El marido de mi hermana, Josias, había trabajado en los ferrocarriles, pero luego consiguió ese trabajo donde hacen dinamita para las minas. Era el que se sienta fuera, en ese taburete de hierro unido a la parte trasera del gran camión rojo, con un banderín rojo en las manos. La idea es que, si vas demasiado cerca del camión y da la impresión de que puedes chocar con él, agite el banderín para avisarte. Habían visto esos camiones a menudo en la carretera de Main Reef, entre Johannesburgo y las ciudades mineras; transportan el material y llevan pintado PELIGRO-EXPLOSIVOS. El hombre va sentado allí, con su banqueta asegurada por una cadena de hierro para impedir que salga despedido del camión, y empuña su banderín como un chaval sujeta un globo. Así iba también Josias. Claro que si no te dabas cuenta y chocabas con el camión, él sería el primero en volar por los cielos y los infiernos; pero él siempre estaba allí sentado, como si no supiera cuándo había nacido o que, a lo mejor, no moriría en la cama a los ochenta. Como si el polvo de sus ojos y el estrépito del camión fueran a durar siempre.
Mi hermana sabía que tenía un buen marido, pero nunca dijo que la diera miedo su trabajo. Sólo se quejaba en invierno, cuando lo sentaban allí fuera y cogía un resfriado (ella es enfermera), y en verano, cuando llovía durante todo el día y ella decía que podía acabar con reuma, baldado, y entonces ¿quién le daría trabajo?; ¿la gente de la dinamita? No creo que se le pasase siquiera por la cabeza que cada día, todos los días, podía volar por los aires en vez de volver a casa por la noche. En cualquier caso, sería imposible pensar tal cosa por la forma en que nos contó lo que tenía que hacer.
Yo estaba trabajando abajo, en la gasolinera de la ciudad, y comía antes de que él llegase porque tenía turno de noche. Emma le había preparado el agua y él se lavó sin decir gran cosa, como de costumbre, pero luego no habló cuando se sentaron a comer, y cuando metió los dedos en la sémola de maíz pareció olvidar lo que estaba tomando y no fue capaz de probar bocado. Emma debió de pensar que la encontraba demasiado seca porque se levantó y le trajo una lata de compota llena de cerveza que había hecho para el sábado. Él bebió y luego se echó hacia atrás y nos miró, pero ella dijo:
—¿Por qué no comes? —él la obedeció y empezó a comer despacio—. ¿Qué te pasa?
Él se levantó y bostezó; bostezó enseñando aquellas muelas picadas, de color marrón, que recordaban al gran gorila del zoo de Johannesburgo que vi una vez cuando fui de excursión con el colegio. Entró en la otra habitación de la casa donde dormían él y Emma y volvió con su pipa. La llenó cuidadosamente, como lo hacen los pobres; yo había visto, cuando iba a trabajar a la gasolinera, cómo llenaban sus pipas los hombres blancos, apretando el tabaco dentro de la cazoleta, quitando algunas briznas que no les gustaban, guardando la lata medio cerrada en la guantera del coche.
—Voy a ver a Sela —dijo Emma—. Puedo ir con Willie, de camino a su trabajo, si no quieres venir tú.
—No, esta noche, no; te quedas aquí. —Josias siempre habla así, con las breves palabras de un maestro de escuela o un capataz, pero si oyes el modo en que las dice, sabes que en realidad no te está dando órdenes: solamente te lo está pidiendo.
—No; le dije que iría —dijo Emma con la voz de una mujer que hace lo que le apetece cuando se trata de una pequeñez.
—Mañana. —Josias comenzó a bostezar, mirándonos con ojos húmedos.
—Vete a la cama —dijo Emma—; no quiero llegar tarde.
—No, no, yo quiero… —suspiró—. Cuando se haya ido, hombre —me apuntó con la pipa—. Te lo contaré más tarde.
Emma rio.
—¿Qué puedes decirme que Willie no deba oír?
Yo había vivido con ellos desde que se casaron. Emma me cuidaba desde que yo era un crío. Era verdad que fuera lo que fuese lo que nos ocurriera, estaríamos juntos. Él me miró, y supongo que se dio cuenta de que ya era un hombre: llevaba mi mono azul con el nombre de SHELL en el bolsillo y todo.
—¿Quieren que haga algo… un trabajo con el camión? —dijo.
Josias solía asistir regularmente a reuniones políticas, y había tomado parte en unas cuantas protestas antes de que todo pasase a la clandestinidad, pero nunca fue más que uno del montón. Teníamos a Mandela y al resto de los líderes recortados del periódico en la pared, pero él nunca había conocido personalmente a ninguno de ellos. Claro que había unos amigos, Nahlovu y Seb Masinde, que decían estar en la clandestinidad y que ocasionalmente venían de madrugada para comer algo y dormir en mi cama por espacio de unas horas.
—Quieren parar el camión en la carretera…
—¿Pararlo? —Emma parecía haber metido el pie en agua fría y sucia; con cada palabra que se decía, se iba hundiendo más.
—Pero ¿cómo podéis hacerlo? ¿Cuándo? ¿Dónde?
___estaba furiosa, como si tuviera que salir y evitar por todos los medios lo que iba a ocurrir.
Sentí que ese agua fría de Emma me subía por el estómago, porque Emma y yo teníamos a menudo las mismas sensaciones, pero también capté en la actitud de Josias, aunque él no me miraba, una señal que ella no pudo percibir. Algo en mí saltó, como si cogiera una cuerda que se balanceaba.
—¿Quieren el material que hay dentro? —nadie dijo nada—. Menuda cantidad de explosiones podríais hacer con eso, hombre —dije, y me callé antes de que Josias me hiciera callar.
—Pero ¿qué es lo que vais a hacer? —Emma siguió con la boca abierta y los labios tensos después de hablar.
—Ya me lo contarán todo. Yo sólo tengo que decirles cuál es el mejor sitio de la carretera. Será la carretera del Estado Libre; las demás están demasiado transitadas… y en el momento en que pasemos…
—Te vas a matar —la cabeza de Emma temblaba, todo su cuerpo temblaba; nunca había visto a nadie tan fuera de sí. Él ya estaba muerto, ella lo veía y pataleaba y chillaba sin saber cómo demostrárselo. Parecía que quisiera matar a Josias por haberse muerto.
—Será el final, seguro. Tiene una pistola, el hombre blanco que va delante, ¿no es así? Tú me lo dijiste. ¿Y el que va con él? Te matarán. Irás a la cárcel. Te mandarán a la cárcel de Pretoria y te colgarán… Sí, él tiene una pistola, me lo dijiste, ¿no es así? Me lo has contado muchas veces.
—Los otros también tienen pistolas. ¿Cómo crees que pueden obligamos a parar? Tienen pistolas y todos le rodearán. Está todo planeado.
—El que va delante te disparará, lo sé; no me digas que no, sé lo que estoy diciendo.
Emma daba vueltas de un lado a otro sin cesar; pensé que acabaría echando las paredes abajo —no habría hecho falta empujar mucho en aquella casa de Alexandra-Township— y me dio miedo. No me refiero a lo que ella pudiera hacer si me cruzaba en su camino, o a lo que podría pasarle a Josias, sino a ella misma: algo como un arrebato o un grito que ninguno de nosotros fuera capaz de olvidar.
No sé si Josias estaba seguro de hacer aquel trabajo antes, pero ahora sí quería hacerlo.
—No habrá disparos. Nadie va a dispararme. Nadie pensará que yo sé algo. Nadie les contará nada. Me cogerán como a los otros. ¡Igual que al hombre blanco de delante! ¿Quién puede dispararme? ¿Me pueden disparar por eso?
—Puede ir algún otro. No quiero, ¿lo oyes? Tú te quedarás en casa, diré que estás enfermo… te matarán, te dispararán… Josias, te lo estoy diciendo… no quiero… no dejaré…
Estuve esperando mi oportunidad para hablar todo el rato y sentí que Josias estaba esperando que hablase alguien que hubiera captado la señal. Dije rápidamente, mientras ella seguía hablando:
—¿Pero y si en esa carretera hay coches?
—Bloqueos —dijo, mirando al suelo—. Tienen señales, esas que uno ve cuando una carretera está en obras, y habrá algunos hombres con picos. Cuando pase el camión bloquearán la carretera para que los demás coches se desvíen por la vieja carretera que hay en Kalmansdrif. Harán lo mismo en el otro lado, a unas dos millas, donde la carretera de la granja baja hacia Nek Halt.
—¡Demonios, hombre! ¿Teníais que escoger esa parte de la carretera?
—La conozco como ese patio. ¿No?
Emma permaneció allí, entre nosotros dos, mientras discutíamos el asunto. No nos teníamos que preocupar de que nadie nos oyera, no sólo porque Emma tenía cerrada la ventana de la cocina, sino también por el patio de la Township Alexandra, lleno de bebés llorando y gente dando voces día y noche, sin mencionar los transistores que sonaban en las casas. Emma siguió mirándonos todo el rato y por el rabillo del ojo pude ver sus grandes pechos subiendo y bajando rápidamente por el escote de su vestido.
—… ¿Entonces ellos te atarán igual que a los demás? —pregunté. Chupó su pipa como respuesta.
Pensamos un momento y luego sonreímos, era la primera vez que Josias lo hacía aquella tarde.
Emma empezó a recoger la mesa bajo nuestras narices. Arrastró la palangana y lavó los platos. De repente, aunque siguió hablando como si nada, mostró una actitud totalmente diferente:
—Mi día libre es el miércoles. Supongo que será la próxima semana.
—No lo sé.
—Bueno, lo tengo que saber porque supongo que debo estar en casa.
—¿Para qué tienes que estar en casa? —preguntó Josias.
—Si la policía viene, no quiero que hablen con él —dijo ella, mirándonos sin querer vernos.
—La policía —dijo Josias, y sacudió la cabeza para echarla de allí, mientras yo reía, para jactarme ante ella.
—Quiero saber qué tengo que decir.
—¿Qué tienes que decir? ¿Por qué? Ellos pueden tomarme declaración cuando nos encuentren atados. Por la noche estaré de vuelta.
—Ah, sí —dijo ella, mientras volvía a echar a la olla la sémola que él no había tocado. Lo hacía todo igual siempre; quería demostrar que nada tenía por qué cambiar a causa de ese gran acontecimiento, tenía que lavar los platos y echar las cenizas al fuego—. Tú volverás, oh, sí. ¿Vas a pasarte aquí sentado toda la noche, Willie? Oh, sí, tú volverás.
Creo que, entonces, también Josias se vio muerto Por un momento; no contestó cuando me llevé la mano a la gorra y dije hasta luego desde la puerta.
Sabía que sería un lunes. Me di cuenta de que las mujeres, muy a menudo, no recuerdan cosas corrientes como esta, no sé en qué piensan —por ejemplo, Emma no se dio cuenta de que tenía que ser lunes, el próximo lunes o el siguiente, pero seguro que algún lunes, porque el lunes era el día que Josias iba en el camión a las minas del Estado Libre—. Cuando nos lo contó era viernes, y todo el sábado tuve la terrible sensación de que sería aquel lunes, y que habría terminado antes de que yo pudiera… ¿Qué? No sé, hombre. Sentí que al menos debía ver dónde iba a ocurrir.
Tenía el domingo libre y cogí la bicicleta y fui a la ciudad antes de que hubiese nadie en las calles; me metí en la gran estación, donde vi que, aunque no había ningún tren los domingos que me llevara a destino, podía coger uno que me dejara a treinta millas. Tuve que pagar para meter la bici en el vagón de equipaje tanto como por mi billete, pero llevaba la paga de los viernes. Me bajé en el apeadero más cercano a Kalmansdrif y luego pregunté a la gente por la carretera más adecuada. Era un largo camino, más de dos horas. Salí a la carretera principal desde el desvío de tierra del que Josias me había hablado; era tal y como él dijo: un letrero de latón señalaba Kalmansdrif apuntando hacia abajo por el camino del que yo venía.
Y la hermosa carretera de alquitrán azulado, lisa, recta, más allá: ¡Qué contento estaba de pedalear por ella! No me fijé mucho en el campo, allá a lo lejos, mientras iba sudando por el camino, pero en ese momento me desperté y lo vi todo. Sólo tengo que pensar en ello y lo veo, de nuevo. El veld es llano por allí. Era a finales de invierno, así que la hierba estaba seca. Muy lejos había una colina, y luego, muy separada, otra, ambas clavadas en medio de la nada, de color rosáceo, y con el pico cortado como el cuello de una botella. Pedaleaba sin parar, pero aquellas colinas nunca se acercaban y no había ninguna junto a la carretera. Todo parecía vacío, el cielo mucho más grande que la tierra, pero había gente allí. Es divertido, no te das cuenta de su presencia, como pasa en la ciudad. Eran de los nuestros, claro; había cercas de alambre de púas, así que debían de ser las tierras de un granjero blanco, pero tenían agua y sus casas estaban lejos de la carretera y se unían entre los grandes árboles oscuros que las ocultaban. Nuestra gente tenía casas de barro y había tres o cuatro en el mismo sitio, sobre un suelo allanado por los pies de la gente y los animales. Como es frecuente, las chozas tenían cerca una especie de hoyo en el suelo, donde los pequeños jugaban y donde, en verano, supongo, habría agua. Hasta parecía como si las mujeres consiguieran lavar en algunos sitios. Vi niños que corrían a la carretera para bailar y dar patadas al paso de los coches; pero los hombres y las mujeres no se interesaban por lo que había arriba. Es divertido pensar que ahora soy como ellos, hombres y mujeres que siempre están ocupados consigo mismos, con sus trabajos y planes, pensando en conseguir dinero o en hablar con alguien sobre una cosa importante; que ya no soy un chiquillo, como era unos años antes, aceptando lo que ocurre alrededor tal cual ocurre.
Sin embargo, había gente viviendo bastante cerca de la carretera. ¿Qué harían si vieran que el camión de la dinamita era detenido y había una pelea? (No podía imaginármelo más que como uno de los asaltos de las películas del Oeste, aunque he presenciado un montón de peleas en mi vida entre las bandas de la Location y los borrachos; me avergoncé de no ser capaz de olvidar las películas de vaqueros en un momento como ese). ¿Irían corriendo al granjero blanco? ¿Alguien se montaría en una bici e iría a buscar a la policía? ¿O si no había bici, tal vez a caballo? Vi a alguien a caballo.
Me aproximé lentamente al siguiente desvío, del que partía el camino a una granja, bajando hacia el Nek Halt. Allí estaba, tal como Josias decía. Aquí era donde se iba a producir el otro corte de la carretera.
¡Pero cuando habló de ello no mencionó que hubiera nada en medio! ¡Ni gente, ni casas, ni el veld con las colinas! Entonces era simplemente una de esas cosas que los mayores maquinan en sus cabezas: pero allí estaba todo el tiempo, un lugar real donde la gente cocinaba en hogueras, se oía a un pastor gritando a un sucio rebaño de ovejas, un gran pájaro, que no había visto nunca en la ciudad, aleteaba delante de mí en la cerca de alambre… Tiré la bici, que salió rodando. Me senté un momento en la cuneta. Había tomado un refresco en una tienda india del pueblecito donde bajé del tren, pero tenía la boca seca de nuevo, y te juro que el agua rezumaba de mi piel. Volví a bajar en bici por la carretera, buscando el sitio exacto que yo eligiría si fuera Josias. Había un trecho donde sólo se veía un kraal con dos casas muy alejadas de la carretera. También había una bajada donde la carretera atravesaba un donga. No había nada más que troncos viejos de árboles y mierda de vaca; allí se podían esconder algunos hombres. Paré otra vez y eché un buen vistazo.
Pero me interesaba la gente. No sé por qué. Quería conocerlos como si fuera a tener que vivir con ellos o algo así. Dejé la bici en el donga y salí de la carretera mientras un cadillac pasaba tan deprisa que el aire restalló a su paso, y eché a andar por el veld hacia las casas. Sé que la mayoría de nuestra gente vive así, en el veld, pero nunca había estado en casas como esas. Nací en alguna Location (no sé en cuál, tengo que preguntárselo a Emma cualquier día) y Emma y yo vivimos en Moroka con nuestra abuela. Nuestra madre trabajaba en la ciudad y venía a vemos de vez en cuando, pero nunca vimos a nuestro padre y Emma piensa que tal vez no tuviéramos el mismo, porque recuerda a un hombre antes de que yo naciera y después de que yo naciera no le vio más. Yo no recuerdo realmente a nadie de cuando era crío, salvo a Emma: Emma tirando de mí tan rápido que casi me saca el brazo del cuerpo, porque por poco nos coge el indio mientras robábamos melocotones de su camioneta; lo hacíamos todos los días.
Vivíamos en una habitación con nuestra abuela; era una casa de hojalata con un número; más tarde pusieron una farola en la esquina. En estas casas del veld había un dibujo en el barro de que estaban hechas. Vi un montículo de excrementos de vaca secos, tan alto como yo. Y luego el habitual montón de trastos viejos que tiene nuestra gente, igual que en la Location: latas viejas, cosas rotas recogidas de los cubos de basura de los blancos. Las gallinas correteaban por entre mis pies y dos hombres viejos dejaron morir su charla en «ajás» y «ejems» cuando llegué. Les saludé como hay que saludar a los viejos y ellos inclinaron la cabeza y siguieron con sus «ejem» y «ajá» para demostrar que los había saludado correctamente. Uno de ellos llevaba unos pantalones rotos y muy limpios, atados con una cuerda, y estaba sentado en el suelo, pero el otro, sentado en un asiento que debía de haber sacado de algún cementerio de automóviles, iba vestido de una forma que yo no había visto nunca; como en los viejos tiempos, supongo. Llevaba un traje negro con pantalones muy anchos, botas con cordones, cuello blanco duro y corbata negra; y, para rematar, un viejo sombrero roto. Era domingo, claro, así que supongo que iba vestido de fiesta. Había oído que esa gente que trabaja para los granjeros se viste con tela de saco la mayor parte del tiempo. Los viejos no me preguntaron qué quería. Simplemente me estudiaron con unos ojos que, con la edad, habían tomado el color del agua jabonosa. Y yo no sabía qué decir, porque no había pensado en ello; simplemente eché a andar. Entonces, un chaval salió del oscuro umbral, rápido como una cucaracha. Pensé que tal vez todos los demás estuvieran fuera porque era domingo, pero entonces una voz llamó desde dentro de una casa y cuando el chaval no contestó llamó otra vez, y salió una mujer.
Dije que mi bicicleta tenía un pinchazo y que si me podían dar un poco de agua.
Ella dijo algo volviéndose hacia el interior de la casa y, en un minuto, una muchacha de unos quince años salió con una lata de parafina y fue a traer agua. Como todas las chicas de esa edad, nunca te miran. Su cuerpo se movía bajo un feo y viejo vestido y casi tropezó en su prisa por salir. Llevaba el pelo envuelto en un trapo que le llegaba hasta los ojos; a la manera antigua. De no ser por eso, habría sido muy bonita, como cualquier otra chica. Cuando se alejó un poco más, el chaval fue saltando tras ella, jadeando, gritando y abriendo sus flaquísimas piernas como tijeras sobre piedras y hormigueros; luego la alcanzó y me di cuenta en seguida de que ella había cambiado por completo; le gritaba, se oía su risa mientras le perseguía con la lata; manteniéndola fuera del alcance de sus garras, peleaba con él; estaban juntos como Emma y yo cuando huíamos de la vieja señora de la escuela y de todo el mundo. Emma era como una de esas chicas nuestras, con el cuerpo grande, fuerte y acogedor de una madre desde que son pequeñas, tal vez para cargar desde entonces con el más pequeño a la espalda.
Un hombre salió de la casa detrás de la mujer y se mostró amable. Su pelo tenía el aspecto polvoriento de quien ha estado durmiéndola. En efecto, estaba todavía un poco colocado.
—¿Vienes de Jo’burg?
No me iban a coger desprevenido, Josias podía contar conmigo.
—Veereniging.
Le pareció divertido. Nadie viste como los de Johannesburgo, se nos puede reconocer a una milla —pero estaba demasiado borracho para seguir insistiendo—. Se quedó estirando sus párpados pegajosos, para mantenerlos abiertos, y se agarró a mí como hace cierta gente:
—¿Me puedes conseguir trabajo donde tú estás?
—¿Qué clase de trabajo?
Movió una mano señalándome:
—Tú tienes un buen trabajo.
—Puede ser.
—¿Dónde estás trabajando ahora?
—De jardinero.
Rio entre dientes.
—Parece que trabajas en la ciudad. —Meneó la cabeza.
Me sorprendió que la mujer me trajera una lata de cerveza y me senté en el suelo a beber. Es estúpido decir que una choza puede ser bonita, pero esos caracteres hechos en el barro eran atractivos. Debían de haberlos hecho con una piedra afilada o un palo, cuando el barro todavía estaba tierno y húmedo; eran formas de cosas, como hojas grandes y lunas rellenas de líneas que iban todas hacia un lado en un dibujo y se inclinaban hacia otro lado en otro dibujo, de manera que si mirabas las paredes al sol algunos dibujos eran oscuros y otros luminosos, y si te movías, los luminosos se volvían oscuros y los oscuros se iluminaban. La chica volvió con la pesada lata de agua sobre su cabeza, que le hinchaba las venas del cuello. Lavé la lata en que había tomado la cerveza y la llené de agua. Cuando les di las gracias, los viejos se movieron y volvieron a sus «ajás» y «ejems». El hombre intentó acompañarme pero tuve suerte, no anduvo más de unas pocas yardas.
—No es bueno —dijo—. Todas las mañanas, a las cinco en punto, y la paga, muy pequeña.
Cómo me habría fastidiado ser él, un hombre casado ya y con hijos grandes, trabajando toda su vida en los campos vestido con tela de saco. Cuando piensas en alguien así, parece como si tú nunca pudieras ser de ese modo, como si fuera culpa de cada cual, y no una cuestión de suerte. Al mismo tiempo tenía la loca sensación de que quería contarle al hombre algo estupendo, algo que nunca hubiera soñado que podía pasar, algo que le hiciese caer de rodillas y darme las gracias. Quería decir: «Pronto, tú mismo serás el granjero y tendrás zapatos como yo, y tu hija tendrá agua de tu molino de viento. Porque el lunes, u otro lunes, el camión parará allí abajo y todo el material lo sacarán y ellos —Josias, yo; incluso tú, sí— vencerán para siempre».
Pero en vez de eso, lo que dije fue:
—¿Quién hizo eso en tu casa? —él no me entendió y yo hice un dibujo en el aire con la mano.
—Las mujeres —dijo sin interés.
Me senté un rato abajo, en el donga, y luego tiré la lata y me marché sin volver a mirar hacia el kraal.
No fue ese lunes. Emma y Josias se fueron a la cama muy temprano y, claro, ya estaban dormidos cuando yo llegué a casa el domingo por la noche, tarde. Emma pensó que yo había estado con los chicos con los que solía ir a dar una vuelta los fines de semana. Pero Josias se levantaba a las cuatro y media todos los días, porque había un largo camino desde la Location hasta donde estaba la factoría de dinamita, y aunque yo no solía siquiera oírle mientras encendía el fuego de la cocina, que era donde yo dormía, aquella mañana estaba despierto en el momento eh que él se levantó de la cama, en la habitación de al lado. Cuando entró en la cocina, yo estaba sentado bajo la manta y susurré:
—Ayer fui allí. Vi la curva. Allí abajo, en el donga. ¿Es ese el sitio?
Él me miró, un poco aturdido. Inclinó la cabeza. Entonces dijo:
—¿Qué quieres decir con que fuiste allí?
—Me di cuenta de que ese es el único sitio bueno. Fui también a la casa. Sólo para ver. Es buena gente. No muchos. Los días laborables no debe de haber nadie allí, salvo el viejo, había dos, pero creo que uno estaba de visita. El hombre y las mujeres estarán fuera, por ahí, por los campos, y eso está lo bastante lejos, porque se pueden ver los maizales desde la carretera…
Noté que me prestaba gran atención, que me aceptaba con él (y a la vez que con él, con ellos) mientras hablaba, y yo sabía exactamente lo que decía, igual que sabía lo que había que hacer. Él comenzó a hacerme preguntas como si yo fuera un adulto o un experto; no sabía qué decir. Bebía té, mientras yo se lo contaba todo. Pensaba. Cuando estaba a punto de salir, dijo: —No debería habértelo dicho.
Corrí detrás de él por el patio. Todavía estaba oscuro. Hablé en el mismo tono de voz, un susurro, que habíamos estado usando, «¿No es hoy, no?». No podía ver su cara pero sabía que él no sabía si contestar o no. «Hoy, no». Me sentí tan feliz que no pude volver a la casa.
Por la noche, Josias trató de buscar alguna excusa para salir conmigo a solas un momento. Dijo:
—Les conté que eres de confianza al cien por cien. Como yo mismo.
—Por supuesto, no hay diferencia. Hasta ahora no he podido hacer nada… —no continué: «… porque era demasiado joven»; no queríamos meter a Emma en eso. Y en cualquier caso ya nadie, salvo un niño de verdad, es demasiado joven. Mira los chicos que juzgan por sabotaje. Dije:
—¿Los tienen a todos? —Él se encogió de hombros—… Quiero decir, ¿hasta a los que irán con los picos y las palas…?
Él no dijo nada, pero yo sabía que podía preguntar. —Anda hombre, aunque sólo sea para vigilar allí, en la carretera…
Sé que él no quería, pero una vez que sabían que yo lo sabía, y que además había estado allí, sí quisieron utilizarme. Al menos eso es lo que creo. Nunca fui a ninguna reunión, ni a ningún sitio donde hicieran planes, y antes de aquello sólo conocí a los otros dos que estuvieron conmigo en el desvío, y Seb Masinde nos dijo exactamente lo que teníamos que hacer. Por supuesto, Josias y yo no le dijimos una palabra a Emma. El lunes llegó tres semanas después y, te lo juro, aunque me han pasado un montón de cosas desde entonces, nunca olvidaré el momento en que detuvimos el camión con Josias sentado en la parte trasera en su taburete. ¡Josias! Me entraron ganas de reír y gritar allí mismo, en el veld; no me sentía asustado; ¿por qué iba a asustarme si llevaba años sentándose todos los días sobre un montón de dinamita? Así que, si moría ese día, ¿qué? Teníamos una de esas latas con fuego y un cubo de alquitrán y las auténticas señales de Carretera Cortada del P.W.D.[3] y por nuestra parte todo salió bien. Fue al final del Nek Halt donde comenzaron los problemas, cuando una de esas patrullas de bicicletas A.A. tuvo que aparecer (Josias dice que eso era algo nuevo, que nunca habían encontrado una patrulla en aquella carretera a esa hora del día, y sospechó por la barrera). Entonces, paramos el camión correctamente pero alguien recibió un tiro y Josias trató de coger la pistola del hombre blanco de la cabina y hubo una pelea infernal y tuvimos que huir con el material en una furgoneta pasando por encima de la barrera, en vez de robar el camión y conducirlo hasta un lugar oculto para sacar la carga. Más de la mitad del material tuvimos que dejarlo en el camión. Sin embargo, tuvieron de sobra con lo que habían cogido y la policía no lo encontró nunca. Siempre que leo en los periódicos de aquí que algo ha volado en mi país, me pregunto si será todavía alguno de nuestros cartuchos. Cogieron a dos de los nuestros inmediatamente. Y a algunos más después, y el asunto salió en los periódicos con declaraciones del jefe de la Special Branch acerca de un golpe maestro y demás. Pero Josias salió bien parado. Los tres chicos que estábamos en la barrera de la carretera corrimos hacia el interior del veld, donde estaban escondidas las bicis. Permanecimos en el sitio que nos habían dicho, en el distrito de Rustenburg, durante una semana, y luego nos dijeron que fuésemos a Bechuanaland. No estuvo mal; no teníamos dinero, pero en los alrededores de Rustenburg era fácil robar papayas y naranjas de las huertas… Ah, envié un mensaje a Emma diciéndole que estaba bien; por aquel entonces no parecía verdad que no pudiera volver a casa.
Pero en Bechuanaland fue diferente. No teníamos dinero, y en un lugar tan árido no se encuentra comida en los árboles. Ellos decían que nos mandarían dinero; no llegó. Pero Josias estaba allí también, y permanecimos juntos; la gente nos ocultaba y nos largamos. Llegaron aviones y se llevaron a los peces gordos y a los refugiados blancos, pero aunque nos dijeron que nosotros también iríamos no fue así. No teníamos dinero para pagar. Al principio había un montón más como nosotros. Finalmente echamos a andar y fuimos derechos desde Bechuanaland, a través de Rodesia Norte, hacia Mbeya, que está junto a Tanganica, a donde nos dirigíamos. Era un largo camino; nos llevó meses a Josias y a mí. Conocimos a un tipo al que le habían dado un poco de dinero y desde entonces, a veces, íbamos en autobús. No te hacen preguntas cuando no eres alguien especial y vas andando, como los demás africanos, o coges el autobús que los blancos no cogen nunca; sólo si tienes dinero para coches o para llegar a los aeropuertos pasan todas esas cosas que se leen: Lo de ser devuelto a la frontera, el rechazo de permisos, etc. Así que, por fin, estábamos allí, en Tanganica; más abajo estaba la ciudad de Dar es Salaam, adonde nos dijeron que debíamos ir.
Hay un campo de refugiados y te dan un chelín o dos al día hasta que consigas trabajo. Pero está fuera de la ciudad, por uno de sus lados, y pronto lo dejamos y encontramos una habitación abajo, en la ciudad de las cabañas. Hay algunos edificios bonitos en la auténtica ciudad —no como en Johannesburgo o en Durban en mi opinión—, solía ser la ciudad blanca; los blancos que quedan todavía viven ahí, pero también los africanos con trabajos importantes en el gobierno y cosas así. Algunos de nuestros líderes, refugiados como nosotros, viven en esas casas y tienen grandes coches; aquí todo el mundo sabe que son hombres importantes, no como en nuestro país, donde si eres negro eres simplemente basura para las Locations. La gente de aquí abajo, donde vivimos nosotros, es muy pobre, y es duro conseguir trabajo porque ellos no tienen suficiente para sí mismos, pero yo tengo un certificado y he conseguido un empleo de oficinista. Josias nunca encontró trabajo fijo. Pero eso no importaba mucho, porque lo principal era que Emma pudo venir a reunirse con nosotros al cabo de cinco meses y ella y yo ganamos dinero. Es enfermera, y cuando la africanización llegó a los hospitales, el gobierno necesitaba enfermeras. Así, Emma tuvo la oportunidad de salir con un grupo enviado especialmente desde Sud-áfrica y Rodesia. Fuimos muy afortunados, porque es imposible para la gente sacar a sus familias. Vino en un avión pagado por el gobierno y ella y las otras chicas fueron fotografiadas para el periódico cuando llegaron al aeropuerto. El día que llegó la llevamos a la playa, donde todo el mundo puede bañarse sin restricciones, y a tomar un refresco en uno de los hoteles (ella nunca había estado en un hotel), y paseamos arriba y abajo a lo largo de la carretera de la bahía donde todo el mundo pasea y donde puedes ver los barcos entrar y salir tan cerca, que los marinos te saludan. Siempre que tropezábamos con algún compatriota, le preguntaban cómo iba todo por nuestro país. Josias y yo no podíamos dejar de sonreír al oímos, en medio de Dar, hablando nuestro idioma sobre las cosas que conocemos. Era como si hubiera ocurrido ya: el momento de volver a estar en casa, todo como antes.
Bueno, de eso hace cerca de tres años, desde que vino Emma. A Josias le han enviado lejos ahora y sólo quedamos Emma y yo. Esa es siempre la idea: mandarnos fuera para separarnos. Algunos van a Etiopía y otros a Argelia y por ahí, y cuando vuelvan no habrá ningún hombre de Verword que sepa manejar armas mejor que ellos. Eso para empezar. Yo debo ir también, pero algunos de nosotros llevamos esperando mucho tiempo. Mientras tanto, voy a trabajar y por las noches doy un paseo y, cuando tengo dinero, me tomo un vaso de cerveza en un bar. Emma y yo seguimos en el apartamento que dejó Josias, y dos enfermeras del hospital nos pagan otro dormitorio. Emma aún trabaja en el hospital pero no sé durante cuánto tiempo más podrá seguir. La mayoría de los días, desde que Josias se fue, quiere que vaya a buscarla al hospital cuando sale de guardia, y cuando me acerco bajo los árboles la veo abrir los ojos buscándome, como si nunca fuese a aparecer. Todos los días es así. Cuando llego, ella sonríe y durante un minuto parece la de antes, pero en cuanto andamos diez yardas por la carretera, empieza a mover la cabeza hasta que le brotan las lágrimas diciendo una y otra vez: «La gente tiene un límite, la gente tiene un límite». Desde el principio dijo que los hospitales aquí no son como los nuestros, donde las enfermeras tienen que conocer su trabajo; ella tiene toda una sala a su cargo y ahora dice que están cada vez peor y no puede fiarse de que nadie haga nada por ella. Y el equipo no quiere tener extranjeros trabajando allí, de ningún modo. Me lo cuenta todos los días como si fuera la primera vez. Claro que es verdad que hay gente que no nos quiere aquí. Ya sabes cómo es esto, no hay bastante trabajo para todos. Pero yo no me preocupo mucho; me enviarán fuera uno de estos días y hasta entonces tengo que comer y eso es lo que hay.
El apartamento es bonito, con un auténtico cuarto de baño, y estamos pagando una mesa y seis sillas que a ella le gustaron mucho; pero cuando paseamos, su cara es terrible. Sigue diciendo que el sitio nunca estará bien. En nuestro país había un solo grifo en el patio para todas las casas, pero ella nunca se quejaba. No está sentada más de un minuto sin volverse a levantar, pero no puedes sacarla a la calle, ni siquiera esas noches en que hace tanto calor que no se puede respirar. Ahora soy yo el que baja al mercado a comprar la comida, ella dice que no lo resiste. Cuando le pregunto por qué —ya que al principio le gustaba ir al mercado, donde puedes elegir un pollo vivo y muy barato— habla de esos pequeños tomates podridos que plantan aquí, y de la gente sucia, todos gritando o vociferando, y dice que ella no lo entiende. Por las noches apenas duerme, y al final acaba despertándome. Anoche ocurrió otra vez. Estaba allí, en la oscuridad, y dijo: «Me siento muy mal». Yo dije: «Te haré un té». Pensé en el bien que le haría el té.
—Creo que me pasa algo —dijo ella—. Iré al médico por la mañana.
—¿Tienes dolores otra vez, o qué?
Ella sacudió la cabeza lentamente, una y otra vez, y supe que iba a llorar de nuevo.
—Un lugar donde no hay nadie. Me levanto y miro por la ventana y es como si no me hubiera despertado. Así todos los días, todos los días. No puedo despertarme y escapar. Siempre veo esta ciudad.
Claro que es duro para ella. Yo he aprendido swahili y me las arreglo sin problemas; quiero decir, que siempre puedo hablar con alguien si lo deseo, pero ella no ha aprendido más que ahsante. Podía haber aprendido con la misma facilidad, pero no es capaz, si entiendes lo que quiero decir. Para ella es simplemente un ruido, como los ladridos de los perros o el graznido de esos cuervos negros en las palmeras. Cuando alguien viene a verla, por lo general algún compatriota, o cuando yo traigo al rodesiano que trabaja conmigo, ella se sienta y, sea lo que sea lo que hablemos, no escucha, lo único que hace es suspirar y decir:
—Es duro, duro. Sí, para una mujer sola. Sin amigos ni nadie. Para una mujer sola, te lo aseguro.
Anoche le dije:
—Pero si estuvieras en nuestra tierra, no nos habrías visto a Josias y a mí durante mucho tiempo.
Pero ella contestó:
—Sí, sería malo. Sela y todos los demás. Y el grupo del hospital… pero da igual, sería malo. ¿Recuerdas cuando solíamos ir al centro de Jo’burgo en mis sábados libres? La gente, ¡ay! Incluso cuando ya habías cumplido doce años daba miedo perderse.
—Yo no estaba asustado. Eras tú la única que te asustabas de que fueran a atropellarte.
Pero en la Location, cuando robábamos frutas y dulces en las tiendas, ella siempre me sacaba de apuros. Emma siempre me salvaba. La misma Emma. Y, sin embargo, no es la misma. ¿Qué puedo hacer por ella?
Supongo que quiere volver, pero aun así no sería la misma. Tengo a menudo la sensación de que ella no sabe lo que estoy pensando y que yo no sé lo que está pensando ella. Y Emma dice:
—Tú y él os vais, volvéis o no volvéis, pero sabéis lo que tenéis que hacer. Pero ¿y una mujer? ¿Qué haría yo allí? ¿Qué puedo hacer aquí? ¿Qué tiempos son estos para una mujer?
Es duro para ella. Emma. Ella lo dice con frecuencia, me lo cuenta muchísimas veces. Bueno, no me molesta recogerla en el hospital y tampoco me molesta ir al mercado. Pero después de comer, por las tardes, la escucho una vez más y me voy a caminar por las calles cuando refresca, en la oscuridad. No sé por qué, Pero en lo único que pienso es en salir a la calle, así que engullo la comida lo más rápido que puedo, sin que ella se dé cuenta. Estoy tan ansioso por salir que me siento extraño, excitado, como en una especie de borrachera, hasta que puedo salir y dejar de escuchar. Ni siquiera me importaría dejar la comida. Por la noche, todo el mundo sale a la calle. Sobre la hierba, por la bahía, hay indios gordos con trajes blancos, y sus esposas con esos bonitos vestidos de colores. Hombres con sus chicas de la mano. Viejos vigilantes como mendigos, durmiendo en los portales de las tiendas cerradas. La gente pasea arriba y abajo, pasea simplemente, poniendo un pie detrás del otro, porque de vez en cuando, como si alguien levantase una manta, viene la brisa del mar. Ella debería salir para tomar un poco el aire de la noche, hombre. Este es un lugar viejo, muy viejo, dicen. No los edificios, sino el sitio. Dicen que los barcos venían aquí antes incluso de que un sitio como Londres fuese una ciudad. Aquel primer día, ella pensó que la bahía era muy bonita. Las luces de los barcos corrían por el agua y las palmeras se veían durante mucho tiempo, incluso después de que llegara la oscuridad. Hay un olor que sólo he notado desde que estoy aquí —¡tres años!—; no me refiero a los olores en la ciudad de las cabañas, sino al especial y cálido aroma de la noche. Puedes incluso olerlo a las tres de la mañana. Lo he olido cuando estaba con Emma, a través de la ventana; aquí, por la noche hace un calor como el que hace a mediodía en nuestra tierra; es divertido pensarlo cuando miras las estrellas y la oscuridad. Bueno, yo me iré pronto. No puedo tardar mucho. Ahora que Josias se ha ido. Tú tendrás que esperar tu tumo; ellos no se han olvidado de ti. Dar es Salaam. Dar. Algunas veces paseo con otro compatriota, dice algunas cosas que te hacen reír. Dice que los viejos vigilantes que duermen en los portales llevan a sus mujeres con ellos. Bueno, no lo he visto. Dice que, definitivamente, nosotros vamos en el próximo grupo. Dar es Salaam. Dar. Supongo que un día recordaré esto y le contaré a mi mujer que una vez estuve tres años aquí. Camino y camino por la bahía dejando atrás las tiendas y los hoteles y la iglesia alemana y el gran banco, y camino a través de las calles embarradas, entre viejas cabañas y tenderetes. Está oscuro y lleno de siluetas que caminan como yo, dejando atrás la luz que viene de las grietas en las paredes, donde la gente está en su casa.