EL MAGO AFRICANO

Los barcos reúnen siempre el mismo tipo de gente y este no era una excepción. Por supuesto, los pasajeros no eran de los que se encuentran en los transatlánticos que suelen llamar hoteles flotantes, los que llevan turistas de un lado a otro, entre lugares en los que no permanecen el tiempo suficiente como para ver llegar la peor estación. Pero, como si los proporcionara una agencia teatral, inconsciente del cambio de estilo de los papeles disponibles en este mundo, esos pasajeros que subían por el río Congo en lugar de atravesar el océano eran los que uno podía encontrarse en cualquier momento, mientras durase la era colonial, viajando entre el país europeo donde nacieron y el país de ultramar en que ondeaba la misma bandera. Estaba el veterano que inevitablemente atrapaba a mi marido durante horas; libre, por fin, venía a mí bajo la profunda y mortífera fascinación del hombre:

—… veintidós años… buscando minerales para el gobierno… torpedeado cuando volvía a Bélgica durante la guerra… Franceses libres… dos años y medio en un campo de prisioneros ruso… aún lleva consigo su tarjeta firmada por De Gaulle…

—Oh, lo sé, lo sé, no quiero ver nada.

Pero cuando el veterano interrumpía su paseo de tarde por la cubierta para sentarse a nuestro lado, junto a nuestra cabina, por mucha distancia que pusiéramos de por medio, metiendo la cabeza en los libros, buscaba mi mirada y gruñía con un guiño amistoso.

—Dos años más y estaré sentado tomando cerveza y mirando a las chicas en Bruselas. Las mejores cervezas y las mejores chicas del mundo.

Cuando nos veía a los dos juntos, inclinados sobre la barandilla pero olvidados el uno del otro, y de nosotros mismos, mirando la fecundidad encumbrada e indiferente de la selva que el río hendía de lo más alto a lo más hondo, se detenía, se quedaba allí y luego lanzaba una observación entre nuestras cabezas: «Un maldito montón de nada, ¿eh? Un país lleno de nada. Maleza, maleza, árboles y más árboles. Te metes dos metros para adentro y no sales nunca más». Su mente se centraba en una visión constante, presuntuosa pero incierta, de su jubilación, que debía haber llevado consigo durante veintidós años: «Maleza, nada».

Había funcionarios de sanidad, un oficial de policía, un mecánico de motores, funcionarios agrícolas e investigadores que volvían con sus esposas e hijos de pasar un permiso en Bélgica. Las mujeres daban la impresión de haber sido talladas en manteca y estaban en diversas etapas de la reproducción —a punto de alumbrar o cuidando de niños pequeños y gordezuelos que se podría pensar que corrían peligro de derretirse—. Había un sacerdote que se sentaba con las mujeres en las sillas de cubierta durante todo el día, leyendo libros de bolsillo; era un hombre grande y mayor de mandíbula inteligente, que avanzaba a grandes zancadas, y cuando se levantaba despacio y se inclinaba sobre la barandilla, su duro estómago alzaba la sotana dándole un aspecto repentino de extraña afinidad con las mujeres que le rodeaban. Había una pareja de recién casados, por supuesto —esa mirada de pareja ligada para correr la carrera de las tres piernas pero que aún no ha dominado el paso—. El marido era bastante corriente, pero la muchacha se salía de lo normal entre la manada que pacía esperando la primera comida. Era muy alta, del mismo tamaño que su marido, y sus piernas largas y desnudas en pantalones cortos mostraban, cuando caminaba, los tendones tensos, descarnados, de sus muslos. Sobre la extrema delgadez y alargamiento del resto de su cuerpo —medio patético, medio elegante— se balanceaba una mandíbula muy ancha y cuadrada. De perfil, tenía un rostro bonito; de frente, la anchura extraordinaria de su frente con manchas, sus espesas cejas negras sobre los ojos grises, su boca grande y recta, de labios pálidos, formaban una distorsión de belleza muy poco común. Su estilo podía ser el de una modelo de Vogue o una «beatnik». En realidad era una campesina belga que había llegado por accidente de su físico y por su desaliño natural a lo que yo llamo un cierto tipo de artificiosidad.

El «blanco» barco, ancho y de pesada estampa sobre las aguas, era como un buque de vapor del Mississippi, con poderosas máquinas Diesel que batían en las bodegas, y arrastrábamos dos gabarras llenas de automóviles, jeeps y barriles de cerveza, aparte de otro barco de pasajeros pintado de gris pero pronto adornado con las banderolas de la colada de los pasajeros de tercera clase. Había mucha vida allá abajo, en el otro barco; mirabas a lo largo de las dos gabarras, desde el puente, frente a nuestra cabina, y la veías —afeitándose unos, cocinando otros, un continuo ir y venir desde una cubierta a otra, que a veces inundaba las dos gabarras—. Las jarras de vino de palma pasaban con frecuencia entre nuestra cocina y los camarotes de la tripulación y la cocina de ellos. Un recipiente de lata lleno de espinacas de mandioca aparecía de vez en cuando moviéndose por el aire desde las entrañas del barco, bajo nuestros pies; luego vimos el cuerpo firme y grácil de la hermosa negra sobre cuyo turbante se balanceaba. Bajaba por la calle de las gabarras con languidez, zigzagueando fácilmente entre los automóviles amarrados, deteniéndose para despreciar una cesta de pescado seco que acababan de echar a bordo desde una canoa o la insinuación halagadora o insultante de un miembro de la tripulación en libranza, y por fin desaparecía por el otro extremo del barco. La esposa del oficial de policía vio unas letras garabateadas con tiza en la barcaza.

—¡Dios mío, haga el favor de mirar eso!

No se trataba, como suele ocurrir con los mensajes anónimos, de maldiciones o declaraciones de amor, sino que saludaba, en un francés mal escrito y con la letra irregular de algún ocioso del puerto de Leopoldville, la independencia frente al gobierno blanco, que llegaría dentro de un par de meses.

—De verdad que están locos. Se creen que pueden gobernar un país.

Era una mujer alegre, muy maquillada, de estrecha cintura y anchas y ondulantes caderas con unas faldas de colores chillones, y poseía esa especie de viveza errante que la llevó a charlar con todo el barco al término de veinticuatro horas. Por si no la había entendido bien, se volvió hacia mí y dijo en inglés:

—Son igual que los monos, ¿sabes? Les hemos enseñado unos cuantos trucos. De verdad, son monos salidos de ahí —e hizo un ademán hacia la selva, ante la cual pasábamos noche y día, mientras mirábamos y mientras dormíamos.

Todos nuestros pasajeros eran blancos, no por razones de segregación, sino porque hasta los pocos negros que podían permitirse pagar primera clase consideraban que era un despilfarro. Sin embargo, excepto el capitán belga, que nunca bajaba de su camarote en la cubierta alta, toda la tripulación era negra y la comida y la limpieza corría a cargo de un pequeño grupo de congoleños. Lo hacían con una facilidad casi misteriosa. Visibles tan sólo había tres camareros y un barman, y muchas veces, antes que sonara el gong para el almuerzo, les veía sentados en cuclillas en la gabarra debajo de nosotros, descalzos y con sus sucios pantalones cortos, con su perpetuo flujo de chismorreo. Pero por muy temprano que uno se presentara a la mesa, ellos siempre llegaban antes con sus trajes de mohoso algodón blanco, con sus gorras de visera adornadas con el emblema de la compañía. Sus pies descalzos eran lo único que los unía con los ociosos de unos minutos antes. Los ociosos nunca levantaban la vista y no se fijaban en los saludos que les hacían desde las cubiertas que estaban por encima de ellos; pero los camareros sonreían y se mostraban persuasivos, insistiendo con la comida, corriendo a buscar tu vino con bamboleo alegre y rápido que suponía una alusión jocosa a tu sed. Cuando nos deteníamos en las estaciones del río y se abría la gran bodega refrigerada, reconocíamos a los mismos tres que jadeaban mientras cargaban, pasando de mano en mano, el peso de medio buey congelado.

—¿Trabajaste mucho ayer por la tarde, no? —le comenté una vez a George, que era el que nos servía y que hasta se encargaba de despertamos a tiempo para desayunar, llamando con fuerza a la puerta de nuestro camarote. ¡Chop! ¡Chop! Me miró inexpresivo.

—¿Señora?

—Sí, descargando. Te vi descargando carne.

—No era yo —dijo.

—¿No eras tú el de la camisa verde?

Meneó la cabeza con vehemencia. Parecía como si le hubiera insultado al sugerírselo. Y sin embargo, desde luego que era él, con su risa ronca, su bigotito y los dedos de los pies muy abiertos.

—No, no, no era yo. —¿No es de sobra conocido que los blancos creen que todos los negros se parecen? ¿Cómo podía discutir con él?

Por las tardes, el sacerdote se ponía unos pantalones de franela gris y fumaba un puro; entonces parecía un importante hombre de negocios, un triunfador que conservaba cierta sensibilidad en forma de tristeza —mi marido descubrió que, de hecho, era el administrador financiero de un complejo grande y remoto de escuelas de misión—. A menudo tenía yo plena consciencia de él, sin verle en realidad, cuando estaba en el camarote, por la noche; le gustaba quedarse a solas en la curva desierta de la cubierta. La pareja en luna de miel (nos referíamos a ellos como la pareja de recién casados, aunque su luna de miel había terminado y él la llevaba al puesto administrativo, en el interior, donde trabajaba) tenía también la costumbre de ir allí, en las horas de más calor, cuando los demás descansaban tras el almuerzo. Él, con sus cabellos rizados y su rostro atractivo y narigudo, se quedaba mirando cómo saltaba y cabrilleaba el agua, pero ella no le miraba más que a él, era como si ocupara una pantalla entera de su visión, y en esa exagerada proyección, cada detalle, cada cabello, cada poro atraía su atención, como las características de un paisaje. Fascinada, ella se dedicaba a apretar los granitos de la barbilla de él. Yo salía haciendo el mayor ruido posible del camarote, con la intención de deshacer ese idilio. Pero ellos no se percataban de mi presencia; ella no se daba cuenta de la presencia de otra mujer que como espectadora reconocía la fealdad de ciertas intimidades cuando se hacen en público, como no se debe hacer nunca.

—¿Por qué tienen que venir a nuestra cubierta? —Yo estaba indignada. Pero a mi marido le hacía gracia.

—Vamos, ¿qué hay de malo en el amor? —Estaba tumbado en la cama, sonriendo, hurgándose un diente con una cerilla.

—Eso no es el amor. No me molestaría ni la mitad si me los encontrase copulando en la cubierta.

—¿Cómo que no? Eso es porque no les has visto hacerlo nunca.

El asunto era que yo no podía por menos que esperar algo de aquel rostro —del rostro de la mujer—. Como he dicho, no era un fraude, como podía haberlo sido —nada de modas cuando se trata de rostros o de ideas—. Lo había adquirido honradamente, por así decirlo, y yo no podía creer que no fuera el signo exterior de una cualidad extraordinaria, no quizá muy evidente, como el talento, sino una descarnada honradez mental o viveza de espíritu. Me defraudó ver aquel rostro, hastiado como un bebé lleno de leche, en una relación de lo más sencilla con un hombre corriente. Me costó admitir que su intensidad en la mesa era simplemente un despiadado deseo de coger los mejores trozos de cada plato para su marido. Me sentí irritada cuando la encontré sentada plácidamente, remendando la cinta rota de unas enaguas frívolas hechas de malla de color arco iris: era simplemente un rostro y nada más, metido sobre el mismo viejo bulto de instintos bien amoldados y los mismos escasos sentimientos.

La primera parada se produjo de madrugada, y a la mañana siguiente nos despertamos y encontramos vendedores de marfil a bordo. Llegaban de la selva, y las expresiones de sus rostros eran difíciles de leer debido a los despistantes dibujos de los tatuajes, pero llevaban camisetas blancas de algodón de una tienda. Sacaron de unas carpetas de cartón los palillos, abrecartas y pulseras de marfil, que extendieron sobre la estrecha cubierta, poniéndose en cuclillas entre todo ello. Casi todos los belgas habían visto ese bric-a-brac turístico muchas veces antes, pero se acercaban preguntando con tono desafiante los precios, soltando luego las cosas y marchándose. Unas cuantas mujeres, un poco más tímidas, compraron pulseras y las movían en sus muñecas como si hubieran decidido que, después de todo, no eran tan malas. Uno de los funcionarios agrícolas, cuyo hijo que aprendía a andar iba agarrado a la Pierna de su padre como un grillete, dijo:

—¿Han cerrado con llave su puerta? Deben hacerlo mientras esos tipos estén aquí. Roban cualquier cosa.

El vendedor que estaba junto a nuestro camarote no había robado nada, pero tampoco creo que hubiera vendido nada. Antes de la hora del almuerzo, empaquetó su carpeta de cartón y bajó la calle pública de las gabarras, hasta donde estaba amarrada una piragua, que iba a la zaga en el agua como una hojita flotante. No parecía abatido, pero, como ya he señalado, era difícil saberlo debido a esas filas de cortes que corrían curvadas por su frente y las abruptas muescas que tensaban la piel bajo los ojos.

A bordo subía gente con toda clase de cosas para vender, y personas de todo tipo, porque seguimos el río durante mil millas a través de un país poblado por muchas tribus. A veces las mujerucas con pechos como campanas caídas y los niños de barrigas polvorientas asomaban por la oscura orilla del río y gritaban «¡dependencia!». Los jóvenes y las jóvenes de la misma aldea salían nadando delante de nuestro convoy y nos pasaban flotando con ojos escrutadores y levantados, pidiendo las latas de mermelada de nuestra cocina. Los hombres que conseguían subir a bordo, a nuestros ojos vestidos con su bruñida y mojada negrura, escondían sus penes entre los muslos cerrados con el mismo instinto que debió de apoderarse de Adán cuando fue expulsado del Paraíso. Aunque vivían solos en la selva, entre las criaturas salvajes, ese gesto les colocaba, aparte de la vida animal que compartían, justo como si estuviera hecho para él y para ellos, para siempre.

Las piraguas llegaban con tortugas vivas y con pescado, con cerveza y vino turbios hechos de plátanos, nueces de palma y sorgo, y con carne ahumada de hipopótamo y cocodrilo. Vendían mucho a nuestra tripulación y a los pasajeros de la gabarra de tercera; las carcajadas, las exclamaciones y los regateos estaban con nosotros durante todo el día, oídos pero no entendidos, como si fueran voces en la habitación de al lado. En los lugares donde nos deteníamos, la gente que se alimentaba de esos ingredientes dignos de brebajes de bruja, bajaban a tierra por una tabla que les echaban; muy humanos en sus contornos, dulce la carne de los niños, los hombres y mujeres fuertes, y a veces hermosos. Nosotros, a Dios gracias, nos alimentamos de la ternera, el jamón y las coles de Bruselas que venían congeladas de Europa.

Cuando nuestro convoy desembarcaba algo en las orillas en lugar de embarcar sus frutos, habitualmente era una cosa estrafalaria y voluminosa. Un producto de la industria pesada, alguna pieza de maquinaria o un tractor para abrir carreteras, que desembarcado en un país todavía no industrializado, parecía tan extraño como una nave de Marte recién aterrizada en una ciudad. Un embarcadero flotante con un cobertizo de lata, un par de cabañas, que no son nativas pero tampoco de hombres blancos; una fila de bidones vacíos de gasolina, y una grúa parecida a un monstruoso pájaro acuático sobre tres patas: la grúa comenzó a funcionar con un traqueteo de cadenas por aquí y por allá, colgada en el aire y dispuesta a aterrizar donde nadie la había visto nunca y donde en realidad nada había que la preparara para una cosa semejante, a no ser unos inmensos ángulos de acero de algo que brillaba con pintura gris e intrincada, con esferas en las que temblaban flechas rojas. Los coches y los jeeps también fueron desembarcados de esa forma, suspendidos, pero parecían más ágiles, adaptables y aceptados, y tan pronto como llegaban a tierra, un misionero o un comerciante se metían en ellos y marchaban orilla arriba y desaparecían.

Un día, nos detuvimos el tiempo suficiente para poder desembarcar y pasear un poco; era un lugar muy interesante —blancas oficinas provinciales en un jardín con caléndulas en un espacio recién limpiado, de tierra roja; un hospital de vidrio y acero del estilo arquitectónico más contemporáneo; una avenida de viejas palmeras a lo largo del río que llevaba a una catedral de ladrillo rojo gastada por el tiempo—. Y cuando el taxi que alquilamos se metió una milla por la carretera que llevaba a la selva, todo quedó oculto por esta, como si fuera una de esas antiguas ciudades perdidas que a veces se encuentran en fosas de rico humus, muerta bajo un cultivo de vida de un verde podrido y rebosante. Otro día, paramos lo suficiente para desembarcar, pero sin perder de vista el barco. No había gran cosa que ver: era domingo y unos cuantos comerciantes y sus gordas esposas con vestidos floreados estaban sentados en la terraza de una casa bebiendo limonada; enfrente, una vieja tienda de latón vendía máquinas de coser y cigarrillos. Una fortaleza blanca en ruinas, manchada por vivido musgo y que cuarteaban las raíces hinchadas de los árboles, parecidas a los músculos de Sansón, se conservaba desde hacía ochenta años, cuando la construyeron los árabes dedicados a la trata de esclavos. La aldea nativa que ellos asaltaron y quemaron, que ciertamente proporcionó un excelente lugar para la fortaleza, no dejó rastro, salvo quizá el principio de una línea de continuidad que lleva a los hombres a construir donde otros, enemigos o vencidos, han vivido antes que ellos.

Alguien subió a bordo en aquella breve parada, al igual que en la parada del país que había quedado atrás lo habían hecho los vendedores de marfil.

A la hora de la cena, encontramos en nuestras mesas trozos de papel con un anuncio escrito a máquina. Habría una función a las ocho en el bar. Los caballeros, ochenta francos; las señoras, setenta. Hubo un rebullir en el comedor. Pensé durante un momento en un Donkey Derby o un bingo. Mi marido dijo:

—Un coro, te apuesto a que es un coro. Chiquillas cantando himnos de las escuelas de las misiones. Habrán estado ensayando en la gabarra, ahí abajo.

—¿Qué va a ser eso? —le pregunté a George.

—Le gustará —dijo.

—¿Pero qué es, un espectáculo o qué?

—Muy bueno —dijo—. Ya verá. Un hombre que hace cosas nunca vistas. Muy listo.

Cuando terminamos de comer el postre, él volvió deslizándose, golpeando con una servilleta la mesa recién limpia, esparciendo las migas.

—¿Vienen al bar? —quería asegurarse. Era una orden amable pero firme. Comenzamos a sentir esa oscura ansiedad de que sea un éxito que se siente en los conciertos de escolares y en los teatros de aficionados. Oh, por supuesto que íbamos a ir, claro que sí. Solíamos tomar nuestro café en cubierta, pero esa vez llevamos nuestras tazas directamente al salón, donde el bar ocupaba una pared y los ventiladores en el techo, bajo de paneles, no dispersaban el calor atrapado durante el día, sino que arrojaban sobre los sillones de cuero una emanación perpetua de música de radio que procedía de los altavoces empotrados en los enrejados de arriba. Casi llegamos los primeros; pensamos que debíamos coger un buen sitio en una de las mesas que daba al espacio que habían preparado ante el bar. El administrador principal y su hija, que se sentaban en el bar todas las noches jugando al trictrac, se levantaron y salieron. Eramos unos catorce o quince, incluida la pareja en luna de miel, que miraron adentro varias veces, sonriendo vagamente, y que por fin se decidieron a entrar.

—Qué cantidad de miserables bastardos, ¿eh? —dijo mi marido admirativamente. Parecíamos una sorprendente reserva que pudiera resistir una diversión local, no específica, ofrecida en mitad de una verde nada. El barman, un guapo y joven Bacongo de Leopoldville, apoyó un codo en el mostrador y nos miró con fijeza. George entró desde el comedor e inclinó su cabeza Para hablar confidencialmente con él; se quedó apoyado contra el mostrador, sonriendo de cara al salón, con esa sonrisa tranquilizadora y confiada que el compadre dirige al proscenio, ya sea a los rostros tan juntos como puntas de alfileres, o al vacío de los asientos desiertos.

Al final empezó el espectáculo. Por supuesto, era un mago, como nos había dado a entender George. El hombre penetró repentinamente desde cubierta —a lo mejor había estado esperando, tras las sillas de cubierta amontonadas, el momento más propicio—. Llevaba una camisa blanca, pantalones grises y un portafolios. Tenía consigo un ayudante, un tipo muy negro, soñoliento y rechoncho, muy probablemente escogido como voluntario de entre los pasajeros de la gabarra de tercera clase. Se pasó la mayor parte de la actuación sentado a horcajadas en una silla, con la barbilla sobre los brazos en lo alto del respaldo.

Hubo unos vacilantes aplausos cuando entró el mago, pero este no hizo caso de ellos y se apagaron rápidamente. Se dedicó en seguida a su trabajo; salieron del portafolios, cuyo contenido estaba bastante desordenado, trozos de papel blanco, unas tijeras, un ramo de flores de papel y cuerdas de banderas arrugadas. Su primer truco lo hizo con naipes, y era tan viejo que la mayor parte de nosotros lo habíamos visto muchas otras veces, y algunos hasta éramos capaces de hacerlo. Se oyeron unas cuantas risas y únicamente una persona intentó aplaudir; pero el mago ya estaba haciendo el truco siguiente, en el que empleaba una ristra de banderines y un sombrero. Luego había lo del huevo que salía de su oreja. Después rompió ante nuestros ojos un billete de cincuenta francos que reconstruyó de nuevo, no exactamente ante nosotros, pero casi.

Entre un truco y otro había un intervalo cuando volvía su espalda defensivamente mientras hacía algún preparativo oculto bajo una tela negra. Una vez habló con el barman y este le dio un vaso. No parecía consciente del significado del aplauso cuando lo recibió, y siguió con sus revelaciones sin un murmullo, sin siquiera las exclamaciones universalmente aceptadas como Abracadabra o ¡Presto!, gestos sin los cuales es imposible pensar que un mago puede hacer aparecer nada. No sonreía, y vimos sus dientes pequeños y afilados en su liso rostro negro sólo cuando su concentración le hacía levantar el labio superior; sus ojos, aunque nos miraban abiertamente, se enfocaban hacia su interior. Hizo lo que evidentemente era su limitado repertorio, aprendido Dios sabe de dónde y de quién (¿tal vez, quizá, de algún extraordinario curso por correspondencia?), sin contratiempo, pero por los pelos. Por ejemplo, cuando aplastó el vaso y se lo comió, sus ojos no daban vueltas agónicamente, que es el acompañamiento profesional de ese truco y que hace que hasta el público más escéptico contenga el aliento solidariamente; parecía, en cambio, temeroso y presa de la ansiedad, el rostro contraído, como el de alguien que pasa por una cerca de alambres de púas. Al cabo de media hora se volvió al terminar un truco y comenzó a doblar su hilera de banderines, y pensamos que habría un intervalo antes de la segunda parte de la función. Pero en seguida el ayudante se levantó de su silla y se paseó por la habitación con el plato, precedido por George, quien volvió a repartir los trozos de papel que habíamos encontrado en nuestras mesas durante la cena: Espectáculo a las 8 en el bar. Los caballeros, 80 francos; las señoras, 70. La función se había acabado. El público, que no se había sentido muy entusiasmado, se mostró quejoso. Una de las señoras belgas se quejó sonriendo.

—¡Setenta francos por esto! —aunque la moneda local no valía mucho.

A la mañana siguiente, a las diez, George anunció orgullosamente en cada mesa que habría una repetición de la función, a los mismos precios para los adultos y treinta francos para los niños. Podríamos ver al mago de nuevo.

—Es demasiado, muy caro —uno de los belgas expresó lo que pensábamos todos—. No se pueden pagar ochenta francos por sólo media hora. ¿No sabe hacer otra cosa?

Hubo murmullos que asentían a medias; de todas formas, algunas personas preferían ir a la cama. Las objeciones le fueron explicadas a George y su orgullo de organizador se fue disipando, lleno de dudas, al contrario de su estilo habitual. De repente, movió las palmas de la mano con ademán tranquilizador; todo iría bien, él lo arreglaría, y su absurdo compromiso, basado en algo que ni siquiera podíamos imaginar —¿nos devolverían el dinero o habría una función gratis?—, fue tan convincente que todos le dieron sus setenta u ochenta francos contantes y sonantes, como una condición que esperaba que nosotros cumpliéramos.

Luego se acercó al mago y comenzó a hablarle en voz baja, rápida y seria, no sin un deje de desprecio y exasperación, no sabíamos si dirigido hacia nosotros o hacia el mago, porque ninguno entendíamos la lengua en que hablaban. El barman se inclinó para escuchar y el ayudante permaneció impasible en la pequeña reunión.

Después de todo, únicamente dos miembros del público se habían ido a la cama; el resto de nosotros nos sentamos divertidos, pero con una cierta tensión. Estaba claro que la mayor parte de las personas no tenía ganas de que les engañaran, era algo de lo que se enorgullecían —que no les engañaran, ni siquiera los negros, de los que no esperaban que tuvieran las mismas ideas de las cosas y de los que pensaban que eran unos ladrones—. Nuestra actitud —la de mi marido y la mía— era secretamente diferente, aunque la diferencia no se mostraba de puertas afuera. Aunque sentimos la tentación de tomarnos aquella tarde en broma y fingir que nos habían extorsionado, de forma bastante ingenua, por un importe de ciento cincuenta francos, tuvimos el gazmoño sentimiento de que era a lo mejor condescendiente y en cierto modo un insulto permitir una cosa así a esa gente sólo por ser negros. Si ellos habían elegido, como así ocurría, ser gobernados con arreglo a criterios occidentales, ya fuera hacer magia o gobernar un estado del siglo XX, teníamos que hacerles la justicia de esperar que cumplieran con esos criterios. Por respeto al mago y a nuestra relación con él en calidad de público, nos debía una actuación que valiera los ciento cincuenta francos. Terminamos nuestras cervezas (nos habíamos aficionado) mientras seguía la urgente discusión entre George, el barman y el mago.

El mago parecía inflexible. Casi antes de que George hubiera empezado a hablar, estaba meneando su cabeza y en ningún momento dejó de empaquetar el género de sus ilusiones —los naipes, las flores de papel, el huevo—. Estiró los labios mostrando los dientes y contestó con el tono duro del rechazo categórico, una y otra vez. Pero George y el barman le acosaron verbalmente, un flujo de palabras que le rodeaba y se convertía en un reto. Repentinamente, el mago se dio por vencido, debió de ceder en lo que nos pareció una renuncia de cualquier responsabilidad, una advertencia y una sumisión de mala gana que más bien parecía un verdadero reto.

George se volvió hacia nosotros con expresión de felicidad. Hizo una reverencia y levantó las manos.

—Le dije que fue demasiado corto. Ahora hace más para ustedes. Algo de magia —y se rio levantando las cejas, inclinando la cabeza hasta que casi se le cayó su visera blanca, queriendo dar a entender que el asunto era un milagro para él, como tenía que serlo para nosotros.

El mago también hizo una reverencia. Y le aplaudimos; fue un gesto deportivo por ambas partes. La recién casada apoyó su cabeza un momento en el hombro del joven narigudo y le bostezó al oído. Entonces le prestamos toda nuestra atención. El ayudante, que había aprovechado la oportunidad para hundirse en su asiento de nuevo, fue convocado por el mago, que le obligó a permanecer ante él. Luego, el mago deslizó una mano por el interior de la cintura de su pantalón, metiéndose la camisa por dentro con un gesto breve y concluyente, en cierto modo de preparación, empezando a dar pases con ambas manos ante el rostro de su ayudante. El ayudante parpadeó como un perro soñoliento molestado por las moscas. Su rostro era denso y del color del carbón, proyectado hacia adelante con una poderosa mandíbula salediza, labios abultados, una nariz ancha con un único tatuaje dibujado como una línea de tinta todo a lo largo. Tenía largas las pestañas, y tan tupidas que parecían oscilar ante sus ojos. Las manos negras del mago eran finas, y las palmas de un amarillo rosado, translúcido; a lo mejor no tenía las palabras, pero sí tenía los gestos, y sus manos se curvaban como serpientes y revoloteaban como pájaros. El ayudante empezó a bailar. Se alejó del mago arrastrando los pies hasta el otro extremo del bar, deslizándose y vacilando sobre un pie y sobre el otro, el cuello contraído y los brazos doblados por los codos como los de un corredor, lo cual los africanos saben hacer tan pronto como aprenden a andar, aparte de ser capaces de hacerlo borrachos o sobrios, hasta cuando ya son tan viejos que apenas pueden andar. Se oyó una risa suave pero generosa. Estábamos dispuestos a dar ánimos al simpático mago, ahora que lo estaba intentando. El mago continuaba de pie, las manos caídas a lo largo del cuerpo, su esbelto cuerpo modesto y relajado, colgando de los hombros de su gastada camisa limpia, dentro de sus pantalones grises demasiado grandes. Mantenía sus ojos tranquilamente clavados en su ayudante, que se volvió hacia él, cantando a la vez que bailaba, y con la voz de una joven.

Y ahí nos echamos a reír todos espontáneamente, sin otro propósito. Como hipnotizador, el mago tenía sentido del ritmo temporal, que tan claramente le había faltado cuando hizo sus trucos, y, antes de que se terminaran las risas, dijo algo bruscamente al ayudante, y el hombre se acercó al mostrador del bar, donde recogió una jarra de agua vacía que allí estaba, la bebió a tragos profundos y jadeantes como si llevara días caminando por un desierto. Fue devuelto a su ser inanimado mediante un movimiento de las manos del mago ante su rostro; nos miró a todos sin sorpresa y luego, al darse cuenta de que era el centro de atención, lo cual no despertó la menor curiosidad, se sentó en su asiento y bostezó.

—¡Vamos a ver qué es lo que puede hacer con otra persona que no sea uno de los suyos! —gritó uno de los belgas jocosamente, señalando al mismo tiempo al barman.

—Sí, vamos, otra persona. Pídele que lo haga con otra persona.

—¿Usted quiere, de verdad? —George sonreía. Apuntó con un dedo al mago.

—¡Tú, George, que lo haga contigo!

—No, uno de nosotros.

Un hombre de piel lustrosa, que investigaba el cacao, y que tenía hacia los negros la actitud de chanza medio despectiva de alguien que los conoce bien, se dio la vuelta en su asiento.

—Buena idea, ¡eh! Que lo intente con uno de nosotros y a ver cómo le sale.

—Sí, sí.

Hubo un coro de opiniones cada vez más favorables; hasta se unieron los de la luna de miel. Alguien dijo:

—¿Pero qué pasa con la lengua? ¿Cómo va a sugerir nada a nuestras mentes si no hablamos el mismo idioma?

Pero nadie le hizo caso, y George le explicó al mago lo que pretendíamos.

No protestó; con un rápido movimiento se acercó unos pasos al bar y luego se volvió hacia nosotros, acorralado. Noté que sus narices —tenía una nariz muy fina— se movieron hacia arriba y hacia abajo un par de veces, como si respirara lenta y profundamente.

Supongo que esperábamos que nos eligiera a uno de nosotros —a un hombre, por supuesto—, el hombre del cacao u otro que estuviera preparado para el momento propicio, un equivalente aproximado del familiar: ¿Hay alguna dama o algún caballero que tenga esa amabilidad de subir al escenario, por favor? Pero curiosamente no pasó nada. Una expectación cayó sobre las risas, los codazos, las frases a medias. Nos sentamos mirando al torpe y joven negro, que escrutaba lentamente nuestros rostros, y no nos dimos cuenta de que ya había empezado el espectáculo. La impaciencia se desvaneció, al mirarle, y nuestros ojos le rodearon. Estaba tan quieto como cualquier presa a punto de ser atrapada. Y luego, mientras le mirábamos, esperando que nos escogiera a uno de nosotros, nos dimos cuenta de un suave y repentino movimiento en nuestras filas. Algo me distrajo a mi derecha y vi a la muchacha —la muchacha de la luna de miel— levantarse con una ligera exclamación, un débil y sorprendido ¡chiss…!, como si recordase algo, y se encaminó tranquilamente, sin rozar a nadie, hacia el mago. Permaneció directamente ante él, muy quieta, sus altos y redondos hombros caídos con naturalidad y moviendo hacia adelante la cabeza, que levantaba hacia él, casi a la misma altura que la de ella. Él no se movió, ni la miró siquiera; sus ojos parpadeaban serenamente. Ella estiró sus largos brazos, que marcaban la distancia entre los dos, y apoyó sus manos sobre los hombros de él. La cabeza de ella, con sus cortos cabellos, cayó sobre su pecho, ante él.

Fue un gesto de lo más extraordinario. Ninguno de nosotros pudo ver el rostro de ella; no hubo más que el gesto. Sabe Dios de dónde procedía; él no podía haberlo metido en su voluntad, no estaba en el repertorio de ningún hipnotizador, y ella, seguramente, no tenía en su interior algo tan distinto, en su naturaleza femenina y plácidamente sensual. No creo haber visto un gesto semejante antes, pero yo sabía —ellos sabían— lo que significaba. No tenía nada que ver con lo que hay entre un hombre y una mujer. Ella nunca le había hecho un gesto así a su marido, ni a ningún hombre. Nunca había permanecido así ante su padre —ninguno de nosotros lo habíamos hecho—. ¿Cómo podría explicarlo? Uno de los discípulos podía haberse presentado así ante Cristo. Tenía la paz de la confianza absoluta. Me provocó un pinchazo de miedo, más que eso: durante un momento tuve verdadero pavor, y tampoco puedo explicarlo. Por eso era hermoso; yo he vivido en África toda mi vida y les conozco, a los blancos, a nosotros. Ver que era tan hermoso podía hacemos peligrosos.

El marido se acurrucó en su silla en lo que para mí fue una reacción de lo más inesperada —apretó con un puño su mejilla y se mostró heladamente reservado, como un padre que es testigo de una actuación repentinamente voluntaria de un hijo que, por lo que él pudiera saber, no tenía ni talento ni ambición—. Pero el experto en cacao, que llevaba muchos años tratando con negros, reaccionó rápidamente y se levantó de un salto, gritando con voz autoritaria y fuerte, pero apenas controlada:

—¡Eh! No, no; queremos que haga su magia con los hombres, no con las señoras. No, no; tiene que escoger a un hombre.

La sala se liberó como si alguien hubiera asestado un golpe. Y en aquel mismo momento, el mago, antes que George comenzara a traducirle con brusquedad, comprendió sin entender las palabras y pasó su mano por la parte inferior de su rostro, con un movimiento casi servil, tropezando con los brazos de la muchacha sin tocarla deliberadamente, y la liberó instantáneamente con un gesto. En seguida ella se rio, se mostró aturdida y cuando su marido fue hacia ella como para ayudar a una inválida, la oí decir, muy contenta:

—¡Es maravilloso! ¡Debes probarlo! Es como una sensación de sueño… de verdad.

Ella no había visto el gesto; era la única persona que se sentía a gusto en la sala.

A la mañana siguiente no hubo función. Supongo que el público había sido decepcionantemente escaso. Cuando mi marido preguntó apaciblemente por el mago en el almuerzo, George dijo distraídamente que se había ido. No habíamos hecho ninguna parada, pero, por descontado, las piraguas iban y venían constantemente entre nosotros y la orilla.

El barco comenzó a tener el aspecto de un campamento que se levanta; llegaríamos a Stanleyville dentro de dos días, y algunos de los belgas iban a desembarcar en la gran estación de investigación agrícola unas cuantas horas antes de Stanleyville. Comenzaron a aparecer junto a los camarotes baúles de estaño con letras nítidas. La pareja de la luna de miel pasó muchas horas abajo, en la segunda gabarra, limpiando su automóvil —tenían trapos y un cubo y cogían agua pardusca del Congo y la tiraban sobre el metal que estaba demasiado caliente como para que se pudiera tocar—. El veterano cambió un neumático de su jeep y anunció que tenía sitio para dos pasajeros que fueran desde Stanleyville hacia el Norte, hacia Sudán. Únicamente mi marido, yo y el sacerdote no hicimos preparativos: teníamos sólo dos pequeñas maletas de pasajeros aéreos y un portafolios con papeles para el congreso sobre enfermedades tropicales al que íbamos a asistir, y él no tenía ninguna prisa por salir el primero del barco en Stanleyville, puesto que, como nos explicó, probablemente tendría que esperar allí varias semanas antes de encontrar un coche que fuera en su dirección —la misión no podía mandar a nadie a tanta distancia para recogerle—. Se le había agotado todo su material de lectura y se permitió un puro a la luz del día mientras nos apoyábamos juntos en la barandilla aquella mañana de nuestro último día a bordo, mirando a los pasajeros que se abrían paso desde la gabarra de tercera clase contra el montón de visitantes y vendedores que subían la pasarela. Nos habíamos detenido, con la habitual carencia de ceremonias en estos lugares, en algún punto, en una aldea de chozas techadas con hojas de plátano, que se extendía a lo largo de una milla y estaba rodeada de plantaciones de plátanos que llegaban hasta la orilla del río. El barco «blanco» y las gabarras estaban ancladas en ángulo con la orilla; el vínculo con esta era tenue. Pero los bebés, las cabras y las bicicletas pasaban por encima, y entre ellos vi al mago. Se parecía a cualquier joven oficinista negro, con su camisa blanca, sus pantalones grises y el portafolios. Toda África lleva ahora un portafolios; y lo que yo sabía que contenía aquel puede que fuera mucho más extraordinario que lo que contenían muchos otros.