En la oficina del garaje, durante ocho horas diarias, llevo un mono de lino malva: uno de esos finos uniformes que hacen para las chicas que no son realmente enfermeras. Tengo cuarenta y nueve años, pero aparento veinticinco, a no ser por la cara y las piernas. Tengo una piel muy blanca y en las piernas me han salido unas motas como las del queso roquefort. Antes tenía el pelo tan bonito como la pelusa de los pollitos, pero ya está descolorido y me he hecho demasiadas veces la permanente. No se lo confesaría a nadie, pero a mí misma me lo confieso todo. A lo mejor me compro una de esas pelucas que usa tanta gente. Usar peluca no significa que tengas poco pelo.
Llevo años en el garaje; una estación de servicio, como la llaman desde que fue reconstruida en acero y cristal. Aunque eso es la fachada, donde están los surtidores; aún no se puede entrar en el taller sin mancharte de grasa. De todas formas yo no tengo por qué entrar. Cuando no estoy con los libros de cuentas, me dejo ver en la parte delantera para respirar un poco de aire, fumar un cigarrillo y echar un vistazo a los muchachos. No a los mecánicos —por supuesto, son todos muchachos blancos (vaya pájaros que están hechos)—, sino los que echan gasolina. Uno de los chicos lleva veintitrés años con nosotros; a veces se puede pensar que es el dueño, lo cual me fastidia. En general, los nativos no son de lo peor, aunque de vez en cuando aparece un descarado hijo de puta o un ladrón, pero no dura mucho con nosotros.
Estamos al lado del centro comercial suburbano de Greensleeves, con su restaurante con terraza y sus fuentes, y ahí te encuentras con gente muy amable que va y viene. Soy bastante amiga de la gente de los pisos de lujo de por aquí; siempre me dicen algo cuando salen a pasear con sus perros o van de tiendas. Y por supuesto trabas conocimiento con muchos de los clientes regulares que vienen a echar gasolina. Entre los habituales, tenemos dos Rolls y un sinfín de deportivos. Y no tengo más que bajar la manzana hasta Maison Claude, donde voy a la peluquería, o a ver al señor Levine, de la farmacia de Greensleeves, si empiezo a sentirme resfriada.
Tengo un piso en uno de los viejos edificios que todavía quedan en la ciudad. No es gran cosa, pero por diez libras mensuales y en la ruta del autobús… Estuve casada una vez y tengo una hija encantadora, que se casó a los diecisiete años y vive en Rodesia; no pude impedirlo. Es muy feliz y tienen unos gemelos ¡de lo más traviesos! Les he visto una vez.
Tengo una amiga con la que voy a la primera sesión del cine los viernes y a casa de los Versfeld, donde soy una invitada permanente los domingos. Me parece que yo lo soy todo para ellos; los pobrecitos nunca ven a nadie. Es lo que pasa cuando estás sola en una oficina como yo, que no haces amigos en el trabajo. No tengo con quien hablar, salvo con esos pájaros del taller, ¿y qué tengo yo que ver con unos rufianes que llevan cazadoras de cuero negro? No te tienen el menor respeto; hay que oír las cosas que dicen. Prefiero hablar con los negros, la verdad, aunque sé que suena raro. Al menos te llaman señorita. Hasta el viejo Madala sabe que no puede entrar en mi oficina sin quitarse la gorra, pero que Dios te ampare si le dices al chico que vaya al Griego a buscar unos cigarrillos, o a la pastelería Suiza. Una vez tuve una bronca con él por eso; el viejo cara de mono; pero según parece el gerente no le quiso echar porque lleva aquí mucho tiempo. Así que apenas le veo, y le doy su media corona en Navidades, como a los otros chicos. Pero Jack, el capataz, tiene más sentido común que muchos blancos, créeme, y a su manera te hace reír —por supuesto, son como niños, les ves desternillarse de risa por cualquier chiste que cuentan en su lengua, hacen un ruido de mil demonios; supongo que no lo encontraríamos gracioso si entendiéramos lo que dicen—. Ese Jack antes recibía muchas llamadas (me quejé al gerente a escondidas y él terminó con el asunto), y los nativos que llamaban solían preguntar por Mpanza y Makiwane, y yo qué sé por quién más, y cuando yo les decía que aquí no trabajaba nadie con ese nombre, se sinceraban y preguntaban por Jack. Así que un día le pregunté, ¿por qué vuestra gente tiene cientos de nombres, por qué esos tíos y tías y cuñadas no dicen tu nombre directamente y no me hacen perder el tiempo? Él dijo: «Aquí soy Jack, porque Mpanza Makiwane no es un nombre, y allí soy Mpanza Makiwane, porque Jack no es un nombre, pero yo soy el único que sabe quién soy dondequiera que esté». No pude por menos que echarme a reír. Casi nunca me llama señorita, pero la forma en que habla no resulta impertinente. Antes de que les dejaran comprar bebidas, me pedía que le comprara una botella de coñac por semana y a mí no me parecía que en eso hubiera nada malo.
Aunque las cosas no vayan bien, no vale la pena quejarse. No quiero envejecer antes de tiempo. De vez en cuando, un hombre se encapricha de mí en el garaje. Cada vez que viene a llenar el depósito, busca alguna excusa para hablar conmigo; si le gusto a un tipo, comienzo a sentirme como me sentía cuando tenía diecisiete años, de modo que aunque no haga otra cosa que estar sentado en su coche mirándome a través del cristal de la oficina, sé que me espera cuando salga. Luego me invita al hotel para tomar una copa después del trabajo. Normalmente no va más lejos. No sé qué ocurre con esos tipos, están casados, supongo, pero sus esposas ya no tendrán un tipo perfecto, como yo. Les gusta hablar con otra mujer de vez en cuando, pero en seguida se ponen nerviosos. Son hombres de negocios y de dinero; uno me envió un regalo, pero era una polvera anticuada, de cuando las mujeres usaban polvos sueltos, y yo uso de los compactos, como todo el mundo.
Por supuesto, te encuentras con tipos extraños, y, como ya he dicho, yo estoy sola en la parte de delante casi todo el tiempo, con los chicos, mientras el gerente está en la oficina central, en la ciudad, y los otros hombres blancos, en la parte de atrás. Hace poco, un tipo entró en mi oficina y quiso pagar la gasolina con dinero de Rodesia. Bueno, resulta que Jack, el capataz de los chicos, vino primero a verme para decirme que aquel tipo le había dado dinero de Rodesia. Mandé que le dijera que nosotros no lo aceptábamos. Miré por el cristal y vi un coche americano grande y caro, aunque no muy nuevo, y a un hombre que sitúas en seguida como uno de esos que anda siempre de un lado para otro: se hinchaba la mejilla con la lengua, mirando por la estación de servicio y hacia la calle, como si intentara orientarse mentalmente en una nueva ciudad. Hay personas que se ponen como fieras si un nativo les niega algo, pero este no; luego el chico me lo trajo. «El jefe dice que quiere hablar con usted», y volvió a su puesto. Pero yo le dije que esperase. Conozco Johannesburgo; el dinero estaba en la caja de seguridad abierta. El tipo era joven. Era de piel muy morena, curtida día tras día, con ese bronceado que se ve en los bañistas de la playa. Tenía el pelo espeso y con mechas rubias, una lástima en un hombre.
—Señorita —dijo—, ¿tiene media hora para echarme una mano? —Bueno, es cierto que yo acababa de salir de la peluquería, pero no me engaño pensando que alguien me puede considerar una señorita, al menos que me mire el tipo de espaldas—. Acabo de llegar en coche —continuó— y no he tenido tiempo de cambiar. Tome esto mientras busco a un amigo que me cobre un cheque.
Le dije que había un banco más adelante, pero se excusó.
—De todas maneras tengo que decirle a mi amigo que estoy aquí. Dejaré esto, es de oro —y se quitó del brazo un reloj grande y elegante—. Hágame el favor. —En cierto modo, al sonreír, no parecía tan joven, era más duro. Sonreía con un lado de la boca. De todas formas, de repente dije «vale», y el nativo se dio la vuelta y salió de la oficina, pero yo ya sabía que no iba a pasar nada con mi dinero; el tipo me preguntó la manera de llegar más rápido a Kensington y salí de detrás del escritorio y le ayudé a buscarlo en el mapa de la pared. Me pareció que tendría unos veintinueve o treinta años; era muy esbelto, con un cinturón de piel de serpiente y una camisa blanca, limpia, con el cuello abierto.
Volvió en seguida. Cogí el dinero de la gasolina y le dije «aquí está su reloj», empujándolo sobre el mostrador. Me di cuenta, en el momento en que se fue y yo cogí el reloj para guardarlo en la caja fuerte, que no era de oro: era una de esas falsificaciones japonesas que algunos hombres se sacan del bolsillo para tratar de vendértelos en una esquina. Pero no dije nada, porque ¿y si le hubiesen engañado? Le concedí el beneficio de la duda. ¿Qué importaba? De todas formas, pagó la gasolina. Me dio las gracias y dijo que suponía que ya era hora de buscar un hotel. Le dije lo que se suele decir en esos casos, que si estaba aquí de visita, etc. Me dijo que sí, que no sabía cuánto tiempo, a lo mejor un par de semanas, según le fueran las cosas, y que le gustaría encontrar un sitio céntrico. Charlamos un rato —ya se sabe cómo son estas cosas, siempre te encuentras amable si le has hecho un favor a alguien y ha salido bien— y le dije el nombre de un par de hoteles. Pero es difícil si no sabes qué clase de sitio quieren, o les mandas a un sitio demasiado caro o les recomiendas un sitio cualquiera que les parece un fonducho, como el New Park, que está cerca de donde yo vivo.
Unos días más tarde, al volver de las tiendas a la hora del almuerzo, pasé junto al sitio donde los chicos estaban en cuclillas, tomando su almuerzo al sol.
—Ese hombre ha vuelto —dijo Jack. Cree que puedo leerle el pensamiento; «¿qué hombre?», le pregunté, pero no hay manera de que aprendan. «El del otro día, el del dinero que no valía». «Ah, quieres decir el rodesiano», dije. Jack no contestó; siguió arrancando pedazos de pan de una media barra y metiéndoselos en la boca. Otro de los chicos empezó a contar en su idioma, mezclándolo con el inglés, lo que me imagino era la historia de cómo el hombre había intentado pagar con dinero que no valía; vaya gracia, ¿sabes?; pero Jack no hizo caso, supongo que lo había oído demasiadas veces.
Entré en la oficina para coger un cigarrillo y cuando estaba fuera, al sol, disfrutándolo, Jack se acercó al grifo que había a mi lado; le oí beber en la mano y luego dijo:
—Fue y miró por la ventana de la oficina.
—¿No compró gasolina? —pregunté.
—Arrimó el coche al surtidor pero no compró nada. Dijo que volvería más tarde.
—Bueno, qué pasa, por qué te interesa tanto, vendemos a la gente toda la gasolina que quiere —me sentí intranquila. No sé por qué; se diría que había regalado la gasolina del garaje o algo por el estilo.
—No puedes venir desde Rodesia con esos neumáticos —dijo Jack.
—¿No? —pregunté—. ¿Has mirado los neumáticos?
—¿Por qué voy a andar yo mirando neumáticos? No, no. Fíjese en los neumáticos de ese viejo coche. No se puede conducir seiscientas millas con esos neumáticos. ¡Están gastados! ¡Hasta la llanta!
—¿A quién le importa de dónde viene? Eso es asunto suyo.
—Pero llevaba ese dinero —me dijo Jack. Se encogió de hombros y yo también; volví a mi oficina. Como dije antes, de vez en cuando hablas con ese chico como si fuera un blanco.
Aquella misma tarde, poco antes de las cinco, el tipo volvió. No sé qué ocurrió, pero levanté la vista como si supiera que el coche iba a estar allí. Le estaban poniendo gasolina y esta vez pagó; le atendió el viejo Madala. No sé qué bicho me picó, la curiosidad tal vez, pero me levanté, me acerqué a la puerta y dije:
—¿Qué tal le trata Johannesburgo?
—Mierda, he tenido mala suerte —dijo—. En el sitio donde fui tienen reservada la habitación que ocupo a partir de hoy. Iba a quedarme en casa de mi amigo en Berea, pero ha venido el hermano de su esposa. No me molesta pagar por un sitio decente, pero cuando le echas un vistazo a ciertos sitios… ¿No sabe usted de alguno?
—Pues sí —dije—; se lo iba a decir el otro día. —Y mencioné el Victoria, pero me dijo que ya había ido a preguntar, así que le dije el New Park, que está cerca de mi casa. Me escuchó, pero miraba a todos lados, tenía la cabeza en otra parte.
—Me dirán que está lleno —dijo—; siempre es el mismo cuento.
Le dije que la señora Douglas, la gerente, era una buena mujer; seguramente le encontraría algo.
—¿No podría preguntárselo? —dijo.
Respondí: «Bien, vale». Ya que el sitio está a la vuelta de la esquina de mi casa, me iría al terminar el trabajo para decir que él iba a pasar por allí.
Al oírlo me dijo que me llevaría en su coche, así que yo misma se lo presenté a la señora Douglas y le alquiló una habitación. Cuando salimos del hotel parecía enfrascado en sus pensamientos, pero en la calle, de repente, propuso que por qué no tomábamos una copa. Creí que me decía que fuéramos al bar del hotel, pero no.
—Tengo una botella de ginebra en el coche —dijo, y la llevó a mi casa. Me contó de cuando estuvo en el Congo, hacía unos años, luchando para ese jefe nativo, cómo se llama… Tshombe… contra los irlandeses que enviaron para echar a ese, como se llame. Las cosas que me contó de Elisabethville. Le pagaban tanto que podía vivir como un rey. Tomamos sólo dos ginebras cada uno de la botella, pero cuando le dije que se la llevara, dijo:
—Volveré a buscarla cuando tenga oportunidad.
No dijo nada más, pero me dio la impresión de que había venido a Johannesburgo a buscar trabajo.
La tarde siguiente estaba friendo un filete de hígado cuando apareció en la puerta. La botella aún estaba donde la habíamos dejado. Es un fastidio que la casa huela a fritanga y se enteren de qué vas a comer. Le di la botella pero no la aceptó; dijo que iba a Vereening a ver a un hombre, que tomaría una copa y punto. No me quedó más remedio que ofrecerle algo de comer. Era una de esas personas que comen sin fijarse en qué. Tampoco se fijó en el piso; quiero decir que no miró mis cosas como se suele hacer cuando estás en casa de otra persona. Y había una foto preciosa de mi hija en un marco, sobre la estufa eléctrica. Le pregunté mientras comíamos que si había venido a buscar trabajo. Sonrió como sonríen los jóvenes a las personas mayores que no entienden. Contestó que de negocios, pero se veía que no era un empleado de oficina, ni hombre de llevar traje y sentarse en un sillón. Era como uno de esos hombres que ves en las películas, ¿sabes?, el forastero que tiene pinta de no vivir en ningún sitio. Uno de película, delgado, quemado por el sol, que apenas habla. Quiero decir, que hablaba pero no contaba gran cosa de sí mismo, sólo de cosas que había visto. Nunca me preguntó nada sobre mí, tampoco. Era raro; al cabo de verle unas cuantas veces fue como si nos conociéramos tanto, que no hablábamos más de nosotros mismos.
Otra cosa rara era que mientras estuvo entrando y saliendo del piso, yo hablaba de él con el chico, con Jack. Por regla general, no creo que se deba hablar de los blancos con los nativos, quiero decir, que da igual lo que se piense de un blanco, que si hablas de él con un negro le animas a faltarle el respeto. Nunca he dicho nada delante de los chicos sobre cómo se portan esos pájaros del taller, por ejemplo. Y, por supuesto, jamás hablaría una palabra de mi vida privada con un nativo. Jack no sabía que ese tipo venía al piso, pero me oyó decir que le ayudé a buscar habitación en el New Park Hotel y me vio subir en su coche aquella tarde. Tenía metido en la cabeza el comentario del chico sobre los neumáticos; le dije: «Ese hombre ha venido nada menos que del Congo».
—¿En ese coche? —dijo Jack; tiene un rostro muy serio para ser nativo.
—El coche anda bien —dije—; lo lleva a todas partes.
—¿Por qué no lo trae para recauchutarlo?
Le dije que estaba de vacaciones y que no quería hacerlo aquí. El tipo no apareció en cinco o seis días y pensé que se había largado, o que había hecho amigos como hace tanta gente en esta ciudad. En la botella quedaban unos dos dedos de ginebra. Yo no bebo cuando estoy sola. Luego apareció en el garaje un día, cuando me iba a casa. Pensé otra vez en mirar los neumáticos, pero lo olvidé. Me llevó a casa como si lo hubiéramos planeado antes; ya sabes, como un hijo mayor que lleva a su madre, no porque quiera, sino porque tiene que hacerlo. Apenas hablamos en el coche. Salí a comprar unas empanadas: no es una cena muy decente para ofrecerle a nadie pero, como he dicho, a él le daba igual lo que comía y no quería la ginebra, tenía unas latas de cerveza en el coche. Echó el sillón hacia atrás, dejando caer todo el peso sobre dos patas, y dijo:
—Creo que tengo que marcharme de ese tugurio, no sé qué hay que hacer para llevarse bien con esos tiburones.
—Vosotros los jóvenes os dais por vencidos en seguida. ¿Todavía no has encontrado un trabajo?
—¿Un trabajo? —dijo—. Me deben dinero, intento sacarles dinero.
—¿De qué se trata —dije—, de qué dinero? —no me hizo caso, fue como si no entendiera.
—Unos tíos listillos muy tramposos hasta decir basta. Llevo aquí casi tres semanas.
—A todos los que vienen aquí les parece que Johannesburgo es una ciudad muy dura comparada con las suyas —dije.
Tenía la cabeza echada hacia atrás, la irguió y me miró.
—No soy tan joven.
—¿No? —dije. Me sentí un poco turbada porque nunca me había hablado de sí mismo. Me miró fijamente, como si fuera a ver su edad escrita en mi cara.
—Tengo treinta y siete años —dijo—, ¿lo sabías? Treinta y siete. Ya no soy tan joven.
Cuarenta y nueve. Era cierto, no mucho más. Pero aparentaba ser muy joven, con sus largos cabellos negros abrillantados y peinados hacia atrás, como si acabara de salir de la ducha, y ese cuello bronceado con su camisa abierta. Los hombres esbeltos disimulan más su edad. Aunque tenía dentadura postiza, y eso era lo que daba más aspecto de dureza a su boca. Supongo que podría tener treinta y siete años; yo qué sé, yo qué sé.
Era como las cicatrices que tenía en el cuerpo. Las tenía en la espalda y en el estómago y se me subió el corazón a la boca al verlas, estaban aún sonrosadas y casi en carne viva, pero me contó que las que tenía en la espalda eran de los golpes que recibió en un orfanato de niño y las otras de los combates en Katanga.
Sé que nadie me creerá, que pensarán que invento excusas para justificarme, pero a la mañana siguiente todo parecía igual; no tuve la impresión de conocerle mejor. Fue igual que aquel primer día cuando vino con el dinero de Rodesia.
—Déjame la llave —dijo—. Ya que vas a estar fuera, ¿qué te parece si me quedo hoy aquí?
—Pero ¿qué pasa con el hotel? —pregunté.
—Me he llevado mis cosas —dijo.
—¿Quieres decir que te has marchado?
Y algo en su rostro, aquella mirada de hastío, me hizo preguntarle:
—Se lo habrás dicho a la señora Douglas, ¿no?
—Ya debe saberlo. —No era habitual que sonriera.
—¿Quieres decir que te has marchado sin pagar? —pregunté.
—Mira, ya te lo he dicho, no les puedo sacar mi dinero a esos hijos de puta.
¿Qué iba a hacer yo? Le había llevado en persona a la señora Douglas. La mujer le dio una habitación porque yo se le recomendé. Tuve que ir al New Park y contarle el cuento de que había tenido que marcharse precipitadamente y que me había dejado el dinero para pagarle. ¿Qué otra cosa iba a hacer, si no? Por supuesto, a él no se lo conté.
Pero se lo dije a Jack. Eso es lo curioso. Le conté a Jack que el hombre había desaparecido, que se había largado sin pagarle a mi amiga, que llevaba el hotel donde se hospedaba. El chico chasqueó la lengua como ellos hacen y se rio. Y yo dije que eso es lo que pasa por ayudar a la gente.
—Sí —dijo—, Johannesburgo está lleno de gente así, pero aprendes a conocer sus caras, aunque sean caras simpáticas.
—¿Crees que ese hombre tenía una cara simpática? —le dije—. Parecía una cara simpática.
Temí encontrarme al tipo al volver a casa y así fue, allí estaba. Le dije «esta es mi hija», y le enseñé la foto, pero no demostró el menor interés, ni siquiera cuando añadí que vivía en Gwelo y que quizá él conocía el pueblo. Le pregunté por qué no volvía a Rodesia, a su trabajo, pero me dijo que África Central se había acabado, que no iba a recibir órdenes de una pandilla de negros que dirigían el tinglado; por lo que me contó, es horrible, ni siquiera se les puede prohibir entrar en hoteles ni nada.
Más tarde salió a buscar unos cigarrillos y de pronto pensé, voy a cerrar la puerta con llave y no le dejaré entrar. Lo decidí. Pero cuando vi su sombra al otro lado del cristal deslustrado, me levanté y le abrí, me sentí ridícula, ¿de qué podía tener miedo? Delante de mí tenía a un tipo limpio y guapo además; y cualquiera puede tener una racha de mala suerte. A veces me pregunto qué va a ser de mí —dentro de unos años, desde luego— si no puedo seguir trabajando, estoy aquí, sola, y nadie viene a visitarme. Los domingos uno lee en los periódicos cosas sobre mujeres que mueren en sus pisos, solas, y no las descubren hasta pasados unos días.
Fumaba día y noche, como si el mundo oliera mal y tuviera que protegerse las narices. Se pasó el fin de semana en la cama, fumando y yo hice un comentario sobre la princesa Margarita cuando vino de niña aquí, en 1947; estaba mirando un reportaje sobre la Familia Real en un periódico dominical. Dijo que le parecía haberla visto, fue en el año en que le metieron en el orfanato y le llevaron a ver el desfile.
Una de las pocas cosas que me contó fue que tenía ocho años cuando le metieron en el orfanato; estaba allí tumbado, y comencé a calcular que si tenía treinta y siete años, debía de tener veinte años en 1947, y no ocho. Pero me costaba mucho pensar que sólo tenía veinticinco. Siempre puedes deshacerte de un muchacho de veinticinco. No tendría la fuerza interior necesaria para darte miedo, si lo intentabas.
Me habría sentido más segura si alguien hubiera sabido lo nuestro, pero, por supuesto, no podía hablar con nadie. Imagínate, los Versfeld. O la mujer con quien salgo los viernes, ¡no creo que haya tomado siquiera una taza de té con un hombre desde que murió su marido! Le pregunté a Jack, el capataz de los chicos, cuántos años creía que tendría el hombre con dinero de Rodesia que se había ido sin pagar el hotel.
—¿Sigue aquí? —preguntó.
Le dije que no, me lo preguntaba por preguntar.
—Ese tipo era joven —dijo. Pero debí recordar que la mitad de las veces los nativos ni siquiera saben su edad, no les importa como a nosotros. Le pregunté:
—¿Y tú qué consideras joven? —hizo un movimiento con la cabeza en dirección al taller.
—Como los mecánicos.
¡Esa panda de jovencitos! Pero el tipo no era un engreído como ellos, que se pasan el día haciendo como que pelean unos con otros, piropeando a las chicas, creyéndose los Beatles cuando cantan en los lavabos. De la gente que él iba a ver por sus asuntos…, nunca vi a nadie. Si tenía amigos, no le visitaban. ¡Ojalá alguien hubiera sabido que estaba en el piso!
Luego dijo que iba a poner el coche a punto para ir a Durban. Dijo que pensaba marcharse el sábado siguiente. Así que me sentí mejor; pero también mal, en cierto modo, porque había pensado en encontrar una manera de obligarle a marcharse. Me puso la mano en la cintura a la luz del día, me sonrió y dijo:
—Lo siento; ya es hora de que haga las maletas —y era cierto que tenía razón a su manera: yo no podía imaginarme cómo serían las cosas sin él, aunque a la vez tenía miedo de que se quedara. Ah, qué amable fue entonces conmigo; era muy simpático cuando quería, te lo creías, aunque estuviera fingiendo. Le dije que debía haber llevado el coche a nuestro garaje, que yo me hubiera encargado de que se lo repararan bien, pero no, un amigo iba a hacérselo gratis en su taller.
Llegó el sábado y no se marchó. El coche aún no estaba preparado. Se pasó casi toda la semana en casa, desapareció una noche pero volvió por la mañana. Le había dado un par de libras para ir tirando.
—¿Por qué pierdes el tiempo dejando que te arregle el coche cualquiera? —le dije—. Llévalo a un buen taller. —Luego, nunca lo olvidaré, frío, un poco irritado, dijo:
—Olvídalo. Ya no tengo coche.
—¿Qué quieres decir? —pregunté—, ¿cómo?, ¿lo has vendido?
Creo que lo tenía metido en la cabeza: si no tiene dinero, ¿por qué no lo vende?
—Ya está —dijo—. Ya lo he vendido.
Después de contarme que había vendido el coche dijo que estaba esperando el dinero; dijo que me iba a devolver las tres libras, pero volvió a pedirme dinero un par de días más tarde. Me daba la espalda cuando yo entraba en el piso y no me contestaba cuando le hablaba; y entonces, cuando se volvió hacia mí con aquel rostro inexpresivo, medio dormido, pensé: «ahora va a ocurrir, ha llegado el momento» —no puedo explicar lo agotada, lo aplastada que me sentí—, sólo sé que él tenía en su cara exactamente la misma mirada que aquel hombre, una vez, ahogando a unos gatitos, uno tras otro, en un cubo de agua —y como sabía que iba a ocurrir, él estalló en carcajadas—. Fue la única vez que se rio a carcajadas. Se rio hasta casi llorar, y yo me sumé a sus risas, y fingimos que era en broma y entonces fue muy simpático conmigo, de lo más simpático.
Solía sentarme en la oficina del garaje y mirar los anuncios de coches y los mapas en la pared, y mi oreja de elefante, que crecía en el bidón de gasolina, y era el único lugar en el que me sentía a gusto: es una tontería, ¿qué me ha pasado? El piso, y él dentro, no me parecían reales. Luego, a las cinco, me marchaba a casa y allí estaba, esperándome.
Le pregunté a Jack, «¿cuánto vale un Chrysler del 59?». Se tomó su tiempo, se estaba limpiando las manos con estopa.
—Con esos neumáticos no le van a pagar mucho —dijo.
Para demostrarle que no debía pasarse con los blancos, le dije que enviara a alguien al señor Levine en busca de polvos contra el dolor de cabeza para mí. Bromeé diciendo que me sentía como el viejo Madala, estaba muy cansada. ¿Sabes lo que me dijo el chico entonces? La verdad es que a veces tienen más sentimientos que los blancos:
—Cuando mis hijos sean mayores —me dijo— tendrán que trabajar para mí. ¿Por qué no vive usted en Rodesia con su hija? Los hijos deben cuidar de sus madres. ¿Por qué tiene que quedarse sola en esta ciudad?
Por supuesto no iba a explicarle que me gusta mi independencia. Siempre me digo que, cuando sea mayor, espero morirme antes de convertirme en una carga para los demás. Pero aquella tarde dije una cosa que debía haber dicho mucho antes, le dije al chico: «Si alguna vez no vengo a trabajar, avisa a los del taller para que envíen alguien a mi piso a ver qué pasa». Y apunté mis señas. Podrían pasar días antes de que descubrieran lo que me había ocurrido; eso no está bien.
Cuando volví a casa por la tarde, el tipo se había marchado. Se había marchado. Ni una palabra, ni una nota; nada. Cada vez que oía el traqueteo del ascensor pensaba, ahí está. Pero no volvió. El sábado por la tarde no resistí más la casa y me presenté en la de los Versfeld y le pregunté a la vieja si podía dormir allí unos días, le dije que estaban pintando mi piso y que el olor me mareaba. Pensé, si va al garaje, allí hay gente, al menos están los muchachos. Fumaba ya casi tanto como él y no era capaz de conciliar el sueño. Tuve que pedirle al señor Levine que me diera alguna cosa. El ruido más ligero me producía un sudor frío. Al final de la semana tuve que volver al piso, compré una cadena para la puerta e hice unas cortinas tupidas para que nadie pudiera mirar. No salí después de volver del trabajo —ni siquiera para ir a la primera sesión— para no tener que volver al edificio por la noche. Ya sabes lo que pasa cuando estás nerviosa, las cosas más tontas te consuelan: me decía, si no vas a trabajar por la mañana, los muchachos enviarán a alguien.
Entonces, lentamente, comencé a olvidarlo. Seguía con la cortina y la cadena y me quedaba en casa, pero cuando te acostumbras a una casa, sea la que sea, no piensas en ella continuamente, aunque creas que así es. Llevaba un par de semanas sin ir a Maison Claude y tenía el pelo hecho un asco. Claude me aconsejó una permanente suave y por esa razón me tomé un par de horas libres por la tarde para que me la hicieran. Jack, el capataz de los chicos, me dijo cuando volví:
—Ha estado aquí.
Yo no supe qué hacer; lo único que se me ocurrió fue echar un rápido vistazo por los alrededores. Cuando dije:
—Ahora, justo ahora, mientras estaba fuera.
Tuve la sensación de no poder escapar. Sabía que se acercaría a mí con su rostro impenetrable y adormilado, bronceado como un apuesto bañista, como uno de esos vagabundos que se mueren de hambre, piojosos y conservados en alcohol barato, pero que aparentan estar horriblemente sanos porque no tienen ni un sitio donde protegerse del sol. No sé qué pensaba el chico de mi rostro.
—Le dije que usted se había marchado. Que ya no trabajaba aquí. Que se había ido a vivir con su hija a Rodesia. Que no sé dónde.
Y volvió a meter las narices en uno de esos periódicos que lee siempre cuando no hay mucho trabajo; creo que se considera un hombre bastante culto y le gusta leer sobre esos negros que ahora se convierten en primeros ministros en otros países. Nunca hago comentarios sobre eso con él; si hablas de cosas así con ellos, se pueden creer que son alguien.
Aquel tipo nunca volvió a molestarme. No le he dicho ni pío a nadie sobre el asunto —como ya he dicho, ese es el problema cuando trabajas sola en una oficina, como yo; no hay nadie con quien puedas hablar—. Eso demuestra que una mujer que vive sola debe tener cuidado; no es sólo porque no pueda salir a pasear sola de noche, por los nativos, sino que esta ciudad está llena de gente en la que no se puede confiar.