Cuando Kathy Hack tenía dieciséis años, su madre la llevó a la playa de Ingaza para pasar las vacaciones de Navidad. Los Hack vivían en una comarca del Transvaal Oriental, dedicada al cultivo de cítricos, y Kathy era hija única. «El señor Hack no permitió que pusiera mi vida en peligro por segunda vez», confió en seguida cuando las señoras comentaron, como de costumbre, que una hija única lleva una vida solitaria. De todas formas, la señora Hack solía añadir que ella y su hija eran como hermanas; y era cierto que desde que Kathy había dejado el colegio, el pasado año, había llevado la misma vida que su madre, acompañándola a sus reuniones y tés de la tarde, a lo que se dedicaban las damas de la comunidad.
Una comunidad de hombres de negocios y funcionarios de las minas ya jubilados de Johannesburgo, que habían adquirido granjas frutícolas para dar un barniz de productividad a su ocio. Solían vestir de lino blanco y habían creado un selecto ambiente de club de campo en la aldea adonde iban a hacer sus compras. El señor Hack tenía allí una farmacia, pero él también estaba semijubilado y pasaba sus tardes en el campo de golf o en el club.
La aldea parecía un lugar de vacaciones, con sus deslumbrantes edificios blancos y una calle ancha que olía a flores; los árboles tropicales arrojaban sombra y pétalos, y la buganvilla trepaba por las paredes del hotel.
No era un descanso lo que la señora Hack buscaba en la costa, sino un poco de alegre y joven compañía para Kathy. Naturalmente, había pocas personas de menos de cuarenta y cinco años en la aldea, y casi todos tenían hijos mayores que o bien estaban casados o bien trabajaban fuera, en las ciudades. No se podía esperar que la señora Hack se separara de Kathy —«después de todo, es mi única hija», explicaba—, pero, desde luego, entendía que la muchacha debía disfrutar de vez en cuando de la compañía de otros jóvenes. Así que hizo las maletas y emprendió el viaje de dos días hasta la costa, por el bien de Kathy.
Viajaron en primera y la señora Hack amenazó en broma al señor Van Meulen, el jefe de estación, con terribles consecuencias si no les conseguía un departamento para ellas solas. Sin embargo, aunque había insistido en que quería leer un libro en paz y no tener que molestarse hablando con otra mujer, apenas había salido el tren principal de la estación de Johannesburgo cuando ella y Kathy se abrieron paso por los pasillos hasta el vagón-restaurante, y mientras tomaban té, la señora Hack se enfrascó inmediatamente en una conversación con la mujer de la mesa de al lado. Se quedaron allí casi toda la tarde; Kathy miraba por la ventana, a través del cristal empañado por el calor humano y el vapor de las teteras, en el que había escrito su nombre con el dedo índice y abierto un portillo con el puño, mientras su madre hablaba alegre y confiada a sus espaldas: «… sí, es un lugar maravilloso para los jóvenes, según me han dicho. Los chicos lo pasan muy bien ahí. Por supuesto, lo que quieran, bailar todas las noches. Muchos chicos de su edad, eso es… No me importa, quiero decir que estoy encantada de charlar media hora y luego irme a la cama…».
Kathy no podía imaginarse qué era eso de iniciarse en la vida de los chicos de su edad que su madre había previsto para ella; pero su madre lo sabía todo y la idea se encendió dentro de la muchacha como una habitación preparada, con las cosas ordenadas y a la espera… Pronto —muy pronto, cuando llegasen, cuando todo empezara—, la vida se instalaría en la habitación.
Iba a descubrir que era joven —cuando era niña solía preguntar: ¿qué es ser mayor?—. Ya era demasiado mayor para rebajarse a hacer preguntas, pero ¿cómo es en el fondo eso de «ser joven»? ¿Por qué se dice tanto «¡ah, esa juventud…!»? ¿Qué se supone que debía sentir? A la habitación iluminada acudirían jóvenes de su edad, que le transmitirían la secreta condición de esa edad, el baile, la diversión.
Tenía una vaga idea de lo que esa diversión podía significar; ya había bailado antes, por supuesto, en los bailes mensuales del club, sintiendo en su oreja el extraño resuello de sus maduras parejas, a las que el whisky hacía jadear. Y la diversión, ¿qué era la diversión? Cuando intentó pensar en ello vio un contorno borroso, un conjunto de rostros sonrientes, los rostros entre los globos de una película sobre los Carnavales, una multitud de rostros y ojos brillantes, como frutas escarchadas, cogiendo una botella de Coca-cola en una valla publicitaria de la carretera.
El viaje transcurrió con el sonido de fondo de la voz de su madre. Cuando no hablaba, levantaba la vista de la calceta y sonreía a Kathy como si le recordara algo. Pero Kathy no necesitaba que le recordasen nada; pensó en los siete vestidos nuevos y los tres pares de pantalones cortos que llevaba en el baúl del vagón de equipajes.
Cuando subió ruidosamente las polvorientas persianas del vagón por la mañana y vio el mar, toda la antigua y feroz alegría de su niñez estalló durante un momento —la visión le devolvió el rizar del agua en tomo a sus tobillos y la sensación particular, en sus manos, de un palo de madera que levantaba un poco de arena mojada—. Pero en seguida desapareció. Era el pasado. Durante el resto del día contempló cómo el mar se acercaba y desaparecía, se acercaba y desaparecía, mientras el tren avanzaba y se alejaba de la costa a través de los matorrales verdes y la caña de azúcar, y no era más consciente de ello que su madre, que, sin moverse, había hecho el reconocimiento simbólico que Kathy le había oído año tras año, cuando era niña: «Ah, puedo oler el mar».
El hotel estaba lleno de madres con sus hijas. Los jóvenes, en su mayoría estudiantes, habían llegado en grupos de dos o tres. Las madres se mantenían «muy al margen», como había comentado entusiasmada la señora Hack; en realidad se mantenían en su confortable coto para personas mayores —la terraza y el salón de juegos de cartas— y en su horario de adultos: un rápido desayuno a hora temprana, antes de que los jóvenes, que madrugaban mucho, llegaran alborotando al comedor; un paseo o una charla, seguidos por un baño rápido y una rápida retirada desde el calor de la playa hasta la frescura del hotel; una larga siesta por la tarde; una partida de bridge por la noche.
Cualquier joven que permaneciera entre ellos algo más de lo que se tarda en dar un beso y soltar un descuidado adiós, recibía sonrisas tolerantes y comentarios jocosos que no ocultaban un sentimiento de que la chica debía marcharse —¿no estaba allí para divertirse?—. Durante los primeros días, Kathy aguantó estoicamente esa actitud; no conocía a nadie y parecía natural que acompañase a su madre. Pero su madre hizo amistades en seguida y Kathy se convirtió en un pegote, algo que su ética de colegiala le había enseñado a despreciar. Ya no seguía a su madre a la terraza. «Bueno, ¿a dónde vas, querida?». «Subo a cambiarle». Ella y su madre se detuvieron en el vestíbulo; su madre sonreía como si entreviera el panorama de placeres mañaneros de la juventud. «Bueno, no llegues tarde para el almuerzo. La mejor ensalada desaparece en seguida». «No, no llegaré tarde». Kathy subía tranquilamente la escalera bajo la mirada de su madre.
En la habitación, que compartía con su madre, se desvistió lentamente y se puso su bañador nuevo, su nuevo sombrero de paja italiano, las sandalias nuevas y el nuevo albornoz de colores vivos, estampado con caballitos de mar. El disfraz funcionaba perfectamente, veía en el espejo a una chica joven como las demás y sentía la bendita emoción de pertenecer a ese mundo. Ese era el mundo para el que la habían educado, y ahora, al parecer, había llegado el momento de asumir su papel. Era un prodigio para ella, como para una novicia colocarse su capucha medieval sobre la cabeza rapada y de pronto convertirse en monja.
Bajó a la playa y se quedó tumbada toda la mañana, cerca, pero sin formar parte, de los grupos de chicos y chicas que se amontonaban en unos doscientos metros, yaciendo en grandes círculos irregulares que se rompían y se rehacían tras carreras y gritos y la inquieta ida y venida de los que siempre se cubrían de arena para justificar mejor su incursión en el mar o salir del agua para reposar la cabeza mojada en el caliente regazo de alguien. Nadie le habló, salvo dos grandes patanes que chocaron con sus tobillos y exclamaron roncamente: «¡Oye, perdona!». Pero no se sentía del todo sola; tenía la satisfacción de saber que, al menos, estaba donde tenía que estar, en la playa, con la gente joven.
Cada día llevaba un vestido nuevo o los pantalones cortos y ceñidos —más un equipo que un atuendo— que le habían comprado. El tiempo era lo suficientemente húmedo y caluroso como para que su madre, sentada en la sombra profunda de la terraza, lo llamara maravilloso. Cuando, en ciertos momentos, llegaba esa pausa que se produce en la respiración del mar, la música del salón de té de la playa subía ondulando hasta el hotel, y por la noche, cuando se estaba en pleno baile, el volumen de la música y las voces se unían al volumen del sonido de las olas, de modo que, echada en la cama, en la oscuridad, podías imaginarte bajo el mar, propagándose con las olas el oscilante tañido de campanas hundidas, y los gritos de los ahogados resonando desde las profundidades, mucho después de que hubieran tocado fondo en silencio.
Intercambiaba sonrisas con las demás muchachas en las escaleras; jugó al tenis en parejas; pero esos encuentros la abandonaban de nuevo, de la misma manera que la habían cogido —apenas recordaba el musitado intercambio de nombres, y sus dueñas desaparecían en la anónima multitud de piernas desnudas y sandalias que llenaban el hotel—. Al cabo de tres días, un joven la invitó a bailar en el Coconut Grove, un desvencijado búngalo asentado sobre pilastras en la laguna. Iba a ser una fiesta con ocho o más personas, no sabía bien.
La idea agradó a su madre; era ese tipo de veladas que le gustaba para Kathy, una alegre pandilla de jóvenes y nada de esa tontería de marcharse «en parejas».
El joven trabajaba en el negocio de su padre: venta de té al por mayor. «¿Estás en la Universidad?», le preguntó, pero no mostró mayor interés por la vida de ella una vez que le hubo contestado. El estilo de baile en Coconut Grove era enérgico y las pisotadas hacían salir de las maderas una especie de polvillo de talco. Las luces parpadeaban, como si fuera el atardecer. Cumplidamente, de vez en cuando, el rostro del acompañante de Kathy —que se llamaba Manny, tenía una nariz esponjosa y mostraba unos dientes pequeños y muy separados en su amplia sonrisa— se le acercaba a través de esa brillante polvareda para bailar con ella. Bailaba con todas las chicas por turnos, sacándolas y devolviéndolas al círculo con evidente alegría y una feliz ausencia de discriminación. En los intervalos, otros muchachos de la fiesta sacaron a bailar a Kathy; a veces, otro más osado, de otra fiesta, llegaba, pasaba sus ojos por las chicas y escogía una al azar, sólo para demostrar su desenvoltura. Kathy se sentía indefensa. Aquí y allá había chicas que no pertenecían al grupo, muchachos que daban vueltas en plan de caza simplemente porque había que bailar con una chica.
Un muchacho y una muchacha se sentaron con las manos apenas cogidas y se levantaban de vez en cuando para bailar, sin perder ese tenue lazo que les unía. También hablaban. Se oían carcajadas y algunos duelos verbales en la mesa donde se sentaba Kathy. Pero ella se dio cuenta de que apenas había hablado en toda la noche. Cuando volvió a casa y se metió en la cama sigilosamente, en la oscuridad, para no despertar a su madre, estaba sin aliento de bailar durante toda la noche, se sentía como si hubiese recorrido una larga distancia, a solas, sin más compañía que algunos fragmentos de voces recordadas.
Hizo todo lo que hicieron los demás, despertándose cada día como si tuviese que asumir una tarea. Había olvidado cuánto deseaba aquellas vacaciones; eso pertenecía a otra vida. Había desaparecido, tan cierto como el mar acostumbraba a irse. Él mar era un choque de inmersión en agua fría, nada más, en la mañana de arena caliente, de cueros pegajosos, humo de cigarrillos, risas y bromas. Pero en su interior había algo perturbador, parecido a la sensación de espesor que se tiene cuando no se puede saborear nada debido a un catarro. Deseaba romper el automatismo con que realizaba los gestos de placer. En ella había una desesperada necesidad de ser joven, de conseguir, y no simplemente fingir, lo que se esperaba de ella.
La gente entraba y salía de la vida del hotel, y su marcha pasaba casi inadvertida. Les sustituían otros iguales o que llegarían a serlo, tal como los que se prestan a la ejecución de un rito habitan una personalidad y unas acciones conservadas en la inmutable continuidad del propio rito. Estaba tumbada en la playa, en medio de una multitud, cuando un joven, dejándose caer a su lado, torció rápidamente la cabeza para ver si le había echado arena en el rostro, pero sin hablarle. Ella le había visto un par de veces antes; hacía dos o tres días que se hospedaba en el hotel. Era uno de esos jóvenes que llaman la atención; apenas se sentaba, fumando indolentemente, abordando a alguna chica con exagerados piropos y suprema indiferencia, se levantaba de pronto para dejarse caer en otro grupo. Y se le veía manejarse con esa misma desenvoltura e intimidad, de manera que los del primer grupo se sentían a la vez desairados y llenos de admiración. Él no dependía de nadie; regalaba o retenía su presencia según su antojo, y los ánimos de cualquier reunión se animaban un poco cuando estaba él, simplemente porque su presencia era siempre inesperada. Había perfeccionado el arte, de moda entre los chicos ese año, de convencer a una chica de que era su preferida, de que estaba «loco por ella», y luego, en el momento en que ella se lo tomaba en serio, destruía su confianza con una mirada o una frase para que se diera cuenta de que eran imaginaciones suyas.
Kathy no se sorprendió de que no le hablara; sabía perfectamente que ella no pertenecía a esa clase de chicos y chicas que compartían de verdad la vida, aunque hacia afuera parecía como si todo el mundo participara. Iba a hacer mucho calor ese día, el mar había adquirido un profundo e intenso color azul, y el cielo, ese aspecto de gasa de un espejismo. El joven, que estaba parcialmente de espaldas a ella, llevaba un bañador mojado, y ella, tumbada, podía ver, a la altura de sus ojos, cómo iba dibujándose un mapa de salitre que emergía blanco contra la tela azul a medida que esta se secaba. Él estaba enzarzado en una discusión, y sus movimientos hacían que su cuerpo desprendiera un olor a aceite. La discusión concluyó y luego, buscando una nueva distracción, hubo una emigración general hacia el salón de té de la playa, adonde el grupo iba todos los días para tomar unos burbujeantes refrescos de color y bailar, en sus trajes de baño, con la música de un gramófono. Era la desordenada procesión de siempre: «¿No venís, chicos?» —la voz nasal y quejica de una muchacha—. «Espera un segundo, ¿dónde están mis gafas?…». «Vale, pero, hombre, no tienes por qué arrastrarme». «¡Mira lo que has hecho!». «Muchas gracias, pero no quiero más ampollas, sobre todo después de lo de anoche…». Kathy se quedó tumbada mirándoles mientras se iban, siguiéndoles sin prisa. De repente hubo un espacio arenoso ante ella, pisoteado y revuelto, pero vacío. Sintió el calor del sol en su hombro derecho, que hasta entonces había sido protegido por la presencia del joven, que se había levantado para seguir a los demás. Se quedó echada como si no oyera cuando él apareció de pronto ante ella y le dijo bruscamente: «Vamos a dar una vuelta». Los ojos de ella se movían ansiosamente. «Vamos a dar una vuelta», dijo sacando de la boca una pipa vacía que chupaba. Ella se incorporó; dar un paseo era algo que no había hecho antes y no estaba segura de poder hacerlo.
—Sé que te gusta pasear.
Recordó que cuando ella y unos cuantos más entraron renqueando en el hotel la tarde anterior, él estaba en la mesa de recepción, buscando algo en una guía.
—De acuerdo —dijo ella, sumisa, y se levantó.
Caminaron juntos bastante animadamente por la playa. A la orilla del agua hacía más fresco. También hacía más fresco lejos de la parte atestada de la playa, que pronto dejaron atrás. Cada vez que abría los labios para hablar, le entraba una bocanada de aire fresco. Él no perdía el tiempo hablando por hablar, ni siquiera se preocupó por intercambiar los nombres. (A lo mejor, a pesar de su aire de sofisticación, no era lo bastante mayor como para saber hablar por hablar. Kathy sí tenía cierta experiencia, como unas canas prematuras, que no le servían de nada allí, en la playa de Ingaza). Él era una de esas personas cuya conversación es un monólogo interior que de vez en cuando resulta audible para los demás. Había un barco que parecía una etiqueta pegada en el mar, cortado a la mitad por el horizonte, y él empezó a especular sobre ello, su tamaño en relación con la distancia, interrumpiéndose con comentarios de cualquier tipo, escéptico con respecto a sus especulaciones, que a veces no terminaba. Habló de algo que unos anónimos «ellos» habían hecho en el «laboratorio»; ella, aprovechando la oportunidad, entró en la conversación para preguntarle:
—¿Qué haces?
—Voy a ser farmacéutico.
Ella se rio, encantada:
—¡Igual que mi padre!
Pasó por alto esa revelación y prosiguió comparando el funcionamiento de un MG deportivo de gasolina normal con el del mismo modelo con una gasolina especial experimental.
—Es una estupidez —dijo súbitamente, dejando a un lado el tema por frívolo—. Son unos locos dando vueltas sin sentido. ¿Y para qué?
Mientras caminaba iba haciendo un chasquido rítmico con la lengua contra el paladar, siguiendo la melodía de una canción que rondaba su cabeza. Ella le hablaba intermitentemente y con cortesía, pero la única parte de su conciencia alerta percibía marginalmente que él caminaba por aquel trozo de arena resplandeciente y arremolinada sin intentar evitar pisar las docenas de pequeñas criaturas de conchas espirales, que se sumergían rezumantes en el fango cuando se acercaba una sombra.
Llegaron hasta el promontorio rocoso donde terminaba la playa. Las rocas eran rojas y lisas, lomos de bestias benignas con el calor de los siglos; luego, una grieta negra muy abierta, dentada, con conchas en forma de turbantes, tan pequeñas y ásperas como migas, que pasaba por una plataforma rocosa que se inclinaba hacia el mar siseante. Un chiquillo que estaba allí pescando se volvió a mirarles durante unos instantes, tal vez esperando que fueran a ver lo que había cogido. Pero al llegar a la grieta, el acompañante de Kathy se detuvo y se fijó en ella; parecía que le ocurriera algo; hubo una leve sugerencia de pausa, y el reflejo de una sonrisa ablandó la comisura de su boca. La levantó en vilo con cierto esfuerzo y la pasó al otro lado. Cuando la dejó en el suelo, ella observó sus ojos despreocupados y, bajo su mirada, se transformaron asumiendo la expresión protectora y preocupada de una persona mayor que ha levantado a un niño en el aire. La siguiente vez que llegaron a un obstáculo, él se detuvo de nuevo, estirando su cabeza como si se tratara de una seca orden, y la volvió a levantar, aunque ella podía haber franqueado el boquete por sí sola. Esta vez se echaron a reír y ella examinó su brazo cuando él la soltó.
—Es horrible cuando te cogen así, sin avisar.
Se sintió repentinamente a gusto y quiso quedarse entre los charcos de las rocas, metiendo los dedos en el agua templada a la busca de algas y estrellas de mar, que sentía al tacto, como se atrevió a decirle, exactamente como la lengua de un gato.
—No me hago idea —dijo con cierta amabilidad—. No tengo gato. Vámonos.
Y volvieron hacia la playa. Pero ante cualquier cosa que pudiera parecerse a un obstáculo, la levantaba sin cuidado y la ponía a salvo. Él no volvió a reír, ni ella tampoco; parecía un juego muy serio, caballeresco. Cuando bajaron de las rocas, ella entró corriendo en el agua, se lanzó contra una ola y luego volvió en volandas hacia él, con los habituales tiritones y chillidos, quejándose del frío. Él la pasó la palma de la mano por su espalda desnuda y dijo con desagrado:
—¡Ah! ¿Por qué has hecho eso?
Y así volvieron a la parte habitada de la playa y tomaron el sendero hacia el hotel, volviendo lentamente a aquel estado de anonimato, a esa proximidad sin contacto que pertenecía a la multitud. Lo que era cierto es que ella no sabía su nombre y no quería preguntárselo. Sin embargo, cuando pasaron delante del salón de té de la playa y oyeron el arrastrar de los pies desnudos y arenosos que acompañaban el gemido de una canción, tuvo una repentina visión amistosa de los bailarines.
Después del almuerzo era el único momento en que los jóvenes se adueñaban de la terraza. Los adultos estaban echando la siesta. Había una ley escrita que prohibía que los jóvenes durmieran la siesta; admitir que se tenían ganas de dormir hubiera sido perder la idoneidad para pertenecer al grupo de los jóvenes.
—¿Estás loco, o qué? —la enervación producida por haber estado expuestos al sol durante el largo y caluroso día proseguía sin remisión.
Hacía tanto calor, incluso a la sombra, en la terraza, que parecía aumentar la gravedad; las piernas se estiraban con más peso del habitual sobre las sillas de enea, los pies descansaban pesadamente como los pies monolíticos de ciertas estatuas. El joven se sentó junto a Kathy, encendiendo constantemente su pipa; no sabía si se aburría con ella o si buscaba su compañía, pero ahora le hablaba con monosílabos, y su laconismo era el propio de una larga familiaridad. Pasearon distraídamente por el jardín, donde el calor era aún peor. Había buganvillas, como las de su casa, en el Transvaal Oriental —un cúmulo grande y áspero de púrpura, flores como de papel, sin olor ni textura, un simple color de vidriera a través del cual la luz brillaba con violencia—. Tres jóvenes pasaron, balanceando sus raquetas y con los ojos entrecerrados, hacia las canchas de tenis. Alguien gritó:
—¿Habéis visto a Michy y a los otros?
Luego, la terraza y el jardín quedaron desiertos. Él estaba tumbado con los ojos cerrados sobre la áspera hierba y acariciaba su mano —sin darse cuenta, según ella creyó entender—. Nadie la había acariciado antes, pero no se alarmó porque le pareció un gesto de lo más sencillo, como tocar a un gato o a un perro. Ella y su madre eran grandes lectoras de novelas y sabía, por supuesto, que había una gran variedad de caricias —de los cabellos, los ojos, los brazos y hasta los pechos— y una inmensa gama de sentimientos relacionados con ellas. Pero esa sencilla caricia la resarcía del calor; tenía tal calor que no era capaz de respirar con los labios cerrados, y en su rostro había una sonrisa de verdadero sufrimiento. El zumbido de una mosca alrededor de su cabeza, el movimiento de una hormiga roja de largas patas sobre la tierra rojiza, bajo la hierba, le hizo darse cuenta de que no había voces ni personas cerca; sólo la doble presencia de ella y el desconocido que respiraba a su lado. Él se apoyó en el codo y rápidamente puso sus labios entreabiertos en la boca de ella. No le dio tiempo a sentir sorpresa ni timidez, porque la retuvo con su boca húmeda y calurosa; su instinto de resistir el beso con alguna parte de sí misma —la inhibición, la inexperiencia— se apagó con la primera onda de su impulso, quedó sofocado y perdido en la calidad derretida e ilimitada del ser físico en una tarde calurosa. El sabor salado que le había dejado el beso… era el sudor que estaba en los labios de él o de ella; la mejilla de él, con su punta de aspereza bajo la superficie, se pegó a su mejilla tal como se adherían las dos superficies de su propia piel al encontrarse. Cuando él se levantó, ella hizo lo mismo obedientemente. El aire parecía cerrarse entre los dos. Él le echó un brazo sobre los hombros —era pesado e incómodo, y le hizo doblar la cabeza— y la fue llevando por el camino hacia la parte del hotel.
—Vamos —dijo él, con una voz apenas perceptible, cuando apartó el brazo al llegar a la oscura arcada de la entrada. La súbita sombra le hizo respirar hondo. Ella se detuvo.
—¿A dónde vas?
Él le dio un empujoncito impaciente.
—Adentro —dijo él, mirándola.
El brusco paso de la luz a la sombra afectó a su visión; veía espirales y manchas, y su corazón latía pesadamente. Én algún lugar hubo un momento de inquietud; pero un impulso de despliegue, el ciego girar de una margarita hacia el sol, hizo que ella siguiera tranquilamente con él por el pasillo, bajo su influencia: su primera inhalación de la fuerte droga que era la voluntad de otro.
Al llegar a un pasillo de puertas oscuras, él miró rápidamente a izquierda y derecha, luego abrió con sigilo una puerta y le hizo una señal para que entrara. Él se deslizó detrás de ella y encajó el anticuado cerrojo en su sitio. Una vez hecho, ella le lanzó una pequeña sonrisa de aventura y complicidad. La habitación era pequeña y estaba vacía, no como la que ella compartía con su madre. Esa era el ala antigua del hotel y era verdad que las ventanas de guillotina no daban al mar, aunque las desaliñadas cortinas a rayas estaban cerradas. La habitación olía ligeramente a zapatos usados y a esos otros olores varoniles, fríos y rancios, de colillas y camisas planchadas; era asombroso que existiera, tan oscura y olvidada, en el corazón del hotel, que recibía lo peor de un sol abrasador. Sin embargo, ella apenas la vio; no tuvo oportunidad de lanzar un vistazo, ya que una sensación de curiosidad se apoderó de ella, como un movimiento que la atrajera hacia la tierra. Él se colocó frente a ella, sus muslos desnudos tocándose bajo los pantalones cortos, y la besó una y otra vez. La boca de él era diferente, era fría, y ella la sentía, deliciosamente, separada de la suya. Tuvo conciencia de una sensación de lo más extraordinario; sus pequeños pechos, que ella nunca había pensado que tuvieran una especie de vida propia, fueron repentinamente habitados por dos árboles de sensaciones que se debatían, luchando por emerger, abriéndose y derramándose hacia cada pezón. ¡Y la sensación procedía de los labios de él! ¡De sus labios! Esa persona con la que había hablado por primera vez esa mañana. ¡Qué pálidas y lentas eran las emociones engendradas por otras personas durante sus años de infancia comparadas con esto! Has perdido el mar, sí, pero encontraste esto. Cuando él dejó de besarla, ella siguió su boca como un ternero que busca leche.
De pronto él hincó su pesada rodilla entre las de ella. Fue un movimiento tan agresivo como si la golpeara. Ella lanzó una exclamación de sorpresa y se echó atrás en los brazos de él. Era ese tipo de exclamación que, en el contexto de situaciones a las que ella estaba acostumbrada, provocaban una solícita disculpa, un igualmente sobresaltado «¡Lo siento! ¿Te he hecho daño?». Pero esa vez no hubo disculpas. El hombre luchaba con ella; no le importó que el hueso grande de su rodilla le hubiera hecho daño. Lucharon torpemente; él la empujó para atrás y ella cayó sentada en la cama. Él quedó frente a ella, congestionado y con los ojos ardiendo, contenido en una órbita de atracción tan intensa como el color de una flor, y dijo con voz práctica y reservada:
—Tranquila. Sé lo que hago. No tienes por qué preocuparte.
Él se acercó a una cómoda mientras ella continuaba sentada en la cama, como una paciente en la sala de espera de un médico: tenía una idea en la cabeza. Se levantó y descorrió el cerrojo.
—Oh, no —dijo, sintiendo todo el horror del prosaísmo que la rodeaba—. Me voy ahora mismo.
La nuca del desconocido se volvió bruscamente. La miró de frente, sonriendo con exasperación, burlándose de sí mismo.
—Lo sabía. Sabía que esto iba a ocurrir.
Se acercó y los besos, que ella intentó evitar, cubrieron su rostro.
—¿Por qué diablos has venido aquí, si se puede saber, eh? —la dejó marchar con desagrado.
Ella salió del hotel y corrió por el jardín hasta la playa. El resplandor del mar le golpeó a derecha e izquierda, en ambos lados del rostro, que sentía magullado y desfigurado por la experiencia de su pasión. No podía volver a su habitación porque estaba allí su madre; la idea de su madre la ponía furiosa. No pensaba en absoluto en lo que había pasado; se sentía dominada por la idea de su madre, tumbada y durmiendo en la habitación con una novela abierta en la cama. Marchó dando tumbos por la pesada arena, hasta las rocas. Allí abajo, solamente se veía la figura de un chiquillo que desenterraba cosas de la arena mojada y las metía en una lata. Ella se hubiera escapado de cualquiera, pero el chiquillo no contaba; cuando llegó a su altura, a unos diez metros, él guiñó un ojo contra el sol y le lanzó una sonrisa de medio lado. La saludó con la lata.
—Voy a probar si valen como cebo —dijo—. ¿Ves esas cosas pequeñas?
Ella afirmó con la cabeza y siguió andando. Pronto el niño la alcanzó, atenuando su paso para darle conversación. Pero siguieron andando por la arena, que la marea baja había dejado tan lisa como una cancha de tenis, y él no dijo nada. Andaba con firmeza, haciendo ruido con los talones.
Por fin dijo:
—Era yo el que estaba pescando en las rocas esta mañana.
—¿Ah, sí? —dijo ella con esfuerzo—. No te reconocí. ¿Pescaste algo? —añadió al cabo de un momento.
—No mucho. No ha sido un buen día.
Cogió una concha en espiral de su lata y la criatura que había dentro asomó su cuerpecillo ondulante como si fuera una bandera.
—Voy a probar con estos. No se pierde nada por probar.
Tenía unos nueve años y era delgado y fuerte; sus cabellos y su rostro estaban cubiertos por una fina película de sal hasta las cejas. Estaba exactamente en la etapa de la lejanía equidistante: había olvidado el regazo de su madre y aún no sabía que su voz se iba a quebrar, ni que pronto le despuntaría la barba. Ella tomó una de las espirales y la criatura se plegó y se desplegó en torno a sus dedos. Él cogió la mayor.
—Te apuesto que ganaría esta si echáramos una carrera —dijo.
Se acercaron al agua y posaron las criaturas cuando el chiquillo dijo la palabra «¡Ya!». Cuando las criaturas desaparecieron bajo la arena, ellos las desenterraron con los dedos de los pies. Avanzando de ese modo llegaron hasta las rocas y comenzaron a vadear los charcos. Él le enseñó un cangrejo ermitaño que tenía ojos azules; a ella le pareció la cosa más encantadora que había visto nunca y se puso a hurgar hasta que encontró uno igual. Colocaron sobre las rocas cinco estrellas de mar de colores diferentes, y discutieron los distintos métodos para secarlas; el chiquillo quería llevar una especie de colección a su clase de ciencias naturales. Al cabo de un rato, él recogió su lata y dijo con un suspiro de responsabilidad:
—Bueno, ya es hora de que siga pescando.
Desde la cima de una roca especialmente alta, se volvió y la hizo un saludo con la mano.
Ella volvió hacia el hotel caminando por la orilla del mar. En la habitación, su madre esparcía colonia por el frente de su vestido.
—Querida, te asarás viva si sigues yendo a esta hora a la playa.
—No —dijo Kathy—. Ya estoy acostumbrada.
Cuando su madre salió de la habitación, Kathy se sentó ante el tocador para cepillarse el pelo, y al pasar la lengua por sus labios resecos, probó, no el salitre del mar, sino el sudor; fue como un deprimente recuerdo. Corrió al cuarto de baño a lavarse la cara.
Las Navidades fueron distorsionadas como a través de una gruesa lente, por un calor hinchado y ondulante. Los colores de los gorros de papel se desteñían sobre las frentes sudorosas. Los hombres comieron pudin flambeado en mangas de camisa. Las moscas se posaban sobre la nieve de oropel del árbol de Navidad.
Bailando en el mismo salón la Nochebuena, Kathy y el joven se ignoraron mutuamente con la recién estrenada complicidad de los adultos. Noche tras noche, Kathy bailó y no le faltaron compañeros. Aunque la señora Hack no presumiera de ello, los vestidos nuevos fueron un éxito. Ninguna chica tenía mejor aspecto.
«K. se lo está pasando en grande», escribió la señora Hack a su marido. «Está en todo. Ya ha salido de su concha».
Desde luego, Kathy ya no esperaba una señal; había descubierto que eso era lo que significaba ser joven, por supuesto, exactamente esa vida en compañía de los demás que siempre había vivido, qué tonta había sido por no darse cuenta. Allí estaba. Y una vez que te metes en eso, no tienes más que seguir. Aplaudes y abucheas con los otros en los concursos de talento de los sábados por la noche, haces como que tiras arena con el pie a la cara de los chicos cuando te silban; vas medio aplastada en un automóvil atestado, aúllas canciones mientras te llevan y sabes que no debes dejar que las cosas vayan demasiado lejos con el chico (sobre cuyas rodillas vas sentada) que quiere propasarse, aunque le dejas que te coja la mano en plan de adoración. Para esto la piel se te endurece igual que se te broncea; y todos estaban morenos, de una tez más clara o más oscura, homogeneizados para formar una nueva raza curtida por la rigurosa exposición cotidiana a un sol abrasador. La única necesidad que tenía durante esos días era, al parecer, estar donde estaba la pandilla; así que la cuestión de qué hacer y cómo sentirse se resolvió por sí misma. El grupo estaba desanimado o alegre; querían organizar un concurso de belleza o ir a la playa a medianoche para tomar sandías.
Una tarde, alguien organizó una excursión a un pequeño lugar de veraneo a unas cuantas millas costa arriba. Era esa clase de excursión en que se permitía participar a los hermanos y hermanas aún pequeños a formar parte de la pandilla; hasta se juntaron sin más unos cuantos niños. El lugar era raro, con una cascada medio escondida, como una cuerda de cristal, y grandes hileras de rocas prominentes que se extendían, cada vez más altas, sobre una laguna negra; el sol nunca llegaba al agua. Al otro lado, donde el mar entraba en la laguna con la marea alta, había una playa abierta y allí se instaló la inquieta emigración de la playa de Ingaza. Allí, hasta la arena era fresca; Kathy sentía su suavidad en los pies mientras luchaba contra los pantalones cortos y la blusa que había llevado sobre el bañador durante la caminata. Nadó con seguridad, metiéndose bajo el agua cuando la superficie comenzó a estallar por todos lados con el impacto de los cuerpos de los muchachos, que habían trepado hasta la punta de las rocas más fáciles para zambullirse en el agua. Nadaban bajo el ancho techo de roca y miraban para arriba; había plantas trepadoras y la parte de abajo de las rocas era blanquecina, resaltando contra la negrura manchada de orín, con los excrementos de las golondrinas que se deslizaban por los salientes como los murciélagos. Kathy llamó a alguien desde allí y su voz volvió vibrando hacia ella:
«¡… hola!». Los nadadores volvieron pronto a la arena, mojados e inquietos, para comer chocolate y fumar. Un camarero indio había traído refrescos fríos del pequeño hotel que daba a la playa; dos chicos enterraron a una chica hasta el cuello en la arena; alguien salió del agua con un dedo del pie sangrando, cortado por una roca. Unos cuantos se fueron de exploración; había siempre un grupo haciendo el payaso en el agua y unos cuantos más tumbados en la arena, charlando. Kathy estaba en ese grupo cuando uno de los jóvenes se acercó con las manos en las caderas, los labios estirados pensativamente sobre los dientes, y preguntó:
—¿Habéis visto al niño de los Bute por aquí?
—¿Qué niño? —preguntó alguien.
—Un chiquillo de unos diez años que llevaba un bañador verde. El hermano pequeño de Libby Bute.
—Ah, ya sé quién es. No tengo ni idea; todos los pequeños estaban jugando por las rocas hace un momento.
El joven se puso a mirar de un lado a otro de la playa.
—Nadie sabe dónde se ha metido.
—Todos los pequeños estaban por ahí hace un minuto.
—Ya lo sé. Pero no le encontramos. Los pequeños dicen que no saben dónde se ha metido. A lo mejor se ha ido a pescar. Pero Libby dice que le hubiera avisado. Tenía que avisarle si se iba por ahí.
Kathy hacía agujeros en la arena con el índice.
—¿Es el chiquillo que pesca en las rocas al final de nuestra playa?
—Sí. El hermano pequeño de Libby.
Kathy se levantó y miró a la gente, a la laguna, como si intentara reinterpretar lo que había visto antes.
—No sabía que estuviera aquí. No recuerdo haberle visto. ¿Estaba con los chiquillos que jugaban con los nidos de los pájaros?
—Eso es. Estaba ahí.
El joven hizo un pequeño movimiento con los hombros y se marchó para ir hacia un grupo más alejado. Kathy y sus compañeros siguieron hablando de otra cosa. Pero de repente se produjo una agitación en la playa, una agitación creciente. Unos se levantaron, otros salieron del agua. El joven volvió apresuradamente:
—No le encuentran —le oyeron decir al pasar.
La gente comenzó a pasar de un grupo a otro, recogiendo suposiciones, esperando novedades. En el centro de un grupo inquieto, solícito y mandón, estaba Libby Bute, una muchacha morena de manos largas y piel fea, vacilando insegura entre la molestia y el temor.
—Supongo que el pequeño se ha ido por ahí a pescar sin decirme una palabra. No sé. No quiere decir nada que no se llevara sus cosas para pescar, siempre lleva con él un trozo de cuerda y un par de imperdibles.
Nadie dijo nada.
—Ya volverá —dijo. Y después miró a todos.
Una hora después, cuando el sol empezaba a ponerse desde el cénit de la tarde, aún no le habían encontrado. Todos le buscaban con una extraña concentración, como si, en la mente de cada uno, una respuesta, el recuerdo de donde estaba, estuviera a salvo, con tal de llegar hasta allí antes de que sobreviniera el momento del temor, como la duda, como el rocío que se forma en frío. Kathy Hack se encontró frente a frente con él. Ella iba gateando por el primer reborde de la roca, porque pensaba que podía habérsele metido en la cabeza entrar en una especie de cueva detrás de la cascada y haber quedado atrapado, incapaz de salir y de que alguien le oyera. Miró hacia el agua y vio un destello de luz bajo la superficie. Se puso en cuclillas y se lo encontró mirándola, a menos de un pie bajo el agua, allí donde, cubriendo apenas su rostro, se reflejaba dorada sobre sus profundidades de color turba. El agua era muy profunda allí, pero él no había ido muy lejos. Yacía sujeto por la roca apenas sumergida que le había golpeado en la parte posterior de la cabeza al caer hacia atrás en la laguna. No le impresionó; tan sólo lo reconoció. Fue como si él tuviera un dedo en los labios, reteniéndolos allí para que ella no le delatara. El agua se movía, pero él no; sólo una parte de sus cortos cabellos se mostraba obediente, inclinándose con la corriente, como lo hacía la barba verde de la roca. Parecía absorto, como debía estarlo en lo que hacía cuando cayó. Ella le miró, le siguió mirando durante un minuto y luego volvió a la orilla y siguió buscando. Al cabo de un rato, otro le encontró, y Libby Bute estaba tumbada en la playa, gritando, con la saliva y la arena pegadas a la boca.
Dos días después, cuando todo hubo terminado —los huéspedes del hotel habían reunido más de nueve libras para comprar una corona, y el cadáver había sido enviado en tren a Johannesburgo—, Kathy le dijo a su madre:
—Quiero volver a casa.
Aún les quedaba otra semana de vacaciones.
—Ya sé —dijo la señora Hack con rápida compasión—. Yo siento lo mismo. No puedo dejar de pensar en ese pobrecito. Pero la vida tiene que seguir, cariño, no se puede cargar con los problemas del mundo. Bastantes problemas tiene ya una, créeme.
—No es eso —dijo Kathy—. Es que no me gusta este sitio.
La señora Hack se sentía muy cómoda y le hubiera gustado pasar una semana más. Pero le pareció que había una prueba de superioridad innegable en la gran sensibilidad de su hija, una superioridad a la que no podía renunciar. Explicó al dueño del hotel y a las otras madres que tenía que marcharse, eso era todo: Kathy estaba demasiado trastornada por la muerte del pequeño desconocido como para seguir disfrutando de sus vacaciones como hasta entonces. Muchos podrían hacerlo, por supuesto, pero no Kathy. Ella era de otra clase, ¿y qué podía hacer su madre?
En el tren, al volver a casa, no fueron en un departamento para ellas solas, y en seguida la señora Hack explicó a su compañera de viaje —en voz baja, casi entre dientes, para no perturbar a Kathy— cómo aquellas maravillosas vacaciones habían sido destrozadas por aquel suceso tan espantoso.
La muchacha la oyó, pero no sintió ningún deseo de decirle a su madre —sabía que nunca tendría necesidad de contárselo a nadie— que había tenido una certeza desde el momento en que miró para abajo en la laguna: aquella visión fue el único acontecimiento real de sus vacaciones, la única verdad y la única belleza.