Cuando trajeron a la casa la multicopista, Bamjee dijo:
—¿No tienes bastantes problemas con ser india?
La señora Bamjee respondió, con una sonrisa que mostraba un agujero en el lugar donde estuvo un diente, pero confiada:
—¿Qué más da, Yusuf? Todos tenemos los mismos problemas.
—No me digas eso. Nosotros no tenemos que llevar pases; deja que los nativos protesten contra los pases por su cuenta, son millones. Que lo hagan ellos.
Los nueve niños Bamjee y Pahad estuvieron presentes durante esta conversación, como lo estaban siempre; en su pequeña casa no había sitio para hablar en privado de asuntos que ellos no deberían oír por ser demasiado jóvenes, así que lo escuchaban todo. Sólo faltaba Girlie, su hermana y hermanastra; era la mayor y estaba casada. Los niños miraban con atención, sin alarma y con interés, a Bamjee, que no había dejado la habitación ni había vuelto a la tarea de liar sus cigarrillos, interrumpida por la llegada de la multicopista. Miró aquel trasto que había venido oculto en una cesta de la colada, en el taxi de un negro, y los niños también se fijaron en ello, con sus ojos negros rodeados de espesas pestañas, como esas flores quietas y abiertas, con peludos tentáculos que se cierran sobre cualquier cosa que las toca.
—Vaya cosa para poner sobre la mesa en que comemos —fue todo lo que dijo. Olieron la máquina que estaba entre ellos; un olor a fría grasa negra. Salió pesadamente, en puntillas, con aire preocupado.
—¡Estará muy bien sobre el aparador!
La señora Bamjee se ocupó de hacerle sitio quitando los dos jarrones de cristal rosado con claveles de plástico y el tapete de terciopelo pintado a mano que representaba el Taj Mahal. Después de cenar, empezó a imprimir octavillas en la máquina. La familia vivía en aquella habitación —las otras tres estaban llenas de camas— y todos estaban allí. Los niños mayores compartían un frasco de tinta para hacer sus deberes y los dos pequeños metían y sacaban botellas vacías de leche entre las patas de una silla. El de tres años se durmió y una de las chicas cargó con él y lo llevó a la cama. Finalmente, todos se fueron a la cama; Bamjee se acostó antes que los niños mayores —era vendedor de frutas y verduras y tenía que levantarse a las cuatro y media de la madrugada para llegar al mercado a las cinco.
—Casi he terminado —dijo la señora Bamjee.
Los niños mayores levantaron la vista y le sonrieron. Él le dio la espalda. Ella vestía aún la ropa tradicional de la mujer musulmana; su cuerpo, huesudo e insignificante, como un vestido colgado de un gancho cuando no alojaba a un niño, estaba envuelto en los pingajos de un sari barato; y su trenza fina y negra, grasienta. Cuando era niña, en el pueblo del Transvaal donde seguían viviendo, su madre le había colocado un cristalito rojo como un rubí en la nariz; pero había abandonado ese adorno por demasiado anticuado, incluso para ella, hacía mucho tiempo.
Permaneció en vela hasta mucho después de medianoche, imprimiendo las octavillas. Lo hizo como si estuviera machacando guindilla.
A Bamjee no le hizo falta preguntar qué decían las octavillas. Había leído los periódicos. La semana pasada los africanos habían roto sus pases y luego se presentaban para que los detuvieran. Sus dirigentes fueron encarcelados, acusados de incitación; las oficinas de la campaña fueron asaltadas —alguien debía ayudar a los pocos dirigentes medios que quedaban para seguir con la campaña, aunque no había oficinas ni maquinaria—. ¿Qué dirían las octavillas? «No vayas a trabajar mañana». «Día de protesta». «Quema tu pase para liberarte». No quería verlos.
Estaba acostumbrado a volver a casa y encontrarse a su mujer sentada a la mesa, hablando con extraños o gente de cierto renombre. Algunos eran indios notables, como el abogado, doctor Abdul Mohammed Khan, o el gran hombre de negocios, señor Moonsamy Patel, y se sentía halagado, aunque receloso, por encontrarles en su casa. Cuando volvió del trabajo al día siguiente, se encontró con el doctor Khan, que salía de la casa, y este —un hombre muy culto— le dijo:
—Es una mujer magnífica.
Pero Bamjee nunca había visto que su mujer se mostrara orgullosa; se comportaba correctamente, como lo haría cualquier mujer musulmana, y una vez que terminaba sus asuntos con esos caballeros, nunca se sentaba, digamos, a comer con ellos. La encontró en la cocina, empezando a preparar la cena y llevando una conversación en diferentes longitudes de onda con los niños.
—Es una lástima que estés cansado de las lentejas, Jimmy, porque es lo que vas a comer… Amina, date prisa, pon el agua a hervir… No te preocupes, lo arreglaré en un minuto, tráeme el hilo de algodón amarillo; hay una aguja en la cigarrera del aparador.
—¿Era el doctor Khan el que acaba de marcharse? —dijo Bamjee.
—Sí, el lunes la gente no va a ir a trabajar. Desai está enfermo, y Khan tiene que avisar a todo el mundo. Bob Jali ha estado en vela durante toda la noche, imprimiendo octavillas, pero ha tenido que ir a que le saquen una muela.
Ella siempre trataba a Bamjee como si su desinterés por la política fuera más bien fingido, de la misma manera que hay mujeres que se empeñan en interpretar el mal carácter de sus maridos como una aspereza cariñosa que esconde una bondad sin límites, y le hablaba de esas cosas de la misma forma en que hablaba de los chismorreos de los vecinos o de la familia.
—¿Por qué quieres mezclarte con esos asesinatos, apedreamientos y yo qué sé cuántas cosas más? El Congreso no debe meterse en eso. ¿No es suficiente con las Zonas de Agrupamiento?
Ella se rio.
—Vamos, Yusuf, ni tú puedes creerte tal cosa. Dijiste lo mismo cuando las Zonas de Agrupamiento empezaron en Natal. Dijiste que debíamos empezar a preocuparnos por si nos echaban de nuestras casas en el Transvaal. Después, tu propia madre perdió su casa en Noorddorp, y mira; te diste cuenta de que nadie está seguro. Ah, Girlie ha estado aquí esta tarde, me contó que el hermano de Ismail tiene novia… qué bien, ¿no? Su madre habrá quedado contenta; estaba preocupada.
—¿Por qué estaba preocupada? —preguntó Jimmy, que tenía quince años y era lo bastante mayor como para tratar con condescendencia a su madre.
—Bueno, ella quiere verle sentar la cabeza. Habrá una fiesta el domingo de la semana que viene, en la casa de Ismail. Será mejor que me des tu traje para llevarlo a la lavandería mañana, Yusuf.
Una de las chicas apareció en seguida.
—No tengo nada que ponerme, mamá.
La señora Bamjee se rascó su rostro cetrino.
—A lo mejor Girlie te deja su vestido rosa. Vete corriendo a casa de Girlie y dile de mi parte si te lo presta.
El sonido de los lugares comunes suele dar seguridad, y Bamjee, que fue a sentarse en el sillón de brazos abrillantados que se apretaba entre la mesa y el aparador, se deslizó en un adormilamiento inconsciente que, como todos los momentos de ensoñación cotidiana durante esas semanas, estuvo lleno de tirones y sobresaltos de inquietud que le devolvían a la realidad. A la mañana siguiente, nada más llegar al mercado, se enteró de que habían detenido al doctor Khan. Esa misma noche la señora Bamjee se quedó en vela para hacer un vestido nuevo para su hija; esa visión desarmó a Bamjee, le devolvió de nuevo la confianza, aun en contra de su voluntad, de modo que el resentimiento que había acumulado a lo largo del día se desvaneció en un silencio malhumorado y acusador. Sólo Dios sabía, por supuesto, quién entraba y salía de la casa durante el día. Dos veces, durante aquella semana de motines, asaltos y detenciones, se encontró con negras en la casa al llegar; nativas corrientes en doeks, bebiendo té. Otras mujeres indias no lo hubieran permitido en sus casas, pensó con amargura, pero su esposa no era como las demás, no sabía explicarlo muy bien; lo único que podía decir es que no era ni escandalosa, ni censurable, ni rebelde. Era, al igual que la atracción que le había llevado a casarse con ella, la viuda de Pahad con sus cinco hijos, algo que no podía entender con claridad.
Cuando la Brigada Especial llamó ininterrumpidamente a la puerta en la madrugada del jueves, él no se despertó, porque el retorno a la consciencia siempre lo tuvo programado para las cuatro y media, y aún faltaba más de una hora. La señora Bamjee se levantó, se puso como pudo el impermeable de Jimmy, que estaba tirado sobre una silla, y fue hasta la puerta principal. El reloj de pared —un regalo de boda de cuando se casó con Pahad— dio las tres cuando encendió la luz, y supo de inmediato quién estaba al otro lado de la puerta. Aunque no se sorprendió, sus manos temblaron como las de una anciana mientras abría las cerraduras y el complicado cerrojo de la alambrada contra robos. Y luego abrió la puerta y allí estaban, dos policías de color, vestidos de paisano.
—¿Zanip Bamjee?
—Sí.
Mientras hablaban, Bamjee se despertó con el súbito terror de haber dormido más de la cuenta. Luego se dio cuenta de que había voces de hombres, se levantó con esfuerzo en la oscuridad y se acercó a la ventana, que, al igual que la puerta principal, estaba cubierta por una tupida red de alambre como protección contra los intrusos del sórdido callejón. Desconcertado, apareció en la habitación, donde la policía registraba una caja de jabón llena de papeles junto a la multicopista.
—Yusuf, es por mí —dijo la señora Bamjee.
De pronto, se hizo la luz. Estaba allí parado, con su vieja camisa, ante los dos policías, y la mujer iba a ir a la cárcel por lo de los nativos.
—¡Lo que yo decía! —gritó—. Esto es lo que pasa por hacer esas cosas. Te lo advertí, ¿no? Esto es el fin. Se acabó todo. Este es el resultado.
Ella le escuchó con la cabeza ligeramente ladeada, como si se apartara de un golpe o se compadeciera de él. Jimmy, el hijo de Pahad, apareció en la puerta con una maleta; dos o tres de las chicas estaban a sus espaldas.
—Toma, mamá, llévate mi jersey verde.
—Encontré tu blusa limpia.
Bamjee tenía que apartarse continuamente de ellos mientras ayudaban a la madre a prepararse. Era igual que durante los preparativos de las fiestas familiares, que tanto le gustaban a su esposa; siempre estorbaba. Hasta los dos policías murmuraron sus disculpas y pasaron empujándole para registrar el resto de la casa.
Se llevaron consigo un tomo que Nehru había escrito en la cárcel; lo habían comprado a un tenaz vendedor ambulante y lo habían guardado durante años en la repisa.
—Oh, no se lo lleve, por favor —dijo de repente la señora Bamjee, agarrada al brazo del hombre que lo había cogido.
El hombre lo mantuvo fuera de su alcance.
—¿Qué te importa, mamá? —la verdad es que nadie en la casa lo había leído.
—Es para mis hijos —dijo pese a todo.
—Mamá, déjalo.
Jimmy era bajito y rechoncho; parecía un vendedor aconsejando a una clienta que no adquiriera un rollo de seda que ella se hubiera empeñado en comprar. Ella se fue al dormitorio y se vistió. Cuando salió con su viejo sari amarillo y el abrigo marrón encima, los rostros de los niños aparecieron tras ella como los rostros en el andén de una estación de ferrocarril. Se despidieron besándola. La policía no le metió excesiva prisa, pero de todas maneras ella parecía tenerla.
—¿Qué voy a hacer? —Bamjee acusaba a todos.
Los policías apartaron la vista con paciencia.
—Las cosas irán bien. Girlie ayudará. Los mayores se las arreglarán. Y Yusuf…
Los niños se apiñaron a su alrededor; dos de los más pequeños se habían despertado, haciendo preguntas sin parar.
—Vamos —dijeron los policías.
—Quiero hablar con mi marido.
Ella se apartó y se volvió hacia él, y el movimiento de su sari les ocultó del resto de la habitación durante un momento. El rostro de él se endureció con recelosa expectación contra la petición de pasar un mensaje al próximo tonto que le sustituiría con la panfletada hasta que él, también, fuera detenido.
—El domingo —dijo—. Llévales el domingo —él no sabía de lo que le estaba hablando—. La fiesta de compromiso —susurró ella con voz baja y urgente—. No deben faltar; Ismail se ofendería.
Escucharon alejarse el automóvil. Jimmy echó los cerrojos y atrancó la puerta principal, y luego los volvió a abrir inmediatamente; se puso el impermeable que se había quitado su madre.
—Voy a decírselo a Girlie —anunció.
Los niños volvieron a la cama. Su padre no les dijo ni una palabra; su charla, el llanto de los pequeños y las voces acaloradas de los mayores, siguió oyéndose en los dormitorios. Se encontró solo; sintió que la noche le rodeaba. Y luego se encontró con la esfera del reloj y vio, con un terrible sentido de lo inhabitual, que no era la noche secreta, sino una hora que debía haber reconocido: la hora de levantarse. Se puso los pantalones y la sucia bata blanca de vendedor, se alzó su bufanda gris hasta cubrir la barba de dos días y se marchó a trabajar.
La multicopista había desaparecido del aparador. Los policías se la habían llevado, junto con las octavillas, los informes de conferencias y los viejos periódicos amontonados sobre el armario del dormitorio —no los gruesos diarios de los blancos, sino los periódicos delgados, de aspecto perecedero, que defendían a los demás, incautados a veces por la prohibición o interrumpidos por la falta de dinero—. Todo había desaparecido. Cuando se casó y se fue a vivir con ella y sus cinco hijos, en lo que había sido la casa de Pahad y se convirtió en la de Bamjee, no reconoció las humildes, inofensivas y en apariencia inútiles tareas —las actas de las reuniones que ella redactaba en la mesa del comedor por la noche, los libros azules del gobierno leídos mientras daba de mamar al nuevo bebé, el uso de los dedos de los niños mayores para hacer las escarapelas de papel del Congreso— como una actividad cuyo fin era mover montañas. Durante años no se dio cuenta de ello, y ahora había desaparecido.
La casa estaba en silencio. Los niños permanecían en sus madrigueras, apiñados en las camas, con las puertas cerradas. Se sentó y miró el aparador: los claveles de plástico y el tapete con el dibujo del Taj Mahal seguían en su sitio. Durante las primeras semanas no habló de ella. En la casa flotaba el sentimiento de que había llorado y estaba enfurecido con ella, de que pedruscos de reproches habían caído como rayos sobre su ausencia y sin embargo no había dicho ni una palabra. No fue a preguntar dónde podía estar; Jimmy y Girlie habían ido a ver a Mohammed Ebrahim, el abogado, quien averiguó que la habían llevado —al menos tras la detención— a una prisión de la ciudad vecina; esperaron durante horas a la puerta de la gran prisión, hasta que les dijeron que la habían trasladado. Por fin descubrieron que estaba en Pretoria, a cincuenta millas de distancia. Jimmy pidió cinco chelines a Bamjee para ayudar a Girlie a pagar el billete de ferrocarril a Pretoria, después de que la policía la interrogara y le diera un permiso para visitar a su madre; él puso tres monedas de dos chelines en la mesa para Jimmy, y el muchacho, que le miró con fijeza, no supo si el chelín de más significaba algo o era sencillamente que Bamjee no tenía cambio.
Únicamente cuando los vecinos y parientes venían a casa, Bamjee rompía a hablar. Nunca se había mostrado tan efusivo en toda su vida, como en compañía de esos visitantes, muchos de los cuales acudían en un cumplido de cortesía que era más bien de condolencia.
—Ah, sí, ya pueden ver ustedes cómo estoy, ya ven lo que me ha hecho. Nueve hijos, y yo estoy todo el día con el carro. Llego a casa a las siete o a las ocho. ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué puede hacer la gente como nosotros?
—Pobre señora Bamjee. Una mujer tan agradable.
—Bueno, ya ven. Entran por la noche y dejan una casa llena de niños. Me paso el día entero con el carro, tengo que ganarme la vida —en mangas de camisa, se sentía muy animado; les decía a las chicas que trajeran refrescos de frutas para las visitas. Cuando se marchaban era como si él, un ortodoxo, si no devoto, que nunca bebía alcohol, hubiera estado borracho y se hubiera serenado abruptamente; parecía aturdido y era incapaz de recordar lo que había dicho. Y mientras se enfriaba, el resentimiento y la sensación de haber sido tratado injustamente se atravesaban de nuevo en su garganta.
Bamjee se encontró una tarde, en la habitación, a uno de los niños rodeado por un embravecido grupo de hermanos y hermanas protectores.
—Han tratado mal a Ahmed.
—¿Qué ha hecho? —preguntó el padre.
—¡Nada! ¡Nada! —la niña retorcía su pañuelo, muy excitada.
La mayor, tan flaca como su madre, se apoderó de la conversación, acallando a los otros con un gesto de su delgada mano.
—Ocurrió hoy en el colegio. Lo utilizaron como ejemplo.
—¿Ejemplo de qué? —preguntó Bamjee con impaciencia.
—El profesor le hizo salir y ponerse delante de la clase y les dijo: «¿Veis a este chico? Su madre está en la cárcel porque le gustan mucho los nativos. Quiere que los indios sean iguales que los nativos».
—Es terrible —dijo, dejando caer las manos a sus costados—. ¿Pensaría vuestra madre alguna vez que esto pudiera ocurrir?
—Es por eso por lo que está allí —dijo Jimmy, dejando su tebeo y poniendo sus libros de texto sobre la mesa—. Es todo lo que los niños deben saber. Mamá está allí porque ocurren estas cosas. Petersen es un profesor de color y su sangre negra le ha traído problemas toda su vida, supongo. Odia a cualquiera que diga que todos somos iguales, porque eso le quita el poco de blancura que tiene. ¿Qué esperabas? No es para tanto.
—Por supuesto, tú tienes quince años y lo sabes todo —masculló Bamjee.
—No he dicho eso. Pero desde luego que conozco a mamá —el niño se rio.
Hubo una huelga de hambre entre los presos políticos y Bamjee no se sintió con fuerzas para preguntar a Girlie si su madre también se negaba a comer. No iba a preguntárselo; sin embargo, vio en el rostro de la joven el gradual debilitamiento de su madre. Cuando la huelga duraba ya una semana, una de las mayores rompió a llorar en la mesa y dejó de comer. Bamjee apartó su propio plato, rabioso.
A veces hablaba en voz alta mientras conducía el camión de verduras: «¿Para qué?». Y una y otra vez: «¿Para qué?». No era una mujer moderna que se cortase el pelo y se pusiera falda corta. Él se había casado con una musulmana sencilla y buena que tenía hijos y machacaba sus chiles. Tuvo una fugaz visión, la vio junto a la multicopista la noche en que se la llevaron, y se sintió enfurecido, confuso y desesperado. Se había convertido en el fantasma de una víctima que se quedaba en el escenario de un crimen cuyos motivos no entendía y no tenía tiempo de averiguar.
La huelga en la prisión entró en su segunda semana. A solas en la traqueteante cabina de su camión, dijo cosas que había oído como si las dijera otro, y su corazón ardía, ferozmente, de acuerdo con ellos: «A favor de un montón de nativos que destrozarán nuestras tiendas y nos matarán en nuestras casas cuando llegue la hora». «Ella se matará de hambre, ahí». «Morirá ahí». «Unos diablos que nos quemarán y matarán». Caía en la cama cada noche como una losa, y se esforzaba en levantarse por las mañanas como una bestia de carga a la que arrean para que se ponga en pie.
Una de esas mañanas, Girlie apareció muy temprano, mientras él devoraba pan y té fuerte —sensaciones alternas de solidez seca y de calor punzante— ante la mesa de la cocina. Su verdadero nombre era, por supuesto, Fátima, pero había adoptado ese ridículo nombre moderno, junto con la ropa que llevaban las jóvenes que trabajaban en la fábrica con ella. Esperaba su primer bebé para dentro de un par de semanas, y su pequeño rostro, sus cabellos cortados y rizados y los arcos tiznados, dibujados sobre sus cejas, no parecían pertenecer a su cuerpo hinchado bajo su limpio delantal. Llevaba pintura de labios malva, y sonreía con una graciosa sonrisa de muchachita blanca, tonta y atrevida, no como la de una muchacha india.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
Ella sonrió de nuevo.
—¿No lo sabes? Le dije a Bobby que tenía que levantarme temprano esta mañana. Quería estar segura de verte hoy.
—No sé de qué me hablas.
Ella se acercó y pasó su brazo alrededor del cuello mal dispuesto de él y besó la gris pelusa junto a la boca.
—¡Felicidades! ¿No sabes que es tu cumpleaños?
—No —dijo—. No lo sabía, no me había dado cuenta —rompió la pausa cogiendo rápidamente el pan y concentrándose en comer y beber. Su boca estaba ocupada, pero sus ojos la miraron, intensamente negros. Ella no dijo nada, pero se quedó allí con él, en silencio.
—Nunca me acuerdo de esas cosas —dijo él por fin, tragando un poco de pan que le raspó la garganta al bajar.
La muchacha hizo un movimiento afirmativo con la cabeza; las baratijas de Woolworth se balancearon en sus orejas.
—Fue lo primero que me dijo ayer: no te olvides de que mañana es el cumpleaños de Bamjee.
Él se encogió de hombros.
—Significa mucho para los niños. Así es ella. Si es el cumpleaños de uno de los primos viejos o de la abuela de la vecina, sabe siempre cuándo es. ¿Qué importancia tiene mi cumpleaños cuando ella está en la cárcel? No entiendo cómo puede hacer las cosas que hace cuando tiene la cabeza al mismo tiempo llena de las bobadas de las mujeres; eso es lo que no comprendo de ella.
—Ah, pero ¿no lo entiendes? —dijo la chica—. Es porque no quiere que nadie quede olvidado. Es porque siempre recuerda, lo recuerda todo: la gente que no tiene donde vivir, los niños hambrientos, los chicos que no pueden tener una educación…, siempre está recordando. Así es mamá.
—No hay otra persona así.
Era casi una queja.
—No, nadie es así —dijo su hijastra.
Se sentó a la mesa, descansando su barriga. Él se cogió la cabeza con las manos.
—Me estoy volviendo viejo.
Pero le abrumaba algo mucho más curioso, una respuesta. Sabía por qué la había deseado, la fea viuda con cinco hijos; sabía de qué forma ella no era como las otras; ahí estaba, igual que la barriga que se interponía entre él y la hija de ella.