EL ÚLTIMO BESO

Cuando las personas se convierten en personajes, se les deja de considerar humanos; son algo que suele señalarse con el dedo, como el naranjo que plantó el presidente Kruger, la estatua del parque o esa gasolinera que antes fue la primera iglesia. El señor Van As era todo un personaje, hecho —como tantos otros personajes— de descuido y general abandono. Un afrikaner que comenzó siendo un contratista de transportes antes de que se descubriera el oro, cuando la ciudad era una aldea dedicada a la minería del carbón, entre negras colinas de cisco, sobre los altos pastos del Transvaal. Sus carros, arrastrados por burros, llevaban los enseres de los mineros de Cornualles desde la estación de ferroviarios hasta sus cabañas.

Luego vino el oro: los pozos se vinieron abajo y las casas y las tiendas fueron creciendo. El señor Van As compró una yunta de caballos de tiro y cuatro carros, y se dedicó a transportar la maquinaria y el equipo de las minas de oro, así como nuevos y elegantes muebles para los mineros y comerciantes que iban llegando. Compró un cobertizo grande de hierro acanalado y lo convirtió en almacén; tenía una oficina y un lujoso coche ligero para su uso particular. Por toda la aldea se veían sus carros con el rótulo TRANSPORTES VAN AS pintado en sus costados con letras de dos pies de alto.

Era uno de los fundadores de la iglesia. Se hizo él mismo una casa, con barandillas historiadas en la terraza, una torrecilla ornamental y una cúpula de cebolla de hierro acanalado —la primera vez que ese material indispensable, del que fue construido Witwatersrand, frío como la noche en invierno, abrasador como el calor del mediodía en verano, se convirtió en el alma a la vez que en la sustancia de la arquitectura local—. En el interior no había ahorrado ni terciopelo ni borlas, y había espejos con marcos de caoba para multiplicar las cabezas de sus hijas y de su mujer.

Cuando fue consciente de su dinero y de sus magníficas propiedades, también la aldea, que ya era una pequeña ciudad, se hizo consciente de sí misma. El orgullo cívico exigía un alcalde que llevara una cadena de oro, y consejeros a los que pudiera consultar. Van As fue alcalde y llevó la cadena de oro durante tres años seguidos, y el primer edificio de piedra de la ciudad, un banco que aún existe, tiene inscrito en una de las piedras: «15 de julio de 1922. Esta piedra fundacional fue puesta por Su Señoría el Alcalde G. G. Van As».

Años más tarde, una fotografía suya fue descubierta entre los invendibles cachivaches tirados en el rincón de una de las salas de un subastador local, de cuando solía ir en aquella época con indumentaria de alcalde, su cadena y el bigote con guías, que fue lo único que no perdió nunca. Se reprodujo en el periódico local: parecía tan increíble como la foto de una manifestación de fantasmas.

La ciudad comenzó a superar a Van As. A medida que se hacía viejo, la ciudad se volvía más joven, más vigorosa e insolente, más pretenciosa. Él servía para las reuniones masónicas, los bazares de la Iglesia Holandesa Reformada y los bailes de los Hijos de Inglaterra, pero ¿serviría para inaugurar unas galas de natación, hacer de juez en un concurso de belleza o para dar la bienvenida a una estrella de Hollywood que viniera en persona?

Su inglés no era muy bueno y su afrikaans, aunque fuera su lengua materna, no resultaba mucho mejor. En los comienzos de la ciudad nunca fue necesario hablar demasiado; bastó con ser fuerte, próspero y llevar bien la cadena de oro. Si él hubiese aguantado hasta el surgimiento del nacionalismo afrikaner, hasta la creación del primer gobierno nacionalista de Sudáfrica, seguramente no habría recibido de buena gana a un ministro en visita oficial, dispuesto a celebrar la extracción de la billonésima tonelada de oro, uno de esos ministros nacionalistas con su típica severidad en público, sus maneras apocalípticas y esa urbanidad que recubre a los políticos, invisible como el aceite en el lomo de un pato. Pero ni siquiera aguantó hasta la época de los automóviles. Al empezar la década de los veinte, había otros dos contratistas de transportes en la ciudad, cada uno con un camión de mudanzas, un trasto pesado con techo de estaño que permitía llevar los muebles limpios y secos en cualquier estación, y a los que había que poner en marcha con manivela, como si fueran gigantescos juguetes de cuerda.

La esposa de Van As murió en 1922, al nacer su cuarta o quinta hija, y tal vez esa fue una de las razones por las que vaciló durante demasiado tiempo en cambiar sus coches de caballos por camiones nuevos, y perdió así lo que había adelantado en el negocio del transporte. De todas formas, fue un año de desórdenes en el Witwatersrand, hubo huelgas con sus correspondientes interrupciones en la vida de los negocios; se cerraron las tabernas durante meses y hubo gloriosos motines en Johannesburgo, donde el whisky robado y el chocolate importado corrieron por las calles.

Se decía —al recordarle mucho después— que fue a la muerte de su esposa cuando Van As comenzó a desmoronarse; pero lo cierto es que a la gente le gusta atribuir los insidiosos resbalones de la desgracia a algún mal presagio, forma parte del deseo de un orden, de una fatalidad que rija sus destinos. La señora Van As volvió su rostro contra la pared y con ella se fue la fortuna: valga como punto de partida.

Van As continuó viviendo en su gran casa con su hija mayor, una muchacha de unos dieciocho años, que hacía de ama de casa y de madre de las demás. La veleta todavía no se había caído y los muebles buenos y lujosos estaban aún en buenas condiciones. Pero los cuantiosos contratos de transporte para las minas de oro que empezaban a abrirse iban a parar a manos de los transportistas con modernos vehículos de motor, y Transportes Van As perdió alguno de los viejos contratos cuando llegó el momento de renovarlos.

Comenzó, parecía, a abandonarlo todo, y después no fue capaz de coger nada. Había prestado dinero: no se lo devolvieron y las obligaciones resultaron sin valor. Habían pasado muchos años desde que fuera alcalde, casi tantos como desde que le echaron de la asamblea municipal. Especuló con asuntos que no prosperaban y vendió el negocio de transportes. Le declararon en bancarrota.

Quizá la señal de su fracaso, su incapacidad de adaptarse, fue que él y lo que le rodeaba siguieran siendo lo mismo. No abandonó la casa ornamentada y pasada de moda —estaba a nombre de su esposa y fue legada a sus hijas—. Seguía llevando su gran mostacho de guías, que antaño convenía a la dignidad de un padre de la ciudad.

Nada se marchita tan rápidamente como lo que no cambia. Ya para los años treinta, cuando la más joven de sus hijas tenía diez años y la mayor le había dado nietos, la casa era un exponente de auténtica antigüedad en una ciudad tan joven. La oxidada veleta chirriaba como loca en los días de viento, las barandillas blancas nunca volvieron a ser pintadas y, mirando desde la calle por la ventana de la sala de estar, se veía el terciopelo apolillado y los huecos de las borlitas que faltaban en las cortinas. Los Van As no podían permitirse el lujo de cambiar nada. El marido de la hija mayor cogió la tuberculosis trabajando en el interior de las minas y lo único que le quedó fue una pensión de invalidez, así que ella y su familia volvieron a vivir bajo el mismo techo de la cúpula de cebolla. El anciano Van As —para entonces parecía como si nunca se le hubiera conocido por otro nombre— consiguió un trabajo en una tienda de productos agrícolas, ese tipo de trabajo que un joven espabilado coge cuando termina la escuela, pero que, si lo acepta un hombre de edad madura, hace que la gente crea que no sirve para otra cosa.

Fue en esa época cuando se construyó un cine en un solar cerca de la casa —las antiguas zonas residenciales venían a formar parte del centro comercial de la ciudad, en plena expansión, y ya no estaba de moda vivir a dos pasos de la oficina de correos— y Van As comenzó a acudir a él dos o tres noches por semana. ¿Había surgido en él una pasión por el cine? Nadie se lo preguntó, ni siquiera sus hijas. Bajaba por el camino hasta el cine, igual que algunos viejos van a la taberna para quitarse de en medio. Las hijas estaban ocupadas intentando conseguir espacio e importancia para la creciente diversidad de sus intereses: una tenía novio, otra tocaba el piano y quería ensayar para participar en un concurso, y una tercera coleccionaba mariposas e intentaba conseguir una beca. Van As no podía hacer nada por ellas, así que tenían que componérselas.

Desde luego, ya no era uno de los principales de la iglesia, y como las visitas a la iglesia formaban parte de la posición social que había perdido, ya no acudía a ella, como si su presencia le molestara tanto a él como a Dios mismo; igual que el alcalde actual —un dentista que había hecho dinero en la bolsa, tenía una casa con un mueble bar y había lanzado una campaña publicitaria por la ciudad. ACABA DE ENTRAR EN NOORDDORP INDUSTRIAL. BIENVENIDO Y FELICIDAD— y los concejales se hubieran sentido incómodos si Van As hubiera acudido a la asamblea municipal. En los años cuarenta perdió el trabajo en la tienda de productos agrícolas y durante un tiempo se le vio paseando por la ciudad; miraba los escaparates de las tiendas larga y fijamente, como si pensara en hacer alguna compra importante. Fue entonces cuando comenzaron a llamarle «el pobre viejo Van As». Pero su obligada ociosidad no duró. La guerra había empezado hacía tiempo y pronto el viejo Van As vistió el uniforme: consiguió trabajo en la Oficina de Reclutamiento de Johannesburgo. Fue una especie de broma benévola en la ciudad. Algunos de los primeros padres de la ciudad, que seguían viviendo cómodamente y que decidieron considerar su decadencia como una especie de excentricidad, le daban con el dedo en la pechera de su uniforme —que le sentaba mal— y le gritaban (era bien sabido que se había vuelto un poco sordo): «Bueno, no hay que preocuparse, ¿eh, Van As? Hitler ya no tiene nada que hacer», y el viejo Van As resollaba y se reía, mascullando algo ininteligible bajo su bigote caído.

Semana tras semana se sentaba en la misma butaca del cine. Era una de las localidades baratas, en la segunda fila, y muchas veces disponía de toda ella porque sentarse allí significaba estar grotescamente frente a los enormes rostros de la pantalla. Durante todo el invierno se hundía hasta las orejas —orejas pálidas, caídas y con mechones de cerdas albinas— en su gabán militar. Si hubiese llevado consigo un montón de periódicos para extenderlos en el suelo y echarse sobre ellos, no habría parecido demasiado incongruente. Acampaba en el feo cine, con sus lamparitas de luz roja, como ojos de animales, y parqué de madera cubierto de crujientes cáscaras de cacahuetes, con el aspecto de un parque con vagabundos.

En invierno y verano se sabía de su presencia por su tos. Al menos dos o tres veces esta interrumpía el programa: la tos a toda orquesta de la bronquitis crónica, que empezaba con un resuello reprimido, como una risa silenciosa, ascendía a un contrapunto de gorgoteos, rugidos, arcadas y disminuía luego entre más resuellos, hasta llegar al silencio: la tos del viejo Van As.

También tosía en el tren, el tren de la mañana que le llevaba a la oficina de Johannesburgo todos los días. El aire de la mañana le hacía toser todavía más. Allí estaba el viejo Van As: las señoras que iban a Johannesburgo para hacer las compras importantes que no podían confiar a las tiendas locales, y que en aquellos años, debido al racionamiento de la gasolina, no podían ir en sus coches, evitaban meterse en el vagón del que procedía la tos. Era desagradable la tos y la carraspera en un vagón de ferrocarril. De cualquier forma, era incómodo encontrarse encerrado con el pobre viejo Van As, sentado allí tranquilamente, con aquel ridículo uniforme. ¡Pobre, a sus años! ¿Qué se le iba a decir? No se podía ignorarle; después de todo, no era un vagabundo. Nadie, realmente, le había hablado durante años; era tan embarazoso. Y las chicas Van As eran de verdad muy agradables, sobre todo Essie —había conseguido su beca y era maestra de preescolar—, muy sensata y encantadora con los niños.

Los chicos y las chicas que subían al tren armando jaleo todas las mañanas, camino de la escuela de la vecina ciudad de Witwaterstand —no había sitio para todos en la escuela secundaria de Noorddorp hasta que no se construyera la nueva escuela—, ni siquiera se fijaban en el viejo Van As ni en su tos. Llenaban el vagón, donde él iba de cualquier manera, gritando y haciendo gansadas, chicos sudafricanos bien alimentados cuyas piernas y cuerpos negaban el propósito del uniforme escolar de tal forma, que así llevado no era ni gris ni recatado, sino decididamente provocativo, en la mejor tradición del vodevil.

Las cortas ropas de gimnasia de las chicas mostraban varias pulgadas de muslo por encima de las medias negras que se estiraban tratando de cubrir unas piernas fuertes y torneadas, y unas abultadas pantorrillas; los pechos grandes sobresalían bajo camisas muy ceñidas. Las enormes piernas peludas de los muchachos, con pantalones cortos de fútbol que apenas podían contener sus musculosas nalgas, se estiraban por el pasillo; a los catorce o quince años pesaban ochenta kilos y tenían esas horripilantes risas que llegan desde el estómago, voces que empiezan a cambiar y una barba que despuntaba, errática, entre los granos de la adolescencia.

Escribían palabrotas en las puertas de los vagones, pegaban chicle en los asientos, fingían pelearse y flirteaban, e ignoraban a Van As de la misma forma que ignoraban a cualquier persona que estuviera fuera de la órbita violenta y bronca de los de su edad.

La guerra terminó y dejaron las escuelas, otros crecieron y ocuparon su lugar y sus costumbres, y el viejo Van As fue licenciado del ejército, pero seguía viajando todos los días a Johannesburgo, a otro trabajo. Nadie sabía exactamente en qué consistía: algún trabajillo de anciano. Ya no llevaba su uniforme, desde luego, pero sí su gabán militar sobre el traje manchado. Y seguía tosiendo.

Muy de vez en cuando, los chicos hacían un intento desganado de provocar al viejo; realmente, ni valía la pena, ya que parecía viajar con invisibles anteojeras. Se quedaba allí sentado hasta que llegaba a su destino, a veces dormitando, sin mirar siquiera por la ventanilla. Un día le ofrecieron una piedra envuelta en papel de caramelo, pero levantó la mano, tosiendo a modo de respuesta y moviendo la cabeza en un inocente gesto de rechazo y agradecimiento.

Corrieron muchos meses en los que los chicos y las chicas pasaban simplemente empujándole con sus carteras y sus pesados pies, y le olvidaban. Luego, uno de los muchachos consiguió una de esas falsas cacas de perro hechas de goma y, cuando ya lo había intentado en todos los sitios y con toda la gente susceptible y parecían haberse agotado sus potencialidades de diversión, una chica que quería impresionar a un muchacho, la cogió y la puso donde se sentaba habitualmente el viejo.

Por supuesto, él subió al tren en el penúltimo vagón y se sentó encima, pero no se fijó, y allí quedó mientras la chica se sentaba con la mano sobre la boca, con ojos descarados, mirando a ver si él hacía algún movimiento. Sus amigas se apretaron contra ella en una piña, agitándose con sus risas burlonas. Durante un rato, el viejo pareció mirarles a ellos en vez de a través de ellos; sus párpados arrugados aletearon un par de veces, como una membrana que se abriera en las estrechas rendijas de sus ojos. Parecía un inofensivo animal de lentos reflejos, en el zoo, ajeno al sonido de las mondaduras de naranja rebotando contra su piel.

Poco antes de que el tren llegara a la estación donde bajaban los chicos, la muchacha le dijo muy seria:

—Está sentado encima de una cosa mía.

Al viejo no se le ocurrió que estuviera dirigiéndose a él.

—Se ha sentado encima de una cosa mía —volvió a decir con impaciencia. Él ahuecó la oreja sorprendido.

—Le estoy diciendo que se ha sentado encima de una cosa mía.

Se puso de pie pesadamente y con irritación. La chica cogió el objeto, con insolencia, mientras sus amigas cuchicheaban muy divertidas. Pero el viejo ni siquiera se fijó en lo que era el objeto y volvió a hundirse pesadamente en su asiento.

A la mañana siguiente se olvidaron de la fracasada broma; las mismas muchachas se reían y murmuraban entre sí mirando un ejemplar de una revista del corazón. Ni se fijaron en él, pero el viejo sí las miraba.

Un par de días después, por una de esas sencillas casualidades que bien pueden no darse nunca, el viejo perdió el tren y tomó otro más tarde. La chica que había gastado la broma —se parecía mucho a las otras, podía haber sido cualquiera de ellas— perdió también el tren y cogió el siguiente. Este tren iba casi vacío, ya que era demasiado tarde para los obreros y los escolares. Por costumbre, el anciano subió al penúltimo vagón; también quizá por costumbre, la chica hizo lo mismo. Ella se repantingó enfrente de él, jadeando y enfadada porque llegaría tarde al colegio y no tenía justificación. Traía consigo un olor de tela polvorienta, tinta y un tufillo de la grasa de sus cabellos rubios que rizaba todas las noches pero que lavaba con escasa frecuencia. Le lanzó una mirada sin interés, como si no existiera, como miraba a los viejos y a los niños pequeños, y se enfrascó en un nuevo ejemplar de la revista del corazón que había comprado. El sol le daba directamente en los ojos, y sin apartar la atención de su revista, se levantó y se dejó caer en el asiento de enfrente, junto al anciano.

Desde el momento mismo en que la chica subió al tren, él no le había quitado el ojo de encima, observándola tranquilamente a distancia, como si la viese y a la vez no la viese. Suspiró cuando se sentó junto a él.

—Es el viejo de la tos —dijo ella—, el viejo de la tos que siempre va en el tren de las siete y media. ¡Oh, por Dios, el viejo cerdo, qué cara!, ¿eh? (Aquellos niños gigantescos hablan en jerga, un tosco híbrido de inglés y afrikaans propio de su condición de vástagos de familias semicultas en un país bilingüe).

Sus amigas se rieron como locas hasta que ella perdió los estribos. Su profesora se negó a oír otro cuento chino. Pero el padre de la chica, que nunca sabía dónde estaba ni lo que hacía, ni a qué hora llegaba por la noche a casa, movido por ciertos escrúpulos de honor tribal y primitivo —de todas formas, le gustaba incordiar— juró, vragtig, que le gustaría estrangular a aquel hombre y le denunció a la policía.

Así que un día de 1951, cuando Van As estaba a punto de cumplir los setenta años, fue detenido por besar a una colegiala en un tren. Una de aquellas grandes y robustas colegialas con los muslos abiertos y los enormes pechos, hembra pero aún no mujer: la hembra de todas las fantasías eróticas, desde la adolescencia hasta la senilidad, conjurada por las glándulas, estúpida, anónima, casi sin rostro.

¡El viejo Van As! Ese pobre viejo, sordo como una tapia, casi sin rostro, desdentado, con ese rancio y maloliente bigote. ¡Qué asco! La gente se mofaba con desprecio, haciendo muecas de repugnancia. Bueno, ninguna mujer le había mirado. Seguramente no había tenido nada que ver con una mujer desde hacía veinte, treinta años, desde que su esposa murió. No se había vuelto a casar ni nada por el estilo, claro que no, ¡el viejo Van As! Nadie hubiera soñado que una mujer tuviera alguna relación con él. ¿Qué le habrá pasado? Vaya pícaro, ¿eh? ¡Quién lo hubiera pensado! Vaya con el viejo pícaro… Ya sabes, ese que tose y no te deja oír la película… ese es… el viejo pajarraco de aspecto inofensivo que llevaba un capote militar.

En los periódicos de Johannesburgo apareció una breve noticia diciendo que un viejo ex-soldado había intentado, presuntamente, abusar de una colegiala de catorce años. La fotografía de Van As con su traje de alcalde y la cadena fue sacada del almacén de cachivaches del subastador y reproducida en el periódico local con el titular «EX ALCALDE BESA A COLEGIALA. G. G. Van As, que fue alcalde de Noorddorp y concejal durante siete años, ha comparecido ante el Juzgado Municipal esta semana, acusado de haber besado a una colegiala de catorce años, Anna Cordelia Jooste, Dantry Road, 17, Mooiklip».

LE GUSTAN MUCHO SUS MUÑECAS, DICE LA MADRE, era uno de los subtítulos del artículo. De repente, parecía que un viejo verde y lascivo había asustado a una tierna chiquilla. Sus hijas, en especial Essie, que era muy conocida, andaban con la cabeza gacha. ¡Qué desgracia les había caído, qué problemas les traía!, decía todo el mundo. Hasta alguien susurró en voz baja que era una lástima que hubiese vivido tanto tiempo; su esposa llevaba muerta casi treinta años y él no tenía amigos: no era útil a nadie.

Su hija Essie contrató a un abogado para que lo defendiera y, por supuesto, le absolvieron: pérdida momentánea de memoria, o algo por el estilo. La pecaminosa indignación de la ciudad tardó más en absolverle. No era mucho lo que había hecho, apenas merecía hablar de ello; mientras que el primer beso alegra la vista en el cine, se supone que el último tiene que ser obsceno y ridículo. En un momento de ofuscación había perdido su personalidad, la del Viejo Van As, la del mostacho de guías, el cómico soldado, la tos en el cine, la de un tipo célebre.

Fue como si la única estatua de la ciudad, la triste figura de un oscuro general a caballo en el parque polvoriento, llena de pintadas de los chiquillos traviesos, estuviera, si se la miraba bien, sangrando.