EN EL EXTRANJERO

Manie Swemmer habló durante años de ir al norte de Rodesia para echarle un vistazo. Sus dos chicos, Thys y Willie, vivían allí y, por otro lado, allí él había trabajado en los viejos tiempos, a principios de los años treinta.

Conocía el mundo un poco aunque había nacido en Bontebokspruit. Su abuela había sido una escocesa, Agnes Swann, y tenía un montón de parientes en Escocia; él no había llegado tan lejos, pero en un comedor militar en Alex, justo antes de Sidi Rezegh, cuando estaba en la Primera División Sudafricana, conoció a un tal Douglas Swann que debía de ser uno de sus primos. Se parecían mucho, sobre todo en los ojos.

Sí, pensaba ir cuando pudiera salir. Había trabajado para los hermanos Barends durante los últimos cinco años en el Banco Volkskas y en la ampliación de la fábrica, así como en las nuevas salas de espera para europeos y no europeos de la estación. La ciudad crecía deprisa. Antes había trabajado para el departamento provincial de Obras Públicas, e incluso estuvo una temporada en Pretoria, en la metalurgia. Eso fue después de que el negocio de coches fuera a la quiebra; cuando volvió de la guerra, le vendió su parte de las tierras familiares a su tío y se metió en el negocio de coches con ese dinero. Afortunadamente, como Manie Swemmer decía a la gente que conocía de toda la vida, en el bar del hotel de Buks Jacob los sábados después del trabajo, aunque no había hecho una auténtica carrera, en la práctica quedaban pocas cosas que no pudiera hacer. Si hubiera tenido títulos no estaría trabajando a sueldo para Abel y Johnie Barend, por descontado, pero, qué se le iba a hacer. La gente todavía dependía de él: si quería coger su coche y dirigirse al Norte, necesitaba tres semanas y ¿a quién iba a encontrar Abel que ocupase su puesto y se encargase de la cuadrilla de muchachos?

A menudo decía que le gustaría ir hasta allí conduciendo. Era un largo camino, pero no le importaba la carretera y lo había hecho años atrás cuando sólo existían pistas sin asfaltar, y eso con suerte, y llanos con baches el resto del camino. Su viejo Studebaker del año 57 aún podía hacerlo; lo cuidaba él mismo y había mucha gente en la ciudad —incluyendo a Buks Jacob, el del hotel, con su nuevo Volkswagen— que no dejaba que nadie más que él tocase su coche. Manie pasaba la mayor parte de las tardes de los sábados debajo de algún coche; no tenía a nadie en casa (la madre de los chicos, Helena Thys, había muerto de una enfermedad de riñón, dejándole a los dos niños pequeños a su cargo), y lo hacía más por amistad que por otra cosa.

Los domingos le esperaban siempre en casa de Gisbert Swemmer, y él ya había comentado que le apetecía ir allí a echar un vistazo. Y allí estaban sus chicos, claro. Su primo Gisbert insistía en que fueran ellos a visitarle. Pero es que estaban ocupados, ganándose la vida: Thys estaba en las minas, pero no le gustaba; Willie había dejado la fábrica de cerveza y buscaba algo en la capital. Después de que el gobierno británico entregase el país a los nativos y cambiase el nombre por el de Zambia, Gisbert dijo: «Hombre, no querrás ir ahora. ¿Para qué? Después de haber esperado tanto…».

Pero él se había movido por el mundo un poco: Gisbert podía conducir trescientas cabezas de ganado y estaba haciendo un buen negocio con el tabaco y la pimienta, así como los maizales de la vieja granja Swemmer, donde todos ellos se habían criado, pero Gisbert nunca había ido más allá de El Cabo de vacaciones. Gisbert no se había alistado durante la guerra; se sentaba en la silla de su abuelo a cenar los domingos y servía cordero asado y boniatos con arroz a su esposa y a la familia, incluyendo a Manie y a la madre de Gisbert, la tante Adela. Tante Adela tenía su huertecito en la granja donde cultivaba algodón, y después del almuerzo, se sentaba en el oscuro voorkamer, al lado del enorme aparato que era radio y tocadiscos, y rellenaba los cojines de algodón. Había café en la terraza, servido por las hijas y nueras embarazadas, y había nietos que hacían estallar enormes pompas de chicle con la boca ante Oom Manie para hacerle reír. Gisbert todavía bebía mampoer, brandy de melocotón de elaboración casera enviado desde El Cabo, pero Manie no podía aguantarlo y nunca bebía ningún alcohol fuerte salvo brandy Senador. Buks Jacob, en el hotel, se lo servía sin preguntar.

Los domingos a última hora, Manie Swemmer conducía hasta su casa desde la vieja granja familiar, que era todo lo que Gisbert conocía, dejando atrás los campos sembrados de maizales, luego de tabaco y de pimienta, confundidos por la distancia como tejas rojas, rosadas y amarillas. Dejaba atrás el tractor y la trilladora con briznas de cáscaras vacías y, abajo, la depresión del lecho seco del río donde solían intentar coger leguaans cuando eran chavales. Dejaba atrás el ganado que pacía entre las matas de abrojo y los sauces silvestres. Cruzaba los pasos abiertos por los negritos que pastoreaban con los perros cafres. Dejaba atrás chicos y mujeres en cuclillas entre latas de parafina llenas de cerveza y gachas, y la tienda india, la tienda del viejo Y. S. Mia, con las persianas echadas por ser domingo, y los cientos de parientes que tiene esta gente reunidos en la terraza de la casa pintada en color rosa brillante que está junto a la tienda. Al mismo tiempo, a última hora de la tarde, la sombra de la sierra cubría el embalse; Manie miraba siempre los círculos de burbujas hechos por los peces. Aún pescaba allí en verano; los árboles espinosos bajo los que solían ellos jugar estaban secos pero se alzaban cerca del agua.

Realmente, la ciudad no quedaba lejos de aquellas tierras. Su casa en la calle Pretorius era igual que las casas-granja, un techo de hojalata, una terraza limpia sobre pilares de cemento que daba sombra a las habitaciones por dos lados, con la mitad de las paredes exteriores y la carpintería pintadas del mismo color que el barro del río. Dentro había linóleo de flores, un helecho-espada en una vasija cafre que oscilaba un poco sobre su base cada vez que entraba alguien, y una mesa de comedor y seis sillas que él y Helena habían comprado cuando se casaron, y los cojines de gomaespuma de la tante Adela cubriendo los lugares del sofá donde los niños habían hecho saltar los muelles y casi atravesaban la tapicería. Tenía un criado bueno y viejo, Jeremías, que cuidaba de él. La parcela era suficientemente grande y estaba dispuesta en hileras en las que se habían plantado remolachas, cebollas y repollo detrás de un seto de membrillos. Jeremías tenía su trozo de tierra con maíz, en su khaya. Había media docena de gallinas rojas de Rhode Island en el hok y también tomates. La mitad de la ciudad comía tomates regalados por Manie Swemmer.

Realmente nunca había arreglado la habitación de sus hijos, aunque una vez llegó un joven de ferrocarriles y buscaba algo para alquilar. Pero Willie tenía sólo dieciséis años cuando se fue al Norte a ver qué pasaba así son los chicos, su hermano Thys se había ido, y aquello era natural —y tal vez quisiera volver a casa algún día. Las camas seguían allí y la colección de chapas de botella de Willie. En la parte de atrás de la terraza estaba su moto, pero sin ruedas. Manie Swemmer pensaba a menudo escribir y preguntarle a Willie qué hacer con la moto, pero los chicos no solían contestar a las cartas. De hecho, Willie era mejor que Thys; Thys no había escrito desde hacía más o menos dieciocho meses, mientras tanto el país había cambiado su nombre de Rodesia Norte por Zambia. No es que el cambio amilanase a Manie Swemmer si se decidía a hacer el viaje. Después de todo, no era como si tuviera que cargar con una mujer, y podía ser diferente para gente con hijas jóvenes. Pero para alguien como él, bueno, ¿de quién tenía que cuidarse sino de sí mismo?

El 1 de septiembre, cuando el nuevo matadero estuvo terminado, le dijo a los hermanos Barend que se iba de permiso:

—No, no para ir a Durban. Voy a irme un par de semanas hacia arriba —sus cejas alzadas y el lento ademán de la cabeza señalaban la parte trasera del bar del hotel, la sierra, la frontera.

—¡Gambia, Zambia! Qué nombres estrafalarios. Con el nuevo gobierno cafre. El doctor o profesor, o como se quiera llamar, Kaunda —dijo Carel Janse van Vuuren, el abogado local que había estado colegiado en Johannesburgo, dejando claro, medio en broma medio en serio, que él también conocía algo del mundo.

—Di a tus hijos que vengan a casa, hombre. Hulle is ons mense. —Dawie Mulder esperaba ser nombrado candidato en las próximas elecciones provinciales y quería poner un toque patriótico en sus comentarios.

—Ah, conocen su casa, no te preocupes —dijo Manie Swemmer en inglés, porque alguno de los habituales de la carrera de viajantes de comercio, los viejos Joe Zeff y Edgar Bloch, dos simpáticos tipos judíos, habían invitado a cerveza al grupo—. Se establecerán cuando la hayan corrido, no me preocupa.

—Allá arriba, sí, Rodesia Norte. He oído que a los nativos no les molesta la gente blanca en las minas —dijo Zeff—. Quiero decir que no te tienes que preocupar, no se van a meter en tu casa ni nada; de todas formas sería una broma que un cafre enorme viniera y se sentara a nuestro lado. Eso nos faltaba.

Sampie Jacob, la esposa del dueño y una mujer de negocios que podía comprar y vender a cualquier hombre en Bontebokspruit si se trataba de dinero, dijo:

—Willie era un chico precioso cuando era pequeño. Tenía unos ojos como platos, y azules.

Colgó el matamoscas en un gancho y despidiendo mentalmente a alguien, arrancó un trozo de comida pegada en un vaso.

—¡Si Helena lo hubiera visto!

Le recordó a Manie Swemmer al joven cubierto de granos que había comprado a crédito una guitarra eléctrica y luego se había ido, dejando que su padre se entendiera con los plazos.

—Sentarán la cabeza. Thys está ganando un buen dinero allá arriba, ahora. Aquí no se puede ganar tanto.

Y menos un joven.

—Veintiséis, no, veintisiete ahora —dijo Sampie Jacob.

Pero Buks Jacob dijo:

—Bueno, te lo regalo, Oom Manie.

—Hombre, yo estuve a punto de morir de malaria allá arriba en el treinta y dos —dijo Manie Swemmer dando un puñetazo en el mostrador—. ¡Santo Dios! Conocí aquello cuando lo único que había era un apeadero del tren para mercancías y víveres y un par de pozos mineros. Había un conductor irlandés en esa época. Se llamaba Fitzgerald, mandó a mi criado que me lavase con una esponja cada hora…

Al tercer día de viaje, por la noche, el tren entró en la capital, Lusaka. Manie Swemmer había tomado el tren a pesar de todo; hubiera sido diferente si alguien le hubiese acompañado conduciendo. Pero el tren resultaba más descansado y siempre había pensado en ese viaje; hacía años que no se tomaba vacaciones. Fue solo en el departamento de segunda clase hasta la frontera de Bechuanaland, preguntándose si Abel Barend no se armaría un lío con la pandilla de muchachos que había costado años meter en vereda, unos buenos chicos pero que tenían que saber que estaban contigo; tampoco el nativo quiere complicaciones. Se dijo en voz alta lo que había querido decir a Abel: «No vaya a ser que cuando vuelva encuentre que todos se han desmandado». Pero entonces el tren paró en una pequeña estación, y se levantó para apoyarse en la ventanilla bajada; lentamente los últimos pueblos del Transvaal iban pasando, y mientras los miraba, con la pipa en la boca y el vapor saliendo por debajo del vagón, Barend y la pandilla de muchachos se hundieron en el fondo de su mente. Una o dos veces, cuando el tren arrancaba de nuevo, comprobaba que aún tenía su libreta de ahorros de la oficina de Correos (había transferido dinero a Lusaka) y las píldoras para la digestión que había metido entre las cosas de afeitar. Tenía su billete de litera («Todo en orden», había bromeado, sonriendo, para dar a entender lo fácil que es si se sabe cómo hacerlo, ante Gisbert y su esposa y Sampie Jacob que habían ido a despedirle), y un respetuoso chico de color le hizo la litera y él se lo agradeció con una propina de cinco centavos. Cuando el tren llegó a Mafeking, después de la cena, sintió que había olvidado por completo algo del pasado, aunque hablaba de ello a menudo: la jubilosa ligereza de viajar, no de ser un extraño rodeado de extraños, sino una nueva persona descubierta entre nuevas caras. Sintió como si hubiera estado viajando siempre y así pudiera continuar. Atravesar Rodesia, las colinas, el olor de cierto arbusto que volvió a él después de treinta años. Era como el veld de casa pero distinto. Las rocas, a las que las higueras de corteza blanca rodeaban con sus raíces apretadas, los árboles de copa achatada que se vuelven rojos en primavera —sí, lo recordaba: la maleza convirtiéndose en bosque enmarañado cerca de los ríos, los viejos baobabs y los naranjos cafres con sus verdes bolas de billar, los inmensos vleis y, a lo lejos, un par de palmeras rígidas que parecían mirarte—. Dos días más se deslizaron por las ventanillas. Compró un juego de tapetes en el puesto de un negro; estaban hechos con gracia mediante juncos teñidos de rojo y negro: veía a Sampie Jacob poniéndolos bajo sus centros de flores en el salón del hotel, lejos, muy lejos, lejos, mucho más allá. Cuando el tren llegó a la frontera entre Rodesia y Zambia le alteró un ligero nerviosismo; preparó su pasaporte abierto: HERMANUS STEFANUS SWEMMER, natural de la República de Sudáfrica. El joven inglés y el negro vestido exactamente como él, calcetines blancos, charreteras doradas, una gorra elegante, un equipo completo, dijo:

—Gracias, señor —el negro garabateó y selló.

Bueno, ya estaba allí.

A medida que el tren se aproximaba a Lusaka empezó a sentir ansiedad por Willie. Por lo que diría a Willie. Después de todo, hacía cinco años. Willie cumpliría los veinticinco el próximo diciembre. Olvidó que estaba acercándose a Lusaka a través de la oscuridad, olvidó que estaba viajando, pensó: Willie, Willie. No había arrabales en Lusaka, ni siquiera ahora. Unas pocas luces en un par de pasos de nivel, bicicletas, nativas con fardos, y llegaron a la estación. El vasto cielo negro dejaba caer una estela de estrellas brillantes y duras tan cercanas como las luces de la ciudad. Sonaron campanas y el tren en el que estaba Manie Swemmer dio marcha atrás. La gente pasaba y gritaba a su lado, blancos, indios, nativos con zapatos de plástico.

Willie dijo:

—Demonios, ¿dónde estabas?

Alto. Patillas. Una cazadora de cuero negro cerrada hasta donde faltaba el botón del cuello de la camisa. El mismo; y Manie Swemmer lo había olvidado. Nunca envió un retrato suyo y, naturalmente, se podía esperar que hubiera cambiado en cinco años.

Hablaron en inglés.

—Ya estaba empezando a preguntarme si la carta se había perdido. Estaba a punto de coger un taxi. Bueno, ¿cómo te va? Todo un viaje, ¿eh? Desde el miércoles, chico.

Manie sabía cómo comportarse: puso las manos en los bíceps del chico, le apretaba y le sacudía. Willie hizo una mueca ladeando la boca. Seguía allí, de pie, mientras su padre le hablaba del tren, de por qué no había venido en coche, y de lo que dijo Gisbert, ese backvelder atado a las faldas de la tante Adela, y de la buena cena que le habían servido en el vagón-restaurante.

—Dame tus cosas —dijo Willie—. ¿Qué es esto?

Los tapetes estaban envueltos en un trozo de papel de periódico.

—Regalos, muchacho. No puedo volver con las manos vacías.

—Quédate aquí un momento, ¿eh, papá? Voy a por unos cigarrillos.

Subía los hombros demasiado cuando corría; siempre fue su defecto cuando hacía atletismo en la escuela superior de Bontebokspruit. Willie. No podía creerlo. De repente, Manie Swemmer aterrizó en Lusaka, sabía que estaba allí y el alborozo se extendió por su pecho como una forma placentera de ardor de estómago.

Willie abrió la cajetilla y encendió un cigarrillo protegiendo la cerilla con las manos.

—¿A dónde ibas a ir en el taxi?

—Directo a tu casa, hombre. Llevo la carta conmigo.

—Me largué de allí.

—¿Qué te pasó, hijo? Creí que estaba cerca del trabajo.

Willie dio una honda calada al cigarrillo, echó la cabeza hacia atrás como quien se traga un insulto y, entonces, dejó escapar el humo, con los ojos semi-cerrados; ahora había un lazo entre ellos, su padre se dio cuenta.

—No conseguí lo de la Eléctrica de Twyford. Tuve que encontrar una habitación más barata hasta que encuentre algo fijo.

—Pero yo creía que ellos te habían dicho que había buenas perspectivas, ¿no, hijo?

—Voy a ir a ver a uno del cemento el lunes. Un amigo mío dice que me ayudará. Y también hay un posible trabajo en una firma de repuestos de motor. No quiero aceptar lo primero que me ofrezcan.

—Pues claro que no. Debes pensar en tu futuro. Fíjate en Twyford, eh, empezaron en los años treinta, una de las primeras. Pero supongo que el viejo se habrá muerto ya. Ten cuidado con lo de los repuestos de motor. No me fío de ese asunto.

Todavía estaban en el andén; Willie se apoyaba en una de las columnas que sujetaban el techo, fumando y tocándose una zona cerca de la patilla donde se había cortado. Aquel pobre muchacho nunca sería capaz de hacerse un afeitado en condiciones. Su piel nunca fue buena. Parecía haberse olvidado del equipaje.

—Entonces, ¿dónde estás ahora, Willie?

La gente del tren se había marchado.

—Estoy en casa de otro chaval. Hay una cama en la terraza. Hay cinco personas en la casa y sólo tres habitaciones. No pueden hacerte sitio.

—¿Y qué hay de malo en un hotel? —dijo Manie Swemmer, consolándole, picándole, jovial—. Cojamos esto y vayamos a la ciudad. Conseguiré una habitación en el hotel Lusaka, Dios, me acuerdo muy bien del sitio. Ya sé que hay un hotel elegantísimo en Ridgeway, pero no tengo tanto dinero. El Lusaka está bien.

Willie sacudía su cabeza como un perro.

—No encontrarás nada, papá. No sabes, no podrás conseguir una habitación en ese sitio. La próxima semana es el aniversario de la independencia.

—¿Cuándo? ¿El aniversario, eh? —le alegró llegar a tiempo para una celebración.

—No sé. El lunes, creo. No podrás.

—Espera un minuto, espera un minuto.

Estaban recogiendo el equipaje. Manie Swemmer se había puesto el sombrero para entrar en la ciudad, aunque de repente se dio cuenta de que la noche era muy calurosa. Miró a su hijo.

—He pensado que tal vez será mejor que vayas derecho al Cooper Belt —dijo Willie—. A casa de Thys.

—¿A casa de Thys? —se quitó el sombrero para dejar que el aire le diese en la cabeza.

—No sé si hay un tren, pero es fácil hacer dedo en la carretera.

—¡El Regent! —dijo Manie Swemmer—. ¿Todavía existe el hotel Regent? ¿Lo has intentado ahí?

—¿Qué quieres decir con que si lo intenté, papá? Te lo he dicho, no sirve de nada intentarlo, no lo conseguirás.

—Bueno, no importa, hijo, vamos a tomarnos una cerveza allí en cualquier caso, ¿vale? —Manie Swemmer se sentía confuso, como si la propia estación resonara con todo tipo de ecos. Quería irse de ahí, sin pensar a dónde. Sólo tenía una idea clara y tonta. Había que poner botones nuevos en la camisa del chico. Un hombre que ha sacado adelante dos chavales y ha vivido solo durante mucho tiempo, sabe disimuladamente cómo hacer esas cosas.

Lusaka había sido una hilera de tiendas indias y una estación de ferrocarril, las unas frente a las otras, en los viejos tiempos.

Manie Swemmer era un hombre pesado, pero se sentó con suavidad en el taxi, mirando los nuevos edificios públicos y los centros comerciales con las luces encendidas alrededor de los soportales pavimentados de Cairo Road, las luces de los coches moviéndose junto a supermercados y heladerías. «¿La oficina de Correos?, ¡va-ya!». Y no podía dejar de maravillarse del edificio, con todo ese acero y cristal y un amplio solar de aparcamiento asfaltado. Aquí y allá veía un borroso recuerdo —una de las tiendas indias cuyo porche servía de resguardo para el polvo de la carretera— con un nuevo escaparate bajo el viejo techo de hojalata. No más máquinas de coser en manos de viejos nativos bajo los porches; mientras pasabas, veías que los artículos desplegados en los elegantes escaparates eran de fábrica. Aparejos de pesca y palos de golf; brillantes equipos de baterías y guitarras eléctricas; un bar pequeño de aspecto sucio del que salía música cafre.

—Parece como si estuviéramos en la Location, ¿eh? —rio, diciéndoselo a Willie. Había algunos nativos bien vestidos, comportándose con propiedad, con camisas blancas y corbatas. Las mujeres llevaban vestidos de algodón brillante de última moda y zapatos de tacón alto. Y por todos lados, europeos en sus coches.

—Ah, pero los viejos árboles todavía siguen en pie —le dijo a Willie.

A mitad de Cairo Road vio la misma isleta ancha con árboles de flores rojas, reconoció la forma de las flores aunque no podía ver su color. Willie estaba sentado detrás, fumando. Dijo:

—No te dejan en paz, con sus patatas y sus no sé qué.

No les miraba, pero hablaba de los nativos que vagaban por allí después de que oscureciera, bajo los árboles. Vendedores, jóvenes parados.

El camino hacia el Regent fue demasiado corto Para Manie Swemmer. Le habría gustado conducir un poco por allí; esa confusión era diferente, excitante; como si te hubiesen vendado los ojos, en una habitación conocida te hubiesen hecho dar vueltas y luego te dejasen tantear el camino. Pero en seguida estuvieron en el hotel, que había cambiado y a la vez no había cambiado. Habían conectado las viejas hileras de habitaciones en el jardín con un nuevo edificio principal, pero el «jardín» era todavía tierra batida con unos pocos hibiscos y enredaderas.

Se encontraron en lo que había sido la terraza, que ahora estaba cerrada con lucernas de cristal, y que llamaban el salón de la terraza. Willie no dijo nada, y su padre, charlando y haciendo comentarios en el ronco tono bajo que usaba entre otra gente, andaba perdido por la disposición del hotel, que no era tal como él la recordaba.

—No importa, no importa. A ver qué pasa. Vamos a tomar algo antes de hablar, hombre, ¿por qué no? Estará bien.

Con su gordo trasero metido en unos pantalones de buena franela gris, cruzó como excusándose por la habitación, supervisó la entrada de sus dos maletas y el montón de papel de periódico al lado de la mesita donde le había indicado Willie que se sentase. Pidió un par de cervezas y miró a su alrededor. El sitio se estaba abarrotando del tipo de gente que encuentras en las noches de bochorno: un par de familias con niños columpiándose en las sillas, jóvenes invitando a beber a sus chicas, gente casada que no había ido al hogar después de la oficina, ese tipo de hombres solos que encuentras en el pub. Había sólo una pareja de color; no negros, más bien como la gente de color de El Cabo; difícilmente te percatarías de su presencia. Willie no conocía a nadie. Volvieron una vez más a las preguntas y respuestas que habían intercambiado sobre las perspectivas de Willie de conseguir un nuevo trabajo. Pero siempre había sido difícil saber lo que Willie pensaba, hasta cuando era un crío; y la atención de Manie Swemmer andaba dispersa por la sala entre los estallidos de ruido que llegaban a ella, quizá cuando abrían alguna puerta interior que daba al bar. Y por la ciudad familiar y extraña de fuera, y por el millón de bichos que inundaban la noche con su zumbido, por el sonido de relojes a los que daban cuerda y ruedas dentadas moviéndose a sacudidas.

—Vaya tienda de maquinaria, ¿eh? —dijo; pero, por supuesto, habiendo vivido allí cinco años, Willie ni siquiera prestaba atención.

—¿Quién dirige esto ahora? —le preguntó a Willie confidencialmente cuando se bebió la cerveza—. ¿Conoces al tipo de algo?

—Bueno, o sea, sé quién es. Míster Davidson. Venimos aquí a veces. Hay un baile el primer sábado de cada mes.

—¿Crees que te conoce?

—No sé si me conoce —dijo Willie.

—Bueno, venga, vamos a ver lo que se puede hacer.

Manie Swemmer le pidió al mozo indio que vigilase el equipaje un momento, y se dirigió al mostrador de recepción. Willie iba detrás de él. Una pelirroja con una piel tan blanca que si se la apretase cobraría un tono azul, dijo:

—Completo, señor; lo siento, señor —casi antes de que Manie Swemmer empezara a hablar.

Él dejó caer su manaza semi-cerrada en el mostrador, y sonrió con la cabeza ladeada:

—Escuche, joven señorita, he hecho un largo camino desde un sitio del que usted nunca ha oído hablar, Bontebokspruit, y estoy seguro de que puede encontrar una cama. Donde sea. He viajado un montón y no soy remilgado.

Ella sonrió de forma simpática, pero no tenía nada que ofrecerle. Incluso recorrió con su bolígrafo la lista de su libro una vez más, con las cejas alzadas y mostrando el doble pliegue de su barbilla.

—Mire, yo viví en esta ciudad cuando usted todavía no había nacido. Quisiera saludar a míster Davidson de todas formas. ¿Qué le parece, eh?

Ella habló hacia algún lugar detrás de un centro de rosas y tulipanes artificiales.

—Hay un amigo de míster Davidson aquí. ¿Puede venir un minuto?

Era un tipo pequeño con un modo característico de estirar los brazos y doblar los codos para recoger los puños de la camisa por encima de las muñecas según se acercaba: ex barman. Tenía una cara paciente y bien proporcionada, habituada a bregar con problemas.

—Un joven como usted no lo recordará, pero yo viví en este hotel hace treinta años; ayudé a construir esta ciudad, levanté el primer depósito de agua. Ahora me dicen que esta noche tendré que dormir en la calle.

—Eso es lo que hay —dijo el gerente.

—Veo que eres un jock, como yo. —Manie Swemmer hizo alusión con delicadeza al acento escocés—. Sí, no lo creerás pero, mi abuela se llamaba Swan. Del Clyde. Agnes Swan. Yo solía ponerme Kilt cuando era un crío. ¡Claro que lo hacía! ¡Un viejo boer como yo!

El hombrecillo y la recepcionista consultaron la lista de reservas; ella sabía que estaba en lo cierto, no había nada. Pero el hombre dijo:

—Le diré lo que voy a hacer. Ahí está ese tipo de Delhi. Tiene una habitación individual en la que tal vez podría poner otra cama. Le prometí que la tendría para él solo, pero no puede poner objeciones; a alguien como usted, quiero decir.

—¡Ahí lo tienes! ¡El bueno y viejo Regent! ¿No te lo dije, Willie? —Willie estaba apoyado en el mostrador de recepción fumando y mirando embobado el alto tacón de su bota Chelsea; sonrió con la comisura de la boca otra vez.

—Pediré disculpas por fastidiar a ese tipo, no se preocupe. Lo haré todo correctamente. ¿Dice que de Delhi, India? —Manie Swemmer añadió de repente—: ¿Quiere decir que ese tipo es indio?

—No es un nativo —dijo el gerente—. Ninguno de esos tipos puede estar aquí. Este es un hombre de negocios que ha llegado en un vuelo esta mañana, el V.C.10.

—Oh, es muy elegante, es un auténtico caballero —aseguró la recepcionista, recomendando, con los ojos muy abiertos, algo que no le gustaría probar a ella.

—Así están las cosas —dijo el gerente en tono confidencial.

—Vale, vale, acepto. No he dicho una palabra —dijo Manie Swemmer—. ¿Eh, Willie? Todo lo que pido es un sitio donde apoyar la cabeza.

La pelirroja sacó una llave de los cajetines numerados de la pared.

—¿Cincuenta y cuatro, señor Davidson? El chico llevará su equipaje.

—Dios, tienes que tener un poco de cara, o no vas a ninguna parte, ¿eh?

Manie andaba alegremente pegado a su hijo a lo largo de los corredores con zócalos floreados y cubos de arena llenos de colillas de cigarros, pisando por entre botellas de cerveza y bandejas de té que la gente había dejado a la puerta. Se acomodó en seguida en la habitación que el sirviente abrió para él.

—Espero que el caballero oriental sólo se quede esta noche. Eso me vendría bien.

Ya había un sofá-cama preparado y plegado por la mitad como una cartera. Manie abrió los armarios, subió estrepitosamente las persianas y abrió las ventanas de par en par.

—Aire, aire, eso es lo que nos hace falta.

Willie se sentó en la otra cama, cuya colcha había sido abierta cuidadosamente para que una cabeza descansase sobre la almohada; la huella estaba todavía allí. Las cosas del tipo estaban en el tocador. Willie cogió un par de gemelos con piedras rojas. Había una edición en papel de seda de correo aéreo de algún Periódico de Londres, una lata abierta de pastillas para la tos y una agenda de piel con los cantos dorados.

Hileras de cifras exquisitamente pulcras y luego una escritura como el diseño de una alfombra exótica.

—Demonios, ¿has visto esto? —dijo Willie.

—Willie, siempre te he dicho que respetes las pertenencias de los demás, no importa quiénes sean.

Willie dejó la agenda haciendo remilgos.

—Vale, vale.

Manie Swemmer se lavó, se peinó el bigote y la parte de atrás de la cabeza, donde todavía quedaba algún cabello, y se volvió a poner la chaqueta de estilo tropical que había comprado especialmente para el viaje.

—No quiero tener un aspecto desaliñado, ni siquiera a la hora de más bochorno —le comentó a Willie. Willie asentía sin hacer caso.

Cuando devolvió la llave a recepción, Willie dijo:

—Vamos a comer, papá —pero no había un alma en el comedor, salvo una joven terminando de cenar con sus hijitos; y si había algo que deprimía a Manie Swemmer era un comedor de hotel vacío.

Le atrajo el bar, al que entró con una mezcla de curiosidad y timidez, como si el Manie Swemmer de veintitrés años, con chaqueta bush y pantalones cortos bien planchados, pudiera estar allí bebiendo. Anduvo por el jardín, con Willie detrás, escuchando a las ranas-árbol que croaban en la noche. A pesar de la ciudad, todavía se podía oler la leña de las hogueras de los nativos. Pero los jóvenes no se dan cuenta de estas cosas. La entrada al bar desde la calle pasaba a través de una cervecería al aire libre oculta por celosías. Bombillas de colores derramaban luces rojas y azules a través de la persiana y las manchas oscuras de la enredadera. Se oían voces sordas en la jerga nativa local y toses de niños pequeños.

—Es para ellos, vamos por aquí —dijo Willie, y él y su padre volvieron a entrar en el hotel y al bar por la puerta interior.

Estaba lleno, desde luego. Manie Swemmer nunca había sido lo que se llama un bebedor, pero para un hombre que vive solo no hay mejor casa que un bar, donde se ve rodeado de hombres. Había negros. Ah, sí, ya era algo. Negros sentados en las mesas y algunos de ellos ni siquiera demasiado limpios o bien vestidos. Parecían chicos de las carreteras, obreros. En el mostrador estaban los blancos, con espaldas anchas y cuellos rojos imposibles de diferenciar; una o dos caras negras sobre camisas blancas al fondo. Las espaldas se separaron para el padre y el hijo como si les esperaran:

—Bueno, ¿qué noticias hay de Thys, chico? —Manie Swemmer se sentía cómodo por fin, apretujado entre la espalda de un hombre que contaba una historia con grandes gestos y el mostrador del bar con su tira metálica como el agua oscura en la Presa de Gisbert.

—Nada. Oh, una chica. Se ha prometido con esa tía buena, Linda Thompson.

—Ya podía haber escrito. Si lo hizo, la carta se habrá perdido. ¡Prometido! Bueno, he escogido el mejor momento, aniversario de la independencia y compromiso de mi hijo. Tenemos algo por lo que beber. ¿Cuándo será la petición?

—Ah, fue más o menos hace diez días. Una fiesta en la casa de la gente de ella, en Kitwe. No conseguí que nadie me llevara al Cooper Belt ese fin de semana.

—¡Si lo hubiera sabido! ¿Por qué no me mandó Thys un telegrama, hombre? ¡Habría venido antes!

Willie no dijo nada, sólo miraba de soslayo al hombre que estaba junto a él. Manie Swemmer bebió un largo trago de cerveza.

—¡Si hubiera enviado un telegrama, hombre! ¿Por qué no me lo hizo saber? Le dije que iba a venir a mediados de mes. ¿Por qué no me mandó un simple telegrama, por lo menos?

Willie no tenía respuesta. Manie Swemmer apuró la cerveza y pidió otra ronda. Ahora decía suavemente, en afrikaans:

—Simplemente ir a correos y mandar un telegrama, ¿eh?

Willie se encogió de hombros. Bebieron. La animación de la otra gente, las voces y las risas alrededor de ellos levantaron el ánimo de Manie Swemmer, le hicieron salir de su ensimismamiento.

—Bueno, iré y veré a la señorita Linda Thompson personalmente dentro de unos pocos días. Kitwe es una bonita ciudad, ¿eh? ¿Qué pasa con la chica, se avergüenza Thys de ella o qué? ¿Es patizamba y bizca? —reía—. Confío en el viejo Thys.

En algún momento, el hombro que presionaba el suyo se había ido sin que él se diera cuenta. Una voz de nativo dijo en un buen inglés:

—Perdone, ¿ha perdido esto? —la mano negra, con uno de esos caros relojes calendario en la muñeca, sostenía un billete de dos rand sudafricanos.

Manie Swemmer empezó a buscar con inquietud en sus bolsillos.

—Tenía un billete, déjeme… Sí, debe ser mío, lo saqué por error para pagar con él… Muchas gracias.

—Es un placer.

Uno de los educados, algunos de ellos incluso han estudiado en universidades de América. E Inglaterra les estaba llenando las manos de dinero. Pueden salir y conseguir la mejor educación, pueden hacerlo mejor que los blancos.

Manie Swemmer le decía estas cosas a Willie, pero en voz muy baja, porque después de todo, no puedes esperar mucha honestidad de un nativo, era preciso estimulársela:

—Creía haber guardado todo el dinero cuando cambié la moneda de Zambia en el tren. Dos rand. Bueno, habría sido perder el dinero de un par de cervezas.

—El precio de una buena botella de brandy allí abajo —dijo el negro que vestía una chaqueta de bush inmaculada y pantalones impecables.

—¿Ha estado en Sudáfrica? —dijo Manie Swemmer.

—¿Ha oído hablar alguna vez del Fort Haré College? Estuve allí cuatro años. Y solía pasar mis días de fiesta con gente en Germinston. Conozco bien Johannesburgo.

—Bueno, déjeme invitarle a un brandy sudafricano. Venga, hombre. ¿Por qué no?

El hombre negro sonrió e indicó que le acababan de poner delante su botella de cerveza.

—No, no, hombre, esto es para empezar; usted va a tomarse un brandy conmigo, ¿eh?

El enorme cuerpo de Manie Swemmer se inclinó sobre la barra mientras se agitaba para llamar la atención del camarero. Sacudió el brazo del hombre negro y casi tiró el vaso de Willie.

—Lo siento… vamos, allí… dos brandys… Espera un minuto. ¿Tiene Senador? ¿Quieres otra cerveza, Willie? —tal vez el chico quisiera brandy, pero no iba a ser su padre quien le invitase.

—Te va a dar un síncope cuando tengas que pagar.

El tipo negro se divertía mucho. Había sacado un periódico de su maletín y estaba echando una ojeada a los titulares.

—El brandy es caro aquí, ¿eh? Los impuestos y tal. Cuando yo era un mozalbete y estaba en el Cooper Belt teníamos que beber esto para seguir. Brandy y quinina. Una botella valía poco. Así es como aprendí a beber brandy.

—¿Ah, sí? —el hombre negro hablaba con elegancia—. Así que usted conoce este país desde hace mucho tiempo.

Manie Swemmer casi le dio un codazo amistoso.

—Apostaría que lo conozco antes que usted, antes de que usted naciera.

—Estoy seguro, estoy seguro —rieron.

Manie Swemmer miraba con excitación a su hijo y al hombre, pero Willie estaba mirando a las musarañas Por encima de su cerveza, como de costumbre. El hombre negro —dijo su nombre, pero quién podía quedarse con sus nombres— era algo en el Ministerio de Gobierno Local, y estaba muy interesado en lo que Manie Swemmer pudiera contarle sobre los viejos tiempos; escuchaba con continuas inclinaciones de la barbilla que mostraban que estaba prestando gran atención, un respeto adecuado, si no a un hombre blanco, sí a un hombre tan viejo que podría ser su padre. Todavía podía hablar afrikaans. Dijo algunas frases en voz baja, pero Manie Swemmer estaba totalmente seguro de que podía haber mantenido toda una conversación si hubiera querido.

—Me perdonará si no me uno a usted, pero ¿tomará otro brandy? —ofreció el hombre negro—. Tengo una cita —miró el reloj— dentro de menos de media hora, y debo tener la cabeza despejada.

—¡Por supuesto! Usted tiene responsabilidades, yo siempre lo digo, cualquier loco puede aprender a hacer lo que le dicen, pero cuando llega el momento de tomar decisiones, cuando tienes que mirar por ti, o sacas las cosas adelante por ti mismo o… No importa qué o quién seas…

El hombre se había levantado del taburete del bar, con el maletín debajo del brazo.

—Que se divierta en sus vacaciones…

—¡Que le vaya bien! —gritó Manie Swemmer—. Te diré algo, Willie, puede que sea negro como el as de picas, pero es un caballero, ¿eh? Hay que tener una mente abierta, de otro modo no te podrías mover por estos países. ¡Es un caballero!

—Algunos de ellos fingen —dijo Willie—. Ahí les tienes, queriendo mostrar lo educados que son. Lo mejor es no hacer caso.

—¿Cómo se llama ese tipo que estaba hablando conmigo? —preguntó Manie Swemmer al camarero blanco. Quería escribirlo a ver si era capaz de recordarlo cuando lo contase de vuelta a casa. ¿No sabe quién es? Es Thompson Gwebo, uno de los hermanos del viceministro —dijo el camarero.

Cuando se casó, en noviembre pasado, se comieron un buey asado y todo eso en su pueblo, pero el banquete de la boda para la gente del gobierno y los blancos fue aquí. Un pastel de cinco pisos. Unas trescientas personas. La señora Davidson preparó los aperitivos personalmente.

Empezaron a charlar entre interrupciones de los que llamaban al camarero para servir bebidas. Dos o tres cervezas hicieron también efecto en Willie: estaba empezando a hablar; primero hacía uno de sus comentarios, mascullados y entre dientes, que su padre entendía a medias, y luego se extendía, gracias a las preguntas impacientes de Manie, sobre las pequeñeces y fragmentos de una vida, y su padre los unía para entender mejor.

—Ese tipo decía…

—¿Qué tipo, el gerente o tu amigo?

—No, el que te dije, el que tenía que aparecer en la pista…

—¿Qué pista?

—La de coches modificados para carreras. Ahí fue donde ese tipo me pidió que le cambiara las bujías…

En cierto modo era como en los viejos tiempos. Nadie pensaba en volver a casa. No era como en Buks Jacobs, el pub vacío a la hora de la cena. Este estaba atestado. Los hombres blancos habían vuelto al bar, pero los negros de las mesas —los obreros— estaban empezando a armar jaleo. Se les unió un grupo de negros con pantalones vaqueros que se comportaban como los blancos que ves en las calles de Johannesburgo o Pretoria. Bullían arriba y abajo entre las mesas, y los obreros, ya muy borrachos se los quitaban de encima: uno levantó su botella y la rompió contra el dorso de las manos de uno de los gamberros; hubo un griterío. Un campesino negro con una camiseta que decía «007» se puso a empujar el hombro de Manie Swemmer, con su chaqueta tropical recién estrenada. Manie Swemmer seguía hablando y le ignoraba, pero el gamberro se burlaba en inglés: «¡Lo siento!». Lo hizo de nuevo: «¡Lo siento!». La cara negra y borracha, con una pizca blanca en el rabillo de cada ojo, le echaba el aliento. Si hubiera sido un hombre blanco, Manie Swemmer no lo habría aguantado, le habría dado un puñetazo en la nariz. Y en casa, si un nativo… —pero en casa esto no podía pasar; estaba aquí, había venido a echar un vistazo y ya se encontraba en aprietos—. Dios, esos tipos de Egipto no olían precisamente a rosas. Él sabía cómo actuar si tenía que hacerlo.

Entonces otro nativo, con una camisa decente y corbata, se levantó y habló en tono airado, en su propia lengua, con los gamberros. Y le dijo al camarero en inglés:

—¿No ve que estos hombres se están pasando? ¿Por qué no les echa?

El camarero encontró la excusa apropiada:

—Esa gente debería estar fuera, en la cervecería —dijo en voz alta—. Vamos. No quiero líos aquí.

Los gamberros se separaron del mostrador del bar, pero no salieron. Manie Swemmer no se dio cuenta de que el nativo vestido decentemente se había ido, pero de pronto reapareció, tranquilo y serio, con dos policías negros con guantes blancos.

—¿Cuál es el problema? —uno de ellos metió el hombro junto a Willie para preguntarle al camarero.

—Esos de ahí se están pasando.

Hubo un alboroto; por supuesto, a los nativos se les da muy bien dar voces. Pero los gamberros negros fueron arrastrados hacia afuera por sus propios policías como un montón de perros callejeros; sin tonterías.

—¡Sin tonterías! —dijo Manie Swemmer, riendo y poniendo la mano en el antebrazo de Willie—. ¿Ves eso? Dios, tienen un cuerpo estupendo, esa pareja. ¡Qué elegantes!

Willie reía sin ganas; su padre estaba hablando muy alto; estaba hablando para todo el local, bromeando con todo el mundo. Por fin empezaron a cenar, debían de ser más de las nueve y media. Había risotadas entre otra gente que estaba cenando y contando chistes. Manie Swemmer empezó a pensar muy seria y claramente y a hablarle con gravedad a Willie acerca de sus posibilidades de irse allí a vivir.

—Tengo todavía un montón de vida por delante. ¿Voy a malgastar el tiempo haciendo dinero para Abel Barend? ¿En Bontebokspruit? ¿Por qué no empezar por mi cuenta otra vez? ¡Este sitio está creciendo!

La ruidosa fiesta abandonó el comedor, y al mismo tiempo él se encontró terriblemente cansado: el viaje, la llegada, la primera ojeada, le habían dejado jadeante, como si hubieran sido un golpe demasiado fuerte en la espalda.

—Vamos a decirnos buenas noches, hijo —dijo y Willie le acompañó a la habitación. Pero la llave no abría la puerta. Willie investigó a la luz de una cerilla—. Está puesta por dentro.

Llamaron suavemente.

—Ahora sí que me han jodido bien —dijo Manie Swemmer—. ¡Ese indio! —Y él que iba a contarle cuantos años hacía que Y. S. Mia tenía una tienda al lado de su granja…

Bajaron a recepción. La pelirroja se mordió la lengua con consternación.

—¿Ha llamado usted?

—¡Casi he echado la puerta abajo! —dijo Manie Swemmer.

—Disculpe. Ya me lo había imaginado —dijo la chica—. Él se puso de lo más alterado cuando volvió y vio la cama plegable y sus cosas. Quiero decir que no sé por qué protestaba, como le dije a él, no es como si hubiéramos puesto un africano con usted, es un hombre blanco. Y él es indio.

—Bueno, ¿qué va a hacer con mi padre? —dijo Willie de pronto.

—¿Qué puedo hacer? —hizo un mohín—. El señor Davidson se ha ido a Kapiri Mposhi, su madre se ha roto la cadera, a los ochenta y un años. No puedo contar con nadie más para sacar a ese tipo de la habitación. Y si no quiere no tiene por qué contestar a la puerta.

Manie Swemmer no decía nada. Su hijo esperaba, pero todo lo que podía oír era la lenta respiración de su padre, con pequeños jadeos al aspirar.

—¿Pero qué pasa con mi padre? —repitió Willie.

Ella sacó su libro de nuevo. Esperaron.

—Le diré lo que haremos. Hay una habitación con cuatro camas ahí fuera, en el ala antigua, aún la conservamos. A veces, esa gente entra y no puedes decirles que no. No quieren pagar más de lo que vale una cama para todo el grupo. Estaba reservada, pero ya son más de las once y no ha aparecido nadie, así que creo que usted puede contar con que esté bien…

Manie Swemmer puso su grueso antebrazo y su mano llena de anillos sobre el mostrador de recepción como un cuerpo muerto.

—Mire —dijo—. No protesté por un indio, no dije nada. Pero no me meta con un africano ahora, hombre; llevo muy poco tiempo aquí, deje que me acostumbre. No puede pretender meterme con un nativo de golpe y porrazo.

—Ah, supongo que no pasará nada —dijo ella con su forma efusiva de hablar y su acento inglés—. Yo no me preocuparía si fuera usted. Ya es tarde. Es muy improbable que venga nadie, ¿no cree?

Le llevó a la habitación. Willie fue con él de nuevo. Atravesaron el jardín; el ala antigua estaba igual que en los viejos tiempos. No había alfombra en el pasillo; sus pies se tambaleaban sobre las desigualdades de las baldosas rotas. Cuando Willie le dejó, Manie abrió de un tirón la cama cuyas sábanas tenían mejor aspecto, abrió la ventana, y luego, con mucho esfuerzo, con un gruñido que era casi una risilla, se esforzó por correr el enmohecido cerrojo de la puerta.