EL NOBLE DEPORTE DE LA PESCA

En el calor del día, la extensión pálida y sedosa del río te cegaba, de modo que, cuando apartabas tus ojos de él, todo lo demás parecía negro y ondulado. En la orilla había una casucha de cañas, cuadrada, de una sola habitación, con un felpudo de juncos que se enrollaba y desenrollaba. Dentro había un catre con una piel de animal encima, una mesa con una tetera esmaltada, unas cuantas tazas de porcelana con motivos florales, una lata de té y otra de leche en polvo. Había una banqueta con una radio de pilas que estaba encendida todo el día. Los enormes árboles de África, comidos por las hormigas, centenarios, pendían inmóviles sobre la cabaña; en la orilla del río, bajo el sol, la piel a cuadros negro y limón de un cocodrilo formaba una burbuja en el agua y, justo en el borde, el cuerpo del animal yacía con su carne desnuda, desollada, excepto la cabeza y las mandíbulas y los cuatro guantes de piel sobre sus patas. La carne tenía un aspecto rosado, fresco y comestible. El agua la mecía como una brisa entre plumas.

Por la noche no había nada: ni río, ni cabaña, ni árboles, ni cocodrilo; sólo una vasta y suave oscuridad sin luna que hacía que la pareja se riera animada mientras avanzaban a sacudidas por el camino junto al río, siguiendo la ruta marcada por los faros.

—¿Crees que lo encontraremos alguna vez? —dijo Vivien, y su marido supo que tenía que hacerlo.

—Vamos bien —dijo él.

—¿Estás seguro de que este es el camino, Ricks? —preguntó sin hacerle caso.

Fue entonces cuando oyeron la voz íntima, dramática, triunfante y atractiva de la radio, poniendo fin a un anuncio con una ráfaga de música; allí estaban, finalmente, habían llegado a la cabaña. Se veía el rojo opaco del fuego del campamento; una lámpara de petróleo avanzó hacia ellos. La luz de la linterna de Ricks saltó de una rama a otra, y las figuras emergieron como actores en un escenario.

—¡Les estamos esperando desde la siete y media! —dijo un hombre grande y rubio, casi desafiante.

Vivien comenzó a esgrimir las exageradas disculpas de una mujer que desea tener éxito en un mundo que no es el suyo. En casa, en Johannesburgo, nunca llegaba puntual y desdeñaba cualquier reproche, pero aquí, en el campo, se sentía avergonzada de pensar que habían hecho esperar a los cazadores de cocodrilos. Lo lamentaba; lo sentía mucho, muchísimo: el hotel era tan pequeño que no podían alterar las horas habituales del comedor si se quería cenar un poco más temprano… Cuánto, cuantísimo lo sentía.

—Es lo menos que se puede esperar —dijo el rubio, en un tono menos desafiante, como ignorándola.

Aunque la noche era cálida como la leche, él llevaba una bufanda alrededor del cuello y en su rostro enrojecido, de ojos azules, la sonrisa perpetua y alegre de quienes tienen el genio pronto. El otro, en pantalones cortos y calcetines de canalé, permaneció con las manos sobre las caderas.

—¡Maldito motor! Nos está dando la tarde —dijo.

—Jimmy y yo hemos estado dando vueltas con este trasto durante horas.

A la luz de la lámpara de petróleo se le veía guapo y rechoncho. Atractivo, con nariz respingona, bigotes erizados, ojos pequeños y parpadeantes. Se oyó la voz de un hombre:

—¿Davie? ¡Davie, viejo! ¿Estás listo? —y otra lámpara de petróleo salió de la cabaña, circundando de luz a un mozalbete y a una mujer.

A medida que se acercaba se fue convirtiendo en un hombre de cuarenta años cuyo cuerpo delgado y duro parecía no contener sino energía. Era tan flaco y moreno como un golfillo, de cabellos color castaño, lisos y polvorientos, y ojos negros muy hundidos en un rostro arrugado. Se parecía a uno de esos niños que son como viejos. Los otros le vieron acercarse.

Era el anfitrión de la pareja y el jefe de los dos hombres. Vivien esperó a que se aproximase con los labios entreabiertos. Cada vez que le veía, desde que se conocieron por pura casualidad a orillas del río, él materializaba lo increíble de las historias que le habían contado.

—¡Señor Baird! —exclamó—. ¡Hola! ¿Qué tal? Cuánto lo lamento… —y comenzó de nuevo con su elaborado ritual de disculpas.

—Está bien, está bien —la voz de él era rápida, ligera y amistosa—. Lo único que quiero es que ustedes lo pasen bien y vean algo de actividad, esa es la idea, ¿no? ¿No trae usted una chaqueta, señor McEwen? Hace bastante frío por la noche junto al río, necesita algo que ponerse… Mike, ¿le puedes dejar un jersey o algo por el estilo al señor McEwen? Me temo que mi ropa le vendría pequeña.

Vivien habló por su marido:

—No se preocupe por Ricks, señor Baird; es muy duro, la verdad es que nunca lleva nada, ni siquiera durante el invierno. Pasó su niñez al aire libre, en Rodesia, y no es uno de esos chicos de ciudad criados entre algodones.

Era uno de esos jóvenes grandes y corpulentos que están casi calvos a los veinte años. Se pasó la mano por la cabeza y dijo:

—Oh, Vivien…

—Puede ponerse mi chaqueta —dijo el rubio sonriente por encima de la bufanda. Jimmy Baird se volvió hacia él con súbita preocupación.

—No, no, Mike, viejo. Vas a necesitarla tú, aún no estás bien del todo. Dale uno de tus jerséis, sé buen chico.

—No voy a ir —dijo Mike—. No lo necesito.

Vivien se echó hacia atrás, con la cabeza ladeada.

—¿No viene? Oh, pero usted tiene que venir, ni pensar en dejarlo a usted solo.

—Se quedará conmigo —dijo la señora Baird.

Estaba junto a su marido, con los brazos cruzados sobre un cuerpo que era joven pero que los frecuentes embarazos habían vuelto blando y acogedor. Tenía el aire de una mujer que, según la costumbre, baja por el sendero del jardín para despedirse del marido cuando este se marcha a trabajar.

—¡Señora Baird! Usted viene, ¿no?

—No, creo que me voy a quedar. Aquí están los niños y todo lo demás —señaló con la cabeza hacia la tienda, que se recortaba entre las sombras oscuras, junto a un camión.

—¿No están durmiendo?

—Sí, pero la más pequeña podría despertarse y estamos muy cerca del río… No me agrada la idea de que uno de ellos salga por ahí. Para la pequeña es todo nuevo, lo normal es que la dejemos en casa, es la primera vez que acampa aquí, con su papá.

Jimmy Baird, que hablaba, daba órdenes y hacía sugerencias todo el tiempo, desapareció dentro de la cabaña de juncos de Mike. Ese era el cuartel general de Mike, uno de los tres que pertenecían a la concesión del río de Jimmy Baird. Salió trastabillando, tratando de enfundarse en un mono.

—¿No tiene una pinta maravillosa? —dijo Vivien—. ¡Qué pinta más maravillosa tiene su marido, señora Baird! Ese es el aspecto que me gusta que tengan los hombres, como para hacer de verdad un trabajo. Me deprime ver al pobre Ricks encerrado en su traje azul en la ciudad. ¿No te parece que es una prenda maravillosa, Ricks? ¿Eso es lo que usted llevaba cuando el hipopótamo volcó el barco, señor Baird? Me imagino que no es muy fácil nadar con eso, a menos que sea usted un nadador fenomenal.

Pero a Jimmy Baird no era tan fácil provocarle para que repitiera otra vez, como ella anhelaba, la historia de una de sus famosas hazañas en la zona, una de esas historias sobre las que ella había edificado su idea de cómo era esa clase de hombres. Esa idea ya había tenido que sufrir algunas modificaciones: siempre había aborrecido a los hombres «pequeñitos», entiéndase: cualquier hombre que no alcanzara el listón de uno ochenta y cinco que ella había establecido cuando se casó con Ricks. Pero aunque su imagen de los hombres se había encogido para adaptarse a Jimmy Baird hacía tres días, los otros aspectos no habían cambiado. Todo lo que él decía y hacía lo veía como una manifestación de las cualidades que ella leía en sus hazañas y que tanto admiraba: la insensibilidad, la temeridad y el valor animal. Le dijo a la señora Baird:

—Sigo sin creerme que sea el famoso Jimmy Baird. Ah, sí, usted lo sabe de sobra. Su marido es el hombre de quien más se habla en la zona; desde que comenzamos este viaje, no oímos más que Jimmy Baird por aquí y Jimmy Baird por allí. ¡Y ahora de verdad vamos a cazar cocodrilos con él!

—Ah, sí —la señora Baird procedía de África del Sur y tenía esa manera de hablar corriente, espontánea y descuidada, metiendo de vez en cuando una palabra en afrikaans, cohibida y desenvuelta a la vez, tímida y al mismo tiempo franca.

—Los Baird llevan viviendo en este territorio desde hace un montón de tiempo. Todo el mundo les conoce.

—Nos vamos, chica —dijo Jimmy Baird, acercándosele y rodeándola con el brazo. Afuera, en el río, el barco petardeaba, rugía con traqueteos, hasta que se calló bajo las expertas manos de Davie, quien lo acercó suavemente hasta los juncos sumergidos.

—Ya estamos —gritó.

—Que lo paséis bien —dijo la señora Baird.

—Qué pena que no pueda usted venir. ¿Está segura de que no puede? En fin, me imagino que habrá estado docenas de veces —dijo Vivien.

La señora Baird se cruzó de brazos y miró hacia el límite de la luz que daba el fuego del campamento, como si este fuera una habitación.

—No me gusta el agua —dijo—. Dicen que si no gusta es un aviso para mantenerse lejos de ella.

En el último momento, Mike subió al barco igual que los otros. Llevaba un viejo chaquetón del ejército además de su bufanda. Ricks se puso sobre los hombros el jersey que le habían dejado, como cediendo a la insistencia de Jimmy Baird. Davie ayudó a Vivien a entrar en el barco, mientras ella preguntaba:

—¿Dónde quiere que me siente? Por favor, no quisiera estorbar.

La luz de la lámpara de petróleo pasó por su rostro como un líquido; el barco chirrió pesadamente en el fango. Dos africanos, guardando un adusto mutismo, ayudaron a desencallar, entre los gritos de los hombres del barco.

—Ricks, pesas demasiado —dijo Vivien riéndose, muy excitada. Comenzaron a discutir sobre la distribución del peso, cambiando de sitio.

—No, esperen —Jimmy Baird se subió las perneras de su mono, se quitó los zapatos y dio un salto fuera del barco.

—Eso es, eso es.

Sus manos sólidas y delgadas se apoyaron para hacer fuerza sobre la proa, lo que le hizo erguir la cabeza. Con un empujón final, ayudado por los dos africanos, liberó el barco y saltó de nuevo dentro de este.

Vieron por un momento a los dos negros jadeando, inclinados aún hacia delante, donde el barco se había desprendido de sus manos; oyeron sisear a los juncos al otro lado y sintieron el cielo abierto y enorme sobre ellos. El agua negra se apoderó de ellos; en pocos momentos se desprendieron de la sensación de tierra y se encontraban flotando en un elemento que no se preocupaba por su peso.

—¡Oh! —dijo Vivien, como una niña en un columpio—. ¡Qué hermosura! —y en seguida recordó que estaban allí para cazar cocodrilos y se calló.

Flotaban sin ruidos ni sensaciones en la oscuridad. Ya lejos, se veía un espacio pequeño y resplandeciente, el fuego del campamento, que formaba un pálido cerco de luz y destacaba el perfil casi arquitectónico de los árboles: aquí una rama, allí una columna de un tronco, como los planos de un templo perdido y semi-oculto en la jungla. Habían entrado en aguas profundas; el centro del río les brindaba el cielo abierto.

Se habían dejado las lámparas de petróleo en la orilla, y Mike, que tenía que timonear, hizo brillar el largo, recto y poderoso haz de un reflector portátil. Atravesó la oscuridad arrancando de la nada los juncos de la orilla de enfrente, ascendió como un fuego artificial escalando el cielo y acabó reduciéndose hasta zambullirse en el agua.

—Vale —dijo Mike, y Davie puso en marcha el motor. Empezaron a abrirse paso suavemente, remontando el río a un ritmo regular—. Ahora echamos la luz por el río, así —explicó Jimmy Baird—, por los juncos y sobre todo por ahí, un poco más arriba, donde el agua es menos profunda, y observamos por si aparecen los ojos de algún cocodrilo. Los verá muy claramente, señora McEwen, ¿entiende? Son muy visibles desde lejos, y luego, al percibirlos, sólo hay que dirigirse directamente hacia ellos, sin quitarles la luz de encima. Son como los conejos, ¿sabe?, cuando se encuentran con los faros de un coche. Parece que se quedan deslumbrados o algo por el estilo; con tal de que la luz siga enfocándolos con toda su fuerza, no se mueven. Entonces nos acercamos hasta lo más cerca y les disparamos desde una distancia de unos dos metros. Un poco más bajo, Mike, es mejor. Ahí, señora McEwen, mire ese banco de lodo, ahí; ese es el tipo de sitio que les gusta a los viejos cocodrilos: cómodo y blando para su barriga.

—Dos yardas —dijo Ricks.

Jimmy Baird se volvió con gesto afirmativo. Estaba de pie en el barco, con el rifle en la mano.

—Sí, dos yardas o incluso menos. No es por deporte, señor McEwen. Hay que ir a por ellos y matar al primer disparo. Luego solemos dispararles otra vez para asegurarnos. Resulta bastante desagradable traerse uno vivo al barco. Nos hemos llevado algún susto, ¿verdad, Mike?

—Y tanto —dijo el hombre rubio de ojos simpáticos, sonriendo en la noche.

—Sí —dijo Jimmy Baird—. Tienes que estar seguro de que están fuera de combate. ¿Ve usted bien, señora McEwen? Discúlpeme por estar así, de pie, delante de usted. Le prometo que me quitaré de en medio en el momento en que haya algo que ver. ¿Se siente cómoda? Espere un momento, debe haber un cojín por ahí abajo.

—Oh, no, por favor, estoy estupendamente —protestó Vivien, encantada.

—Davie —dijo—, ¿no hay un viejo cojín de cuero ahí abajo?

—Oh, por favor, señor Baird, estoy maravillosamente aquí.

—Por ahí —dijo secamente la voz de Mike.

Jimmy Baird, disculpándose, se deslizó por detrás de ella y se quedó allí para indicarle.

—Allí están. Sí, ahí. Un ejemplar bastante grande, me parece. ¿Ve los ojos rojos?

Un largo haz de luz atravesó la oscuridad hasta una islita cubierta de cañaverales. Vivien casi se levantó de la caja en la que había estado acurrucada.

—¿Dónde? —susurró con urgencia—. ¿Dónde?

—Allí, allí —dijo Jimmy sosegadamente—. Allí está…

Ricks dijo:

—Ya lo veo. Como dos trocitos de carbón. ¡Vaya bicho!

—¡Oh! ¿Dónde? —Vivien estaba desesperada.

Jimmy Baird la tomó de la mano y señaló.

—Justo enfrente, querida. ¿Lo ve?

Y entonces, ella vio, ocultos bajo la maleza, dos puntos rojos resplandecientes. El barco se dirigió hacia ellos. Nadie, salvo Jimmy, dijo nada. Siguió haciendo comentarios ininterrumpidamente, una especie de encantamiento apaciguador para que el cocodrilo no se moviera. Pero cuando se acercaron a los cañaverales hubo un movimiento más rápido que un parpadeo.

—Se fue —dijo Jimmy—. Ha desaparecido.

El barco se detuvo, giró y se desplazó hacia el centro del río.

—Le vi —dijo Vivien—, ¡he visto la cola!

—No se preocupe, vendrán muchos más —dijo Jimmy Baird, prometiéndoselo.

—Me parece que vamos a encontrarnos con que son muy tímidos por este lado —dijo Davie—. Les hemos dado mucha caña la semana pasada, Jimmy. Me parece que debemos subir un poco más.

—De acuerdo, Davie, si tú lo crees así… —dijo Jimmy cortésmente.

Pocos minutos después atraparon otro par de ojos en el haz de la linterna, pero, de nuevo, la sigilosa criatura se escabulló sin chapotear siquiera. A los dos visitantes, la inverosimilitud de todo aquello —que hubiera unos hombres que se ganaran la vida en un río tropical, matando cocodrilos por la noche para vender sus pieles— les parecía la única respuesta. No podían creer que ellos mismos estuvieran allí; así que no les parecía extraño no tener ningún cocodrilo muerto a bordo. Luego, Jimmy Baird dijo con su voz estimulante y amable:

—Hacia la derecha, Davie, por favor.

Cuando el barco viró bruscamente y se acercó, Vivien dijo:

—¡Oh, sí, lo veo! —aunque no veía nada.

—Me temo que es sólo una cría; sí, no es más que una cría —dijo Jimmy, que antes había explicado que no mataban cocodrilos que no tuvieran cierto tamaño mínimo, aunque no importaba el máximo.

—Puede ver lo juntos que tienen los ojos, esa es una cabeza.

La barca penetró en los cañaverales y el motor se apagó. De repente, Jimmy Baird dijo:

—Tráelo por aquí, Davie. Arrímate.

Y mientras el barco pasaba rápidamente por la fangosa orilla iluminada, se inclinó rápidamente fuera del barco y, con un movimiento de increíble fuerza y equilibrio, como un artista de circo, agarró con las manos un cocodrilo de dos pies de largo, que luchaba por zafarse.

Vivien se quedó tan asombrada que lanzó un rápido vistazo por todo el barco, mirando a unos y a otros, como si temiera que la estuviesen engañando.

—Ahí lo tiene —dijo Jimmy Baird, con sus pequeñas y rudas manos, rígidas como el acero, rodeando el largo hocico de la frenética criatura—. Ya puede mirarlo bien, señor McEwen. ¡Ah, qué malo eres! —añadió dirigiéndose al cocodrilo, con ese tono de amonestación que se emplea al hablar con un niño.

—Mírele, mírele cómo intenta librarse apalancándose con la cola.

El cocodrilo había rodeado con su poderosa cola el delgado brazo derecho del hombre y utilizaba la presión muscular de un luchador para soltarse.

La joven extendió su mano.

—Vamos —dijo Jimmy Baird—. No hace nada, el muy diablejo.

Y ella tocó el lomo frío y duro del animal, la coriácea piel de medallones de cuero, fresca, extraña, viva: de una vida desconocida al tacto de los humanos, de una vida del interior del oscuro río. A la luz de la linterna, enfocada hacia el animal y los rostros que le rodeaban, vio las fauces en forma de tijera —un poco abiertas ya, porque el hombre le sujetaba más hacia el cuello— con sus filas de dientes feas y desiguales, como cuchillas de afeitar melladas. A plena luz, ella se encontró con sus ojos: ranuras de un radiante verde claro, resplandeciente, como el fuego; en su inocencia animal se ocultaba —para los humanos— la representación del odio, la astucia y la maldad. Hubo un momento en que la miraron a ella. Sintió que aquella cosa la conocía, al igual que la conocía Dios, y tuvo una extraña sensación de miedo.

De pronto, el animal lanzó un ronco bramido, como un bebé enfurecido y desesperado, y todos rieron.

—¡Mamá! ¡Mamá!

—¡Jesús! ¡Cómo le gustaría comerte un dedo!

—¿De verdad? —preguntó Vivien.

—Desde luego que sí —dijo Mike—. Con un corte perfecto.

Jimmy Baird se inclinó sobre el agua con cuidado. Luego sus manos se abrieron como una trampa.

—A este no le vamos a volver a ver —dijo, secándose las manos en el mono.

Vivien se sentía excitada y jactanciosa.

—Ah, seguro que le cogerá el año que viene. El año que viene, cuando sea mayor.

Davie estaba empujando con una pértiga para alejar el barco de la orilla cenagosa.

—Viven mucho tiempo… Sus vidas son más lentas que las nuestras. Probablemente estará tumbado aquí, al sol, mucho después de que yo haya dejado de subir y bajar por este río, o cualquier otra cosa —dijo Jimmy Baird. Su rostro parecía sereno, bajo la luz; luego esta le abandonó y se proyectó de nuevo sobre la oscuridad.

—Deberíamos haberle puesto una señal —prosiguió Vivien alegremente—, ¿no podríamos haberle marcado o algo por el estilo, para que se le reconozca si se le vuelve a coger?

Mike se volvió con su perpetuo rictus de mal humor.

—Cogimos seiscientos la temporada pasada y no supimos el nombre de ninguno.

—¿Estás seguro de que te sientes bien, Mike? —preguntó Jimmy Baird, tocándole en el hombro.

—Estoy bien, estoy bien —dijo él mirando a la oscuridad con los ojos muy abiertos, como un hombre ciego.

—¿No se encuentra bien esta noche? —dijo Vivien.

—Ha tenido bastante fiebre todo el día —dijo Jimmy Baird con aire preocupado—. Un poco de malaria; el viejo Mike dice que es gripe.

Al cabo de una hora, la neblina había desaparecido del cielo y aunque la luna nueva apenas se veía, resplandecían las estrellas; su débil luz plateada, a la que apaga el brillo de las ciudades allí donde las haya, aparecía en el silencio nocturno, a centenares de millas de distancia incluso del más remoto sonido de un tren. Una simple pincelada de luz en el agua, una membrana sobre la oscuridad, rozaba las cañas, sin penetrar en las grandes y espesas frondosidades de higueras salvajes que había en las orillas. Se oían llamadas breves y aullidos, fragmentos lejanos de las humanas carcajadas de los chacales: los ruidos soterrados de la vida secreta del río. Un temor reverencial invadió el corazón de Vivien McEwen y selló su boca, al tiempo que deseaba reírse, como una chiquilla que mira una película de aventuras. Donde la orilla derecha del río se abría en lo que debía haber maleza sin árboles, saltaban unos puntitos resplandecientes; parecía como si allí, en el baldío, donde no vivía nadie, alguien se dedicara a tirar colillas en la oscuridad. Jimmy Baird explicó que eran los ojos de las liebres, que por allí tenían una madriguera muy grande.

—Ve más lento, Davie, viejo. A lo mejor podemos verlas.

La linterna giró obedientemente e hizo lentos barridos por la orilla, pero estaban demasiado lejos; no veían más que la luz misma, ahora color de té fuerte, que se movía.

Siguieron y entraron dos veces en un laberinto acuático, donde el río se cerraba para formar callejones, senderos y pasadizos encerrados por elevados muros de cañas; pero, para los cazadores de cocodrilos, esas eran las calles de su propio barrio. Se deslizaron por bancos de lodo, donde pesados cuerpos húmedos habían hecho un lugar para el descanso, como el sitio que un perro se hace entre la hierba. Levantaron la hélice del agua, barbada por los desechos, y avanzaron silenciosamente, Davie empujando con una pértiga. Jimmy Baird echaba hacia atrás las cañas que se les venían encima y golpeaban el rostro de Vivien. Era un lugar muy poblado, como un gueto o un zoco. Tenía la atmósfera de un interior, con esa calidad especial que da la vida que hay en ellos. Era un mundo cerrado de saurios, de fango, de pestilente humedad, sol y tiempo sin medida.

El barco salió de nuevo a la corriente principal y la fuerza del motor volvió a la vida, como un pez grande que les llevara sobre el lomo. El grande y rubio Mike se sentó encogido en su sitio, con el rostro vuelto y sonriendo a la oscuridad, sin seguir el merodeo de la luz que sus manos dirigían. Había tramos en los que silbaba, profesional y penetrantemente, melodías que durante los últimos veinte años habían girado en las cabezas de todo el mundo, y luego muerto, como peonzas agotadas en sus propias vueltas.

Cuando la joven oyó una cancioncilla lo bastante reciente como para que tuviese asociaciones agradables para ella, le preguntó cómo se llamaba.

—Yo qué sé —dijo él sin mirarla—. Las oigo en la radio.

La linterna apartó la oscuridad de las cañas, primero por un lado y luego por otro; a veces, igual que se levantan los ojos de un trabajo arduo para que descansen con un cambio de enfoque, corría con ligereza sobre la orilla, poniendo al descubierto árboles, cuevas de maleza, claros repentinos o la curva del dedo terrible, gris, de cincuenta pies de alto, de un nido de hormigas.

—¿Qué piensas? —preguntó Davie.

—Bueno, supongo que debemos ir pensando en volver —dijo Jimmy Baird, e hizo una pausa para reflexionar un momento—. ¿Tú qué crees, Mike?

No parecía que fuera por incapacidad de decidir por lo que consultaba tan interesadamente a sus compañeros en todo, sino por miedo a que, como siempre sabía con exactitud lo que debía hacer, impusiera su voluntad de forma inconsciente.

—Esta noche aquí no hay nada —dijo Mike, como si alguien discutiera con él.

—Aquí fue donde cogí a los dos grandes ayer.

—Ah, ya encontraremos —dijo Jimmy Baird—. Bajemos poco a poco y veamos lo que hay. Lamento que haya sido tan decepcionante para usted, señora McEwen. ¿Seguro que no tiene frío? ¿No se le han enfriado las manos? —y añadió dirigiéndose a Mike—: No has hecho el té aún, ¿eh, Mike? Mike siempre enciende la vieja Primus y nos da una taza de té sobre esta hora; la verdad es que se agradece, sobre todo cuando hace frío; se necesita esa taza de té.

Mike miró al reloj:

—Las diez y media. Es casi la hora.

—Tomaremos algo caliente a la vuelta, para compensar —prometió Jimmy Baird. Vivien y su marido protestaron diciendo que no tenían sed, que no necesitaban nada.

Davie, que no siempre podía oír lo que estaban diciendo, por estar junto al motor, dijo:

—Mike, ¿te has olvidado del té esta noche? Son las diez y media.

—No ha traído la Primus.

—Vaya cabrito…

—No estamos trabajando —dijo Mike—. No me acordé por eso, hombre. Estamos aquí para nada.

Mientras proseguía la discusión sobre el té, Jimmy Baird, que seguía hablando, vio un cocodrilo con ese tercer ojo alerta que siempre tenía abierto. A Vivien y a su marido les habían contado cómo Davie y Mike discutían siempre por las tazas. Davie tenía una taza de porcelana con flores, la última de las tres que había traído de su vida en la ciudad, hacía dos años, y no quería que Mike la estropease en el río.

—Hay que decir que es una taza muy bonita, Royal Doulton, o algo así de fino —estaba diciendo, cuando de repente cambió el tono de voz, y siguió—: Ahí, a la izquierda, Davie. Venga, ahora —y se inclinó y tomó su rifle—. Disculpe, señora McEwen —dijo preocupado porque le había rozado el hombro al moverse; y mirando a un par de ojos a cincuenta metros, cargó la escopeta, que se empeñaba siempre en tener descargada cuando no la usaba. Mike puso la linterna en manos de Ricks McEwen, diciendo:

—No la mueva, ¿eh? —y cogió el garfio.

Se llevó todo a cabo con la rapidez de una operación quirúrgica; a Vivien, la voz de Jimmy Baird le pareció sonar a través del éter, bondadosa y llena de confianza, la voz del médico que sabe lo que tiene que hacer, sin la trivialidad de la compasión y con la piedad de la destreza.

—Acércate, Davie; todo lo que puedas.

El barco se metió con toda rapidez entre las cañas, y los dos ojos, como ascuas, brillaron más cerca. Y allí estaba, en el espacio de un segundo: la frente encallecida, verdinegra, las crestas frontales sobre los ojos por encima del agua y los orificios de la nariz rompiendo el agua de nuevo, al final de un hocico abultado. Allí estaba, mirando en la eternidad de un veloz segundo, a menos de tres pies, y la voz tranquila y compasiva de Jimmy Baird decía «eso es», y el rifle rápidamente en su hombro y el estallido junto a ella, donde él estaba. Luego, la pálida mirada que procedía de la frente oscura explotó, como si reventara por dentro; y donde estaba antes la mirada, había ahora una masa blanda y rosa de cerebro con la humedad escarlata de la sangre y el brillo nacarado del músculo. Hubo una violenta agitación en el agua: el cocodrilo estaba muerto —hacía un segundo estaba completamente vivo, y, al siguiente, completamente muerto—; Jimmy Baird volvió a dispararle y el garfio grande bajó velozmente y lo enganchó, sacándolo de la corriente. Los hombres lo subieron a bordo con esfuerzo.

—Terminado. Vale, vale. Vamos a ponerlo ahí abajo. Ya está bien.

Jimmy Baird posó cuidadosamente al animal en el fondo del barco, para que no estorbara, pero de modo que Vivien y Ricks pudieran verlo bien. Tenía unos cinco pies, aún no estaba crecido del todo. El vientre, ancho y de aspecto blando, que era la parte por la cual había sido enganchado, estaba hermosamente adornado con placas en forma de rombo, de color crema y con manchas negras, perfectamente articuladas como segmentos de concha de tortuga. Las patas de lagarto y el vientre daban tirones de vez en cuando, como si las comunicaciones hubieran dejado algún mensaje de impulso inacabado.

Vivien McEwen se puso en pie.

—¡Qué maravilla! —gritó risueña, feliz—. ¡Qué hombre! ¿No es maravilloso, Ricks? En la vida has visto nada semejante. Oh, señor Baird, es fantástico. Fantástico.

Estaba tan excitada que parecía dar tumbos, como si estuviera ebria; el barco se balanceó y su marido tuvo que agarrarla por el codo.

—No he visto nunca nada tan maravilloso —dijo mirándoles a todos en busca de aprobación—. ¿No es espléndido? ¡Oh, Dios! ¿Qué te parece este hombre? La manera en que se acercó y lo fulminó como si nada. Esos ojos mirándote muy fijos… BAM, BAM. Y se acabó.

Mike lanzó un vistazo al cocodrilo.

—Un jovencito, ¿eh, Jimmy?

—No está mal, Mike; pagará la gasolina.

Ricks McEwen dijo, de hombre a hombre:

—Ha sido tan rápido que ni siquiera tuvo tiempo de fallar. Casi no ha podido apuntar.

Jimmy Baird le prestó atención.

—La verdad es que uno se pone tan cerca que ni siquiera hace falta apuntar. Es un momento, ¿sabe? El viejo cocodrilo no sufre en absoluto. No me gusta matar. Desde después de la guerra no he matado ni un solo gamo. Pero muchas veces pienso que estos viejos cocodrilos tienen un fin más agradable que el que vamos a tener nosotros. Nos acercamos tanto, ¿sabe?, que es sólo un segundo…

—Ricks, mira esto.

Davie había cogido una llave de tuerca y rompió uno de los dientes para dárselo a la joven. Era una mujer morena, más bien corriente, con una cabeza muy pequeña; el pañuelo que llevaba encima se había caído hacia atrás y ahora, más descubierta, con sus lisos cabellos castaños recogidos en un moño, su cabeza parecía la de un reptil. Los pequeños lunares negros, uno junto a su ojo izquierdo, otro cerca de la comisura de la boca, y dos en su mejilla, daban fuerza a ese parecido. Podía haber salido de un río nocturno, una criatura hábilmente marcada para ocultarse en la ambigüedad movediza del claroscuro desdibujado de las cañas y el agua.

—Mira —los dientes y los ojillos de ella brillaron bajo la luz—. Imagínate eso agarrándote por la pierna.

Y si ese se rompe, tiene otro de repuesto.

Le mostró a su marido cómo ese diente grande, mohoso y amarillento, tenía otro metido dentro.

Por fin se acomodaron todos en el barco y Davie lo alejó con la pértiga del banco de barro donde una nube de sangre, flotando en la superficie, iba deshaciéndose despacio en la masa de agua.

Vivien McEwen se recostó, respirando con suspiros de triunfo. No era capaz de dominar su risa excitada que estremecía todo lo que decía.

—¿Ricks? ¿Ricks? ¿Qué te parece ahora Johannesburgo?

Envolvió con cuidado, en un pañuelo, el diente del cocodrilo y lo metió entre los cigarrillos y cosméticos que formaban un perfumado revoltijo en su bolso de mano.

—Muy bien, Vivien, muy bien.

Ella frunció el ceño e irguió con firmeza la cabeza sobre los hombros, mientras confiaba a Mike:

—Esto va a hacer que mi marido se ponga imposible. Además, odia las ciudades. Esta sí que es una vida de hombres.

Jimmy Baird había descargado la escopeta y la guardó. Estaba en cuclillas junto a Ricks McEwen. Sacó su pipa y empezó a llenarla, pero McEwen dijo:

—Pruebe de esto.

—¿Puedo? Muy agradecido.

Jimmy Baird tomó la petaca que le ofrecían, un objeto de piel de cerdo y ante que Vivien había encargado hacer para su marido las Navidades pasadas.

Los dos hombres se sentaron llenando sus pipas y apretando el tabaco con los dedos. La luz de las cerillas se abrió y se cerró sobre su rostro, y un espasmo muscular hizo que el animal muerto a sus pies se moviera repentinamente.

—A veces, cuando he cazado cinco o seis cocodrilos grandes en una noche, los miro, extendidos en la orilla, y pienso: ahí están tirados mil años de vida. Parece algo terrible, mil años de vida —dijo Jimmy Baird.

El río nocturno se cerró tras ellos. Volvió allí de donde había venido: el mundo del sueño, de la eternidad, de la oscuridad, el lugar de antes de nacer y de morir; todas esas ideas con las que se relaciona el flujo constante del agua oscura. Y el barco regresó; les llevó hasta donde se veía la luz del fuego del campamento y las siluetas que creaba, y también les llevó al propio campamento, a la existencia misma, una hoguera, la choza de cañas, el olor de la comida y una figura humana. Por un instante aún, entre el barco y la orilla, cada uno de ellos vio el agua oscura debajo de sí, moviéndose con la luz de la lámpara de petróleo que sostenía un africano, y, acto seguido, pisaron tierra firme, animados y estirándose.

—¿Tienes todo preparado, chica? —dijo Jimmy Baird, rodeando a su mujer con el brazo y mirándola tiernamente.

—Sí, sí. Ahí están el café y los bocadillos —dijo ella, haciendo como si lo quisiera apartar, pero quedándose dentro de su abrazo. Mike comenzó a zapatear, sacudiendo los hombros y dando con el puño de una mano en la palma de la otra, mientras Davie acercaba a patadas los grandes troncos de los que brotaban chispas.

—No os vi venir, ¿sabes? —dijo ella sonriendo—. Me has dado un buen susto. No se puede ver más allá de la luz de la hoguera cuando estás sentada a su lado.

Vivien McEwen estaba radiante, hasta jadeaba un poco.

—Ah, señora Baird —dijo—, vaya marido que tiene. Es sensacional. Creí que me desmayaba. Debía usted de haber estado allí, de verdad.

Se quedó frente a ella, dramáticamente, como si la otra mujer, que la miraba con una sonrisa amable y cortés, pudiera contagiarse de su entusiasmo.

—Le traeré una taza de café —dijo la mujer de Jimmy Baird, y Vivien, que la siguió hasta la mesa, permaneció a su lado mientras la mujer servía café de una jarra grande de esmalte. La estuvo observando y, de pronto, dijo con curiosidad:

—¿Qué ha hecho usted mientras estábamos fuera? ¿Se puso a leer?

—Esperé —dijo la señora Baird.

—Ya, pero quiero decir, ¿cómo pasó usted el tiempo? —dijo Vivien. Había cogido la taza y, aunque el café hervía, lo bebió a rápidos y decididos sorbos. La otra mujer levantó la vista de la cafetera un momento, como disculpándose si su invitada no había entendido lo que dijo.

—Esperé —volvió a decir.

Por un momento, Vivien miró como si esa vez no hubiera oído. Luego echó a la mujer una gran sonrisa, brillante, aturdida, y volvió a la compañía de los hombres.