No todo el mundo sabe —y nunca se menciona en las biografías oficiales— que el primer ministro pasó los primeros once años de su vida, cuando empezó a tener el sentido común para no meterse bajo las ruedas de un automóvil, guiando a su tío por las calles. Su tío no estaba ciego, pero casi, y ciertamente estaba loco. Caminaba con su mano derecha apoyada en el hombro izquierdo del chiquillo; andaban de un lado para otro durante todo el día, pero también tenían un puesto en el lado más fresco de la calle, entre el hombre sin piernas que vendía cordones de zapatos y pulseras de cobre, y el de la mano ortopédica a la altura del codo, cuyo puesto estaba junto al Y.W.C.A. Fue allí donde Adelaide Graham-Grigg encontró al chiquillo y este más tarde le explicó: «Si te sientas al sol no te dan nada».
La señorita Graham-Grigg no estaba buscando a Praise Basetse. Había ido a Johannesburgo de visita, procedente de un protectorado británico, con objeto de ver a los amigos, mover algunos hilos y proseguir, de paso, el estudio privado del destino de esa gente de la tribu que había cruzado la frontera y se había perdido, a veces desde hacía varias generaciones, en la ciudad. Mientras rebuscaba entre los papeles y cartas de su bolso para encontrar una moneda de seis peniques y dejarla en el sombrero del anciano, le oyó murmurar algo al chiquillo en la lengua de la tribu —un hecho bastante irrelevante en una ciudad donde se hablaban tantas lenguas africanas—. Pero esos sonidos formaron palabras en su oído: era un lenguaje del que había aprendido a entender un poco. Preguntó en inglés, utilizando únicamente la forma tradicional de saludo en la lengua de la tribu, si el anciano era miembro de esta. Pero el viejo estaba musitando las bendiciones que el tintineo de la moneda había desencadenado, como cuando se da un puntapié a un mecanismo gastado e inútil. El chiquillo le habló y le dio un codazo; toscamente, a su manera, había aprendido ya a ser un hombre de negocios. Luego, el anciano protestó; no, no, había dejado la tribu hacía mucho tiempo. Hacía muchísimo tiempo. Estaba en Johannesburgo. Ella se dio cuenta de que confundía la pregunta con un interrogatorio rutinario en las oficinas de concesión de pases, en las que un hombre de otro territorio corría siempre el peligro de ser deportado a alguna zona olvidada. Preguntó al chiquillo si procedía del protectorado. Él negó moviendo la cabeza, aterrorizado; una organización benéfica le había exigido una vez que abandonara la calle.
—Pero ¿y tu padre? ¿Y tu madre? —dijo la señorita Graham-Grigg sonriendo.
Descubrió que el anciano procedía del protectorado, de la mismísima aldea que ella había hecho suya, y que sus hijos y sus nietos seguían utilizando el idioma entre ellos como su lengua materna, hasta la segunda generación, nacida en una ciudad extraña.
Ahora la pareja ya no eran unos mendigos a los que se podía apartar de la conciencia mediante unas simples monedas: eran miembros de la tribu. Descubrió en qué reserva daban con sus huesos por las noches después de mendigar durante el día, se entrevistó con la familia, les demostró que el anciano tenía derecho a una pensión en su país de adopción y, sobre todo, hizo algo por el chiquillo. Nunca consiguió averiguar exactamente quién era —sospechaba que debía ser hijo ilegítimo de una de las muchachas de la familia, y que habían ocultado la maternidad para que la chica pudiera seguir estudiando—. De todas formas, era un descendiente de la tribu, un hombre de la tribu desplazado, y no podía permitir que siguiera mendigando por las calles.
Hasta ahí lo que pensaba la señorita Graham-Grigg sobre él, al menos en un principio. Nadie quería hacerse cargo de él en particular y la familia no protestó cuando ella propuso llevárselo consigo al protectorado y hacerle estudiar. Se marchó con ella de la misma forma que había caminado por las calles de Johannesburgo bajo el peso de la mano del viejo.
El chico no había ido nunca a la escuela. No sabía escribir, pero la señorita Graham-Grigg descubrió con asombro que leía con bastante fluidez. Sentado junto a ella en su pequeño automóvil, con los pantalones cortos y la blusa caqui que le había comprado, despojado de la protección de sus hediondos harapos e indefenso ante sus preguntas, le contó que había aprendido del vendedor de periódicos que tenía su puesto en la esquina: de los carteles que cambiaban varias veces al día y, más adelante, de las portadas de periódicos y revistas. ¡Por Dios, lo que habrá aprendido en la calle! Todo, empezando por su propia piel, todo le resultaba desacostumbrado, y hasta olía de una manera diferente —ese desapego hacía que el chiquillo hablara como si nunca hubiera sido él mismo—. Sin hacer distinciones, refería las cosas corrientes de su vida; también había aprendido del hombre sin piernas, el de las pulseras de cobre, cómo fabricar cigarrillos de dagga y fumarlos para obtener una agradable sensación. Ella le preguntó qué pensaba que habría hecho de mayor, si hubiera seguido en la calle con su tío, y él respondió que le habría gustado pertenecer a una de esas bandas de muchachos, un poco mayores que él, que hacían dinero con mucha facilidad. Sacaban el dinero de los bolsillos y de los bolsos de los blancos sin que se dieran cuenta, y, cuando llegaba la policía, se ponían a tocar sus silbatos de un penique y a cantar.
—Bueno, ya puedes olvidarte de la calle —le dijo ella con una sonrisa—. No tendrás que volver a pensar en eso.
—Sí, señora —dijo él.
Y ella se dio cuenta de que no sabía en absoluto qué pensaba él. ¿Cómo iba a saberlo? Todo lo que podía ofrecerle era lo desacostumbrado, la novedad de un estímulo generalizado, diciendo:
—Y pronto sabrás escribir.
Notó que le daba una vergüenza horrorosa no saber escribir. Cada vez que tenía que confesarlo, el rostro que se volvía hacia ella, franco y compungido, hacía una mueca atravesada —mostrando los dientes y una arruga de persona mayor entre las tenues cejas de niño— de profunda humillación. La humillación aterrorizaba a Adelaide Graham-Grigg, de igual forma que el espectáculo de una ira salvaje aterroriza a otros. Era una de las cosas que tenía en contra de los misioneros: su manera de insistir en el sometimiento de Cristo a la humillación, condicionando así al pueblo de África a la humillación del hombre blanco.
El pequeño Praise fue a la escuela laica que se había fundado gracias a los fondos recaudados por el comité de amigos de la señorita Graham-Grigg, allá en Londres, empeñados en mantener una oposición activa a las escuelas de los misioneros. El único maestro cualificado era un joven que había sido educado en Sudáfrica y que fue enviado a ayudar a su gente; pero era un primer paso. Como Adelaide Graham-Grigg solía decir al jefe, con los ojos resplandecientes como cualquier hija orgullosa:
—Cuando llegue la independencia, nos habremos liberado no sólo del gobierno británico, sino también de la Iglesia.
Y él siempre se reía, un poco avergonzado, aunque la conocía muy bien y tenía años suficientes para ser su padre, porque el padre de ella era un antiguo miembro del Parlamento británico e hijo de un obispo.
Lo cierto es que no había hecho más que empezar; eso era lo bonito —de las casas de adobe, la tierra roja, las moscas y el calor que los visitantes procedentes de Inglaterra se preguntaban cómo ella podía soportar, cómo era capaz de vivir así un mes tras otro—, mientras que sus palacios, catedrales y calles, saturados por mil años de vanos esfuerzos, eran un final. Hasta el propio Praise era un comienzo; algún día, la tribu sería lo bastante fuerte económicamente para atraer a sus exiliados y ya no sería necesario que sus hijos vendieran su trabajo al otro lado de la frontera. Pero pronto quedó claro que Praise era también excepcional. Lo de aprender a leer de los titulares de los periódicos no era cuestión tan sólo de astucia callejera; demostró ser el impulso irresistible de una verdadera inteligencia. En seis meses, el chiquillo sabía escribir y desde el principio supo deletrear perfectamente, aunque había chicos de dieciséis y dieciocho años que nunca consiguieron dominar la ortografía inglesa. Fue tan bien en aritmética que tuvieron que ponerle en la tercera clase en vez de con los principiantes; entendió en seguida lo que era un mapa; y en su tiempo libre manifestó una asombrosa facilidad para entender el funcionamiento de diversos mecanismos, desde las bombas de agua hasta los motores de las motocicletas. Al cabo de dieciocho meses había terminado el quinto curso, e iba tan sólo un año atrasado con respecto al promedio de los chiquillos blancos de la ciudad, a pesar de sus ventajas, sus familias y su educación.
No había todavía ningún chiquillo preparado para pasar al sexto curso. Era difícil pensar qué se podía hacer, como no fuera enviar a Praise al colegio al otro lado de la frontera. Así que la señorita Graham-Grigg decidió que tenía que ser el padre Audry. No se podía hacer otra cosa. La única alternativa era la escuela de la misión, aquellos malditos jesuítas asentados en el protectorado desde los días en que los imperialistas blancos estaban en plena rapiña, tomando a las tribus bajo su «protección» —además, sus compañeros de clase no le iban a servir de ningún estímulo—. De modo que tendría que ser el padre Audry y África del Sur. Era también un cura, anglicano, pero su escuela era un lugar en donde, al menos, junto con la papilla del catecismo, un niño negro podía conseguir una educación tan buena como la de un niño blanco.
Cuando Praise salió a la llanura con los otros muchachos, sus ojos se entrecerraron ante aquella inmensidad: había tierra por todas partes, no se veía otra cosa; únicamente la repentina aparición del cielo era todavía mayor. El viento le hizo husmear como un perro. Se quedó tan desamparado como los campesinos que había visto atrapados en medio de la calle por el cambio de un semáforo. Los espacios entre los edificios se juntaron, hinchándose ininterrumpidamente sobre él, estaba perdido; pero había nubes tan grandes como los edificios, y aunque el espacio era más vasto que en cualquier ciudad, estaba habitado por los pájaros. Con sólo correr durante diez minutos hacia el llano, la aldea desaparecía; pero a ras de tierra, millares de hormigas sabían por dónde abrirse camino entre los duros montículos que asomaban tan interminablemente como la tierra.
Tenía que cuidar del ganado con los otros chiquillos a primera hora de la mañana y después de la escuela. Les enseñó algunos juegos de azar de los que nunca habían oído hablar. Les habló de una ciudad que nunca habían visto. El dinero del sombrero del anciano les parecía mucho, porque no habían visto más que unos cuantos peniques juntos cuando el tren correo se detenía a repostar agua a cinco millas de distancia; de modo que la suma aumentaba en sus cálculos también y exageraba un poco. En cualquier caso, se estaba olvidando de la ciudad, a su manera; no a la manera de la señorita Graham-Grigg, sino a la de un chiquillo que hace, al igual que una avispa que utiliza para construir sus propias segregaciones, su contexto privado dentro de las circunstancias que le rodean, y el espacio que le rodeaba se reducía a la aldea, el abrevadero donde llevaban las vacas a beber, el apeadero del tren; cualquier pedazo de arena o hierba áspera con hormigas donde los chiquillos daban tumbos, con las cabezas juntas, entre los penachos blancos y el ganado. Aprendió de los otros qué raíces y qué hojas eran buenas para masticar, y cómo montar trampas de alambre para cazar liebres saltarinas. Aunque la señorita Graham-Grigg le había dicho que no hacía falta, iba con los otros niños a la iglesia los domingos.
Él no vivía con ella en una de las casas del jefe, sino con la familia de uno de los otros chiquillos; pero iba con frecuencia a su casa. Ella le pedía que le copiara las cartas. Recortaba noticias de los periódicos que recibía, y se las daba para leer; eran sobre aviones, sobre la construcción de presas y la manera en que vivía la gente en otros países.
—Ahora les podrás contar a los otros chicos cosas sobre la presa del Volta, que también está en África… lejos de aquí, pero con todo en África —le dijo con una súbita sonrisa que enrojecía su rostro. Tenía un gramófono y le ponía discos. No sólo música, sino recitados de poemas, para que supiera que los poemas del libro de lectura de la escuela no eran únicamente unas líneas cortas de palabras, sino que se parecían más a canciones. Le daba té con mucha azúcar y le pedía que le ayudara a aprender el idioma de la tribu, que le hablara en él. No le dejaba que la llamara madam o missus, como había hecho con las mujeres blancas que dejaban dinero en el sombrero; debía aprender a llamarla señorita Graham-Grigg.
Aunque no había conocido a ninguna mujer blanca antes, salvo en forma de zapatos de tacones que pasaban rápidamente por la calle, no creía que todas las mujeres blancas fueran como ella; a la luz de lo que había visto, la gente blanca, con sus automóviles, su riqueza, su distanciamiento, no comprendía nada de lo que ella hacía. Se parecía a ellos en los ojos azules, los cabellos y la piel dorada, que no era de un color, sino de muchos: moreno donde la había quemado el sol, rojo cuando se ruborizaba…, pero ella vivía allí, en las casas del jefe, le llevaba en su coche y a veces dormía en los campos con las mujeres, cuando recogían el maíz lejos de la aldea. No sabía por qué le había traído o por qué era tan amable con él. Pero no podía preguntárselo, como tampoco podía preguntarle por qué dormía en los campos cuando tenía un gramófono y una hermosa lámpara de gas (que él sabía reparar) en su habitación. Cuando conversaban, si la charla hacía referencia a los puestos junto a la oficina de correos, ella comenzaba a ruborizarse y sorteaban el tema, cayendo en un silencio o (por parte de ella) hablando y riendo aún más aprisa.
Por eso se quedó asombrado el día que ella le dijo que tenía que volver a Johannesburgo. Nada más decirlo, ella se ruborizó intensamente, disculpándose continuamente con los ojos: así que fue por ella por lo que volvió la visión del puesto junto a la oficina de correos. Pero ella seguía hablando:
—… al colegio. A un internado bueno de verdad. El colegio del padre Audry, a unas nueve millas de la ciudad. Debes tener oportunidad de ir a una buena escuela, Praise. Aquí ya no podemos enseñarte bien. Tal vez llegues a ser tú profesor aquí alguna vez. Habrá una escuela superior y tú serás el director.
Consiguió hacerle sonreír, pero ella parecía triste, insegura. Él siguió sonriendo porque no podía contarle lo de la escuela de iniciación que iba a empezar con los otros chicos de su misma edad. A lo mejor se lo decía alguien, las otras mujeres o incluso el jefe. Pero no podía engañarla con una sonrisa.
—Te entristecerá tener que dejar a Tebedi, a Joseph y a los demás.
Se quedó allí, sonriendo.
—Praise, me parece que no te das cuenta de lo que tienes, de tu cerebro —lanzó una risa que era a la vez un sollozo, tocándose la cabeza—. Tienes un cerebro espléndido. Tienes más inteligencia que cualquiera de los chicos, ¿sabes? Es algo muy especial…, sería desperdiciarlo. A mucha gente le gustaría ser tan inteligente como tú, pero no te será fácil, como a todas las personas inteligentes.
Él siguió sonriendo. No quería que el rostro de ella siguiera mirando al suyo, así que clavó los ojos en sus pies, pies blancos en sandalias, con las venas abultadas sobre los tobillos, como los del Cristo que pendía sobre su cabeza en la iglesia.
Adelaide Graham-Grigg había conocido al padre Audry antes, por supuesto. Todos los blancos que no aceptaban la segregación en el sur de África parecían conocerse, por muy diferentes que fueran las razones de su rechazo. Había coincidido con él en algún comité en Londres, unos años antes, junto con un par de sudafricanos blancos, exiliados de izquierda, y un líder nacionalista negro. Además, todo el mundo le conocía —por los periódicos o por cualquier otro cauce: había sido advertido en un discurso público por el primer ministro de África del Sur, el doctor Verwoerd, de que la intromisión de un eclesiástico en asuntos políticos no sería tolerada—. Él continuó diciendo lo que pensaba, que (tal como citaron los periódicos) «obedecía los mandamientos divinos por encima de los dictados del Estado». Tenía amigos íntimos entre los dirigentes africanos e indios, y se decía que hasta se llevaba bien con algunos sacerdotes de la Iglesia Reformada Holandesa; que de hecho estaba detrás de algunos de los disidentes que de vez en cuando ponían en duda la Divina Sanción de la segregación racial —tal era la presencia de su figura inquieta, con su sotana negra, su elocuencia ligeramente tartamudeante y sus facciones irregulares y hermosas.
Había envejecido desde la última vez que ella le vio; parecía menos atractivo. Pero aún conservaba lo que tendría hasta la muerte: el peso inconsciente de un don natural que hace destacar entre los hombres a un celebrado actor, a un dirigente político, a un amante con éxito; un objeto de atracción y envidia que, por muy generoso que sea de espíritu, es indiferente a una crueldad por la cual nadie le perdonará: la distinción, la suerte con que ha nacido.
Estaba cansado y cerró los ojos con una mueca para forzar la concentración cuando habló con ella, a pesar de lo cual ella sintió la debilidad de la vela de su ser dentro de su irradiación. Todo en él estaba bien; nada estaba bien en ella. Ella tenía treinta y cinco años, pero nunca había aparentado ser más joven. Tenía los ojos brillantes y tímidos de una mujer joven, pero sus pies y las manos, con sus uñas rígidas, tenían el aspecto de la tensión y el sufrimiento de las extremidades que nunca acariciarían: ella lo vio, lo vio, supo en su presencia que tal cosa sería negada para siempre. Su humillación le dio fuerzas.
—Debo decirle que queremos que vuelva con la tribu; quiero decir, hay muy pocos con suficiente formación, ni siquiera para la administración. Dentro de unos años necesitaremos desesperadamente más hombres y mejor formados… No queremos que piense en convertirse en sacerdote.
El padre Audry sonrió ante lo que esperaban que dijera: que si el niño elegía el camino del Señor, etc., etc.
—Lo que quieren es una persona que sea un político capaz, pero sin discutir el sistema tribal —dijo.
Los dos se echaron a reír, pero él, inconscientemente, había tomado la ventaja de admitir sus opiniones profundamente divergentes; él creía que los jefes tenían que desaparecer, mientras que ella no veía por qué los africanos no han de poder desarrollar su propia democracia tribal en lugar de adoptar el modelo occidental.
—Bueno, es un poco joven para que nos estemos preocupando por eso, ¿no le parece?
Él sonrió. Había muchos papeles en su escritorio y ella sintió la presión de sus preocupaciones por otros asuntos.
—¿Por qué no la Misión Lemeribe? ¿Qué tal es la calidad de su enseñanza? Y o conocí al padre Chalmon cuando estuvo allí.
—No le enviaría a esa gente —dijo enérgicamente, dando a entender que él conocía sus opiniones sobre los misioneros y su papel en África. En ese ambiente de sinceridad discutieron sobre los antecedentes de Praise. El padre Audry sugirió que se debía animar al muchacho para que reanudara las relaciones con su familia una vez que estuviera cerca de Johannesburgo.
—Es una gente bastante horrible.
—Será mejor que reconozca lo que era antes de aceptar lo que va a ser —se levantó con el rasguear de los faldones negros y dio unas zancadas hasta la puerta, donde, inclinándose un poco, dijo:
—Simón, trae al muchacho.
La señorita Graham-Grigg sonreía animadamente en dirección a la puerta, toda la voluntad de amar caminaba detrás de los barrotes de su mirada.
Praise entró vestido con los pantalones cortos azul marino y la camisa blanca que formaban su nuevo uniforme del colegio. La bondad de la mujer, la atención del hombre, le dieron en los ojos como el sol que se reflejaba en el abrevadero donde llevaban a beber al ganado. El padre Audry venía de Inglaterra, le contó la señorita Graham-Grigg, al igual que ella misma. Eso es lo que eran, dos personas blancas que no eran como los blancos que él había visto. Eran así porque eran ingleses. Venían de lejos; de seis mil millas de allí, como había aprendido en su libro de geografía.
Praise se adaptó muy bien a su nuevo colegio. Cantaba en el coro de la iglesia grande los domingos; su cuerpo, que en la maleza se hubiera convertido en el de un hombre, estaba oculto por ropajes blancos. Los muchachos fumaban en los lavabos y una vez hubo una chica que vino y se acostó con ellos en una zanja para el agua de las tormentas, detrás de los talleres. Sabía todas esas cosas desde antes, de su vida en las calles y en la reserva, donde había dormido en una habitación con una familia entera. Pero él no les contó nada a los chicos acerca de la iniciación. Las mujeres no le habían dicho nada sobre ello a la señorita Graham-Grigg. Tampoco el jefe. Pronto, cuando Praise pensó en ello, se dio cuenta de que debía haber sucedido. Aquellos muchachos debían haber vuelto de la maleza. La señorita Graham-Grigg había dicho que al cabo de un año, para Navidades, vendría a recogerle para las vacaciones de verano. Vino a verle dos veces ese primer año, al ir a Johannesburgo, pero no pudo volver con ella en Navidades porque el padre Audry le había dado un papel en la representación de Navidad y le daba personalmente clases de latín y álgebra. Realmente, el padre Audry no daba clases en la escuela —era «su» escuela simplemente porque la había fundado, y estaba a cargo de la orden de la que era padre provincial—; los informes sobre los avances del chico eran tan asombrosos que, como le dijo a la señorita Graham-Grigg, se sentía en la obligación de proporcionarle el mayor estímulo mental posible.
—Empiezo a creer que podremos presentarle al examen final cuando no tenga más que dieciséis años.
El padre Audry lo dijo con el aire de quien se arriesga a quedar en ridículo. La señorita Graham-Grigg siempre iba a la peluquería cuando estaba de visita en Johannesburgo, se la veía bonita y alegre.
—¿Le parece que podría hacer el examen de ingreso en Cambridge? Mi comité en Londres podría crear una beca, de eso estoy segura… ¡una inversión en el futuro primer ministro del protectorado!
Cuando le enviaron a Praise, dijo que apenas lo reconocía; no es que hubiera crecido mucho, pero parecía muy mayor con sus pantalones largos y sus gafas.
—No tienes por qué llevarlas cuando no estás trabajando —dijo el padre Audry—. Bueno, supongo que si andas quitándotelas y poniéndotelas terminarás dejándolas en cualquier sitio, ¿no?
Los dos se hicieron a un lado, sonriendo, dejando que el fenómeno tomara cuerpo en el chico. Praise se dio cuenta de que nadie le había recordado lo de la iniciación. Ella comenzó a darle noticias de sus amigos, Tebedi, Joseph y los otros, pero cuando él escuchó sus nombres, le pareció que pertenecían a personas que no podía visualizar mentalmente.
El padre Audry le hablaba a veces de lo que llamaba su «familia», y cuando llegó a la escuela le dijo que les escribiera. Fue una carta bien redactada en inglés, sin faltas de ortografía, como la que había hecho en sus deberes escolares. No le respondieron. Así que el padre Audry debió hacer esfuerzos por su cuenta para localizarles, porque la vieja, un par de niños que eran bebés cuando él se marchó y una de sus «hermanas» mayores acudieron a la escuela el día de visita. Tuvieron que señalárselos entre los visitantes; no los reconocía, ni ellos a él.
—¿Dónde está mi tío? —dijo, pues le hubiera conocido en seguida; nunca había perdido la inclinación del hombro izquierdo donde el peso de la mano del viejo dejó su marca en el hueso joven. Pero el viejo había muerto. El padre Audry se acercó, rodeó con su largo brazo el hombro alicaído, cogió con el otro a uno de los chiquillos, y dijo mirando a uno y otro:
—¿Vas a trabajar y aprender mucho con tu hermano?
Y el pequeño negro miró fijamente las narices llenas de vello hirsuto, las cejas espesas, la boca roja y rodeada de una pálida papada, los poros oscuros con la barba bajo la piel, y luego bajó la vista, fascinado, a la cuerda de cuentas que colgaba del cinturón de cuero.
No volvieron, pero Praise no echó de menos a los visitantes porque cada vez pasaba más tiempo con el padre Audry. Cuando no estaba en clase particular, estaba preparando sus lecciones o leyendo en el estudio del padre, donde podía concentrarse mucho mejor que en la escuela. El padre Audry le enseñó el ajedrez como forma de gimnasia mental y se alegró mucho cuando Praise le venció por primera vez. Praise iba casi todas las noches después de la cena a la casa para jugar una partida. Intentó enseñar a los otros chicos, pero al cabo de los diez primeros minutos de explicación de los movimientos, alguien acabó sacando cartas o dados y se dedicaron a jugar a uno de los viejos juegos de las calles, las plazas y las reservas. Johannesburgo estaba sólo a nueve millas de distancia; se podían ver sus luces.
El padre Audry volvió a descubrir lo que ya había observado la señorita Graham-Grigg: que Praise escuchaba con atención la música, la música seria. Un día, el padre Audry entregó al chico la flauta que llevaba años dentro de su caja forrada de terciopelo y que aún tenía la pequeña placa de plata con el nombre: Roland Audry. Observó mientras Praise hacía el movimiento preliminar, adoptaba la postura de piernas dobladas que el padre Audry había visto en todos los muchachos que tocaban por la calle, e intentaba luego soplar con el feroz y tímido ataque de los silbatos de un penique. El padre Audry la tomó de sus manos.
—Es lo que acabas de escuchar.
La sonata de Bach para flauta sin acompañamiento estaba en el tocadiscos. Praise sonrió y frunció el ceño, haciendo que sus gafas se levantaran con su nariz —una costumbre que iba adquiriendo poco a poco.
—Pero pronto aprenderás a tocarla bien —dijo el padre Audry, y con la desinhibición que procede del hábito del privilegio, puso la flauta entre sus labios y tocó lo que recordaba al cabo de diez años.
Le enseñó a Praise no sólo a tocar la flauta, sino también los rudimentos de la composición musical, para que no tocara simplemente de oído, ni escuchara por placer únicamente, sino que comprendiera lo que oía. Tocar la flauta tuvo entre los chicos más éxito que el ajedrez, y los sábados por la noche, cuando a veces improvisaban conciertos, se le permitía llevarla al hostal y tocar para ellos. Una vez tocó en un espectáculo para blancos en Johannesburgo, pero no permitieron que asistieran los chicos; lo único que les pudo contar fue lo del gran salón de la universidad, la orquesta de jazz, las cantantes y bailarinas africanas con sus labios rojos y sus cabellos alisados como las mujeres blancas.
Lo único que molestaba al padre Audry era que el chico no hubiera ensanchado y crecido tanto como se podía esperar. Se empeñó en que Praise pasara más tiempo haciendo ejercicios físicos —la escuela no podía permitirse un gimnasio adecuado, pero tenía algunas instalaciones fuera—. El problema estribaba en que el chico tenía poco tiempo; ni siquiera con su excepcional capacidad sería fácil que un chico de su extracción lograra matricularse a los dieciséis años. El hermano George, su antiguo tutor, estaba seguro que podía hacerlo; había una razón especialmente importante para que todos quisieran que lo hiciera, ya que el padre Audry había averiguado que le podrían elegir Para una beca especial que ningún muchacho negro había recibido antes —¡qué triunfo sería para el muchacho, para la escuela, para todos los muchachos africanos a los que se consideraba adecuados tan sólo Para el nivel inferior de «educación bantú»!—. A lo mejor, algún día, aquel niño mendigo de las calles de Johannesburgo llegara a ser el primer sudafricano negro que gozase de una beca Rhodes. Era eso a lo que el padre Audry llamaba en broma «el pecado de orgullo» del hermano George. Pero ¿quién sabe? No era inconcebible. En cuanto al físico del muchacho, lo que dijera el padre George probablemente era cierto:
—Por mucho que se le alimente, no podrá recuperar los años de la calle.
Desde principios del primer semestre del año en que cumplió los quince, Praise tuvo que estar preparado, emplearse a fondo y trabajar como nunca antes lo había hecho. Sus profesores le dieron un apoyo tremendo; parecían estimularle hasta tal punto que no levantaba la cabeza de sus libros. Para animarle, el padre Audry se las arregló para que pudiera competir en algunos concursos interescolares que en realidad eran para escuelas anglicanas de blancos —una de escritura, un debate, un concurso de preguntas—. Se sentó en el estrado de los encerados salones de las grandes escuelas para blancos y dio correctas respuestas en un inglés con acento africano que los muchachos que le rodeaban conocían únicamente como el acento de los sirvientes y de los recaderos.
El hermano George le preguntaba a menudo si estaba cansado. Pero no lo estaba. Sólo quería que le dejaran en paz con sus libros. Los muchachos del internado parecían saberlo; ya nunca le decían que jugara a las cartas e incluso, cuando compartían cigarrillos en los lavabos, le pasaban su calada en silencio. Sobre todo no quería que entrara el padre Audry con un vaso de leche caliente. Descansaba de vez en cuando su mejilla sobre las páginas de los libros, cuando estaba solo en el estudio; eso era todo. El olor húmedo y pétreo de los libros era lo único que necesitaba. Donde antes tenía que obligarse a volver una y otra vez a las páginas de cosas que no entendía, mirando en blanco a las palabras impresas hasta que se agrupaba su sentido, ahora tenía que obligarse, cuando no podía más, a dejar los mareantes datos fuera de los cuales ya no entendía nada. A veces no podía trabajar durante unos minutos porque pensaba que el padre Audry estaba a punto de entrar con la leche. Cuando este lo hacía, no era realmente tan terrible. Pero Praise no podía mirarle a la cara. Un par de veces, cuando ya se había ido, Praise derramó unas cuantas lágrimas. Se encontró rezando, sonriendo entre lágrimas y temblando, restregándose el agua hirviente que le corría por la nariz y manchaba los libros.
Una tarde de sábado en que el padre Audry había estado almorzando con unos invitados, entró de repente en el estudio y le dijo al chico que saliera para tomar un poco de aire fresco, que saliera y jugara al fútbol durante una hora. Pero Praise estaba enzarzado con unos problemas de geometría del examen de ingreso del año anterior que, para asombro del hermano George, había hecho repentinamente mal esa mañana.
El padre Audry podía imaginar lo que pensaba el hermano George: ¿sería eso un ejemplo de ese fenómeno que había encontrado tantas veces entre muchachos africanos de menor envergadura: la incapacidad, por falta de una base cultural supuesta, de realizar una tarea conocida cuando se les presentaba de una forma ligeramente diferente a la de sus libros de texto? Desde luego, en este caso era absurdo; todo el mundo estaba demasiado ansioso por el muchacho. Desde el comienzo había demostrado que no existía nada de mecánico en sus procesos mentales; tenía un cerebro, no sólo unos reflejos condicionados.
—Sal un poco. Lo harás mejor después de dar unas cuantas patadas en el campo.
Pero la desesperación había arraigado en el rostro del chico en forma de obstinación.
—Tengo que hacerlo, tengo que hacerlo —dijo. Poniendo las palmas de sus manos sobre los libros.
—Vale. Vamos a ver si podemos resolverlo juntos.
La sotana negra revoloteó por delante de los brillantes zapatos y trajo un olor de cigarros. Praise clavó sus ojos en las cuentas negras; el cinturón de cuero del que colgaban crujió al sentarse el corpachón del cura. Él padre Audry tomó la silla del lado opuesto de la mesa y giró el libro de ejercicios hacia él. Se frotó las espesas cejas hasta que sobresalieron enredadas, se pasó una mano por la nariz y entrecerró los ojos un momento; abrió la boca extrañamente y cerró los labios estirándolos, componiendo una mueca familiar. Hubo un sobresalto, como un hipo doloroso, en el cuerpo de Praise. El padre explicaba el problema amablemente, con su voz inglesa informal.
—Praise, ¿me entiendes? —dijo. El muchacho parecía torpe, casi sordo, como si la voz le llegara igual que llegó la luz de una estrella a la tierra desde algo ya muerto.
El padre Audry extendió su fina mano, preguntando o compadeciendo. Pero el chico dio un salto, como si se apartara de un golpe.
—No, señor; no, señor.
Evidentemente era histeria; siempre se había dirigido al padre Audry llamándole «padre». Era un temible retroceso, una regresión al inconsciente, un lugar de símbolos y recuerdos colectivos. Habló por otros, desde otro tiempo. El padre Audry se levantó, pero vio con alarma que la retirada del muchacho le había convertido a él en su perseguidor, y le dejó salir a trompicones, presa de un torpe pánico, de la habitación.
Enviaron al hermano George a consolar al muchacho. En media hora, Praise estaba en el campo de fútbol corriendo y riendo. Pero al padre Audry le costó unos días olvidar el incidente. Siguió pensando que, cuando el chico retrocedió, él había estado a punto de seguirle. La fealdad del instinto le repelía; quién hubiera pensado que, a merced del instinto de presa, el zorro, el perro salvaje anhelan la inocencia del amable conejo y del cordero. Nadie le había demostrado miedo en su vida. Nunca había reflexionado sobre la gente que no era como él, esos de los que los otros se apartan. Sentía finalmente una lástima repugnante y resentida por ellos, los cazadores de mandíbula babeante. Hasta llegó a pensar en hacer un retiro durante unos días, pero no era conveniente, tenía demasiadas obligaciones. Al cabo, el positivismo del chico, Praise, fue lo que restauró la normalidad. En lo que respecta al muchacho, fue como si nada hubiera ocurrido. Al día siguiente parecía haberlo olvidado todo; buena cosa. Y de ese modo, el desgajamiento interno del padre Audry, negado por la tranquilidad del muchacho, desapareció. El único reconocimiento del asunto fue una carta a la señorita Graham-Grigg —lo que seguramente no exageraba su importancia— para decirle que el chico sentía la tensión del gran esfuerzo final y que si pudiera venir a visitarle, etc.; pero ella seguía en Inglaterra —algunos problemas de familia la retenían allí desde hacía meses y, de hecho, no había ido a visitar a su protegido desde hacía más de un año.
Praise trabajó de modo constante en el último tramo. El hermano George y el padre Audry le vigilaban constantemente. Lo estaba haciendo muy bien, y pareció abrumado por el peso del orgullo y del placer cuando el padre Audry le regaló una nueva pluma estilográfica negra: era la pluma con la que escribiría su examen de ingreso. Un lunes por la tarde, el padre Audry, que había estado conversando con el obispo durante toda la mañana, entró en su estudio, donde cada tarde el muchacho se sentaba ante una mesa que habían traído para él. Pero allí no había nadie. Los libros estaban sobre la mesa. Un haz de luz solar caía sobre el asiento de la silla.
No volvieron a encontrar a Praise. Buscaron en la escuela, informaron a la policía, interrogaron a los chicos, se rezaron oraciones especiales por las mañanas y las tardes. No se llevó nada consigo, salvo la pluma estilográfica.
Cuando se hubo hecho todo lo posible, no quedó sino el silencio; nadie volvió a mencionar el nombre del muchacho. Pero el padre Audry llevó a cabo sus propias investigaciones. De vez en cuando tenía una idea que le traía un alivio repentino y esperanzador. Escribió a Adelaide Graham-Grigg: «… lo que más me preocupa… Creo que el muchacho podía estar al borde de una crisis nerviosa. Lo busco por todas partes…». ¿Sería posible que hubiera ido al protectorado? Ella trabajaba como secretaria confidencial del jefe, pero le escribió para decirle que, si el muchacho volvía, trataría de encontrar tiempo para resolver la situación. El padre Audry buscó incluso a la «familia» —la gente con la que la señorita Graham-Grigg había descubierto a Praise viviendo como mendigo—. Se habían trasladado a un nuevo barrio y le costó tiempo encontrarlos. Encontró el número 28 b, bloque E, en el grupo étnico apropiado. Estaba acostumbrado a entrar y salir en casas de africanos, y explicó la razón de su visita a la vieja en términos precisos y sin perder tiempo, porque sabía cuán recelosa ante las preguntas se mostraría esa gente. No había puertas interiores en esas casas y una mujer que se estaba vistiendo en una habitación se apartó del campo visual del visitante cuando este se sentó. Escuchó todo lo que se decían el padre Audry y la vieja y entró al poco con cierta curiosidad. La vieja rompió su silencio diciendo: «Por Dios, por Dios, por Dios», meneando la cabeza sobre sus pechos con una estilizada expresión de conmiseración; no habían visto al muchacho.
—Y hablaba tan bien, todo era tan bonito en la escuela…
Pero no sabían nada del muchacho, nada en absoluto. La mujer joven comentó:
—A lo mejor está con los chicos que duermen en los viejos coches vacíos, ahí en la ciudad, ya sabe, ahí, al lado de la cervecería.