Aquella tarde, el ministro de Asuntos Exteriores leía ante la Cámara su informe sobre la visita del presidente a Etiopía, Kenia y Tanzania.
—Quisiera dedicar unos minutos a referirles el espectáculo con que nos encontramos al llegar al aeropuerto —decía en inglés; y mientras colocaba la primera página del informe debajo de la última, preparándose para lo que se avecinaba, Cari Church, en la tribuna de prensa, tensaba y relajaba los músculos de los muslos, con un gesto de resignación—. Es difícil describir el entusiasmo con que recibieron al presidente por dondequiera que pasara. En todas partes, multitudes, inmensas multitudes. Si aquellos que critican la política presidencial y tachan de neocolonialistas las medidas que han servido para traer la paz y la prosperidad a nuestro país…
No había escaños de la oposición, puesto que se trataba de un Estado unipartidista, pero los miembros de la facción disidente dentro del propio partido se derrumbaron en sus sillones con las caras largas, mientras que un profundo murmullo de aprobación se alzaba desde las filas de los partidarios del presidente, que se encontraban justo debajo de Cari Church.
—… quienes tanto se apresuraron a decir que la Política que propugna nuestro presidente se halla en abierta contradicción con las directrices de la OUA, deberían haber visto con sus propios ojos con qué entusiasmo se recibe al presidente en los estados miembros de la OUA, y sé que se lo pensarían dos veces antes de alzar sus protestas. Se darían cuenta de que son ellos los que incurren en una flagrante contradicción, los que no comprenden los problemas panafricanos, los que, en el fondo, desearían ver nuestras cosechas echadas a perder, nuestra gente sin trabajo, nuestros planes de desarrollo estancados —se expandió el asentimiento, crecieron los murmullos de aprobación—, y todo por el gesto vacío del puño en alto —los ocupantes de aquellas dos abarrotadas filas se inclinaron hacia delante, entusiasmados; unos cuantos pares de zapatos relucientes golpearon el suelo—; ellos saben, tan bien como nosotros, que eso no bastará para liberar a los africanos que viven al sur de nuestras fronteras de la supremacía de la raza blanca.
El ministro de Exteriores se volvió hacia el origen del murmullo de aprobación. El presidente no estaba en la Cámara; algunos parlamentarios miraban el reloj (obsequio del Senado de los Estados Unidos), cuya grácil manecilla de cobre chirriaba a cada minuto. El presidente de la Cámara, con su peluca de largos tirabuzones, estaba muy erguido, apoyado en el alto respaldo de su historiado sillón. Su escribano, inmóvil, con el blanco pompadour, el lazo de terciopelo y las chorreras de encaje, parte integrante de la investidura de soberanía recibida de manos de los británicos, era un perfecto negro de papel maché surgido del ropero de un traficante de esclavos del siglo XVIII.
El hemiciclo entero estaba recubierto de paneles de maderas nacionales, cuyo aroma las estériles ráfagas del aire acondicionado todavía no habían tenido tiempo de evaporar. Cari Church se había quedado allí por ese frescor, por el apacible perfume de la madera nueva. El peregrino discurso del ministro de Exteriores no era merecedor de que nadie tomara un solo apunte.
Entre la claque del ministro y la del presidente discurría el radiante y olvidadizo diálogo compuesto por las habituales banalidades y las respuestas carentes de rigor«… puedo asegurarles… tenemos plena confianza en que…».
De pronto, el presidente de la Cámara hizo un gesto de disculpa, aunque enérgico, para atraer la atención del ministro.
—Señor ministro, ¿no sería conveniente aplazar la sesión en este punto…?
La claque desfiló con jovialidad hacia la salida del Parlamento. El chambelán apareció en el vestíbulo empujando su barriga sobre los muslos encorvados, con las esbeltas pantorrillas africanas enfundadas en medias de cortesano y los zapatos adornados con hebillas de plata que le ocultaban los pies. Abordado en las escaleras por otro periodista, el ministro rechazó una posible entrevista, aunque con suma amabilidad, y con el mismo tono de voz que había utilizado en la Cámara, como si a alguien se le hubiera olvidado desconectar el sistema de megafonía.
Con la sensación de haber estado sesteando en un cine de sesión continua, Cari Church se topó en la claridad de la tarde con un sombrío pinchazo de dolor en el ojo derecho. El coche que había alquilado estaba aparcado a la sombra del edificio; esos eran los pequeños detalles con los que trataba de cuidarse: calcular el movimiento del sol cuando estaba en países muy calurosos, asegurarse de que la cama del hotel no estuviera húmeda cuando visitaba los países fríos. Bajó hacia las oficinas de la emisora de radio, donde su periódico le había gestionado la posibilidad de utilizar un télex. En el edificio, prematuramente envejecido, aún sin terminar y ya en un estado ruinoso después de tan sólo cinco años, la irregularidad de los suelos de cemento hizo aumentar su sensación de lentitud. Se limitó a echar un vistazo por si hubiera algo Para él; el día anterior había enviado un largo artículo sobre el movimiento separatista que agitaba la provincia del Sur, y tal vez hubiese alguna nota de elogio en su casillero. Algo había, en efecto: «real sociedad GEOGRÁFICA CELEBRA CENTENARIO EXPEDICIÓN EN BUSCA DE LIVINGSTONE. STOP. PODRÍA SEGUIR RASTRO ÚLTIMA EXPEDICIÓN. STOP. RECOMENDAMOS LAGOS E INTERIOR. STOP. 3000 PALABRAS. STOP. ESPECIAL DÍA DIECISÉIS. STOP. GRACIAS BARTRAM».
Le entraron ganas de abrir de golpe el despacho del cerdo de Bartram y meterle su Livingstone… las palabras le llenaban la boca, atropellándose unas a otras. «Ah, sí. Church anda por ahí, seguro que se le ocurre algo adecuado. ¿Recuerdas su artículo sobre el “Trono del Pavo Real”?». Ah, sí. Lo habían enviado a Irán para asistir a la coronación del Shahanshah porque creían que era capaz de hacer maravillas con esos articulitos tan irónicos sobre cosas sin importancia. Encima de tener que andar corriendo detrás de los subsecretarios y los jefes del partido, y conduciendo a través de la selva, con cuarenta grados a la sombra, para echar un vistazo a los campos de arroz plantados por los chinos, a las granjas de cerdos autogestionadas dirigidas por los Cuerpos de Paz, y a los campos de entrenamiento de la guerrilla o de refugiados políticos de países vecinos, oficialmente inexistentes.
Podría poner una conferencia con Londres. ¡Qué impotente sonaría su vocecilla desgañitándose por el radioteléfono! O podía armar un buen jaleo a través del télex; pero pensó, de antemano, en la futilidad de su cautela, su aburrimiento y su exasperación cuando saliera la cinta blanca.
Lentamente, la presión de sus sienes fue remitiendo. Se quedó malhumorado, rumiando su pesadumbre. ¡Ni siquiera se habían dado cuenta de que «los lagos y el interior» estaban más allá de la frontera! En el país vecino. Ni siquiera se habían percatado de ello. El coche volvió a subir trabajosamente la cuesta (tenía el diferencial destrozado) hacia la oficina llena de moscas muertas y carteles de estaciones de esquí donde se sentaba la chica de la agencia de viajes. Había dos días festivos seguidos.
—Le pondré en lista de espera. Seguro que consigue un billete, pero procure estar en el aeropuerto con una hora de antelación.
Llegó antes que nadie. Qué guapa era la negrita del mostrador; le habló en un inglés suave y acentuado.
—Todo va bien. Es usted el primero de la lista; no se preocupe, señor.
—No estoy preocupado, se lo aseguro.
Pero se convirtió en una cuestión de honor, como lo es la obligación de ganar en algún juego estúpido: si uno se toma en serio su deber de ir al aeropuerto, tiene que conseguir salir a toda costa en el vuelo que sea. Miraba a los pasajeros que se apresuraban o remoloneaban con sus equipajes y, pobres diablos, presentaban sus billetes. Trató de atraer la mirada de la chica para ver cómo iba la cosa. No le dio ninguna pista, salvo, una vez, una preciosa sonrisa, cosa que sin duda debía de haber aprendido en su cursillo de seis semanas sobre la eficacia y el comportamiento elementales de una azafata. Por lo general, las chicas no eran guapas en aquella parte de África; las mujeres de Vietnam le habían quitado el gusto por todas las demás. «Tras los pasos de Livingstone, o mujeres del mundo», por nuestro enviado especial. Mentalmente inventaba frases ingeniosas de este tipo, y una foto suya diciendo: «Cari A. Church, corresponsal extranjero, en el bar con aire acondicionado» (cuando preguntaban qué significaba esa inicial intercalada al estilo norteamericano, contestaba que una vez le había dicho a un obispo: «Anti, Su Excelencia[4]»). Bajo su atención, absurdamente tensa y centrada en quienes se acercaban al mostrador, subyacía el oscuro y lento balanceo del pasado y del presente que rige la autoestima con la que uno se las arregla para ir tirando. Veía de nuevo, tal vez por primera vez desde el momento en que ocurrió, cinco o seis años atrás, una carretera en África en la que encontró mujeres extremadamente hermosas. Ella estaba de pie en la linde del bosque, con una compañera. Entre los pechos de seda morena tenía una mancha de sol. Un pagne pardo y azulado cubría el resto de su cuerpo. En un repentino y espléndido impulso, frenó en seco (aquel coche tenía los frenos destrozados) y le ofreció dinero, pero ella rehusó. ¿Por qué? Las mujeres de aquel país habían estado en venta para el hombre blanco durante generaciones. Ella lo rechazó. ¿Por qué no? En fin, y acabó aceptándolo, ya que venía de una mujer, a las que tanto amaba, en su otra pasión —el deseo inapelable de defender los derechos del individuo, cualquiera que fuese su color o su raza—, no soportaba el menor examen.
Una rubia se acercó al mostrador por segunda o tercera vez; la negrita estaba ahora acompañada por un empleado de las líneas aéreas en mangas de camisa. Consultaron una lista mientras la rubia hablaba sin parar. Entonces, ella se volvió, echando una mirada al ruidoso vestíbulo con la expresión autosuficiente de alguien que quiere exponer sus quejas, y fue a sentarse en el banco donde él esperaba. Entre sus bultos había un cuadro envuelto en papel de estraza que se había rasgado y dejaba ver las fiorituras del marco dorado. Sus finas manos estaban cargadas de anillos, como esos soportes de terciopelo que se ven en las joyerías. Cari Church se había fijado antes en aquella mujer, la tenía archivada en algún rincón de su mente, aunque sólo fuera como uno de los afortunados pasajeros con plaza en aquel avión. Se ha puesto todo lo que tiene, como siempre que viaja; es el modo más seguro de llevar las joyas. Y apuesto a que lleva una bolsa atada a la cintura con la herencia de su último marido. Ella era su cosecha: el corte de pelo a lo paje, deshecho en rizos rubios por el movimiento de los hombros, la boca roja y grande, los tacones altos, el vestido de jovencita estampado de flores. En los permisos, durante la guerra, las chicas de su edad tenían ese mismo aspecto. Pero esta había estado veinte años secándose al sol. Le sonrió; una buena dentadura. Los ojos azules, chillones, de porcelana barata. Ella sabía que sus piernas aún estaban de buen ver, tobillos nerviosos, todo huecos y tendones. El pelo colgaba mortecino y desaliñado. Con cierta ternura por su propio pasado, pensó: es horrorosa.
—Es la segunda vez que me siento aquí a descansar los pies —agitó las pulseras a un ritmo acorde con su desesperación—. El segundo día que me hacen correr. Espero que esta vez valga la pena.
—¿A dónde quiere ir? —preguntó él. Claro que lo sabía antes de que ella contestase. Esperó unos instantes y se acercó otra vez al mostrador.
—Creo que soy el primero de la lista, ¿no? —dijo entre dientes.
El empleado de las línes aéreas, que seguía al lado de la hermosa negrita, le contestó bruscamente:
—La señora está delante de usted, señor.
Intentó discutir.
—No podemos hacer nada, señor. Viene recomendada por la agencia de la ciudad.
Cari se volvió y se dirigió a su asiento.
—¿Va usted en el mismo vuelo? —preguntó ella.
—Sí.
Sin mirar a la cara a la muy perra, observó, esperanzado, que se acercaba la hora de embarque sin que nadie se aproximase al mostrador. Ella ponía en orden su complejo equipaje de mano, y todavía no contenta con el resultado, volvía a empezar; la rivalidad había dado a cada cual plena conciencia del otro. Faltaban dos minutos para la hora de embarque, la azafata hacía lo posible para no cruzar su mirada con la de Cari, pero, a pesar de eso, él decidió acercarse al mostrador. Ella le contestó alegremente, como libre de toda responsabilidad.
—No parece que vaya a quedar ni una sola plaza libre. Se han presentado todos. Estamos facturando.
La rubia y él se quedaron en tierra. La hostilidad que se había creado entre ambos se fue desvaneciendo según veían entrar a los demás en la zona reservada. Ambos empezaron a hablar a la vez, despotricando contra la organización de las líneas aéreas.
—Imagínese, están esperándome desde hace varios días —dijo ella, alegre y desafiante—. ¡Venir hasta aquí para nada! Estaba convencida de que encontraría una plaza sin el menor problema. En fin, así es la gente en estos tiempos. ¡Dios, si yo dirigiese mi hotel de esta manera…! Simplemente descansar, ¿qué otra cosa podemos hacer? Gracias al cielo, tengo una reserva en firme para mañana.
Una plaza para el día siguiente, ¡eh!; él se desentendió de la conversación y fue a la ventanilla de las reservas. Después de todo, no hubo necesidad de ninguna estrategia; al final también él consiguió una reserva. En el autobús de regreso a la ciudad, ella le invitó a sentarse a su lado. Hay dos tipos de compañeros de viaje: los que hacen preguntas y los que hablan por los codos de sí mismos. Ella se colocó una larga boquilla entre los dientes y citó a su último marido, habló de cómo su hija, «toda una damita», que estaba en un internado para señoritas, se ponía hecha un basilisco con su nuevo marido; dijo que la vida es lo que cada cual hace de ella, y que eso era lo que le recordaba siempre a su hijo; la gente se preguntaba cómo podía uno quedarse ahí arriba, en el lago, a millas de distancia de cualquier lugar; pero ella se entretenía pintando, le interesaba la decoración de interiores, había administrado aquel lugar durante diez años, sola, lo cual era bastante trabajo para una mujer.
—¿En el lago?
—El Hotel de la Bahía de Gough —él vio en el brillo de sus ojos azules que debía de ser famoso, que debería haberlo conocido.
—Dígame, ¿no están por allí cerca las tumbas de los compañeros de Livingstone?
Sus ojos seguían fijos en él, la comisura de los labios se alzaba con aire de despreocupada suficiencia.
—Mis tumbas, querrá usted decir. Están en mi propiedad. A dos minutos del hotel.
Él dejó escapar un murmullo de sorpresa.
—Creía que estaban más al Norte.
—Y no hay riesgo de coger ningún hongo —añadió ella, como quien desmiente un rumor—. Puede hacer esquí acuático, pesca submarina… La gente se lo pasa de maravilla.
—Bueno, tal vez vaya algún día.
—Querido, nunca en mi vida he dejado que nadie se fuera decepcionado. Encontraríamos una habitación como fuese.
A la mañana siguiente la vio nada más llegar al vestíbulo de salidas, con otro vestido floreado que tenía un generoso escote a la espalda.
—Aquí estamos de nuevo —ella distendió las aletas de la nariz en un gesto de falsa resignación, frunciendo sus rojos labios. Él le dedicó una sonrisa de circunstancias y se puso al final de la fila de pasajeros que se estaba formando en el pasillo. Se sentó en la cola del avión y abrió el ejemplar de los últimos Diarios de Livingstone que había comprado esa mañana. «Nuestras simpatías están con nuestros humildes valerosos compañeros por una comunidad de intereses y, claro está, de peligros que nos han hecho amigos». Apoyó el libro en las piernas y durmió durante la hora y media del trayecto. Livingstone lo había hecho a pe, en diez meses y determinando su posición por las estrellas. Ese podría ser el inicio de su artículo, Pensó, animando el reconocimiento de los hábitos de su mente como quien se encuentra con el rostro de siempre en el espejo.
La capital del país apenas se distinguía de la que acababa de dejar atrás. Él nuevo Banco nacional, con aire acondicionado y suelos de linóleo, cambiaba la perspectiva de la hilera de tenderetes indios. Detrás de la calle mayor, había un mercadillo que apestaba a pescado en salazón. Alquiló un coche, pidió un mapa al camarero del hotel y al día siguiente se dirigió al «interior», desconfiando —debido a su larga experiencia— tanto del coche como del mapa. Sólo quería localizar algunos lugares y referencias de los Diarios, que había empezado a leer y no pudo dejar hasta bien entrada la noche. «Una de las mujeres había escapado; le pregunté cuántas tenía; me dijo que veinte en total: entonces pensé que le quedaban diecinueve, todavía demasiadas. Me contestó con el acostumbrado razonamiento: “Si no tuviera más que una, ¿quién iba a cocinar para los forasteros?”… Con verdadera pena me veo obligado a comunicarte que tu hermano murió ayer a las diez de la mañana… Ninguno de los remedios surtió efecto. El día 20 ya estaba muy grave, pero pudo tomar sopa y clarete con agua varias veces, con avidez… Se oye el fuerte rugido de un león. Por la mañana grazna un pigargo con una voz extraña, en falsete, como si quisiera animar a un amigo que estuviese lejos… Los hombres que hemos contratado se niegan a ir a Matipa, no tienen perdón… Castigo público a Chirango por haber robado unos abalorios, quince azotes; redujo su cargamento a cuarenta libras… Pasadas cuatro horas avistamos el lago, y vimos gran cantidad de elefantes y otros animales de caza».
Qué agradable habría sido leer los Diarios a seis mil millas de allí, en casa, en pleno otoño londinense. Como de costumbre, una vez fuera del circuito que une la capital con otras dos o tres pequeñas poblaciones que existían, había cruces de caminos sin señal alguna, y topónimos que en realidad resultaron ser un almacén general, un bar africano y un surtidor de gasolina de extracción manual, sin nadie que lo atendiera. No estaba tan loco como para haberse olvidado de llevar gasolina de sobra y se le daba bien despertar a los dueños de los bares (que parecían pasarse el día durmiendo). Como si abrir la nevera donde se enfriaban las cervezas y poner el tocadiscos fuesen acciones inseparables —un concepto de la hospitalidad bastante mecánico—, el jazz africano resonaba y chisporroteaba mientras bebía una cerveza en un sucio porche. Unos cuantos niños, más polvorientos que las gallinas, se arremolinaron a su alrededor. Cuando se alejó, la música se detuvo a mitad de la canción.
A primera hora de la tarde ya se había perdido. Seguramente el mapa se equivocaba al indicar que la mancha de mosca llamada Moambe era Nuevo Moambe, un lugar completamente diferente y en dirección opuesta al antiguo Moambe, donde Livingstone había levantado un campamento y había hablado con los jefes cuyos descendientes eran ahora políticos activos (otro posible comienzo para su artículo). Antes de emprender viaje, Cari Church había decidido que todo lo que estaba dispuesto a hacer era alquilar un coche, ir a Moambe, pasar no más de dos días allí y escribir un artículo aferrándose al viaje como a un clavo ardiendo para contar lo único de lo que sabía algo: los esfuerzos que se llevaban a cabo en el país para materializar una versión africana del socialismo. Eso era lo único que enviaría al periódico, aparte de la cuenta con los gastos del vuelo, el coche y las cervezas. (Las cervezas las había incluido en el apartado de «Comidas y gastos diversos, 3.10 libras». No había ninguna razón, desde el punto de vista de Bartram, Para que no existiera un Livingstone Hilton por aquellos parajes). Pero cuando descubrió que aquello no era Moambe, que eran más de las tres de la tarde y que avanzaba en dirección equivocada, dio media vuelta bruscamente con la esperanza de volver a la capital. A este paso, lo único que podría enviar era la cuenta de los gastos. Se detuvo a preguntar el camino a todas las personas con las que se cruzó, pero nadie hablaba inglés. Aquellas gentes le sonreían y le daban caprichosas explicaciones llenas de aspavientos. Pasó por la humillación de encontrarse dos veces en el mismo cruce de caminos, donde el mismo anciano permanecía sentado apaciblemente, con dos mujeres que llevaban pescados secos, tiesos como los platos que disecan los chinos. Tomó otra carretera, cualquier carretera, y tras una o dos millas de dudas y obstinación —¿volverse o seguir?— creyó ver un letrero a lo lejos. Esta vez no era un árbol caído. Un descascarillado dedo de madera apuntaba hacia el desvío: DESFILADERO DE LAZITI. BAHÍA DE GOUGH.
El lago.
Estaba a más de cien millas de la capital. Atónito, al comprobar adonde había llegado, analizó su situación, aquí y ahora, en una carretera desierta, en un punto del mapa. Confiaba encontrar gasolina, un baño y una copa; eso, al menos, parecía tan seguro que ya no hacía falta darle más vueltas. Pero el lago estaba mucho más allá de lo que el letrero daba a entender. El desfiladero le obligó a avanzar en primera, destrozando el motor al rodear las grandes y redondas colinas y las chumberas que asomaban en los barrancos. Este camino sería intransitable en época de lluvias; las piedras arañaban la tapa del cárter al bajar por las empinadas y resecas torrenteras. No se encontró con nadie, no vio ni una choza. Cuando tosía, solo en el coche, tenía la sensación de que el ruido reverberaba en la pétreas caras de la colina como el alarido ahogado de un mandril solitario. El sol empezaba a ocultarse. Pensó que sólo había tenido un buen momento en todo el día: cuando se tomó una cerveza en aquel porche, con los críos que se acercaban a mirarle y a escuchar la música.
En su cansancio se alojó una vieja imagen europea: el espejismo, en el caso de que la carretera no terminase jamás, de uno de esos balnearios típicos del Sur, llenos de sombrillas de colores, y una calle de chalés encalados a orillas del agua, junto a los balandros. Cuando la carretera dejó atrás el desfiladero para internarse en la espesura, llegó ese momento en el que, si estuviera viajando con un compañero, ambos se habrían quedado mudos. Dos, tres millas; el coche avanzó dejando atrás las ruinas de un edificio lleno de arcos, a merced de los ladridos de los perros, un charco de agua estancada tras los arbustos, cobertizos y depósitos de agua, una tosca casa nueva. Un joven en traje de baño, de espaldas al coche, se hallaba ante las escaleras de la entrada, apoyado en la barandilla, quitándose una aleta con la punta de la otra. Mientras daba saltos para guardar el equilibrio, miraba a su alrededor. Los rizos rubios, empapados, le caían sobre la nuca, y sus ojos, de un azul vivido y vacío, eran los de un animal nocturno arrastrado de pronto a la luz del día.
—¿Me podría decir dónde está el hotel?
—Sí, es este —le miró fijamente, saltando a la pata coja.
—Como no hay ninguna señal —dijo Cari Church, con un estúpido aire de complacencia.
—Bueno, es que estamos de reformas —el joven se acercó dejando las aletas apoyadas en la pared y caminando con los pies hacia fuera sobre los escombros.
—¿Quiere que le ayude?
Pero Cari Church sólo llevaba su máquina de escribir portátil y una maleta. Entraron juntos; el joven cargaba con las aletas, dos arpones y unas gafas de bucear.
—¿Ha pescado algo?
—Los más grandes nunca se ponen a tiro.
Su pelo, al agitarse, desprendió una multitud de gotitas. Se le cayeron las gafas, y una aleta manchada de barro golpeó a Cari.
—Vaya, lo siento.
Dejó sus trastos en una mesa del vestíbulo, miró la maleta y la máquina de Cari con los brazos en jarra y respiró hondo:
—No hay forma de saber dónde se meten los chicos. Siempre desaparecen cuando más falta hacen.
—No tengo reserva —dijo Church—, pero supongo que habrá una habitación.
—¿Qué día es hoy? Los fines de semana está completo —tenía húmedas hasta las pestañas. La piel de los pómulos había palidecido.
—Es jueves. Creo haber conocido a alguien en el avión…
—Siga —la cara del joven se tensó con la atención.
—Una señora que dirige un hotel…
—Madama en persona. ¿Sabe usted quién fue a recogerla? ¿Mi padrastro?
Pero Cari no había vuelto a ver a la rubia del aeropuerto desde que habían llegado a la aduana.
—Es lady Jane, sin duda. Claro que todavía no ha aparecido por aquí. ¿Así que ya ha llegado, eh? Bueno, gracias por avisarme. Tiene que firmar, es sólo un momento —y sacó el libro de registros al tiempo que gritaba—: ¡Zelide! ¿Dónde te has metido?
En ese momento apareció una muchacha en biquini que le oprimía los gruesos muslos colorados, y dijo con voz educada, con el hastío de una inglesa provinciana:
—Lo estás mojando todo, Dick. Anda, dame eso…
Murmuraron unas cuantas palabras de modo casi telegráfico.
—¿Y la número 16?
—Creo que un chalé sería mejor.
—Bueno, no sé, es tu trabajo, chica.
Ella dio un grito y un africano descalzo salió de alguna parte para hacerse cargo del equipaje. El joven estaba desarmando el arpón, mojando el mostrador con su espalda empapada. La chica apartó a un lado, pacientemente, todos aquellos chismes.
—¿Quiere que le sirvan el té en la habitación, señor?
—Adivina quién ha venido en el avión con él. Lady Godiva. Así que ya nos podemos ir preparando.
—¡Dickie! ¿Lo dices en serio?
—Totalmente.
La chica acompañó a Cari, atravesando una terraza, hacia un jardín por el que se distribuían los búngalos y esas cabañas redondas que imitan las chozas de los nativos. Oscurecía muy deprisa, solamente el lago brillaba a la luz del sol poniente. La chica llevaba una camisa anudada bajo el pecho, sobre el biquini, y cuando sacudió su melena castaña, al tiempo que encendía la luz de un feo y pequeño cobertizo que olía a cemento, le sonrió con su cara redonda y encendida.
—Estos chalés están sin estrenar. El sábado podemos trasladarle a otra habitación, pero por el momento esperamos que disfrute de su estancia en esta.
—Me voy mañana por la mañana.
Las mejillas de la chica estaban tan quemadas que parecía que iban a sangrar cada vez que sonreía.
—¡Ah, qué pena! ¿Ni siquiera va a hacer pesca submarina?
—Bueno, no; no he traído equipo —bien podría haber pasado por un niño que, al llegar a una playa, confiesa no tener ni cubo ni pala.
—No se preocupe por eso. Dick tiene de todo. Venga con nosotros por la mañana, después del desayuno, ¿vale?
—Muy bien —dijo Cari, a sabiendas de que para entonces ya se habría ido.
Las sábanas de una de las camas daban fe de que los anteriores ocupantes habían hecho el amor sobre ellas; la otra cama estaba intacta. Church tropezó varias veces mientras buscaba el aseo en la oscuridad. Tuvo que atravesar un patio, pero la luz del aseo no funcionaba. Estaba a punto de volver al edificio principal para pedir una linterna cuando se detuvo en seco al ver el lago que parecía el blanco de unos ojos destacados de un rostro oculto en la oscuridad. Al menos había una toalla. La cogió y bajó al lago sólo con los pantalones puestos, sintiendo, a su paso, el roce de las ramas, la hierba áspera, la tierra removida; le acariciaba una cálida fragancia. Le sorprendieron los chillidos de lo que resultó ser aves acuáticas sobre el lago, que conservaba aún una fina capa de luz divina. Entró lentamente en el agua; el lago pareció tragarse sus tobillos, rodillas, muslos, sexo, cintura, pecho. Estaba frío, como el interior de una boca. De pronto, cientos de pececillos saltaron a su alrededor como lentejuelas en el aire cálido, oscuro, denso.
«… Adjunto un mechón de su cabello; hice sellar sus papeles poco después de su fallecimiento, y me ocuparé personalmente de hacérselos llegar tal y como los dejó».
Cari aguantó los mosquitos y el bochorno de la noche aferrándose a la seguridad, entre los fragmentados sueños de la duermevela, de que pronto estaría de vuelta en la capital. Pero por la mañana volvió a ver el lago. Se levantó a las cinco para orinar. Vio el agua que se extendía hacia el horizonte desde los brazos abiertos de la bahía. Dos islotes cubiertos de maleza parecían deslizarse por la superficie, que tenía el color de las perlas. Abrió la boca reseca y respiró hondo, a medio camino entre el suspiro y el resoplido. Bajó de nuevo hacia la orilla y, sin molestarse en mirar si había alguien por allí, se quitó el pantalón del pijama y empezó a nadar. Fría. Impersonalmente fría, a esas horas. Al contacto con el agua sintió un agradable escozor en las picaduras de mosquito. Cuando miró, desde dentro, ya no parecía nacarada, sino translúcida, de un verde pálido y suave. Sus pies eran aletas relucientes. Un pez rechoncho y moteado nadaba junto a sus piernas, boqueando. Cari se quedó inmóvil. Entonces hizo algo que hacía cuando tenía siete u ocho años: formó un cuenco con las manos y golpeó el agua, pero el líquido hizo que el movimiento fuera a cámara lenta, y todo, manos, piernas, pez y aquella acuosa solidez, se desplazó un momento y, ondulando lentamente, volvió a ocupar su lugar. El pez regresó. En un árbol seco, detrás de unas rocas cubiertas de guano y corroídas por el agua que había al final de la playa, un águila pescadora sacó la cabeza de entre las alas y graznó a los cuatro vientos; un chillido de respuesta llegó del otro lado del lago y apareció, volando, otra águila. Cari nadó entre las rocas, atravesando bancos de pececillos tan pequeños como insectos, y se subió a una piedra, apenas a un par de metros de las águilas. Ambas llevaban consigo la lejanía de las alturas por las que transitaban, sobre todo en la mirada penetrante de sus ojos enmascarados; nada podría alcanzar su posición; para ellas, él no existía, mientras su mirada abarcaba toda la extensión del lago y la menor señal de vida en su superficie. Volvió a la playa y caminó con la toalla enrollada a la cintura hasta un baobab a cuyo pie un viejo negro, con un brazalete de marfil en cada muñeca, remendaba una red; pero entonces descubrió una burbuja azul en la orilla —un bebé en un moisés vigilado por su madre— y regresó al hotel.
Dejó la maleta preparada sobre la cama y se fue a desayunar. El comedor era un porche cubierto de hierba espesa; ahora, por la mañana, podía ver el lago mientras desayunaba. Estaba buscando monedas en el bolsillo para dejar propina cuando apareció la chica, en su biquini, y llenó un plato de cereales.
—Ah, qué tal, señor. Es usted un pájaro madrugador.
Él la imaginó tumbada, preparada para iniciar una vez más el ritual de embadurnarse y quemarse la piel abrasada. Hablaron un rato. Ella llevaba sólo tres meses en África; había venido de Liverpool guiada por un anuncio que pedía una secretaria-recepcionista en un hotel con maravillosas vistas.
—Más parecen unas vacaciones que un trabajo —dijo él.
—No me haga reír —contestó ella—. Anoche estuvimos ocupados hasta la una y media, cambiando el bar de lugar. Mire, el bar estaba ahí —señaló con la cuchara una pared en la que había manchas de humedad bajo un cartel en el que una muchacha vestida de campesina, con corpiño de encaje, parecía haber dado a luz por la oreja, al modo de Rabelais, un racimo de uvas. La noche anterior, mientras cenaban Cari se había fijado en las viejas botellas de Chianti, pero no había visto el cartel—. Dickie tiene ideas propias. Además, resulta bastante artístico, ya ve.
El joven subía en ese momento las escaleras del porche gritando hacia la cocina, con los pies llenos de arena y los ojos azules tan abiertos como los del pez que Church había visto en el lago. Llevaba la pesca como si fuera una falda escocesa, atada al cinturón de sus pantalones cortos.
—He estado pensando en los dichosos árboles —dijo al acercarse.
—Cielos. ¿Cuántos quedan?
—Pocos, pero sólo sirven para leña. Espera a que la señora vea los agujeros.
—Oh, magnífico —la chica parecía encantada con los pescados. Él, en cambio, dio una palmada para que no se distrajera.
—A algunas personas habría que leerles la mente —le dijo a Cari—. Si me dijera usted por qué tenía que volver yo aquí le estaría agradecido. Allá, en Rodesia, tenía mi propia orquesta —se desató los pescados del cinturón y se sentó en una silla apartada de la mesa.
—¿Por qué no les decimos a los chicos que los vuelvan a plantar hoy mismo? Podrían haberse secado, con el tiempo que llevan con las raíces al aire, ¿no?
El chico parecía demasiado triste como para hacerle caso. Del pelo le caían gotas sobre los hombros. Ella se inclinó hacia él cariñosamente, zalamera, juntando los pechos con los muslos.
—Si ponemos a dos chicos manos a la obra, ¿lo terminarían para la hora del almuerzo? ¿Dickie? Seguro que a ella le encantaría… ¿Dickie?
—Yo tengo ideas propias. Pero cuando Madame está aquí, las tengo que olvidar. En cuanto comienzo algo, ella decide que quiere otra cosa.
Su mirada se dirigió dos o tres veces a la pared donde había estado el bar. Cari preguntó qué clase de peces eran aquellos. Él no contestó, y la chica quiso animarle.
—Son percas, ¿no, Dickie? Sí, percas. Se las servirán en el almuerzo. Son exquisitas.
—Bah, qué demonios. Vamos. ¿Está listo? —le dijo a Church. La chica se puso en pie de un salto y él le rodeó el cuello con el brazo, revolviéndole el pelo alborotado.
—Claro que está listo. Las aletas negras le irán bien. Los trastos están detrás de la barra —dijo ella de buen humor.
—Pero si ni siquiera tengo traje de baño.
—¿Y qué más da? A mí me importa un comino. Toma, Zelide, esta mañana he estado a punto de perderlo —se quitó de la mano arañada por las rocas una mano de huesos afilados como los tobillos de su madre, un barroco anillo con una piedra oscura, y se lo lanzó a la chica por el aire para que lo cogiera.
—Venga, yo le daré un bañador —dijo ella, y llevó a Cari Church al bar pasando por el mostrador de recepción, deteniéndose para envolver el anillo en un pedazo de tela rosa y guardarlo en la caja registradora.
La idea de ir al lago una vez más era irresistible. Ya tenía la maleta hecha; una o dos horas de retraso no suponían ninguna diferencia. Había practicado la pesca submarina una vez, en Cerdeña, y no esperaba que el fondo del lago pudiera compararse con el del Mediterráneo, aunque si bien faltaba la arquitectura submarina, la pesca podría ser mucho mejor.
El joven se sumergió durante unos minutos y volvió a aparecer entre Church y la chica, su cuerpo de Cristo gótico con el torso henchido, las gafas dejándole marcas, como cicatrices de un duelo en las blancas mejillas. El agua le caía de los rizos bruñidos sobre los ojos sin hacerle parpadear. Sacaba los peces con destreza, de forma metódica, y la chica los llevaba nadando a la orilla, contenta como un perro al cobrar la caza.
Ni ella ni Cari Church capturaron gran cosa. Y luego Church se alejó por su cuenta, nadando despacio con su bañador prestado que se hinchaba y asomaba a la superficie como una medusa rayada; y allá lejos, cuando ya no prestaba atención a nada sino simplemente miraba los pequeños edificios blancos, los arbustos en flor e incluso el gigantesco baobab recortado por la distancia y por la ilusión óptica de un sólido horizonte de agua al nivel de los ojos, a punto de borrarlo todo, oyó el graznido de un águila pescadora sobre su cabeza; miró hacia arriba, miró hacia abajo y vio tres peces nadando a distintos niveles, como un móvil subacuático. Esta vez disparó el arpón sin pensarlo, y atravesó al más grande.
La chica se alegró con tanta imparcialidad como cuando el joven pescaba un pez de buen tamaño. Ambos subieron a la playa riendo y comentando lo ocurrido, caminando como borrachos por la inmersión. El choque accidental del arenoso muslo de la muchacha contra el suyo le produjo la misma sensación táctil que el contacto con el cuerpo arenoso del pez, que le golpeaba al andar.
El joven estaba sentado en la playa, con la espalda arqueada y las rodillas erguidas. Arengaba, en alguna lengua africana, al viejo pescador de los brazaletes de marfil, que seguía trabajando en sus redes. En el monólogo había pausas dramáticas, subidas de tono que parecían acusadoras, sacudidas de risa. El viejo no decía nada. Era un africano arabizado, procedente del otro extremo del lago, de algún lugar del este de África, y llevaba un turbante andrajoso; de vez en cuando levantaba los labios ajados y dejaba ver unos dientes renegridos. Tres o cuatro canoas negras habían varado en la playa a lo largo de la mañana; había algunos hombres negros sentados inmóviles a la poca sombra que se podía encontrar. El bebé seguía flotando en su cisne azul bajo la atenta mirada de su madre, que se había puesto unas gafas de sol y un sombrero. Eran las doce en punto del mediodía; Cari Church se rio de sí mismo: qué diferente es la medida del tiempo cuando uno está absorto en algo con lo que no se gana la vida.
—Deben de pesar una libra cada uno —dijo vagamente, refiriéndose a los brazaletes de marfil del negro que seguía remendando sus redes.
—¿Quiere uno? —le ofreció el joven («Mis tumbas», había dicho la mujer, «en mi propiedad»)—. Le convenceré para que se lo venda. Lléveselo a su mujer.
Pero Cari Church no estaba casado, ni ambicionaba ese botín; prefería que todo quedase tal como estaba, en su sitio, a mediodía, junto al lago. En un año, veinte mil esclavos habían pasado, cruzando el lago, por aquel lugar. Traficantes de esclavos, misioneros, funcionarios coloniales, todos habían traído algo y se habían llevado algo. Él se tomaría una cerveza y se iría, sin cambiar nada, sin reclamar nada. Se dirigió al hotel delante de la pareja, que hablaba en voz baja de los problemas del establecimiento, deteniéndose a cada paso para acariciarse. Cuando tocó con los pies descalzos los lisos escalones de la terraza oyó la voz dulce, altisonante, razonable, femenina; vio a uno de los botones salir a todo correr con su chaquetilla sucia, y volvió la espalda rápidamente para llegar a su habitación sin ser advertido. Pero con un perfecto instinto Para impedir cualquier tentativa de fuga, ella apareció en el porche, que hacía las veces del comedor, toda de amarillos y azules chillones; el pelo, los ojos, el vestido floreado, una mano enjoyada que, con aire inquisitivo, sostenía un cigarrillo. Inmediatamente, su hijo adelantó a Church de un salto, tiritando a causa de la humedad.
—Vaya por Dios, fíjense en mi chica favorita… mmm… Madame en per-so-na —la levantó del suelo y ella aterrizó algo mareada sobre sus tacones altos, en la mejor tradición de las películas de Fred Astaire con las que tanto ella como Cari Church habían crecido. Su risa pareció recorrerle todo el cuerpo.
—¿Y bien? ¿Qué tal, mi niña? —se abrazaron—. ¿Te has portado bien en la ciudad?
—Dickie, por Dios Santo, es como un spaniel —dijo, reclamando a Cari Church como testigo.
Un cálido olor a bebé junto a él (pliegues húmedos y crema) le indicó la presencia de la chica.
—Ah, señora Palmer, estábamos muy preocupados pensando que se había perdido o algo así.
—Querida, tienes muy buen aspecto —sus ojos azules, vacíos e implacables, se fijaron en el biquini y en la piel lujuriosamente inflamada, como si la mirada del hijo estuviera dirigida por la de la madre. La señora Palmer y la chica se besaron, pero los ojos de la señora Palmer enfocaron como faros la pared donde había estado el bar, sorprendiendo a Cari Church en su bañador prestado.
—¿Qué le parece mi negocio? —le preguntó—. ¿Le gusta? Aunque no hace falta que me diga nada, después de dos meses…
Con las manos en las caderas, ella miraba a la chica campesina y sus contornos embadurnados de crema como si estuviera en una exhibición. Se dio la vuelta en redondo y su hijo la besó en la boca.
—Nos morimos por una cerveza, eso es lo que pasa. Hemos estado fuera desde el desayuno. Zelide, el chico…
—Sí, él sabe que hoy está de servicio en la terraza. En un momento, iré a por…
La señora Palmer le dedicó a la chica una sonrisa cargada de experiencia.
—Querida, cuando una empieza a hacer su trabajo por ellos…
—¡Shadrach! —el hijo hizo bocina con las manos, sacudiendo la placa de identificación que le colgaba de la muñeca para que no le estorbase. La chica se quedó inmóvil, ansiosa y confusa.
—Oh, no importa. Es sólo un minuto —y salió corriendo.
—¿Dónde está ahora el bar, Dickie? —dijo la madre con profundo y educado interés.
—Tengo que ir a vestirme y devolverle el bañador —dijo Cari Church.
—Oh, es todo un cambio. Ya verás. Ahora te puedes mover por el bar. ¿No te parece? —el joven daba la impresión de confirmar un comentario de Church, en lugar de expresar su propia opinión.
—Bueno, yo no sé cómo estaba antes —dijo Cari, intentando emprender la retirada.
Ella se dirigió a él directamente:
—Estaba aquí, en el porche; a la gente le encantaba, por supuesto. Un ambiente de taberna. Dickie nunca ha cruzado el océano.
—Te puedes mover de verdad. Y tienes esas grandes puertas.
Ella dirigió a Church una sonrisa cómplice de adultos, y luego observó, como si hubiera aceptado con calma, dando por cerrado el asunto:
—Supongo que está en la sala de juegos.
Su hijo se dirigió a Church, compartiendo la locura de las mujeres:
—Nunca fue una sala de juegos, sólo un salón. ¿Se imagina a un puñado de viejos pajarracos sentados en sus sillones en un sitio como este?
—Un salón que iba a decorar de nuevo para convertirlo en una sala de juegos —dijo ella. Le sonrió a su hijo.
La chica regresó, arrastrando los pies bajo el peso de la bandeja mientras subía los escalones que llevaban desde la terraza a medio construir hasta el nuevo bar. Cuando Cari Church fue a ayudarla, ella susurró:
—Menudo espectáculo.
La señora Palmer le dio una calada al cigarrillo y contempló las escaleras.
—Imagine los desastres.
Se reunieron los cuatro en tomo a las cervezas. Church se sentó desvalidamente con su bañador prestado, que se arrugaba a medida que se iba secando, y bebió una pinta tras otra, consciente del calor de su cuerpo, del calor del aire y de las voces que se elevaban cada vez más.
—Tengo que irme —dijo; pero el camarero ya había anunciado tres veces que la comida estaba lista; la mejor manera de acabar con la reunión era dejarse llevar a la mesa. Los tres empezaron a comer con los trajes de baño, mientras Madame ocupaba la cabecera haciendo entrechocar sus brazaletes. Church se esforzó en conseguir información para volver a la capital lo más rápidamente posible, y Madame le dijo:
—No hay ningún avión hasta el lunes a las nueve y cuarto, supongo que lo sabe.
—No tengo motivos para dudar de su conocimiento sobre los horarios de vuelo —contestó, y se dio cuenta, por el tono de la frase, de que debía de estar ligeramente borracho, tanto de calor y de agua como de cerveza.
Ella conocía tan bien el juego que bastaba con que alguien apretase una tecla sin querer para que tomase la delantera.
—Ya le dije que nunca decepciono a nadie —exhaló una cortina de humo y asomó entre los pliegues—. ¿Dónde le han puesto?
—Oh, está en uno de los chalés, señora Palmer —dijo la chica—. Por lo menos hasta mañana.
—Bueno, ya que está aquí, des-can-se —dijo ella—. Si ocurre lo peor, hay una habitación en mi casa —su mirada estaba lejos, sobre el lago, una brillantez centelleante y cegadora con canoas negras como manchas solares, pero dijo—: ¿Qué tal van mis jacarandás? Me han dicho que no hay razón para que se estropeen, Dickie. Lo que tienen que hacer los chicos es cavar una zanja alrededor de cada tronco y llenarla de agua una vez a la semana, hasta arriba, ¿entiendes?
«El efecto del viaje en un hombre que tiene el corazón donde debe tenerlo es que la mente gana mayor confianza en sus posibilidades; consigue llegar a confiar en sus propios recursos —hay una mayor presencia de ánimo—. El cuerpo pronto se encuentra dispuesto para la acción; los músculos de las extremidades se endurecen como madera… el semblante se broncea y no hay dispepsia».
Cari Church durmió durante toda la tarde. Se despertó con la misma sensación de desamparo que había sentido en la comida. Pero sin contrariedad. Esa especie de paréntesis se había presentado en muchos otros viajes —días perdidos en el aeropuerto de Gander a causa de una tormenta, una semana de cuarentena en Aden—. Esta vez, en lugar de la Biblia de Gedeón tenía los Diarios. «De sus labios no brotó nada parecido a unas últimas palabras para los supervivientes. Lo enterramos hoy, junto a un gran baobab». No tenía sentido volver a la capital si no podía salir de ella hasta el lunes. Su mente estaba cerrada a la posibilidad de intentar otra vez el viaje a Moambe; esa era otra pequeña regla para la superviviencia: si algo sale mal, deséchalo. Pensó que donde estaba, estaba bien; la sucia y fea habitación tenía tantas posibilidades de «estropear» las águilas y el lago como él cuando se acercó a ellas nadando. Al volver a bajar hacia el lago, vio un pequeño grupo —madre, hijo, recepcionista— de pie en torno a uno de los agujeros para los árboles. Dickie seguía en traje de baño.
Church llevaba las gafas de buceo, las aletas y el arpón; empezó a nadar hacia los islotes cubiertos de maleza —estaban inalcanzablemente lejos—, y los peces, bajo de su cuerpo, eran hojas muertas en el agua. El ángulo del sol al atardecer dejaba desiertos los niveles más profundos del lago, salpicados de motas de materia vegetal y arena, alcanzados por los oblicuos rayos del sol. Un brillo lechoso le rodeaba; extendió las manos como para palpar una muralla; allí abajo, a pesar de la opacidad y la tibieza, estaban la noche y el frío. Salió a la superficie y sintió la luz del día en los párpados. Tumbado en la arena, oyó a las águilas graznar en tierra firme, a sus espaldas, primero encaramadas a un árbol, luego sobre el lago. Un par de martines pescadores revoloteaba como un disco girando por los aires, ascendiendo y descendiendo una y otra vez. Mariposas blanquinegras se alzaban sobre la superficie del agua. El pescador arabizado seguía remendando las redes.
Llegaron del hotel algunos visitantes de fin de semana protegiéndose los ojos del reflejo del sol en el lago; pronto se quedaron quietos, como estatuas partidas por la mitad. Las voces corrían por el agua tras las mariposas. Cuando el sol se hundía en el horizonte, una barcaza despertó de su estupor y se acercó vigorosamente a la playa. Envió un bote para recoger al pescador y todas sus redes. La barcaza se balanceaba lentamente, como un pájaro exhausto. Los visitantes se agruparon mirando como podrían haber mirado un rescate, un monstruo… cualquier señal que viniese del lago.
Cari Church estaba tendido, con las manos tocando la arena como si fuese un cuerpo cálido; se levantó y se alejó de la gente, dejando atrás el baobab, hasta llegar al final de la playa, donde esta se convertía en un amasijo de cañas y cieno. Se puso los zapatos y volvió tierra adentro entre los arbustos de espinos. Tan pronto le dio la espalda, el lago dejó de existir, al contrario que el mar, que sigue batiendo sus olas en los oídos aunque uno cierre los ojos. Un silencio absoluto. Livingstone podría haber tropezado con el lago sin querer y también podría no haberlo visto. Con la puesta de sol aparecieron los mosquitos. Chocaban con la cara de Church y se quedaban pegados a causa del sudor. El aire sobre el lago era limpio, pero el calor del día colgaba de los arbustos como una telaraña. «Teníamos la esperanza de que su juventud y su fuerte constitución le ayudasen a sobrellevar la enfermedad… pero hacia las seis de la tarde empezó a delirar y ya no dejó de hacerlo. Las fuerzas le abandonaron poco a poco, hasta que expiró en calma… allí descansa con la segura esperanza de una gloriosa Resurrección». Pensó en echar un vistazo a las tumbas, las tumbas de los compañeros de Livingstone, pero las indicaciones que el joven y la chica le habían dado esa misma mañana para encontrarlas eran las de quien conoce tan bien un lugar que no cree que nadie pueda perderse. Un estrecho sendero, dijeron, que sale de la carretera. Church se encontró, en cambio, entre las ruinosas arcadas, cuya blancura, a medida que oscurecía, era cada vez más intensa. Eran unas ruinas extrañas: un sólido complejo de edificaciones, aparentemente en no muy mal estado, que había sido derruido. La clase de demolición que se ve en las ciudades que crecen a toda velocidad, donde se inicia una construcción más grande en cuanto la anterior, sin ser muy antigua, desaparece. El monte bajo se extendía alrededor, hasta el Congo, hasta las latitudes donde comenzaba la selva. Un hormiguero cónico se levantaba a la misma altura de las arcadas, que en sus tiempos debían preceder alguna habitación. Una luna enorme y brillante como el lago apareció entonces, y un calor polvoriento y triste cubrió la completa quietud del momento. Cari Church pensó en las tumbas. Era difícil respirar; tenía que haber sido infernal morir allí, ante aquella concentración de belleza tan insoportable y no compartida con el mundo conocido, mientras la sarrosa lengua del calor lamía la cara.
En torno a la terraza y el hotel, la tierra estaba horadada por las huellas de finos tacones, que resonaban en los suelos por los que todos los demás caminaban descalzos. Las gallinas no dejaban de cacarear y de correr por el constante ir y venir de los botones y el andrajoso grupo de trabajadores, de cuya actividad daban fe los golpes regulares del hacha contra el tronco y el crujido de la pala al hundirse en la tierra. Los agujeros de los árboles habían sido llenados. Dickie se dejó ver con su traje de baño, pero no apareció por la playa. Zelide llevaba una camisa de franela encima del biquini y, cuando los invitados se hubieron sentado para la cena, fue de mesa en mesa, inclinándose para hablar en voz baja con todos, con el pelo estropajoso ocultándole la cara. Cari Church observó que se había puesto crema sobre la piel despellejada de la nariz y las mejillas. En tono confidencial, le dijo ella:
—Esta noche, por ser sábado, habrá una especie de fiesta en la playa. A la señora Palmer le gusta encender una hoguera junto al lago, y comer algo allí, ya sabe. Claro que cenaremos aquí primero. Está usted invitado.
—¿Y mi habitación? —preguntó él.
—Oh, está todo resuelto —la voz de la chica se redujo a un murmullo—. Tenemos una cancelación.
Cuando se acercó al bar en busca de cigarrillos, Church oyó a la madre y al hijo.
—Espera, espera, está todo previsto. Lo taparé con carteles de los mejores grupos, los Stones y los Shadows y gente así.
—Ah, Dickie, cariño, a ver si creces. ¿Quieres que esto parezca la habitación de un quinceañero?
Church se alejó en silencio, recordando que debía de tener un paquete de tabaco en el coche, pero poco después tropezó con Dickie en el aparcamiento. El joven llevaba su equipo de pesca submarina y, evidentemente, se dirigía hacia el lago.
—En menudo follón me he metido por cambiar el bar de sitio sin decírselo a los de las licencias, en la ciudad. Y luego va ella y dice que bajemos el bar a la playa esta noche, así porque sí. Al menos, cuando mi padrastro está aquí sabe cómo frenarla.
—¿Dónde está ahora?
—No lo sé; arreglando algo referente a unas propiedades de mi madre, en la ciudad. Tiene que ver con eso. Él siempre anda encargándose de algún negocio, por ella. Yo tenía mi propia orquesta, incluso llegamos a hacer una gira por Rodesia. En realidad soy solista. Guitarra. Compongo mis propios temas. Quiero decir que lo que toco es original, ¿sabe? Tocaba en salas de fiesta y en lugares así.
—Una vida dura, comparada con esta —dijo Church mirando el arpón.
—Ah, esta está bien, si uno aprende. Yo me he entrenado. Hay que concentrarse, como con la guitarra. Tengo que irme lejos y que no me molesten, ya sabe, muy lejos. A veces llega la inspiración, a veces no. A veces compongo durante toda la noche. Lo que necesito es que me dejen en paz —jugueteaba con una nueva cadena de plata, más gruesa, que llevaba en la muñeca—. Lady Jane, claro. Dios sabe lo que costará. Se gasta una fortuna en regalos. Debería ver lo que le regala a mi hermana cuando viene a casa. Y las cosas que le regalaba a mi padrastro, es decir, antes, cuando no estaban casados. Debe de tener diez pares de gemelos, todos de oro. Yo qué sé.
Se sentó, abrumado por el peso de la generosidad materna. Zelide apareció por entre las bombonas de gas vacías y las botellas de cerveza que había junto a la puerta de la cocina.
—Dickie, no has comido nada. No creo que haya probado alguna vez los peces que captura.
Dickie le apretó la pierna y dijo con voz helada:
—Ahora es el mejor momento. La gente no lo sabe. Desde ahora hasta las tres y media.
—Ah, Dickie, preferiría que comieses algo. Esta noche tienes que tocar.
Church y ella le miraron alejarse por el jardín. El sol y su propio pelo cegaron a Zelide.
—Los dos tienen temperamento artístico, ese es el problema —dijo la chica—. Menuda actuación.
—¿Se arrepiente de haber venido?
—Oh, no. El clima es maravilloso, ¿no le parece?
Abrir al azar los Diarios de Livingstone antes de quedarse profundamente dormido se estaba convirtiendo en un hábito para Church. «Ahora que estoy a punto de iniciar otra expedición al corazón de África, me siento pletórico de entusiasmo: cuando uno viaja con el objetivo específico de mejorar las condiciones de vida de los nativos, todos los actos se ennoblecen». Esta vez, el calor de la tarde le llevó a pensar en mujeres, y dejó la siesta porque estaba convencido de que ese tipo de ensoñaciones no eran típicos de la adolescencia, sino —mucho peor— síntoma de que estaba envejeciendo. Empezaba a ser demasiado viejo para pausas como esa, para disfrutar del ocio. Si no pensaba en lo que iba a hacer a continuación, ya no sabía qué hacer. Empezó a pensar en la muerte, en las tumbas que no iba a tomarse la molestia de visitar. Su cuerpo, en cambio, seguía pensando en las mujeres; el cuerpo no había cambiado. Fue él quien le llevó de vuelta al lago, con pasos pesados y vigorosos, enrojecido por el sol hasta donde acababa el vello oscuro del vientre.
El sol estaba alto, hacía una tarde espléndida. En media hora se le escaparon tres peces y empezó a considerar la pesca como un desafío. Cuando buceaba más allá de unos quince o dieciocho pies, los oídos le dolían mucho más que en el mar. Le faltaba entrenamiento, eso era todo. Y las aletas y las gafas que le habían prestado en el hotel no le quedaban demasiado bien. Cada vez que se sumergía, el agua se filtraba en las gafas y tenía que volver a la superficie porque se le metía agua en la nariz. Flotó a la deriva, sin sumergirse ni bucear, dando vueltas en torno a las enormes rocas pulidas como troncos petrificados. Era consciente, como otras muchas veces que hacía pesca submarina, de la gran actividad de su mente en aquel mundo de silencio; ideas e imágenes se entremezclaban en su cabeza mientras su cuerpo se movía a sus anchas, disfrutando a la vez del sol ardiente sobre los hombros y del frescor del agua que le encogía el pene —buena cosa después de tantas noches solitarias, llenas de sueños eróticos.
Entonces vio el pez, bastante profundo, a unos veinte pies más o menos, una silueta amarilla e indiferente que parecía pastar en un bosquecillo de algas muertas. Tomó todo el aire que pudo, se sumergió con toda la potencia y destreza de que fue capaz y disparó. El milagro volvió a ocurrir. El indolente perfil se convirtió en un frenesí de luz que reflejaba los rayos del sol en una serie de destellos a través del pálido azul del agua, como si estuviera enganchado en la cuerda del arpón, agonizante. Ese momento fue el único milagro experimentado por Church; no se extrañó de que los indígenas africanos creyesen cosa de magia que la flecha alcanzase su presa.
Subió deprisa a la superficie sin apartar los ojos del pez atravesado por el arpón, sintiendo el peso al arrastrarlo y la tensión de la cuerda que los unía. Ocho libras, puede que diez. Ni siquiera Dickie, con todos sus amuletos y sus pulseras de plata, lo habría hecho mejor. Llegó a la superficie, se quitó rápidamente las gafas para que el agua no le molestara y volvió a sumergirse; el pez seguía debatiéndose, trazando incesantes espirales. En ese instante se dio cuenta de que no lo había atravesado; sólo la punta del arpón había penetrado en el cuerpo. Empezó a tirar de la cuerda hacia sí con mucho cuidado; ya tenía el arpón en la mano cuando, con un movimiento lento, el pez partió la punta del arpón en sus narices.
Con sus desesperados, frustrados coletazos, había terminado por desembarazarse del arpón. A Church ya le había ocurrido lo mismo una vez, en el Mediterráneo, y desde entonces tomaba la precaución de tensar la cabeza del arpón. Hoy lo había olvidado. Le invadió la desilusión. Tanto tiempo sin respirar estaba a punto de hacerle reventar como una burbuja. Tuvo que volver a la superficie y soltar el arpón para disponer de ambas manos. El pez desapareció detrás de una roca, con la punta del arpón sobresaliendo a través un halo de entrañas rosadas en el vientre desgarrado; la escopeta flotaba a medio camino entre la superficie y el lecho del lago, anclada por el arpón, que estaba hundido entre las algas muertas.
A pesar de todo, persistía el esplendor de la tarde. Church se tumbó, fumó y bebió la cerveza que le trajo un camarero, con su servilleta a cuestas, corriendo por la arena. Había olvidado que había ido equivocado, ¿qué le había llevado a ese lugar? Estaba allí, al contrario de lo que solía ocurrirle, era consciente de dónde estaba. Era una especie de respuesta al vacío que había sentido en la cama. ¿Habrían experimentado lo mismo los primeros viajeros, esa sensación de que cada día estaba separado del anterior y del siguiente, y de que cada noche tendrían que guiarse por las estrellas?
La señora —lady Jane en persona— había mandado a un chico para recoger las chapas de botella y las colillas de la orilla del lago. Era muy exigente. (Así lo había expresado en el bar la noche anterior: «El problema es que nunca cambiarán, simplemente no saben cuidar de nada»). Esa era la enseñanza que los exploradores habían traído al hombre negro en el equipaje que debía cargar para ellos en su cabeza. Este negro cantaba para sí al trabajar. Si los planes que preparaban en la capital conseguían el respaldo del Banco Mundial y del Fondo para el Desarrollo de las Naciones Unidas y todo lo demás, su vida cambiaría. Fuera lo que fuera lo que le ocurriese, ya no le medirían con el criterio establecido por la gente que le usaba para que recogiera su basura. Church se acordó de las ruinas (había olvidado preguntar lo que eran) —el terrazo y los bloques prefabricados de lady Jane se vendrían abajo con más facilidad que aquello.
Había mandado a lavar una camisa, y aunque la luz de la bombilla le hizo sudar mientras se la ponía para la cena, tuvo la sensación de haberse acostumbrado al calor. También estaba bastante quemado por el sol. La madre del bebé se sentó con un alegre grupo de alemanes con sandalias, al parecer miembros de una misión luterana de los alrededores, y había un grupo de hombres solteros llegados de la capital para practicar la pesca submarina y beber lo más posible, conscientes de ser el alma del hotel. Detuvieron a Zelide cuando pasó a su lado, con los anchos pies embutidos en unos zapatos de salón, el pelo recogido en lo alto de la cabeza y los ojos pintados hasta parecer dos veces más grandes. La chica soportaba su transformación con valentía, sonriendo.
—Vendrás con nosotros a la playa, ¿verdad? —le preguntaron. Ella se dedicó otra vez a hacer la ronda de las mesas.
Los tacones de la señora Palmer bastaron para anunciar su aparición con la autoridad de una bailaora de flamenco. Llevaba un vestido azul sin tirantes y unos zapatos plateados, además de un pequeño bolso dorado poco más grande que un paquete de cigarrillos. Se unió al grupo de los misioneros.
—¿Wie getht’s, padre, me han echado de menos?
Dickie no apareció. La hoguera de la playa elevaba sus llamas por entre el franchipán.
Church sabía que antes o después le pedirían que se uniera a uno de los grupos, y por una especie de vergüenza causada por el aburrimiento anticipado (la noche anterior se había entablado una de esas conversaciones serias, cargadas de cerveza, acerca del fin del mundo, con comentarios como este: «Dicen que una de las pocas cosas que sobreviven a una explosión atómica son las hormigas. Y es que las hormigas tienen algo especial, ya ven.»), bajó al bar, que estaba vacío, en cuanto terminó de cenar. El pequeño barman negro era casi inaudible, creyendo que así disimulaba su casi absoluto desconocimiento del inglés. En los anaqueles había una magnífica provisión de botellas, pero más bien parecían pertenecer a una colección de objetos de arte de la señora Palmer. «Terminado», decía el negrito. Church tuvo que conformarse con una copa de brandy sudafricano. Preguntó si podía comprar un polvoriento paquete de cigarrillos, y la mano del barman fue de objeto en objeto de la exposición antes de identificar el solicitado. Church fumaba y tiraba dardos como si fueran piedras cuando apareció Dickie. Llevaba un esmoquin cruzado de satén azul, pantalones con tirillas bordadas y una camisa de encaje; las manos emergían de unos puños festoneados, y con el meñique de la izquierda acariciaba y hacía girar el anillo barroco que llevaba en el anular. Se quedó un momento en la puerta como un caprichoso muñeco de gran tamaño; su madre bien podría haberlo colocado sobre un piano.
—Cielos, qué elegante —dijo Church, y Dickie se contempló un instante, sin mucho interés, como quien reconoce su familiar ropa de trabajo. El pequeño barman pareció sentirse halagado por la mirada de Dickie.
—¿Quiere tomar algo?
Dickie esbozó, con cierto esfuerzo, una sonrisa jactanciosa.
—No, gracias, creo que ya he bebido bastante —tenía la misma expresión que su madre cuando Church le preguntó dónde estaba el hotel—. Me he pasado toda la tarde bebiendo. Desde que me llamaron por teléfono.
—Bueno, pues no lo parece —dijo Church. Pero no era el tono más indicado.
Dickie dio rítmicos golpecitos en la barra con la mano del anillo, sin dejar de mirar la piedra.
—Era una llamada desde Bulawayo, y me han contado una historia que alguien se ha tomado el trabajo de ir difundiendo por ahí.
—Muy molesto.
—Puede significar la pérdida de una futura esposa, eso es lo que pasa. Mi novia en Bulawayo. Alguien se ha tomado la molestia de decirle que hay cierta joven aquí en el hotel, conmigo. Alguien no tiene nada mejor que hacer que liar las cosas. Pero esa joven es la recepcionista y secretaria de mi madre, ¿entiende? Trabaja aquí, es una empleada, como yo. Igual que yo soy el gerente.
De país en país y de bar en bar, Church estaba acostumbrado a aceptar las versiones que la gente daba de sus circunstancias, con independencia de los hechos. Él y Dickie contemplaron la imagen de Dickie abrazando a Zelide en el jardín como una evidencia de la corrección de sus relaciones con la secretaria-recepcionista.
—¿No podría explicárselo?
—Normalmente, si estoy deprimido y todo eso, toco la guitarra. Pero sólo he conseguido arañarla. No, no creo que beba más esta noche, ya estoy hasta arriba. La tarde completa.
—¿Por qué no va a Bulawayo?
Dickie cogió los dardos y empezó a tirarlos, en ángulo, desde donde estaba sentado en la barra; mientras hablaba hizo tres plenos.
—Bueno, creo que de todos modos me voy a ir. Aquí me pagan cincuenta al mes. Y con una actuación Puedo ganar veinte por noche, por una noche. Tengo un montón de composiciones más y un día, una u otra, ¡bum!, llegará al número uno. Algún día sucederá. Todo lo que escribo lo tengo registrado, ¿sabe? Nadie va a grabar una canción mía sin mi permiso. Ya me he encargado yo de eso. Podría tocarle una docena de temas en los que estoy trabajando, son bastante tristes, ¿sabe?, tipo folk, es lo que da dinero ahora. ¿Qué clase de mierda son cincuenta al mes?
—Quiero decir una visita rápida, para arreglar las cosas.
—Ah, alguien se ha dedicado a llenarme la vida de basura, sí —miró a Church como diciendo ¿quieres verlo otra vez?, y plantó otros tres dardos en el centro de la diana—. Si quiere toco uno de mis temas. No espere mucho de mi voz, porque como ya le he dicho me he pasado toda la tarde bebiendo. No tengo la menor intención de tocar para esos de ahí abajo. Van a echar a perder a un artista con esos cincuenta al mes, más les valdría pensárselo dos veces.
Cruzó la puerta dando un traspiés y desapareció. Volvió en seguida con una guitarra y se inclinó sobre el instrumento con aire profesional para afinarlo. Luego afianzó la pierna en el travesaño del taburete, echó atrás la cabeza agitando los rizos rubios y dejó escapar una especie de lamento. Se interrumpió: «Estoy hecho polvo, ¿sabe?», y empezó a cantar de nuevo, con voz aguda y nasal.
Era una canción sobre una novia, una huida a caballo y lágrimas que no se pueden ocultar. Church sostuvo su vaso de modo que no se viera que estaba vacío y miró dentro. El barman no se había movido, seguía apoyando ambas manos en la barra del bar, y la brillante luz que había sobre su cabeza arrancaba de su frente y su nariz gotas de sudor, como una respuesta conseguida en un interrogatorio. Cuando llegó a la estrofa de la muerte y el último aliento, Dickie dijo:
—Es curioso que esta mañana estuviera a punto de perder mi anillo de compromiso, ¿no? Tal vez ya lo sabía —hizo una pausa y rasgueó un par de veces. Empezó la canción desde el principio. Cari Church hizo una seña indicando la botella de brandy. Pero de repente allí estaba la señora Palmer, una reina para la que no había puertas cerradas.
—¡Ah, ten un poco más de agallas! Todo el mundo está preguntando por ti. Ya se lo he dicho, todos sufrimos algún revés en la vida, ¿no?
—Sí, claro.
—Pues venga, no le anime a sentir pena de sí mismo. Dios mío, si yo me sentara y me echara a llorar cada vez.
Dickie siguió tocando y susurrándose la letra de la canción.
—¿No puede hacer algo con él?
—Venga, vamos a reunimos con los demás, Dickie —dijo Church bebiéndose de un trago el segundo brandy.
—Nunca he decepcionado a nadie —estaba diciendo la señora Palmer—. Pero estos chicos no tienen el menor sentido de la responsabilidad. No sé lo que pasaría si yo no estuviere aquí.
—Bueno, pues quédate con todo. Quédate con los cincuenta al mes y el coche. El lote completo —dijo Dickie.
—Ah, sí, buenos estaríamos si no fuera por mí. Me hubiera encantado dejárselo todo a él, esa era la idea, cuando se casara. Pero lo saben todo desde que nacen, nadie tiene nada que enseñarles.
—Venga, Dickie, qué demonios, sólo una hora.
Lo llevaron entre los dos hasta la playa, donde un puñado de rostros miraba las llamas. Sonaba un tocadiscos y la gente bailaba descalza. No había suficientes mujeres, y los hombres, con pantalones cortos, bebían y hacían el imbécil. A Dickie le dieron una cerveza; hizo unos cuantos comentarios crípticos que nadie escuchó. Alguien paró el tocadiscos y zarandearon a Dickie para que tocase la guitarra. Pero los que ataban bailando volvieron a poner el disco en marcha. Los más viejos entre los solteros opusieron al ritmo de los que bailaban un ritmo propio: Zum-a-zumba, zum-zum-zum. Zelide iba de uno a otro con un plato de salchichas de cóctel requemadas, como cagarrutas de pájaro. ZUM-A-ZUM-BA. ZUM-ZUM-ZUM. La luz de la hoguera era como una cortina de gasa delante de los que bailaban, pero donde Church estaba, cerca de las llamas, las caras eran brillantes, invadidas por sombras grotescas. Lady Jane tenía una botella de ginebra para los dos. El calor del fuego parecía consumir el calor de la noche, y el alcohol que bajaba por su garganta parecía evaporarse, ZUM-A-ZUM-BA. En cierto momento se encontró bailando con ella, que le puso una flor de franchipán en la oreja. Dickie, borracho y sentado en una caja, con las piernas dobladas como las patas de un escarabajo, quería tocar la guitarra, pero nadie le hacía caso. Por el movimiento de su boca, Church se dio cuenta de que estaba cantando la canción acerca de la novia y la huida a caballo, pero el rugido de los solteros la ahogaba: «Sujétalo, guerrero zulú, sujétalo, jefe zulú». De vez en cuando, un leve movimiento sobre el lago les devolvía un tenue y oscuro resplandor, reflejo de la hoguera. El lago estaba a pocos metros, pero mientras avanzaba la noche Church tuvo la sensación de que no conseguiría abrirse paso por entre la barrera que formaban la luz de las llamas y los que bailaban para que el agua le cubriera los tobillos, las manos. Le dijo a ella, poniendo un vaso sobre el otro en la arena:
—¿Había antes otro hotel?
—Se hablaba de ello, pero nadie más ha tomado nunca la iniciativa a la hora de la verdad.
—¿De quién era ese edificio tan bonito que hay entre la maleza?
—Esa no es la idea que yo tengo de un hotel. Mi marido lo construyó en el cuarenta y nueve. Bueno, lo empezó en el cuarenta y nueve, y lo terminó en el cincuenta y dos o cincuenta y tres. Dickie era todavía un niño.
—¿Pero qué pasó? Parece que lo han derruido deliberadamente.
JEFE-UH-EFE-UH-EFE-UH-EFE-EFE. El coro era un melódico rugido.
—¿Qué era?
—… murió —decía ella en ese momento—, ni siquiera pude deshacerme de él. Siempre le dije que era una tontería construir un maldito palacio en este sitio, aquí no encontrarás a la clase de gente que lo puede apreciar. Muy grande, demasiado grande. Sin ambiente, por más que lo intentamos. A la gente le gusta sentirse a gusto, cómoda y libre.
—Me gusta ese porche con columnas, debía de ser precioso —pero a ella se la llevó a rastras uno de los solteros. Zelide daba vueltas con ansiedad—: ¿Está usted a gusto?
Él la sacó a bailar, y ella no le puso mala cara.
—No te preocupes por ellos, son tipos duros. Mira qué ojos —dijo él.
—Si hubiera un sitio a donde ir —dijo ella—. No es como en la ciudad, ni como en casa, ya sabes. No puedes desaparecer sin más. Ah, ahí está ella, santo Dios.
—Ese porche, antes de que lo echaran abajo… —le dijo él a la señora Palmer, pero ella no le hizo caso y le preguntó al mismo tiempo—: ¿Dónde está Dickie? No veo a Dickie.
—No sé dónde demonios está Dickie.
Agarrándose a su brazo lo arrastró por entre los que bebían, los que bailaban y los solteros, los oscuros bultos detrás de la hoguera que se separaron de un salto y le hicieron reír, porque le recordaron a las gallinas del primer día. Lo arrastró a toda prisa por las oscuras terrazas, rumbo a la casa de Dickie, pero la encontraron sobrecogedoramente vacía con los olores del joven a cuero curtido y lana húmeda.
—Le digo que va a hacer algo.
A unos metros de los búngalos y del edificio principal, el monte bajo era el fin del mundo; caminaron hasta el linde y se detuvieron impotentes. Una lámpara daba un halo de luz pálido y roto.
—Se va a matar —jadeó ella. Church temió que se pusiera histérica.
—Venga, venga, no pasa nada —la engatusó para volver a las luces del hotel vacío. Ella se dejó llevar, aunque por una zona que Church no conocía. Había lámparas que daban una luz rosada. Fotografías de ella, vestida de modo parecido a esa misma noche, sonriendo sobre la cabeza de un Dickie todavía niño. Un sofá floreado en el que se sentaron, una mesita con cajas llenas de filigranas y un mechero en forma de lámpara de Aladino, además de cajas de cerillas en las que decía Dorothy.
—Coja unas cuantas —dijo ella, y empezó a meterle cajas en los bolsillos de la chaqueta, tanto en los de fuera como en los interiores—, coja más, tengo cientos —dejó caer la cabeza sobre su hombro y los rizos rubios le cubrieron la cara—. Como su padre. Lo sé. Le digo que lo sé.
—Se habrá ido por ahí —dijo él. Ella olía a Chanel n° 5, el único perfume que era capaz de identificar, porque lo había comprado en el mercado negro de El Cairo para varias chicas durante la guerra. Cuando ella se inclinó sobre él, Church notó que tenía el pecho más caliente que el resto del cuerpo.
—Le digo que sé que hará algo más tarde o más temprano. Lo lleva en la sangre, lo sé.
—No se preocupe, no pasa nada.
Pensó: un acto de caridad. Fuera estaba terriblemente oscuro; la noche entera envolvía el pequeño resplandor de llamas y siluetas, de siluetas como llamas, que se alzaban en llamas, envueltas por la oscuridad, en la playa. Sabía que el lago estaba allí, muy negro, aunque no podía verlo ni oírlo. El lago. El lago. Sintió, sin poder evitarlo, algo que le recordaba el deseo, aunque era más bien un deseo por la fría boca de las aguas cerrándose sobre sus tobillos, rodillas, muslos, sexo. Estaba borracho y no muy despierto, y se sentía incapaz de llegar hasta el lago. Las aguas se convirtieron en una sed insaciable, la sed de la noche, la sed del amanecer, cuando uno no puede ni alargar una mano hacia la fuente.
Cuando se despertó en el chalé fue porque su conciencia identificó un sonido mientras todavía dormía. Dickie estaba tocando la guitarra unas puertas más allá, cantando una y otra vez la canción de la novia y la huida a caballo.
Cuando le preparó la factura por la mañana, Zelide llevaba puesto el biquini. Las líneas de los hombros y los muslos eran llagas de color escarlata; el sol la estaba devorando, pobre e incauta inmigrante. La habían atrapado los solteros y estaba a punto de salir con ellos en su barca.
—Quizá volvamos a vernos alguna vez —dijo.
Y puede que fuera así; suele ocurrir con los oscuros personajes que van dando la vuelta al mundo de un país a otro. En el hotel había un ambiente de convalecencia. En la terraza, las botellas vacías estaban cubiertas de hormigas; abajo, en la playa, unos chicos enterraban las cenizas de la hoguera, alisando los huecos —como hierba aplastada por el ganado cuando se tumba a descansar— donde las parejas habían pasado la noche. Vio a la señora Palmer con una enorme pamela, agitando los brazos morenos delante de un grupo de hombres que, apoyándose en sus herramientas, las aceptaban como aceptaban el sol, las moscas y la lluvia. Dos pares de gafas de sol —las suyas y las de ella— intercambiaron a ciegas sus respectivos reflejos; Zelide estaba de pie entre ambos, entre las ruinas del jardín.
—No olvide visitarnos si vuelve a pasar por aquí.
—Nunca se sabe.
—¡Desde luego, sobre todo con los periodistas! Es Probable que dé con sus huesos en el Polo Norte. Pero siempre encontraremos cama para usted. ¿Se ha despedido Dickie?
—Dígale adiós de mi parte, ¿quiere?
Ella le tendió una mano tintineante y cubierta de oro, y él vio (como si se tratara de una nueva arruga en su propia cara) cómo se le arrugaba la fina y bronceada piel del antebrazo.
—Feliz vuelo —dijo ella.
Zelide le vio alejarse en el coche:
—¿No se olvida de nada? Le sorprendería saber la cantidad de cosas que se olvida la gente, la verdad es que ya no sé qué hacer con tanto trasto —sonrió y su estómago sobresalió entre el biquini; tenía una especie de espíritu pionero, el instinto de supervivencia propio de su clase y de su época.
Pasadas las gallinas, los depósitos de agua y los cobertizos, y las ardientes y silenciosas arcadas del hotel derruido, el coche avanzó dando tumbos por la carretera. De pronto, Church vio el sendero, el sendero que no había podido encontrar el otro día, el que llevaba a las tumbas de los compañeros de Livingstone. Estaba justo donde Dickie y Zelide le habían dicho. Ya lo había dejado atrás cuando se dio cuenta, pero de repente le pareció absurdo marcharse sin echar un vistazo, después de haber estado allí tres días. Detuvo el coche y regresó andando. Tomó el estrecho sendero invadido por las zarzas, y empezó a subir la colina entre árboles demasiado bajos y con un follaje demasiado escaso como para dar sombra. La tierra estaba desnuda por la sequedad de la estación. Las moscas se le posaron en los hombros. Le molestaba el ruido de su falta de aliento; y entonces, allí donde la ladera de la colina se veía cortada por una empinada pared, vio las tumbas de espaldas a la roca. Las cinco lápidas de la comisión de monumentos estaban coronadas por una cruz de hierro dentro de un círculo. Los nombres y las fechas de nacimiento y muerte —todos muertos en el último cuarto del siglo XIX— estaban grabados en el granito. Unos metros más allá, pero alineada con el resto, había otra tumba. Cari Church se acercó para leer la inscripción: «En memoria de Richard Alastair Macnab, amante esposo de Dorothy y padre de Richard y Heather, fallecido en 1957». Todos aquellos compañeros muertos miraban atrás, hacia el lago, el lago que Cari Church (que ahora volvió la cabeza como ellos) había tenido silencioso a su espalda durante toda la subida; el lago que, desde aquí, parecía extenderse hasta mucho más allá de lo que uno suponía desde el hotel o la orilla: se extendía —desde ahí arriba— hasta donde alcanzaba la vista, quieto y resplandeciente, cubriendo un buen trecho de África.