podría ser una buena cosa si…
—Untar un poco, quizá —dijo Jason Madela, sirviéndose ensalada. Xixo recurrió a todos, consternado.
—Pero si se lo das a quien no debes, ¿eso es…? ¡En mi posición, yo, que soy abogado!
—El instinto —dijo Madela—. Eso se aprende.
—Dígame —Ceretti rechazó con expresión agradecida un segundo plato de pato, al tiempo que se volvía desde su anfitriona hasta Madela—, ¿diría usted que el soborno juega un papel importante en las relaciones cotidianas entre africanos y funcionarios? No me refiero, por supuesto, a la policía política. ¿La administración blanca? ¿Ha tenido esa experiencia?
Madela sorbió su vino y luego hizo girar la botella para poder leer la etiqueta, mientras decía:
—Ah, no lo que llamaríamos soborno, según su criterio. Menudencias. Cuando yo tuve un negocio de transporte tenía que emplearlo de vez en cuando. Permisos para los conductores y demás. Encuentras a algunos jóvenes oficinistas afrikaner que no ganan mucho y que no les molesta que les den un dinero de más. Pueden ser bastante razonables. Pensaba si habrá alguien así en las oficinas de Asuntos Bantúes. Pero tienes una intuición para encontrar al individuo adecuado —posó la botella y sonrió a Francés Taver—. Gracias a Dios que ya no tengo nada que ver con eso. A menos que decida llevar algunos de mis artilugios a la Oficina de Patentes, ¿eh? —y ella se rio.
—Jason ha roto el monopolio blanco de alisadores de cabellos y de purificadores de sangre —dijo Francés con humor— y lo bueno es que no cree en sus productos.
—Sí que creo —dijo—. Investigo las posibilidades de exportar mis píldoras para hombres a Estados Unidos. Creo que ha llegado el momento para que los negros norteamericanos vean que pueden comprar un poco de la vieja África embotellado.
Xixo removía su pata de pato como si su problema yaciera allí, frío, en la mesa.
—Quiero decir, lo he dicho una y otra vez, muéstrenme algo en mi ficha.
El joven periodista Spuds Butelezi dijo con su aire pesado:
—A lo mejor es porque sustituiste a Samson Dumile.
Cada vez que surgía un nuevo nombre, entrecerraba el rabillo de sus ojos, atenta.
—¡Bueno, ahí está! —se lamentó Xixo, dirigiéndose a Ceretti—. El hombre para el que trabajaba, Dumile, estuvo mezclado en un juicio político y le cayeron seis años. Yo me quedé con los clientes, eso es todo, mi despacho no está en el mismo edificio, no tiene nada que ver con lo otro. ¡Pero ese es el asunto!
Francés, de repente, recordó a Sam Dumile en aquella misma habitación, hacía tres —¿dos?— años, describiendo una expedición de la policía a su casa la noche pasada y partiéndose de risa al contar cómo su hijita le había dicho a un agente: «Mi padre se enfada mucho si juegas con sus papeles».
Jason tomó la botella de vino y la pasó:
—Sí, tomad, tomad, por favor. ¿Qué les pasó a los niños? —preguntó ella. Jason sabía a qué niños se refería; hizo un intento cortés—. ¿Qué ha pasado con los niños de Sam?
Pero Edgar Xixo confirmó con un movimiento de aprobación lo que Ceretti decía.
—Es una historia terrible. Dios mío. Parece como si no estuvieras limpio, por mucho cuidado que tengas. Dios mío.
Jason comentó en un aparte:
—Deben de estar con algunos parientes. Él tiene una hermana en Bloemfontein.
El postre era una mezcla de mangos frescos y nata, invento de la casa:
—Mango a lo Frances —dijo el americano—. Es una de las experiencias africanas que recomendaría.
Pero Jason Madela dijo que tenía alergia a los mangos y empezó con el queso. Abrieron otra botella de vino para acompañar al queso y hubo risas —que Robert Ceretti dirigió hacia sí mismo— cuando en el cruce de la conversación surgió que Spuds Butelezi pensaba que Ceretti tenía algo que ver con una fundación norteamericana. En el agradable ambiente de comida, bebida y sol veteado por el humo de los cigarrillos, los otros escucharon, como si nunca lo hubieran oído, cómo Butelezi, al que no le gustaba malgastar un discurso tan pensado, presionaba a Ceretti pidiéndole una beca que le permitiera terminar su obra teatral. Le escucharon de nuevo esbozar el argumento y la inspiración subyacente a la obra —«clavada de la vida de un pueblo segregado», como solía decir, parpadeando con intención, convencido de que esa era la cualidad necesaria para convertirse en un autor de éxito—. Había reunido y apartado pacientemente muchas veces, en su obra, ingredientes plagiados de la obra de escritores africanos que consiguieron ser publicados, y él mismo era africano: ¿qué más falta hacía sino escribirla?
Con o sin fundación, Robert Ceretti demostró gran interés.
—¿Conoces la obra, Francés? Quiero decir —se volvió hacia el rostro ovalado, de expresión vinosa, del joven— ¿hay ya bastante escrito como para poder verlo?
Y ella dijo, descubriendo que sonreía, alentadora:
—Ah, sí, hay un primer esbozo, ha trabajado mucho desde entonces, ¿no es cierto?, y ha habido una lectura…
—Yo se la llevaré —dijo Butelezi, apuntando el nombre del hotel de Ceretti.
Volvieron a la terraza para tomar café y coñac. Eran bastante más de las tres cuando se levantaron para despedirse. El rostro de Ceretti resplandecía.
—Jason Madela se ha ofrecido para llevarme al centro, así que no te preocupes, Francés. Acabo de decir que a los americanos les va a costar creer que ha sido posible que yo almorzara así, aquí. Ha sido agradabilísimo. Lo hemos pasado muy bien. Me estaba diciendo que hace unos años una reunión así hubiera sido bastante normal, pero que ahora hay pocos blancos que se arriesgarían a invitar a africanos, y que no hay muchos africanos que corrieran el riesgo de venir. Sí que me lo he pasado bien… Espero que no te hayamos fastidiado quedándonos hasta tan tarde… Ha sido una oportunidad maravillosa.
Francés les acompañó hasta la puerta del jardín, hablando y riendo; debajo de los árboles de la calle residencial, se hicieron los últimos saludos y comentarios.
Cuando volvió sola, la silenciosa terraza estaba llena de sonidos de voces desaparecidas, como un campanario después de sonar la hora. Le dio al gato la leche que sobró del café. Alguien había dejado un paquete medio vacío de cigarrillos; ¿quién hacía pequeñas tiendas con cerillas rotas? Cuando llevó la bandeja a la cocina desierta vio una nota escrita en el reverso de una factura. Espero QUE FUERA bien LA FIESTA.
No había firma y estaba escrita con el bolígrafo de la cocina, que colgaba de un cordel. Pero sabía quién la había escrito; la visión del pasado había aparecido y desaparecido de nuevo.
Los criados Amos y Bettie tenían habitaciones detrás de un viñedo de granadilla, al fondo del jardín. Llamó y le dijo a Bettie si alguien había preguntado por ella. Nadie en absoluto. Su amigo en la clandestinidad del Congreso Nacional Africano debió oír las voces en el silencio de la tarde, o a lo mejor vio los coches estacionados, y se fue. Se preguntó si sabría quién estaba allí. ¿Se marcharía por temor a comprometerla? Por supuesto, nunca hablaban de eso, pero él debería saber que los riesgos que ella corría estaban muy cuidadosamente calculados. No había forma de disimular ante alguien como él. Luego le vio sonriendo para sus adentros a la vista de los invitados: Jason Madela, Edgar Xixo y Spuds Butelezi —Spuds Butelezi, también—. Pero probablemente se equivocaba, y él se hubiera mezclado con ellos sin esos sentimientos de reproche o desprecio que leía al evocar su paso y su rostro. ESPERO QUE FUERA BIEN LA FIESTA. A lo mejor sólo quería decir eso.
Francés Taver supo que Robert Ceretti se iba a marchar pronto, pero no sabía cuándo. Todos los días pensaba: le llamaré para despedirme. Aunque ya se había despedido de él aquella tarde del almuerzo. Sólo llamar para despedirse. El viernes por la mañana, cuando estuvo segura de que se había marchado, llamó al hotel y allí se encontraba, esa voz americana suave y cautelosa. Los primeros momentos fueron incómodos; él afirmó que estaba encantado de que le llamara y ella repetía: «Pensé que te habías marchado…». Luego ella dijo:
—Sólo quería decirte, en cuanto al almuerzo. No te engañes.
Él dijo:
—Te debo tanto, Francés, ha sido realmente maravilloso.
—No son falsos, no es eso lo que quiero decir; por el contrario, son muy reales, ¿comprendes?
—Ah, tu amigo el guapo, el grande, ha sido maravilloso. La noche del sábado anduvimos por todas partes, ¿sabes?
Estaba orgulloso por su aventura pero no quería decir la palabra shebeen por teléfono.
Ella dijo:
—Debes comprenderlo. Porque la corrupción es real. Y ellos se han convertido en lo que son porque las cosas son así. Ser falso significa ser corrompido por la situación… eso es bastante real. De eso estamos hechos.
Él pensó que a lo mejor no la entendía bien por teléfono y se agarró a la palabra:
—Sí, la «situación». Me pudo colar en lo que creo que es uno de los sitios más animados.
Frances Taver dijo:
—No quiero que te engañe… —la urgencia de su voz le acalló, supo lo que quería decir aunque no la entendiera—… nadie.
Él comprendió, desde luego, que algo complicado no iba bien, pero también sabía que no estaría allí el tiempo suficiente para averiguarlo y que a lo mejor tenías que vivir y morir allí para averiguarlo. Lo único que ella oyó por teléfono fue una voz que le aseguraba: «Todos se han portado maravillosamente bien… de verdad, maravillosos. Espero poder volver algún día, si me dejan volver a entrar».