ALGO PARA IR TIRANDO

Pensó en ello mientras hablaban de otras cosas, pero lo cierto es que ella no le ayudó en absoluto. Mientras pasaba la mano por la arista del hueso que había detrás del borde de su oreja infantil, del color amarillo-marrón, y subía sus dedos suavemente por los cabellos de la nuca, como si estuviese buscando un síntoma, ella no dijo nada. Sin embargo, estaba escuchando muy atentamente; cuando él calló al final de una suposición o una sugerencia, el silencio de ella hacía que la pausa no fuera decisiva. Tuvo que reanudar lo que estaba diciendo y llevarlo… ¿a dónde?

—«Queremos darte otra oportunidad, pero tú no nos dejas» —imitó él, y dio un chasquido fuerte y gutural, medio irritado, resentidamente gracioso. Por fin sabía que no era porque los hermanos Kalzin fueran judíos por lo que había perdido su trabajo, sino simplemente porque lo había perdido; el acento del señor Solly le pareció de pronto irresistiblemente vulnerable. Había salido de la cárcel tres días antes, después de pasar tres meses preso, a la espera de ser juzgado en un caso político que fue suspendido— él era uno de los que no aceptó salir bajo fianza. Había estado en la cárcel tres o cuatro veces desde 1952; su esposa, Ella, y los hermanos de Kalzin estaban ya acostumbrados. Hasta entonces, sus patronos le habían guardado siempre el puesto hasta que salía. Importaban porcelana y cristal, y él era el empacador principal de un equipo de hombres negros que tenían a su cargo el departamento de envíos.

—Bueno, qué más me da. Ya encontraré otra cosa, ¿no?

Ella dejó el ensimismado examen de la superficie de su piel durante un momento y se encogió de hombros, mirándole. Él sonrió. Los ojos de ella aflojaron su presión como manos que sueltan lo que tienen aferrado. Las puntas de sus uñas presionaban pequeñas imperfecciones en la piel de su nuca. Él se tomó el té y cogió unos trozos de pan para empaparlos; luego se fijó en una lata de sardinas que ella había abierto y rebañó el pálido fondo de aceite en el que flotaban vetas dentadas de plata. Ella le ofreció más té sin decir palabra.

Vivían en una de las tres habitaciones de una casa decente que pertenecía a otra persona; era mejor así, ya que él, con frecuencia, tenía que estar fuera durante largas temporadas. Ella trabajaba en una fábrica de calcetines de punto; no había nadie en casa para cuidar de su única hija, así que la niña vivía con su abuela en una aldea polvorienta y pacífica, a un día de viaje en tren desde la ciudad.

—Me pregunto a qué oportunidades se refieren —dijo él como si no tuviera importancia—. Ya te lo puedes imaginar. Supongo que no me van a dar un despacho con mi nombre en la puerta.

Le habló como si a ella le fuera a hacer gracia la broma. Ella sabía, cuando se casó con él, que era un político; se había sentido orgullosa de él porque no quería nada para sí mismo, a diferencia de los otros jóvenes que conocía, sino todo para el pueblo. Se animó, bajo su influencia, a cambiar la propia conciencia de muchacha negra por la conciencia de pertenecer al pueblo. Sabía que no todo era una limosna, un privilegio conseguido mediante artimañas, una baratija de la que uno se puede apropiar. Ella nunca conseguiría nada de él.

La mano de ella siguió tanteando la piel, como si fuera a llegar pronto, ansiosamente, al defecto, a la enfermedad, a la prueba de que algo malo le pasaba; porque, ese sábado por la tarde, todas las cosas que ella sabía la habían abandonado. Había dejado de entender. Todo lo que podía comprender era la habitación, la niña que crecía lejos, en una casa de barro, y el hecho de que él no podía conservar su trabajo si seguía ausentándose cada dos por tres durante semanas enteras.

—Me parece que debo ir a ver a Flora Donaldson —dijo. Flora Donaldson era una mujer blanca que había puesto un despacho para ayudar a los presos políticos—. Cuanto antes, mejor. Tal vez me pueda encontrar algo para el lunes. Estamos a principios de mes.

Se llevaba bien con aquella gente. Ella había conocido una vez a Flora Donaldson; era una bonita mujer blanca, parecida a una de esas mujeres blancas que mandan automáticamente un rostro negro a la puerta de servicio, sólo que ella no parecía darse cuenta de que era blanca y tú negra.

Él tiró de la cortina que colgaba en un rincón de la habitación y sacó su traje. Era un traje ligero, del tipo que suele relacionarse con los veraneantes en los anuncios de ropa norteamericana; al ponérselo con un sombrero gris de ala estrecha calado ligeramente hacia atrás ofrecía un aspecto juvenil, nervioso, como uno de esos hombrecitos que cantan y se menean delante de un micrófono, y cuya ropa los admiradores intentan tocar como si fuera un talismán.

Él le dio un beso de despedida obligándola a bajar, como si fuera una defensa, lo que estaba cosiendo. Ella había quitado los platos de la mesa, para colocar la máquina de coser, y él vio que los trozos de tela que estaban sobre la mesa eran las piezas de un vestido de niña. Habló de repente:

—¿Y qué pasará cuando los próximos patrones se cansen de ti?

—Cuando se cansen de mí, buscaré otro trabajo; eso es todo.

Ella hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, muy lento, y su mano volvió a tocarse el cuello.

—¿Quién era? —preguntó Magde Chadders.

Su marido había salido al vestíbulo para contestar al teléfono.

—Flora Donaldson. Me gustaría que explicaras a esa gente exactamente qué clase de fábrica tengo. Es de lo más incómodo. Está intentando encontrar algún trabajo para un tipo, un empacador cualificado. No hay ningún trabajo para un empacador en mi taller, ningún trabajo cualificado que hagan los negros. ¿Qué le puedo ofrecer a ese hombre? Dice que está desesperado y dispuesto a trabajar en cualquier cosa.

Magde tenía las piezas rotas de un cuenco sobre un periódico, encima de la alfombra persa.

—¡Cuidado con el pegamento, querido! Ahí, junto a tu pie. Bueno, siempre es mejor algo que nada. Supongo que es una persona relacionada con el caso de sedición de Soganiland. Tres meses de su vida echados a perder, a la espera de un juicio, y ahora los echan a la calle y que se las arreglen como puedan.

William Chadders no había tenido nunca un amigo negro, ni se había mezclado con gente de color fuera de la relación amo-criado, hasta que se casó con Magde. Pero sus opiniones sobre la inmoralidad y el absurdo de la discriminación racial eran firmes; ella pensaba, con frecuencia, que más firmes que las suyas, porque se apoyaban en la autoridad impersonal de una cierta familiaridad con las opiniones de los grandes pensadores, santos y filósofos, con la historia, la economía, la política, la sociología y la antropología. Ella únicamente sabía lo que sentía. Y siempre hacía algo, inmediatamente, para expresar sus sentimientos. Nunca medía la pequeñez de su protesta personal contra el sistema al que se oponía: había participado, con Flora y otras ochocientas mujeres negras, en una manifestación contra la obligación de llevar pases las mujeres africanas; fuera de la universidad, donde había estudiado, permaneció entre cartelones con mensajes de protestas porque se había aprobado una ley que impedía el acceso a cualquier estudiante que no fuera blanco; tuvo viviendo en su casa durante tres meses a un joven africano que quería escribir y no tenía tranquilidad ni espacio para ello en su reserva. No se paraba a considerar el alcance de las cosas que hacía, y si otros se lo señalaban y sugerían que ya era tiempo de que se decidiera a ponerse del lado de la política o del de la filantropía, no le molestaba, sino que contestaba abiertamente que había tan pocas cosas que se pudieran conseguir, que simplemente aprovechaba cualquier oportunidad para demostrar su indignación ante la discriminación racial. Cuando se casó con William Chadders, sus amigos pensaron que se acabarían sus actividades de protesta; subestimaron no sólo a Madge, sino también a William, quien, aun siendo un acaudalado hombre de negocios, era tan partidario de la libertad absoluta del individuo como cualquier bohemio. Además, no era tan tonto como para querer transformar a la persona que le había fascinado tal como era.

Ella influyó sobre él; y no al contrario; ella, por supuesto, no dudaría en intentar transformar a alguien (¿por qué no?, habría dicho asombrada: siempre que sea para mejor…). La actitud que intentaba cambiar era a sus ojos algo con existencia independiente, y no una simple célula en el organismo de la personalidad, cuya entera estructura tendría que reagruparse alrededor del cambio. Tenía la osadía necesaria para ser inconsciente ante tales consecuencias.

William, por supuesto, no llevaba pancartas por las calles; trabajaba desde arriba, entre sus principios, precedentes históricos y necesidades económicas, pero los trasladaba de la teoría a la práctica de una forma anónima, ambiciosa y entre bastidores. Era el cerebro y aportaba buena parte del dinero en un proyecto para conseguir que los africanos tuvieran un poder económico más allá de la mera capacidad de consumo, mediante la implantación de una compañía financiera y una empresa de inversiones completamente africanas. Varios amigos políticos de Magde, tanto blancos como negros (al igual que sus actividades, sus amigos eran una mezcla: unos, políticos; otros, filántropos), estaban convencidos de que era poner la carreta de la clase media delante del caballo proletario, pero la mayor parte de los dirigentes africanos estaban a favor del intento, como un apoyo esencial a los movimientos populares a otros niveles: algo con lo que se podía contar al margen del carácter imprevisible de las masas.

A veces, a Magde le hacía gracia pensar que William, al hacer alguna propuesta en alguna reunión en la Sala del Consejo, quince pisos sobre el nivel de la calle, podía conseguir en cinco minutos más que ella en todos sus días con sus actividades —desde seleccionar ropa vieja hasta imprimir manifiestos o llevar a la gente en automóvil durante un boicot a los autobuses—. Sin embargo, eso no vaciaba de significado su vida; sabía que tenía que ver, tocar y hablar con la gente para preocuparse de ella, eso era todo.

Antes de cambiarse de ropa para salir esa noche, terminó de pegar el jarrón chino y se lo enseñó muy contenta. Para ella estaba entero de nuevo. Era uno de un par que tenían que estar juntos, y cuya unidad ilustraba ciertos conceptos filosóficos. William los había comprado hacía mucho tiempo en Londres; para él, el juego estaba estropeado para siempre. No le dijo nada, pero estaba pensando en los jarrones cuando ella le dijo, al arrancar:

—¿Verás a ese hombre el lunes?

Él cambió de marcha deliberadamente, intentando seguirla y dejar de pensar en lo suyo. Pero ella dijo:

—El hombre que va de parte de Flora. ¿Cómo se llama?

Él abrió la mano sobre el volante, indicando que no se acordaba.

—¿Lo vas a ver tú mismo?

—Tendré que dejárselo al capataz para que le busque algo —dijo.

—Sí, ya lo sé. Pero tú también lo verás, ¿no?

La ansiedad de la voz de ella le hizo sentir un gran afecto. Él se volvió y sonrió recelosamente:

—¿Por qué?

Ella se sintió incómoda ante su indulgencia. Dijo, franca y lisonjera:

—Sólo que lo veas. Ya sabes. Que se dé cuenta de que te preocupas por él y que sabes que el trabajo no vale mucho.

—Muy bien —dijo él—. Lo veré yo mismo.

Quedó con ella en la ciudad después de salir del trabajo, el lunes, y fueron a la inauguración de una exposición de pintura, a cenar y al teatro con unos amigos. Él no había estado en casa en todo el día hasta que volvieron pasada la medianoche. Era una noche veraniega; se sentaron durante unos minutos en la terraza, donde aún quedaba cierta tibieza del calor diurno, que emanaba de los muros en la oscuridad, y bebieron jugo de lima y agua para apagar la sed que el vino y el teatro atestado les había provocado. Magde dio jadeos y gruñidos de placer por sentirse liberada de las presiones de la compañía y del ruido. Luego se quedó quieta durante un rato; su voz se alzaba de vez en cuando con fragmentos de comentarios inconexos sobre la tarde, el piar ocasional de un pájaro que ya tenía la cabeza bajo el ala en plena noche.

Cuando entraron en la casa se sintieron libres de la tarde. Su vestido negro, sus pendientes y pulseras cayeron como disfraces; se deshizo del personaje y se sentó en la alfombra del dormitorio; al pasar a su lado, él dijo:

—Ah, ese hombre de Flora ha venido hoy, pero no creo que dure mucho. Le expliqué que no tenía la clase de trabajo que buscaba.

—Bueno, ¿qué más podías hacer? —dijo ella inquisitivamente.

—Sí —dijo él con aire de disculpa—. Pero me di cuenta de que no le gustaba mucho la idea. Es para un trabajo de limpieza, que no es lo suyo. Es un tipo inteligente. No me hizo gracia ofrecerle tan poco.

Ella estaba junto al tocador, apilando el contenido de su bolso de mano.

—Entonces, estoy segura de que lo entenderá. Tendrá algo por el momento, querido. No es culpa tuya si no necesitas el tipo de trabajo que él sabe hacer.

—Ya, no va a durar. Me di cuenta de ello. Lo aceptó, pero sólo con un movimiento de cabeza. Se hartará. Probablemente no aparecerá mañana. Tuve que decirle algo también sobre la insignia del Congreso. El capataz vino a verme.

—¿Qué pasa con su insignia del Congreso?

Él se estaba desabrochando la camisa y sus ojos se posaron sobre el periódico de la tarde, que aún no había leído y estaba doblado sobre la cama.

—La llevaba puesta —dijo él distraídamente.

—Lo sé. Pero ¿por qué tenías que hablarle de eso?

—La llevó puesta todo el día en el taller.

—¿Y qué? ¿Qué pasa por eso?

Estaba sentada ante el tocador, con las piernas abiertas, como si se hubiera sentado pesada y repentinamente. No le miraba a él, sino a su propio rostro.

Él apartó el periódico y sacó el pijama de debajo de la almohada. Vulnerable y desnudo, dijo con aire de autoridad:

—No se puede llevar una insignia así cuando estás con los hombres en el taller.

—¡Por Dios! —dijo ella casi aliviada, riéndose, reculando en el límite de la tensión, burlándose para que dejara de mostrarse solemne—. ¿Y por qué no va a poder?

—Porque no puedes tener a una persona que representa claramente a una organización política como el Congreso.

—Pero no está ahí representando nada, está como simple trabajador, ¿no? —en su boca se notaba un movimiento a medias sofocado entre la risa y los nervios.

—Exactamente.

—Entonces, ¿por qué no puede llevar una insignia que muestre su pertenencia a una organización en su vida privada, fuera del taller? No hay reglas que prohíban llevar alfileres de corbata, insignias de clubes o algo por el estilo en el taller, ¿no?

—No, no hay nada. Pero no es exactamente lo mismo.

—Querido —dijo ella—, sí que lo es. El capataz no tiene por qué meterse en si un hombre lleva una insignia del Rotary Club, de Elvis Presley o del Congreso Nacional Africano. Eso es asunto de cada cual.

—No, Magde. Lo siento —dijo William con paciencia—. No es lo mismo. Yo puedo darle un trabajo a un hombre porque simpatizo con la lucha en la que está comprometido, pero no puedo meterle en el taller como hombre del Congreso. No sería jugar limpio con Fowler. No puedo hacerle eso —sonreía mientras caminaba hacia el cuarto de baño, pero su perfil al volverse para entrar por la puerta, era incisivo.

Ella estaba sentada junto al tocador, pasándose el peine, peleando con el pelo enmarañado. Luego descansó su rostro en las palmas de las manos, se miró y se dio cuenta de la curva del hueso como el borde de una concha, en torno a los ojos. Cada uno tiene su indicio de la muerte. Para ella, era sentir el hueso bajo la piel del rostro de cualquier criatura viviente; le traía el mensaje de la calavera. Una vez vaciado de esto, ¡fuera el mundo también! ¡Para lo que vale! Vale mucho, el mundo, se dijo, como siempre hacía —la vida subía por ella como un pez que abre sus mandíbulas para atrapar una mosca—. Vale mucho, suspiró, y se puso de pie.

Fue al cuarto de baño y se sentó en el borde de la bañera. Él yacía allí, en el agua, la barbilla descansando sobre el pecho, y le sonreía. Ella le dijo:

—¿Es porque no quieres que se entere Fowler?

—¡Ah! —dijo él al ver que empezaba de nuevo—. ¿De qué no quiero que se entere Fowler?

—No quieres que tu socio sepa que cuelas negros con ideas políticas en vuestro taller. Impertinentes cafres agitadores. Sobre todo un hombre que ha estado en la cárcel por incitar a la gente a desafiar al gobierno. ¿Cómo se llama? No me lo has dicho.

—Daniel no sé qué. Mongoma o Ngoma. Algo por el estilo.

Una arruga como una herida apareció entre las cejas de ella.

—¿Por qué no puedes recordar su nombre? —prosiguió hablando en seguida—. No quieres que Fowler sepa cómo piensas, ¿no es eso? ¿Tengo razón? ¿Quieres fingir que eres igual que él, que crees qüe los nativos deben estar en su sitio? Quieres fingirlo para que Fowler esté contento. No quieres que Fowler piense que estás loco, que eres un comunista o algo por el estilo; lo que la gente rica y simpática como el viejo Fowler piensa acerca de personas como nosotros.

—No me importa en absoluto lo que Fowler piense, fuera de nuestra Sala de Consejos. Y dentro nunca piensa nada más que en cómo vender más maquinaria para remover la tierra.

—Es decir: no tengo nada contra los nativos con tal de que estén en su sitio. Tú quieres que él piense que estás de acuerdo con todo eso —hablaba en voz alta, pero parecía hablar consigo misma en lugar de hacerlo con él.

—Fowler y yo dirigimos una fábrica. Nuestro único interés común es que la fábrica funcione con eficacia. Lo único. La fábrica depende de una mano de obra negra, estable y satisfecha, y la tenemos. De acuerdo, tú y yo sabemos que el nivel de los salarios para los negros es ínfimo, vale. Sabemos que no tienen sindicatos legales que hablen en su nombre, vale. Sabemos que las condiciones en que viven hacen imposible que sean estables. Etcétera. Pero el hecho es que, dados los niveles aceptados en este país de locos, son una mano de obra estable y satisfecha, con mejores condiciones laborales que la mayoría. Mientras yo sea socio de un negocio que vive de ellos, yo no puedo, oficialmente, admitir un elemento que representa la insatisfacción con la suerte que corren.

—Una insignia verde con un mapa de África —dijo ella.

—Si has decidido no comprender, no lo harás y ya está —le dijo él con indulgencia.

—Le das un trabajo, pero le haces esconder su insignia del Congreso.

Él comenzó a enjabonarse. Ella quería que nada se moviese mientras indagaba; no podía seguir mientras quedara un comentario sin explicar o un problema sin resolver, sólo que él representaba un principio que ella defendía pero que encontraba difícil seguir: que la vida tenía que continuar, trivial, mediocre, el dobladillo desprendido del único poder que valía la pena agarrar. Ella alisó la tela de su camisón por encima de la forma de sus rodillas una y otra vez, y de pronto dijo, en el mismo tono de declaración que había empleado antes, el tono llano que representaba la cima de su beligerancia:

—El puede decir y hacer lo que quiera, puede pedir huelgas, boicots y lo que quiera fuera de la fábrica, pero no debe llevar su insignia del Congreso dentro de la fábrica.

Él se puso en pie mientras lavaba el cuerpo lleno de cicatrices; las conocía todas, desde el lugar en su pecho izquierdo donde había entrado un trozo de metralla, hasta el de detrás del brazo, donde le había rajado una alambrada con púas cuando era niño.

—Sí, por supuesto, lo que él quiera.

—Sí, cualquier cosa, menos su propia estimación —gruñó para sí misma—. Fingir, fingir. Fingir que no pertenece a una organización política. Fingir que no quiere ser un hombre. Fingir que no ha estado en la cárcel por sus ideas —de repente habló con su marido—. Le dejas tener de todo menos lo que verdaderamente vale la pena.

Estaban de pie, incómodamente próximos en la estrechez del cuarto de baño. De repente fueron conscientes el uno del otro, como sólo lo son las personas que viven en la intimidad cuando la hostilidad sitúa a cada uno en los confines de sí mismo. Él se sintió desnudo ante ella cuando salió y pisó la alfombrilla, así que cogió una toalla y se tapó lentamente, atándosela sobre el vientre. Ella se sintió una intrusa y salió en silencio.

A ella le hormigueaban las manos como si estuviera recuperándose de un desmayo. Comenzó a caminar por el dormitorio como alguien que espera a que le llamen para rendir cuentas. Lo olvidará, siguió pensando, muy rápidamente, lo volverá a olvidar. Toma un poco de agua. Lee otro capítulo. No te pares. Deja que las cosas sigan su curso. Disimula. Adelante.

Pero cuando él entró en la habitación, con los cabellos mojados y peinados y su rostro de extraño, y le dijo: «estás enfadada», de los labios de ella salió como un pájaro negro que llenara la habitación, antes de que ella pudiera entender lo que acababa de decirle:

—No estoy enfadada. He comenzado a conocerte.

Ella Mngoma sabía que él iba a una reunión esa tarde y no esperaba que llegara temprano. Colocó la lámpara de petróleo sobre la mesa para tener mejor luz y terminar el vestido de la niña. Cuando él llegó a las diez y media, lo había terminado, botones incluidos.

—Bueno, ahora vamos a ver lo que pasa. Les he convencido para que acepten, en principio, que no estamos dispuestos a pagar las fianzas. Debías haber visto la cara que se le puso a Ben Tsolo cuando dije que prestamos nuestro dinero al gobierno sin intereses al pagar las fianzas. Eso le chocó. Ese es el lenguaje que entiende —se rio, pero no parecía querer sentarse, todavía animado por la reunión—. En principio, es fácil de aceptar, pero luego ya veremos.

Ella encendió el infiernillo y puso a calentar un cazo de comida para él.

—¡Ah, qué bonito! —vio el vestido—. ¿Ya lo has terminado?

Ella dijo que sí con la cabeza, muy contenta; pero en seguida se fijó en que el dedo índice de él pasaba suavemente sobre la trenza del cuello, y los restos de fracaso que siempre encontraba en el fondo de su taza amargaron de nuevo su lengua. Probablemente, él ni siquiera se dio cuenta de ello, o tal vez su instinto de lo que era genuino —la plomada, el reborde de la moneda— le llevó distraídamente hacia ello, pero el hecho es que había hecho una chapuza en el cuello.

Tenía una delicadeza casi oriental para no importunarle y esperó a que se lavara y se sentara a comer para preguntarle:

—¿Qué tal el trabajo?

—Ah, eso —dijo él—. Fui.

Comía con rapidez, pasando con fuerza la lengua por la boca para coger los trozos de carne que se habían escapado entre los dientes. Ella estaba sentada con él, disfrutando, a su pesar, de los restos de satisfacción del trabajo que había hecho por la tarde.

—¿No lo conseguiste?

—Me consiguió a mí. Pero yo me libré de nuevo.

Ella le miró a la cara para ver lo que quería decir.

—¿No quieren que vuelvas mañana?

Él negó con la cabeza, no, no, no, para contener la irritación de sus suposiciones. Terminó su bocado y dijo:

—Todo fue muy bonito. El jefe me llevó a su despacho, se disculpó por el salario, sabe que no es la clase de trabajo para el que estoy cualificado, etcétera. Salí y limpié el taller de montaje. Luego, a la hora de almorzar, me llamó de nuevo a su despacho: no quieren que lleve mi insignia del C.N.A. en el trabajo. El comprensivo hombre blanco de Flora Donaldson, que me va a hacer el gran favor de pagarme tres libras a la semana —se echó a reír—. ¿Qué te parece?

Ella le siguió mirando. Sus ojos se abrieron como platos y su boca se tensó; intentaba dominarse para poder decir algo, para no llorar. A él le exasperaba la idea de las lágrimas y la detuvo con una mirada firme, casi beligerantemente inquisitiva. La mano de ella rozó el cuello por debajo del borde del vestido, explorándolo ansiosamente.

—¡No hagas eso! —dijo él—. Eres como un mono despiojándose.

Ella bajó rápidamente la mano y rompió a sudar. Comenzó a respirar histéricamente:

—¡No puedes guardártelo en el bolsillo al menos un día! —dijo ella enfurecida, burlándose de él, con rencor.

Él se levantó de la mesa de un salto:

—¡Cristo! ¡Sabía que lo ibas a decir! ¡Esperaba que lo dijeras! ¡Llevas cinco años esperando a decirlo! Bueno, pues ahí está. Dilo. Escúpelo.

Ella comenzó a quejarse suavemente, como si él la estuviera pegando. El impulso de crueldad le abandonó y se sentó ante su plato sucio, donde su cuchara abollada yacía entre trozos de cartílago y de patata. En seguida dijo:

—Sales y piensas que todos te esperan. La verdad es que no hay nadie. En la cárcel piensas con claridad porque no tienes nada que perder. Fuera, nadie piensa con claridad. No quieren escucharte. ¿Qué vais a hacer entre todos conmigo, Ella? ¿Enviarme de vuelta a la cárcel a la mayor velocidad posible? A lo mejor, la próxima vez me destierran. Puede ser. Eso es lo que tenéis para mí. Debo estar siempre ocupado con este tipo de cosas.

Se acercó a ella y le dijo, con voz amable y bondadosa, amasando su hombro con los dedos separados:

—No llores. No llores. Eres como las demás mujeres.