UN INTRUSO

Alguien le había traído; estaba sentada, observando al resto de la bulliciosa fiesta en el night-club, como un matojo entre árboles. Él era uno de ellos, no había fiesta sin su presencia, pero bajo el fuego cruzado de los chistes privados, las anécdotas y las bebidas, la acaparó desde el principio con la quietud de una delicadeza y una ternura incluso más íntimas:

—El humo tostará esas orejitas como si fueran pétalos de gardenia.

Ella bebía cualquier cosa que no tuviese alcohol. Él la tomó de la mano, una mano cálida, que sostenía un vaso de limonada.

—Déme un poco de agua —pidió al camarero, y metió su pañuelo doblado entre los cubos de hielo, lo estrujó y lo pasó húmedo, como labios fríos, por el interior de las muñecas de ella.

No era muy dada a reírse sin motivo, pese a su extremada juventud, y contestaba con una sonrisa a las estúpidas risitas que los hombres le dedicaban sin que ella supiera por qué. Cuando uno de ellos la invitó a bailar, él le dijo con seriedad: «Por el amor de Dios, no le eches tu maldito aliento a brandy, Cari, que se nos va a marchitar».

Él mismo la condujo al resguardo de su bullicioso grupo de amistades, la rodeó con sus brazos, y su atractivo rostro quedó pegado al de ella, de modo que sus ojos la miraban desde arriba con la confianza restablecida, mientras el estrépito del busuqui y la percusión resonaban al margen de la conversación, a través de los huesos y la carne, con un ritmo que parecía bombear un solo corazón a punto de estallar.

Él se encontraba entonces entre dos matrimonios (el segundo o tercero acababa de romperse; nadie sabía a ciencia cierta cuál) y ese era siempre un gran momento para él. Seago ha vuelto a la circulación, decían; lo cual significaba que otra vez volvía a descubrir su mismo antiguo mundo, como si fuera nuevo. Pero al mismo tiempo que se dedicaba a realzar las fiestas con su presencia, a las diversiones de fin de semana aquí y allá, a andar de bar en bar, estaba ya diciéndole a la madre de ella, sentado en el jardín ante una taza de café: «Mira a la madre y verás lo que vas a tener en la hija. Soy un hombre afortunado».

Marie y su madre no podían por menos que reír, al tiempo que descubrían una sensación ligeramente excitante y mundana. Su frágil pequeño tití —como él la llamaba— era tan sólo una niña; eran madre e hija, el tipo de pareja con el que no podría imaginarse un padre; ni siquiera era posible imaginar entre ellas el recuerdo de una presencia paterna, ni una diferencia ni un gesto que no compartieran. La señora Clegg venía ganándose la vida de las dos haciendo dibujos a pastel en tonos muy pálidos, para los niños de la sociedad hípica, y dibujos a pastel en tonos muy oscuros, de mujeres africanas, para las tiendas de turistas. Era una artista y, por consiguiente, no debía ser demasiado convencional: sabía que James Seago había estado casado antes, pero era tan atractivo —tan caballeroso y considerado para con Marie y con ella, y tan diferente de los muchachos de la misma edad de Marie, los cuales ni siquiera se tomaban la molestia de abrirle la puerta del coche a una señora—, que sin duda había algo conmovedor en ese hombre, cuyo lugar estaba en una cena de gala con la sociedad elegante; era evidente que apreciaba la delicadeza de la chica.

—¿No le importa si la llevo con los gamberros de mis amigotes? ¿Me dejará cuidar de ella?

Viendo en aquella cara un candor y una inteligencia casi melancólica, ¿quién podría creer que fuese cierta su «reputación» con las mujeres? Fue a buscar a Marie noche tras noche en su viejo Lancia de color negro. Su rostro blanco y sonrosado y sus ojos vivos borraban la imagen del hombre del que le habían hablado a su madre, pura invención de chismorreos. Era… no, no como un hijo para ella, sino un igual. Cuando decía algo agradable, no estaba simplemente siendo amable con una señora mayor. Y su fotografía aparecía a menudo en las páginas de sociedad.

En los night-clubs y restaurantes que le gustaba frecuentar, bebía botella tras botella de vino con los amigos y contaba sus chistes, acariciando en todo momento a Marie como si fuera un gatito. A veces incluso se empeñaba en tenerla sentada en sus rodillas. Ella hablaba poco, y cuando lo hacía era para expresar en voz baja cosas razonables que provocaban unos breves segundos de cortés atención antes de que las voces estallaran de nuevo. Pero cuando estaba sentada en sus rodillas no despegaba los labios, porque mientras él gesticulaba, hablaba, respondía a todas las voces y músicas y movimientos del local, ella percibía su voz a través del pecho en vez de oírla, y se sentía llena, como un niño conteniendo los ímpetus de un aterrador deseo sexual. El nunca lo supo, y cuando le hacía el amor —en su cama, por las tardes, ya que guardaba las noches para sus amigos— ella se mostraba tan tímida y envarada como si su cuerpo nunca hubiese sentido la calidez del deseo. Él tenía que lisonjearla: «Mi pequeño tití, mi naricita de conejo, muñequita, aprenderás a disfrutar, ya verás…». Y con el tiempo, utilizando siempre las mismas palabras sencillas con que se persuade a un animalito asustado para que beba un plato de leche, él le enseñaba a hacer todas aquellas extrañas cosas que ella nunca hubiera sospechado que fueran hacer el amor, y que a él parecían producirle tanto placer. Después irían a casa y tomarían el té con su madre en el jardín.

Con su habitual candor de clase alta decía constantemente que no tenía un céntimo, pero eso, al igual que su reputación de mujeriego, no se correspondía con su manera de vivir, tal como la conocían Marie y su madre. Tenía dinero suficiente para los lujos de una vida de soltero, si no para las necesidades. Estaba su viejo pero elegante Lancia, y siempre había billetes en su carísima cartera de piel de cocodrilo (con una dedicatoria grabada en plata, de una de sus anteriores esposas, en el interior) para pagar a los gerentes de los hoteles y a los dueños de los restaurantes con los que se mostraba tan amable, aunque vivía en una habitación miserable en una vieja casa de aspecto abandonado, alquilada por una pareja con la que tenía una íntima amistad. Su acento de escuela privada inglesa le proporcionaba un buen número de trabajos imprecisos en el ámbito de los influyentes grupos de negocios, donde los expertos de rudo acento se sentían torpes para las relaciones públicas por sus tartamudeos sudafricanos. Esos trabajos nunca duraban mucho. Soltero y en paro, después de muchas mujeres y muchos trabajos, parecía ser, sin embargo, uno de esos hombres deseables que en esta vida pueden conseguir cualquier cosa que se les antoje siempre que de veras valga la pena.

Marie se cepillaba seriamente su oscuro cabello en los lavabos de señoras de los night-clubs, donde las viejas encargadas vigilaban junto a su platillo con monedas, mientras se preguntaba qué diría su madre cuando se enterase de lo de sus tardes en la habitación de James. Pero antes de que tal cosa pudiese suceder, un día, en el jardín, sin que ella le oyese, él le dijo a su madre: «¿Sabe usted? He estado haciendo el amor con ella, sé que ni por asomo debería… Pero estamos preparados para casarnos muy pronto. Tal vez el próximo año».

Él seguía a Marie con la mirada, cuando ella paseaba por la casa, con el aire melancólico y cariñoso con que se contempla a un niño todavía en la edad de crecer. La señora Clegg sintió la irresistible tentación de dar por sentada la existencia de dicha libertad sexual casi sin preguntárselo: después de todo, era una artista, y no un ama de casa burguesa. Decidió una vez más que su franqueza era cariñosamente admirable; él no era de piedra, Marie era preciosa, ¿qué otra cosa cabía esperar?

La boda fue aplazada en distintas ocasiones —él tenía asuntos pendientes para recuperar los muebles que seguía conservando su ex esposa, y luego hubo un trabajo relacionado con una compañía de minas de diamantes en Angola que no llegó a cuajar—. Al fin, llegó simplemente una mañana con la licencia y se casaron sin que Marie y su madre pudiesen ir a la peluquería y sin avisar a algunos amigos. Aquella noche hubo una sorpresa para la recién desposada: al parecer, dos de sus mejores amigos llegaban de visita desde Inglaterra, y todos los viejos compañeros fueron a recibirles al aeropuerto y de allí salieron derechos a su night-club favorito, precisamente el mismo lugar donde, accidentalmente, él y Marie se conocieron. Convencieron al músico del busuqui para que siguiera tocando hasta las cinco de la mañana, y luego se fueron a casa de alguien, donde corrió el champán hasta que empezó a clarear y entró el criado con el recogedor y la escoba. Marie no bebió nada y se retocaba el maquillaje cada hora; aunque pálida, al final de la noche permanecía tan fresca y circunspecta, entre caras hinchadas y ojos vidriosos, como al principio. Él durmió todo el día siguiente y ella se quedó tranquilamente tumbada a su lado en la habitación de la vieja casa, observando el sol que atravesaba las cortinas primero de una ventana y luego de la siguiente. Pero nadie vendría; él y ella estaban solos y juntos.

Encontraron un piso, no muy agradable, pero era una solución provisional. Además era barato. A él le divertían mucho sus inconvenientes y era tan divertido tener que disputarse todas las mañanas el hueco totalmente oscuro del cuarto de baño que, después del desánimo de su primera visión del lugar, ella dejó de fijarse en las cosas que tanto le desagradaban —la falsa chimenea de mármol y los cerrojos antirrobo en todas las ventanas—. «¿De qué tiene tanto miedo esta gente?». Su naricita se puso rígida en un gesto de desprecio.

—Ángel… tu mundo es tan de color de rosa y sabor de caramelo… hay mujeres rancias con moho entre sus pechos que no se atreven a abrirle la puerta a la gente.

Ella puso visillos alegres por todas partes, y andaba por la casa vestida con batas cortas de algodón que olían a recién planchadas. Consiguió un trabajo de media jornada y ahorró para comprarse una mesa y seis sillas de álamo claro sin barnizar y un sari de seda de color rosa para hacerle una funda al diván.

—Malditos abogados, que se pasan el día perdiendo el tiempo. ¿Cuándo conseguiré que esa zorra pecosa me devuelva mis muebles? —decía él. La esposa anterior a la última, una católica, era nombrada como «Mary la maldita, Nuestra Señora de las Peonías de Plástico», porque, al recordarla, lo que realmente no podía soportar de ella era la costumbre que tenía de poner flores artificiales en la mesa, adornándolas con hojas verdaderas. Parecía haberse separado de todas aquellas mujeres en las peores condiciones, y rechazaba su relación con ellas, una buena parte de su vida, como si se tratase de una serie de bromas grotescas.

—¿Qué mote crees que me pondrás cuando nos divorciemos?

«Tú…». Tomó la cabeza de Marie entre sus manos y alisó el cabello de sus sienes, besándola como si probase con sus labios la suavidad de una pieza de terciopelo. «Qué podría llamarte nadie». Cuando la soltó ella dijo, subiéndosele el color desde las pequeñas clavículas hasta sus ojos negros, todo pupila: «Tetas dulces de golfilla». El vocabulario era genuinamente de él aunque saliera de la suave y susurrante voz de ella. Estaba encantado, la alzó del suelo y la llevó dando vueltas por toda la habitación.

—¡Muñequitaquinceañera! ¡Mi ángel-tití! ¡Tendré que lavarte la boca con agua y jabón!

Continuaron pasando un montón de tiempo en los night-clubs y en sitios de copas. Algunas veces, a las once de la noche, entre semana, cuando las luces se apagaban en los dormitorios de todo el barrio, él cogía su viejo Lancia y rugiendo en la oscuridad conducía hasta la casa de alguien, y mientras Marie esperaba en el coche, se ponía a tirar chinitas a una ventana hasta que sus amigos aparecían y conseguía persuadirles para que se vistieran y salieran. Él y sus amigos eran bien conocidos en los lugares a los que iban y estaban hasta que los echaban. Manolis o Giovanni, el dueño griego o italiano, se sentaban al fondo en la oscuridad, con la mirada perdida por la fatiga que enmarcaba sus ojos como un rasgo natural, y observaban a esas gentes que les proporcionaban un buen negocio y no se iban a la cama: esos sudafricanos que no sabían comportarse. En algunas ocasiones, ella y el propietario, por cuya sangre corría la memoria de los placeres dionisíacos, eran los únicos espectadores que quedaban. James, su marido, nunca daba la sensación de estar borracho durante aquellas sesiones, pero al día siguiente no recordaba nada de lo que había dicho o hecho la noche anterior. Ella se daba cuenta, sentada en sus rodillas mientras le murmuraba palabras de amor al oído por debajo de la conversación, de que también él perdía la consciencia de todo. Pero había visto envidia en las expresiones de las otras mujeres que lanzaban indirectas referentes a que no les gustaría semejante exhibición de afecto.

Había personas que parecían conocerle y que él no recordaba en absoluto; un día, se le acercó un hombre cuando salían del coche, en la ciudad, y le puso una mano en el hombro: «James…». Él miró al hombre de arriba abajo, de forma cortante y distraída, con la sonrisa paciente de quien es abordado por un extraño.

—James… ¿Qué ocurre? Soy Colin.

—Mira, viejo, lo siento pero estoy ocupado.

—Soy Colin, Colin. El Golden Horn Inn, Basutoland.

Él continuó escudriñando aquella cara como si fuese la de un gracioso lunático, mientras la expresión del hombre iba cambiando paulatinamente hacia una sonrisa extraña y picara.

—Ah, ya veo. Bien, de acuerdo, James.

Ella supuso que habrían estado tomando copas alguna vez.

A veces ella se preguntaba si no habría estado así de loco por esas otras mujeres, sus esposas, como lo estaba por ella, y no lo recordaba: había olvidado otras noches locas por el efecto del vino, que lo borraba todo. Pero eso no era posible; ella saboreaba el leve pellizco de los celos que descubría en sí misma con aquel pensamiento. Iba a tener un bebé, y él nunca tuvo un hijo con ninguna otra.

—¿No tendrás algún hijo por ahí? —le decía ella.

—¿Engendrado en esos esperpentos? ¿Estás loca?

Para ella no había palabras soeces; le decía a su madre: «¿No le parece demasiado un hijo? Si es una criatura». La besaba y la mimaba más que nunca, los signos de su feminidad le entristecían y le deleitaban como si fueran precoces.

Ella no le dijo nada sobre qué pasaría después de que el bebé naciera, de un apartamento más grande —¿quizá una casita con jardín?—, ni dónde secar los pañales, ni que no podían dejar solo a un bebé por las noches. En el intervalo, tuvieron una buena época, como antes.

Y entonces, una noche —o mejor dicho, una madrugada— ocurrió algo terrible que de repente hizo posible hablarle de mudanzas, pañales, y del bebé como una criatura con necesidades en vez de como un milagro de su cuerpo. Habían estado en el Giovanni hasta la madrugada, como de costumbre, celebrando algo. Ella había conducido el coche hasta casa y ambos habían caído en la cama como muertos —él por la bebida y ella por el agotamiento.

El embarazo le daba hambre y se levantó a las ocho en punto con las campanadas de la iglesia. Era domingo por la mañana, y se deslizó de la cama para ir a la cocina. Tropezó con una silla atravesada en el pasillo, pero en su somnolencia aquello no tenía más significado que el de un obstáculo, y cuando llegó a la cocina se quedó profundamente perpleja, como si hubiera llegado a un lugar en sueños y quisiera despertar para volver a lo familiar.

Porque la cocina era un puro destrozo: la harina había sido derramada, el almíbar arrojado a las paredes, el detergente, la leche, el cacao, el aceite para las ensaladas estaban vertidos por todas partes. Habían hecho trizas los visillos. Comenzó a temblar; y de repente corrió hacia el dormitorio dando traspiés.

Él estaba profundamente dormido, como lo había estado ella, tranquilamente, como lo habían estado ambos mientras esa Cosa ocurrió. Mientras Alguien. Algo. En el piso con ellos.

«James», chilló roncamente, casi sin voz, y se lanzó sobre él. Su cabeza salió de debajo de su brazo, la barba crecida en su rostro sonrosado; le frunció el ceño por un momento, y luego la abrazó con una especie de terror y ternura. «Tití. Conejito». Ella escondió su cabeza en el calor del sueño entre su cuello y su hombro y gesticuló furiosamente señalando hacia la puerta.

—¡Por Dios! ¿Qué ocurre?

—¡La cocina! ¡La cocina!

James hizo un esfuerzo por levantarse.

—No vayas.

—Cariño, cuéntame, ¿qué ha pasado?

Ella no le permitía que la dejara. Él le puso las manos alrededor del vientre, duro como una piedra, mientras ella trataba de controlar su respiración agitada. Luego entraron juntos en las otras habitaciones del piso, la cocina, el cuarto de estar y en aquella especie de cueva oscura que era el baño, los pies desnudos de ella crispándose con repugnancia, como los de un gato, en cada paso. «Mira». Estaban en la puerta de la cocina. Pero en el cuarto de estar dijo: «¿Qué es esto?». Ninguno de los dos habló. En cada uno de los tres cojines del sofá había un pequeño montón, una especie de ofrenda. Uno era una baba de pomada anticonceptiva con cabellos —de ella— que debía haber sido sacada de la papelera del lavabo; la otra era pasta de dientes y hojas de afeitar; la tercera era una mucosa de materia vegetal medio podrida —mondas, hojas de té, posos—, los intestinos del cubo de la basura.

En el baño había más horrores; los cosméticos estaban desparramados y la ropa interior que ella había dejado allí estaba colocada en un obsceno collage con objetos de higiene. Dos de sus bonitas batas de algodón se encontraban en la bañera con una botella de licor vaciada sobre ellas. De nuevo fueron de habitación en habitación, en silencio, pero el desorden hablaba secretamente, en medio del caos había un código de escarnio, una lógica sin sentido que era al mismo tiempo reconocible, como un objeto común vuelto del revés, irreconocible pero en el que queda algo familiar. Había algo relacionado sólo con ellos en esa disposición desquiciada de objetos y sustancias dispares; eran, después de todo, los componentes de su vida cotidiana y sus símbolos. Era horrible; horriblemente familiar, aun cuando estuvieran perplejos y espantados.

—Este piso. La luz tiene que estar todo el día encendida en el baño. No hay balcón en la habitación donde dormirá el niño. La ropa lavada no se seca nunca. No he sido capaz de hacer desaparecer las cucarachas de la cocina, les eche lo que les eche.

—De acuerdo, ángel mío, pobre ángel.

—No podemos vivir aquí. No es lugar para un bebé.

Él quiso telefonear a la policía, pero a ella no se le ocurría una explicación racional para lo que había sucedido: un intruso perverso y malicioso que había garabateado su desprecio sobre los apasionados ritos de su intimidad, había llenado de porquería su agradable y sencilla vida y hecho jirones la funda de seda rosa y los visillos blancos. Para ella, la maldad había salido de las paredes como las cucarachas lo hacían en la cocina.

Hasta que no pasaron varios días y ella se calmó —encontraron otro piso—, lo extraordinario del asunto no empezó a tener algún significado para ella: ella y James habían recorrido juntos el piso aquella mañana, y no había una puerta ni una ventana por donde pudiera haber entrado alguien. Ningún cristal estaba roto y, en cualquier caso, allí seguía aquel feto antirrobo. Solamente había una puerta de entrada y ella se había ocupado de cerrarla cuando llegaron a casa, poniendo la llave, como de costumbre, sobre la mesilla; si alguien se las había ingeniado de algún modo para coger la llave, ¿cómo podía haber vuelto a ponerla en la mesilla cuando se fue, y cómo es que estaba echado el cerrojo por dentro? Pero más que cómo entró el intruso, ¿por qué lo hizo? No había robado ni un céntimo, ni prenda alguna.

Lo discutieron una y otra vez, y él decía:

—Debe haber una explicación, algo tan simple que hayamos pasado por alto. Desde luego, no han sido fenómenos paranormales. ¿Estás segura de que no había alguien escondido en el apartamento cuando entramos en casa, tití? ¿Entramos en la sala de estar antes de meternos en la cama? —y es que, claro está, él no recordaba nada hasta el momento de haber despertado, hasta darse cuenta que ella se le había echado encima aterrada.

—No, ya te lo dije. Entré en la sala de estar para coger una botella de zumo de lima, entré en todas las habitaciones —repetía ella con su suave, lenta y razonable voz; y en ese momento, mientras hablaba, empezó a darse cuenta de cuáles eran las otras cosas que él nunca recordaría, algo tan simple que ella lo había pasado por alto.

Se quedó allí, pálida, casi fantasmal, como esos miserables monos amaestrados tiritando en un clima frío. Pero ella iba a tener un hijo —sí, mirándole, ella maduró entonces, de repente, como dicen de alguna gente a la que se le pone el pelo blanco en una sola noche.