Aquella tarde entró en el campamento por última vez. Estaba más ordenado de lo que pudiera estarlo cualquier casa; la arena alisada en el claro con el rastrillo, los bidones de agua cubiertos con telas enceradas, las aletas de su tienda de campaña cerradas contra el calor. A treinta yardas de allí, una negra estaba de rodillas moliendo maíz, y dos o tres niños, grises por el polvo del Kalahari, jugaban con un perro flaco. El clamor de sus voces resonaba como el trino de un pájaro en los grandes espacios donde se perdía el campamento.
En su tienda quedaba siempre un poco del relente de la noche anterior, una atmósfera fría como la de una iglesia. Allí estaba su cama de hierro con su funda de almohada limpia y un cobertor grande de pieles. Allí estaba su mesa, su silla plegable con el asiento de lona roja y el baúl en el que guardaba su ropa. Encima del baúl se encontraba el despertador que sonaba todas las mañanas a las cinco y la fotografía de la muchacha de diecisiete años, de Francistown, con la que iba a casarse.
Llevaban mucho tiempo allí, la muchacha y el despertador: por las mañanas, cuando abría los ojos; por la tarde, cuando volvía del trabajo. Esta sería la última vez. A la mañana siguiente se marchaba a Francistown en el camión del Departamento de Carreteras. Cuando volviera, una semana después, estaría ya casado y traería consigo a la muchacha junto con la caravana que el Departamento proporcionaba a los hombres casados.
La observó mientras se sentaba en la cama y se quitaba las botas; de rostro sonriente, la muchacha parecía arrancada de una revista. Comenzó a quitarse el mono de trabajo, una costra caqui, tiesa y polvorienta, que conservaba aún su forma cuando se la quitaba, y llamó confiada y suavemente: «Ou Piet, ek wag». Pero el hombre negro y huesudo, con las cejas afanosamente arqueadas, como las de un payaso, arrastrando los pies desnudos bajo su peso, estaba ya frente a la tienda con una bañera de estaño en la que retinglaba el chapoteo del agua caliente al balancearse de un lado a otro.
Cuando se hubo lavado, puesto una camisa caqui limpia y un par de gastados pantalones grises, y fijado hacia atrás el cabello con una crema de olor dulzón, salió de su tienda, en el momento preciso en que el párpado del horizonte se cerraba sobre el ojo ensangrentado del sol. Era invierno y el sol se ponía poco después de las cinco; la arena gris se tornó de un rosa pálido y los matorrales de espino arrojaron unas manchas de sombra lila que pronto se apagaron; luego, la superficie del desierto se mostró moteada y porosa durante un par de minutos, como la superficie de la luna a través de un telescopio, mientras el cielo permanecía claro sobre la tierra oscurecida y brillaba limpia y cristalina la estrella del atardecer.
Los fuegos del campamento —el suyo y, algo más allá, los de los negros— pasaron de casi invisibles parpadeos de color pálido a encendidos haces de tremolentes lenguas de luz. Era de noche.
Todas las tardes permanecía así, sentado, durante la corta ceremonia del final del día, llenando lentamente su pipa, moviendo lentamente su espalda hacia la lumbre, bostezando para librarse de la rigidez de su trabajo.
De repente soltó una risita sofocada, lleno de excitación. La existencia de ella se hizo real; vio el rostro de la fotografía junto a la puerta de una caravana. Se levantó y comenzó a caminar por el campamento, rebosante de esperanza. Pegó una patada a un tronco que sobresalía un poco de la fogata, dio una orden a Piet y, cuando ya se encaminaba hacia la tienda, cambió de parecer y reanudó el paseo. Al otro extremo del campamento, la cuadrilla de trabajadores había empezado con sus risas, parloteo, gritos y discusiones de siempre al acabar el trabajo. Los brazos negros gesticulaban debajo de una espesa espuma blanca de jabón, y había un jadeo y un farfulleo cada vez que una cabeza hendía el frío chorro de un cubo de agua; las brillantes barrigas de las ollas de hierro se llevaban de aquí para allá en la animada preparación de la comida.
No entendió gran cosa de lo que decían —únicamente sabía el tswana suficiente para transmitirles sus órdenes, con la ayuda de Piet y uno o dos que entendían su lengua, el afrikaans—, pero el sonido de sus voces pertenecía a esa hora de la tarde. Alguno de los bebés que siempre lloraban emitió un gemido débil e ignorado; los niños desnudos jugaban a perseguirse unos a otros entre los ladridos del perro. Volvió y se sentó junto al fuego para terminar su pipa.
Después de cierto intervalo —el mismo siempre, aunque no se midiera por un reloj, sino por una larga costumbre que establecía el apropiado lapso de tiempo entre su baño, su pipa y su cena—, llamó en afrikaans:
—¿Te has olvidado de mi cena, hombre?
A través de un retazo de distorsionada oscuridad, donde la luz de los dos fuegos no se encontraba, sino que despedía formas tambaleantes y opacas, superponiendo resplandores, llegó la risa ronca y protestona que expresaba, más que el tributo a un nuevo chiste, el placer de la lealtad a uno ya viejo.
Luego, unos minutos más tarde:
—Piet, supongo que lo has quemado todo, ¿no?
—¿Baas?
—¿Dónde está la comida, hombre?
A su tiempo, el negro apareció con la mesa plegable y la lámpara de aceite. Iba de acá para allá entre la oscuridad y la luz, llevando ollas, platos y comida, rezongando con profunda satisfacción, en una mezcla de inglés y de africaans.
—¿Quiere koeksusters?, pues yo hago koeksusters. Me lo pidió esta mañana. Así que tendré que calentar bien el aceite. Tendré que prepararlo todo. Es un poco lento. Sí, ya sé. Pero no puedo hacerlo todo deprisa y corriendo. Me mete mucha prisa esta noche, no quiere esperar; será mejor que tome koeksusters el sábado, entonces tengo tiempo por la tarde, lo hago bien… Sí, me parece que la próxima vez será mejor…
Piet era un buen cocinero.
—Le he enseñado a mi chico a hacer de todo —contaba siempre el joven al volver a Francistown—. Hasta sabe hacer koeksusters —le había dicho a la madre de la chica, en uno de esos silencios de desaprobación de la mujer, tan difíciles de llenar.
Lo había pasado fatal intentando superar los prejuicios de los padres de la chica acerca de la clase de vida que él podía ofrecerle. Había conseguido convencerles de que tal vida no era imposible y le habían dado su consentimiento para el matrimonio, pero les parecía que esa vida no estaba bien, y su deseo de agradar y tranquilizarles le llevaba a verla con los ojos de ellos y a anticiparse, mediante los debidos cambios, a sus objeciones. La muchacha era campesina, no añoraría la vida urbana, pero al mismo tiempo no podía negar a sus padres que vivir en una granja con su familia, y con vecinos a sólo treinta o cuarenta millas de distancia, sería muy diferente a vivir a doscientas veinte millas de un pueblo o una ciudad, a solas con él en un campamento de carreteras, «rodeada por una pandilla je cafres todo el día», como había dicho su madre. Él mismo no podía imaginar en absoluto qué haría la muchacha mientras él estuviera fuera, en la carretera; y ella, hasta que todo hubiera pasado, no podía pensar más que en la boda, con sus dos hermanitos caminando detrás; en el vestido, en el que no se reconocía a medida que lo iba haciendo la modista, y en la tarta, con una pequeña pareja de novios de porcelana vestidos de etiqueta.
Miró la mesa rayada, el borde de una lata de mermelada abierta y el salero con un trozo de papel de estraza marrón, cuidadosamente colocado sobre su parte rota, y le dijo a Piet:
—Tendrás que hacerlo todo bien cuando llegue la señora.
—¿Baas? —se miraron mutuamente y no fue necesario añadir más.
—Tienes que poner bien la mesa y hacer todo con limpieza.
—Siempre hago todo limpio. ¿Por qué dice ahora que debo limpiar?
El joven se inclinó sobre la comida, despachándole. Mientras comía, su mente repasó automáticamente todos los cambios que había que hacer para la muchacha. No estaba acostumbrado a visualizar situaciones, sino a enfrentarse a lo existente. Era como una lección que se aprende por repetición: sabía lo que hacía falta en conjunto, pero cuando tenía que enfrentarse a uno de los detalles que lo componían, zozobraba. No lo reconocía y no sabía qué hacer. Tenía que mantener a raya a los mozos. Eso era lo principal. Piet tendría que venir bastante a la caravana para guisar y limpiar. Los muchachos —especialmente los responsables del mantenimiento de los camiones y de la maquinaria para la carretera— aparecerían siempre con preguntas sobre cómo hacer esto o lo otro. De otra forma, se liaban.
Escupió un trozo de cartílago que no podía tragar. Desvió su mente hacia otra cosa. Las mujeres podrían hacer la colada por la muchacha. Formaban un grupo de cafres que estaban aún muy verdes; ¿serían capaces algún día de hacer las cosas bien?
Veinte muchachos y unas cinco de sus mujeres; es imposible esconderlos a todos bajo un arbusto espinoso. No tienen por qué estar dando vueltas alrededor, eso es todo. Deben entender que no pueden estar merodeando.
Clavó los ojos en las sombras chinescas de la penumbra alrededor de la lumbre; las voces, amistosamente más tranquilas, interminentes entre la comida, el ronante «chas» de la madera al ser cortada, la fina película del gimoteo del bebé a través de la cual sonaba todo aquello. Ellos estaban en su sitio. Pero él sentía un recelo extraño y enconado.
Sus pensamientos se movían, mientras comía, de una manera lenta y minuciosa que no había experimentado en toda su vida. Se sentía preocupado. Se chupó un diente. Piet, Piet, ese cafre no deja de hablar. ¿Cómo va a dejar de hablar cuando se acerque a ella? Le hablará. Seguro que le hablará. Pensó en las palabras exactas que le diría a Piet sobre este asunto; eran como esas cosas indecibles que la gente escribe en las paredes para que las vean otros en sus momentos privados, pero que nunca pronuncian con su boca.
Piet trajo café y koeksusters y el joven no le miró. Los koeksusters estaban deliciosos, crujientes, pegajosos y dulces, y cuando sintió la sustancia familiar y el gusto en la lengua, alternándose con la punzada caliente del café, se entregó en seguida al placer de la comida, como lo haría un niño con una bolsa de caramelos. Los koeksusters siempre le proporcionaban un placer inocente y total. Cuando aceptó ese trabajo de capataz de los trabajadores de la carretera, pasó horas extrañas e inquietas por las noches y también los domingos. Le parecía que tenía hambre. Comía, pero nunca quedaba satisfecho. Caminaba el día entero como una criatura hambrienta. Un domingo incluso se puso a caminar —el Departamento de Carreteras era muy estricto con respecto a la utilización con fines privados de su camión de diez toneladas— las catorce millas a través de la arena, hasta el puesto, más bien una caseta de uralita, en donde vivían el funcionario gubernativo del ganado y su esposa, afrikaners como él, y los únicos blancos que había entre el campamento y Francistown. Por una coincidencia, ellos habían decidido ir en coche a verle ese día y se lo encontraron casi a mitad de camino, cuando el calor ya le hacía marchar más lentamente y lo tenía atontado. Pero poco después de este suceso, Piet se encargó de prepararle sus comidas y del cuidado de su persona; hasta aprendió a hacer koeksusters, según las instrucciones que el joven recibió del funcionario del ganado. Los koeksusters, un manjar infantil al que podía entregarse siempre que quisiera, parecían marcar su asentamiento. El campamento solitario se convirtió en un estilo de vida personal, con sus componendas e indulgencias especiales.
—¡Ou Piet! ¡Kêrel! ¿Qué has hecho con los koeksusters? —le dijo alegremente. Le llegó un grito que significaba: ¡En seguida! Apareció el negro secándose las manos con un trapo, con el aire simuladamente inseguro de quien sabe que lo ha hecho mejor que nunca.
—¿Qué has hecho con los koeksusters, hombre?
Piet se encogió de hombros.
—Aquí, tráeme más, hombre.
El joven le extendió el plato vacío con una sonrisa.
Y cuando el otro se alejó riendo, el joven llamó:
—Tienes que hacerlo siempre así, ¿entiendes?
A él le gustaba beber en las fiestas, en las bodas o en Navidades, pero no era un hombre que bebiera coñac todos los días. Tomaba dos coñacs los sábados por la tarde, cuando se había acabado el trabajo de la semana, y durante el resto del tiempo, la botella que traía de Francistown cuando iba a recoger provisiones, permanecía en el baúl de su tienda.
Pero esa última noche se levantó resuelto junto a la fogata y se fue a coger la botella de la tienda —una de las cosas que hacía era no dejar que los cafres le sirvieran las copas: enseñárselo era una tentación demasiado fuerte—. También se trajo una copa, una de un coloreado juego de seis hecho con un cristal tallado de imitación, y se sirvió un chorrito, estirando las piernas hasta sentir cómo penetraba el calor del fuego a través de las suelas de sus botas. Las noches no eran frías, hasta que se levantaba el viento, a las dos o las tres de la madrugada, pero el aire tenía una frescura esclarecedora; de vez en cuando, una figura salía del campamento de los negros para poner otro tronco en la fogata, cuyas llamas habían disminuido hasta tornarse azuladas.
El joven sintió en su interior una parecida incandescencia disminuida. Se sirvió otro coñac. El largo aullido de los chacales rondaba por el cielo, como el viento en torno a una casa. No había casa alguna, pero más allá de la trémula luz que la fogata aventaba en la oscuridad, los sonidos —aquella mezcolanza de voces sin sentido, bebés llorando, toses y carraspeos— habían construido muros en los que encerrarse y un techo para guarecerse. Él estaba expuesto, vuelto desnudo al espacio, en la esfera del mundo, pero no era consciente de ello.
La cadencia de varias clases de musiquillas comenzó a sonar y murió en la oscuridad: hilos de notas sopladas y punteadas desaparecían bajo las voces. De pronto, un hombre tan grande que había hecho ceder cada costura de sus harapientos pantalones y de su camisa, se recortó silencioso en el círculo de luz y se dejó caer dentro, no muy cerca de la fogata.
Sus pies, íntimamente cruzados, estaban agrietados y curtidos como madera que el mar deposita en la playa.
Tenía junto a la boca un instrumento de una sola cuerda, en forma de lira, hecho con una media luna de madera doblada y una cinta de hoja seca de palma, estirada de un extremo a otro. Sus grandes labios descansaban suavemente sobre esa tira, y mientras soplaba, una mano, controlando la vibración de la hoja de palmera, convertía su aliento en una música débil y perfecta, una música captada por los límites más extremos de la capacidad del oído humano, casi fuera de su alcance. La primera música que oyó el hombre, cuando comenzó a ponerse en pie entre los juncos del río, bien pudo haber sido así. Cuando se desvaneció, fue difícil saber en qué momento desapareció de veras.
—Toca esa otra —dijo el joven en tswana. Sólo se movió el humo de su pipa.
Las manos de palmas rosadas rodearon el instrumento. Los labios gruesos y tiernos se humedecieron. La música débil y desolada volvió a sonar, una música tan solitaria que llegaba al que la tocaba y al que la escuchaba como si la oyeran dentro de sí mismos. Esta vez, el músico cogió un trocito de madera en la otra mano y, mientras soplaba, lo iba restregando por dentro de la curva de la lira, donde las muescas talladas producían un sonido seco, trémulo, reptante, como el lejano movimiento de unos pies al danzar.
Había dos o tres figuras con más volumen que las sombras, donde la luz de la fogata se fundía en la oscuridad. Llegaron y se pusieron en cuclillas. Uno de ellos tenía media lata de parafina cortada por la mitad y otros accesorios de tripa y alambre.
Cuando el tañedor de lira se detuvo, bajando lentamente de su boca el trozo de madera y la hoja, como un reflujo, y limpiándose los labios con el dorso de la mano, el otro comenzó a tocar: se oyó una monótona melodía de bajo. La bota del joven golpeaba en la arena al compás del instrumento, acompañándose con palmadas de vez en cuando.
Un hombre flaco y amarillento, tocado con un viejo sombrero, se abrió paso entre comentarios sarcásticos y risitas y se acuclilló con un pequeño cuenco de barro entre sus pies. Sobre su boca había un pequeño teclado de lenguas metálicas. Después de decir algo, comenzó a tocar y los otros cantaron con voz grave y nasal, lo que atrajo a más espectadores en torno a la fogata.
La música terminó agradablemente y empezó de nuevo, como un aliento. Durante uno de los intervalos, el joven dijo:
—Quiero ver ese artefacto tuyo, ¿es nuevo? —y el hombre al que señaló no entendió lo que le decía, pero le entregó su mandolina de lata de parafina con orgullo y a la vez divertido por su trabajo artesanal.
El joven le dio la vuelta, punteándolo una vez, sonriendo y meneando la cabeza. Dos pedazos de cuerda, una vieja lata de mermelada y ya tienen toda una orquesta. Les había oído tocar con aparatos increíbles. El círculo de rostros le miraba con placer: se reían, hacían perezosos comentarios entre sí. Era un instrumento de lo más extraño, pero funcionaba. El dueño lo cogió de nuevo y lo tocó, haciendo un poco el payaso. El público se rio e hizo bromas elogiosas. Estaban cerca de la fogata ya, pintados por ella.
—La semana que viene —el joven alzó la voz alegremente—, la semana que viene, cuando vuelva, traeré una radio, con música de verdad. Oiréis a todos los conjuntos blancos.
Uno que había trabajado una vez en Johannesburgo dijo:
—Satchmo.
Y los otros le corearon, comprendiendo que esa era la palabra que designaba lo que el hombre blanco iba a traer de la ciudad. Satchmo, Satchmo, repetían cortésmente.
—Música, igual que en un gran baile para blancos en la ciudad. La semana que viene.
Un silencio amistoso, agradecido, cayó sobre todos ellos cuando descansaban al calor de la fogata, mirándole con indulgencia. Le ocurrió algo extraño: sintió calor, primero en el cuello, y luego le subió hasta los oídos y el rostro. Por supuesto, no importaba, a la semana siguiente lo habrían olvidado. No se lo creían. Se los imaginó e incluso creyó verlos merodeando en tomo a la caravana para escuchar, mientras él salía a la escalerilla para hablarles.
Por un momento pensó en darles el resto de la botella de coñac. ¡Diantre!, ni se te ocurra… ¡Eso sería una locura! Si les gusta se dedicarán a sisarlo todo el tiempo… Le daría a Piet un poco de azúcar, levadura y otras provisiones para que hicieran cerveza mañana mientras él estuviera fuera. Metió las manos en los bolsillos y se estiró hacia la fogata con la cabeza hundida en el pecho. El tañedor de lira recogió su fino pedazo de madera y, lentamente, lo que el joven sentía dentro de sí pareció encontrar una voz: ascendió por la noche, más allá del fuego, desenroscándose de su pecho y trayéndole la serenidad. Como si se hubiera hecho audible en el infinito y fuera devuelta al mundo en algún punto, la voz solitaria seguía sonando.
Nadie dijo nada. Las barreras de las lenguas cayeron silenciosamente. Toda la sucia marea de preocupaciones y proyectos había salido ya del joven. La luna, alta y pequeña, que resplandecía más gracias a una erizada extensión de estrellas, repetía la forma de la lira. Se quedó sentado durante no supo cuánto tiempo, al igual que había hecho durante tantas otras noches, con las estrellas en la cabeza y el fuego a sus pies.
Pero por fin se acabó la música y el tiempo comenzó de nuevo. Existía esa noche, existía mañana, cuando fuera conduciendo hasta Francistown. Se puso de pie. Los presentes se dispersaron. El músico de la lira se sonó con la mano. Los pies polvorientos aceptaron el peso de costumbre. Se fueron hacia sus tiendas y él hacia la suya. Les siguieron pequeñas reverberaciones. El joven bostezó con amplitud, un bostezo fuerte, feo, animal, uno de esos ruidos personales que puede hacer un hombre cuando vive solo. Caminó muy lentamente por la arena; era de noche, pero conocía el camino con más seguridad que si hubiera luz.
—¡Piet! ¡Oye! —gritó cuando llegó a su tienda—. Mañana te levantas temprano, ¿eh? ¡Y no quiero oír que el camión no arranca! Lo pones en marcha y luego me llamas, ¿entiendes?
Estaba encendiendo la lámpara de aceite que Piet había dejado sobre el baúl, y a medida que la llama crecía, iba restituyendo todo el interior de la tienda: el baúl, la cama, el reloj y el rostro tímido de la muchacha de diecisiete años. Se sentó sobre la cama y deslizó las palmas sobre la pelusa sedosa del cobertor. Inspiró y retuvo un momento la respiración, mirando a su alrededor deliberadamente. Luego recogió la fotografía, dobló la apoyatura del marco y la metió en el baúl con las demás cosas, preparado para el viaje.