LA NOCHE EN QUE EL FAVORITO GANÓ

Duncan Miller y Freda Grant llegaron a Roodekraal Mine la noche en que el favorito llegó a casa. Freda era sudafricana y Duncan había vivido temporadas en el país durante varios años, pero cuando entraron en la casa de la propiedad minera, donde iban a ser los invitados aquella noche, fue como si hubieran entrado en una aldea extranjera, en plena fiesta de un santo local del que nunca habían oído hablar.

—Espero que no os moleste el ruido —dijo Alfred Ardendyck, que cruzaba el césped bajo un haz de luz intensa que salía de la puerta principal, dispuesto a recibirlos en calidad de anfitrión—. Vera apostó hoy por el ganador y toda la casa lo está celebrando desde las tres. Les prometió a los chicos media corona a cada uno, y están en pleno jaleo en vez de irse a la cama. Encantado de conocerla, señora Miller. ¿Qué tal, Dunkie, cabronazo, cómo estás? Entre, señora Miller —y cogió el maletín de Freda y acompañó a la pareja escalinata arriba, en dirección a la casa.

Freda se sintió más tonta que culpable al ser llamada «señora Miller». Duncan pensó que era más sencillo no explicarle a un tipo como Ardendyck que él y Freda, aunque llevaban años trabajando y viviendo juntos, no estaban casados y nunca habían fingido estarlo. Ardendick había estado prisionero tres años en Alemania, en el mismo barracón que Duncan, durante la guerra. De repente, Duncan se lo encontró una mañana, al cabo de trece años, en una calle de Johannesburgo; y en el curso de la larga charla que mantuvieron después en un bar, Duncan prometió que cuando Freda y él, por sus trabajos en el campo, fueran por donde vivía Alfred, al norte del Transvaal, se detendrían en la Roodekraal Mine para pasar la noche en su casa.

—Es de esos tipos que uno ha conocido durante la guerra —le dijo Duncan a ella—. Como la primera chica. Luego desarrollas la facultad de selección natural y buscas a uno de tu clase o de la que aspiras a ser. Pero la primera vez es como con una chica: un prototipo, uno de esos esbozos básicos que representan a la población femenina en un gráfico comparativo. En el campo de prisioneros, el tipo que vive y duerme a tu lado es simplemente un hombre, el prototipo de amigo. Alfred era una buena persona, por supuesto. No sé cómo es en su vida privada. Sólo puedo pensar en él en los términos humanos más sencillos: jugaba a las cartas con los guardias y me cambiaba por chocolate los cigarrillos que les había ganado. No sé cómo pensaba.

Duncan sonrió a Freda, sus gafas se movieron con un destello. Era un hombre pequeño, enjuto, feo, con la sonrisa de una chica tímida. Sólo ella, de toda la gente que había conocido, sabía cómo pensaba él. Ella lo sabía. Nadie más. Desde luego, no lo supo la muchacha con la que se había casado cuando era estudiante.

Entraron en la casa de los Ardendyck pasando por delante de tres muchachos boquiabiertos, vestidos con unos pijamas de pantalón corto que dejaban ver sus rosadas piernas y sus grandes pies.

—Ya está bien; vosotros tres, largaos —su padre les dio el equivalente verbal de un bofetón cariñoso y, gruñendo, se retiraron por el pasillo lo suficiente como para dejar a los invitados pasar hasta el cuarto de estar.

De la radio salían sollozos y gritos, y de alguna parte llegaba un siseante crescendo, como si un dragón estuviera encerrado en algún sitio de la cocina; un spaniel tuerto estaba tumbado panza arriba junto al fuego, y dos invitados, una mujer de cabellos canosos, con unos pendientes de perlas que le colgaban pesadamente de las orejas, y un hombre delgado que mostraba su nuez de Adán por el cuello abierto de la camisa, se volvieron con la expectante compostura del saludo.

—Este es Bill Hamilton, y esta es su esposa, Cora, una de las chicas que se hinchó en la carrera de esta tarde.

En la señora Hamilton había un aire de plácido triunfo. Aceptó, como si las mereciera, las corteses exclamaciones de sorpresa y las felicitaciones que Freda y Duncan le ofrecieron inmediatamente.

Freda llevaba una bolsa estampada con flores, de lazo corredizo, en la que guardaba los frascos de cosméticos que no se atrevía a dejar en el maletín por miedo a que gotearan y, por supuesto, sus libros. La condujeron hacia el sillón giratorio del señor Hamilton, junto al fuego, al tiempo que Alfred Ardendyck le preguntaba:

—¿Qué quiere? ¿Qué va a tomar, señora Miller?

Se dio cuenta de que no le iban a enseñar la habitación donde Alfred y ella iban a dormir y se sentó rápidamente, poniendo sus pertenencias junto al sillón, como alguien que ha llevado un instrumento musical a una fiesta y es lo bastante listo como para darse cuenta de que, después de todo, no va a ser una velada musical. Se enorgullecía, de forma solitaria y tranquila, de cómo se adaptaba a su compañía. Podía sentarse a beber cerveza con una tribu —el trabajo que ella y Duncan hacían: investigación de las relaciones entre malnutrición y vida tribal africana, por un lado, y la vida urbana destribalizada por otro, daba lugar a veces a invitaciones de este tipo— o entre corbatas negras y pecheras almidonadas en la cena formal de alguna sociedad aburrida y erudita, con idéntica naturalidad. Era su forma de humildad, su manera de mostrar que sabía y creía que su particular manera de vivir no tenía por qué ser valorada por encima de la de otras personas.

—¿Qué carrera ha sido? —dijo ella, aceptando con una sonrisa el whisky con agua que le ofrecía Alfred y volviéndose para entablar conversación con la mujer canosa.

El estallido de las risas, la exclamación de Alfred Ardendyck por encima del armario —cuyo frente bajaba como un puente levadizo y mostraba un espacio lleno de botellas de whisky, coñac, ginebra, naranja, coca-cola y copas caras—, ese estallido hizo que su memoria tuviera un sobresalto de atención. Su risa llegó a menos de un segundo de la de ellos, como si su pregunta fuera en realidad una broma. ¿Quién en aquella habitación podía pensar que fuera otra cosa? No había en toda Sudáfrica un niño de más de cinco años que no conociera el Durban July Handicap. El primer sábado de julio, cuando se celebraba, llegaba con la misma regularidad que la Navidad y recibía casi la misma publicidad. Los periódicos hablaban de «la clásica de las carreras sudafricanas», y los anuncios rezaban cada temporada: «SUDÁFRICA, PRESA DE la FIEBRE DE JULIO». Aquella misma mañana, por supuesto, ya antes de partir de Johannesburgo, había visto los carteles en todas las esquinas. Pero su mente había pasado con descuido sobre ellos, como un imán por una superficie en la que no hay partículas afines.

En ese momento, un chico pequeño, el menor de los tres que estaban junto a la puerta principal, entró en la habitación y lanzó al fuego una tostada a medio comer. Los mayores le siguieron y se detuvieron en seco, mirándole desde fuera del área de los adultos donde él había buscado refugio. Al mismo tiempo, entró decidida una mujer fuerte, aún un poco sofocada, cuyas piernas eran musculosas y de huesos pesados, tan atractivas como las de un practicante de lucha libre. Sus grandes pies pisaban pesadamente con sus sandalias de tacones muy altos. Sonreía como si no pudiera hacer otra cosa; la sonrisa conservaba su carácter personal, privado y jovial en medio de los convencionalismos de las presentaciones.

—He estado con los chicos, intentando que cenen —dijo a Freda, con los brazos en jarras y mirando a su alrededor para descubrir qué era lo que había que hacer ahora, atolondrada y jocosa—. Son casi tan malos como yo, que no sé si voy o si vengo —se echó a reír de repente. Luego dijo pomposamente—: Hoy he ganado ochenta y cinco libras —y volvió a reírse—. Así que tienen que excusarme.

—Debe de ser una sensación maravillosa —dijo Freda—. Quiero decir que es un dinero que no te esperas, no como el dinero que ganas trabajando. Es como magia.

Marchaos, Basil, hombre, marchaos todos —dijo la señora Ardendyck adelantando la cabeza hacia sus hijos. Estos prorrumpieron en un batiburrillo de quejas, gruñidos, gemidos y chillidos.

—¡Mamá! ¡Oh, oh!

Y de nuevo se quedaron quietos, unos pasos más cerca de la puerta, en actitud de exagerada protesta: uno tenía a su hermano cogido amenazadoramente por el cuello, el otro destrenzaba la cuerda del pantalón de su pijama. La señora Ardendyck se sentó en el sofá junto a la radiogramola. Parecía que fuera a levantarse en seguida, pero en lugar de ello, gritó:

—Alfred, eres un bichejo, me has birlado la copa.

Poderosa como las de una avestruz, su pierna rozó una mesilla de tres patas, haciendo tambalearse la copa vacía y el cenicero que estaban encima.

—No seas idiota, Vera. Tu copa está encima de la repisa, donde la dejaste.

Ella cruzó las piernas, se echó atrás en el sillón y tomó la copa que él le dio, mirándola imperiosamente antes de bebería.

—Vuestro problema, mujeres, es que os vais a poner insoportables a partir de hoy —dijo Bill Hamilton.

La señora Ardendyck pasó sus manos pecosas y romas por sus claros cabellos, ensortijados y lustrosos.

—Tú y mi viejo estáis los dos tan celosos que reventáis. ¡Vaya que sí!

—Pero el dinero se queda en la familia, ¿no? —dijo Duncan—. El marido no puede perder si la mujer gana.

Alfred lanzó una especie de bufido.

—Eso te lo crees tú.

—Teníais que haberle visto esta tarde —dijo la señora Ardendyck, una mujer segura de la atención de su público—. Teníais que haberle visto. Yo gritaba ¡Full House!; estaban dando la segunda vuelta y hasta entonces la radio ni siquiera había mencionado el nombre de ese caballo, pues iba muy atrás porque tardó en arrancar, ya sabéis; y luego, de repente, se puso entre los primeros. Allí estaba yo, gritando ¡Full House! como una loca, y él diciendo todo el tiempo: «¡Cállate, vamos a escuchar la carrera!». Entonces se mencionó a Bojangles por primera vez. Casi me tapó la boca con la mano…

—¡Así se hace! —dijo Bill Hamilton, mientras Alfred fanfarroneaba con sus carcajadas.

—Te lo juro —dijo la señora Ardendyck—, en serio lo digo. Intentó hacerlo —se puso la mano sobre la boca, sus astutos ojos de color avellana imitaban una furiosa indignación—. ¡Gana Bojangles!, gritaba él, y todo ese tiempo yo intentaba quitarme su mano de encima. ¡Gana Bojangles!, y yo ¡Full House!, y no oíamos lo que decían por la radio. De veras. De pronto la carrera termina y hay que esperar el resultado. Pero a mí no me preocupaba.

—Se le metió en la cabeza Full House desde el principio —le explicó Alfred a Duncan—. Ella me dijo, sería a finales de febrero, «quiero que apuestes por mí a Full House». Yo creí que se había vuelto loca, quise convencerla.

Volvió a llenar las copas de todos. El ruido de los fritos se hizo más claro y el olor de la grasa entró en el calor de la habitación, inquietando al spaniel. La radio cambió de tema y el niño mayor dijo: «¡Vaya!», y comenzó a dar saltos, accionando los brazos de su hermano como si estuviera bombeando. La señora Ardendyck se había acomodado para hablar de su triunfo con Duncan y Freda.

—Aposté hasta tres veces por él, ¿saben? Veinte a uno, doce a uno y siete a uno. Hubiera hecho al final un diez a uno, pero el tonto de Alfred retrasó el viaje a la ciudad para apostar mi dinero, y cuando lo hizo las probabilidades habían bajado.

—Vera nunca se equivoca —dijo la señora Hamilton débilmente—. Cuando se empeña en algo, estáte tranquilo: sabes que tu dinero está seguro. Cinco de nosotros apostamos con ella —detuvo la mano de Alfred, que estaba a punto de poner una copa de coñac en al brazo de su sillón—: No, gracias. Aún siento lo que tomé esta tarde.

—Oh, vamos, Cora —dijo la señora Ardendyck—, ¡por amor de Dios!, sólo se vive una vez y sólo se puede ganar la carrera de julio una vez al año. Anímate un poco.

—Un brindis —Alfred hizo un gesto como si abarcara toda la habitación—. ¡Por Bojangles y por mí, buenos perdedores! —Un siseo irritado de la señora Hamilton y un grito de la señora Ardendyck ahogaron los brindis.

Durante los últimos diez minutos, una corpulenta mujer africana no había dejado de asomarse tímidamente a la puerta, apareciendo y desapareciendo. La señora Ardendyck había pasado a la jerga técnica de los apostadores con el típico descuido, tan propio del experto, que hace materialmente imposible que el lego entienda de lo que se está hablando, y Freda escuchaba con la atención de quien no entiende lo que se le dice.

—Emma quiere que vayas a la cocina —dijo Alfred a su mujer, y ella se levantó en un dudoso equilibrio sobre sus altos tacones.

—Tenía pensado servir una cena elegante esta noche, pero como ganó Full House no se me ocurrió ni por asomo pasar la tarde en la cocina. Ni hablar. No me echéis la culpa. Todas las chicas de la asociación hicimos un pacto: que nos íbamos a reunir en el club si ganábamos. Así que comenzamos a llamamos y bajar al club. Fue una fiesta de verdad, ¿no, Cora?

La señora Hamilton parecía apagada, porque no se sentía como creía que debiera sentirse.

—He bebido dos coñacs demasiado rápido. No me gusta nada beber por la tarde.

—Mírame a mí —dijo la señora Ardendyck—. Me siento de maravilla. ¿Sabes lo que yo hago cuando he bebido de más? Dos Alka-Seltzer y una cucharada de glucosa —se golpeó el estómago—. ¿Ves? Como nueva.

—Emma quiere que vayas.

Ella revolvió los cabellos de Alfred, haciéndole verter un poco del contenido de su copa.

—No seas pesada, Vera. Estás bebida.

Ella cruzó los brazos en carne de gallina, temblorosos y rojizos bajo la manga corta, y le miró despectivamente. Durante un momento, las irritaciones, insatisfacciones y reproches que se entretejían formando el tejido de lo cotidiano, atravesaron la brillante superficie de la celebración. Apareció fugazmente el ayer, antes de celebrarse la carrera, y el mañana, el día de después. Luego la señora Ardendyck dio unos cuantos pasos de danza al ritmo de la samba que sonaba en la radio y se paró en seco, indicando con un movimiento de cabeza y una mueca a la sirvienta que estaba en la cocina.

—Teníais que haberla visto cuando anunciaron el resultado. Yo estaba en plena danza de guerra y ella entró como si me pasara algo. «Señora, ¿está usted enferma? Señora, ¿está usted enferma?». Creo que pensó que me había vuelto majareta, o algo por el estilo. Vale, Emma. Ahora mismo voy —gritó, y se marchó por el pasillo discutiendo con sus hijos, que la seguían.

Unos minutos más tarde, Duncan y Freda y los Ardendyck pasaron a la habitación contigua para cenar. Los niños ya se habían acostado y los Hamilton, al parecer, habían cenado antes de venir.

—Bueno, ya sabes dónde está la botella, Bill —dijo Alfred con un amplio gesto, mientras salían los que iban a cenar.

La cena fue de esas que Freda y Duncan nunca se preparaban para sí mismos, y resultó mucho más agradable de lo que recordaban. Había un caldo fuerte de verdura, hígado encebollado y pudin al vapor. Duncan se quitó varias veces las gafas, dejándolas posadas sobre la mesa durante un par de minutos mientras miraba el mundo sin ellas, algo que hacía siempre que había tomado unas copas y se sentía cómodo. Freda rechazó un whisky con la cena, porque ya había tomado dos bien cargados y sabía que si tomaba otro no se sentiría con fuerzas para levantarse a las cinco de la mañana, como ella y Duncan tenían que hacer, si iban a mantener el horario de su viaje y de su trabajo.

Antes de acabar la sopa, hubo una llamada en la puerta principal, y la señora Ardendyck dijo con aire triunfal:

—Los Mackenzie, estoy segura. Ella estaba también en la asociación conmigo. Va a comprar una nueva alfombra para el dormitorio. Ya veis, todos vendrán aquí antes que acabe la noche.

Una mujer pequeña, de rostro redondo y excitado, con la cabeza cubierta con un pañuelo de seda con estampados del castillo de Edimburgo y la leyenda «Dios salve a la Reina», entró llevando un plato cubierto.

—Te he traído unos cuantos rollos de espárragos, Vera. No tengo idea de cómo estarán. Estoy nerviosísima. Ni siquiera he podido recordar cuántas cucharadas de harina hacen falta.

Durante toda la cena estuvo llegando gente. La señora Ardendyck seguía las conversaciones en una y otra dirección, a través de la puerta que se abría a la sala de estar, donde se encontraban sus invitados, y con sus compañeros de mesa.

—¡No te olvides de que yo también quiero postre! —gritó uno de los hombres desde la sala de estar.

—¡No hemos llegado aún a los postres, tranquilízate! —le respondió ella a voces.

Alfred le estaba explicando a Duncan su trabajo en la mina. De pronto, Freda le preguntó a la señora Ardendyck qué había decidido hacer con sus ganancias, y esta, orgullosa y dominadora en la cabecera de la mesa, sonriendo por lo que había oído con la parte de atención que tenía puesta en la sala de estar, dijo:

—Una cosa que sin lugar a dudas voy a comprarme es un frasco de perfume que he visto. El perfume de Grace Kelly. A diez libras el frasco.

Alfred se volvió al oírla.

—Ni soñarlo. Debes de estar chiflada, Vera.

Ella le ignoró y le dijo a Freda, con el aire desdeñoso de una mujer hermosa, malcriada y petulante:

—Es el único que me gusta. Es una maravilla.

Cuando hubo tomado el último bocado de pudin, la señora Ardendyck echó hacia atrás la silla, arañando el suelo.

—Vamos, querida —tocó a Freda en el hombro. Y al hacerlo, sintió por un momento que se enfriaba su euforia, quizá por primera vez desde que Freda entrara en la casa, viendo entonces claramente lo que había tras la amabilidad y cortés atención de Freda. Prosiguió con cautela:

—Vamos a reunimos con los otros, señora Miller. Vamos, amigos.

La sala de estar estaba llena. Habían traído sillas de lona de la terraza y había gente sentada sobre las mesitas para las copas.

—Bueno, esta tarde sí que animasteis de verdad al viejo club.

—¿Te parece. Vera?

—¡Vaya que sí! ¿Por qué no viniste a tomar algo con nosotras, Harry? Te llamamos todas, pero no quisiste saber nada.

—La próxima vez no le invitaremos.

—¿Ya has soñado algo para la próxima apuesta combinada, Vera?

—Te lo diré.

Duncan estaba allí, con un grupo que apoyaba su peso sobre cualquier respaldo que les ofreciera la pared o los muebles, y Bill Hamilton guardaba la silla para Freda, pero a nadie se le pasó por la cabeza sentarse en ella. Freda protestaba enérgicamente, pero la renuncia —que buscara sitio donde pudiera— era un privilegio de intimidad que no le concedían. Acercaron la silla a la lumbre y ella quedó allí encajada, una mejilla muy colorada y la otra vuelta hacia un hombre llamado Iggulden —a ella y Duncan les habían presentado a todos cuando entraron en la habitación—. Iggulden bebió su cerveza y dijo:

—Me han dicho que viajan ustedes por todas partes.

Comenzaron a hablar sobre el tiempo y las carreteras de las diversas zonas del país, que era lo que para él significaba viajar. Freda se mostró receptiva y respetuosa, porque sabía que era el tipo de hombre que, aunque probablemente no compartiera su hechizo por las ruinas históricas o su interés por el baile tribal, ayudaría a cualquiera en el caso de que se extraviase o tuviera una avería el coche; siempre estaría dispuesto a echar una mano. El hombre llamó a su mujer, una señora que se sentaba muy tiesa en una silla de cocina, en la corriente de la puerta, y que no se había atrevido a quitarse el abrigo ni los guantes de lana bordados.

—Sybil, aquí hay una persona que ha recorrido todo el país.

Pero la mujer no parecía interesada, como si le hablaran de algo extravagante. Frunció el ceño con impaciencia de esposa.

—¿Qué?

Miró a Freda; una sonrisa inexpresiva y lacónica afloró y desapareció abruptamente, como si se hubiese producido un corte de la corriente.

El interlocutor de Freda no pudo tener para con ella otra actitud que la de un hombre cuya oferta no ha sido bien recibida; perdió confianza en la conversación, y esta terminó por apagarse. Durante un rato, Freda quedó relegada a la periferia de una conversación masculina a tres bandas, y le tocó una borrosa cuarta banda. Pero los hombres comenzaron a concentrarse en la historia que uno de ellos contaba, y cuando ella se rio en el momento culminante, por lo demás vulgar e inocuo, se dieron cuenta con sorpresa y turbación de que estaba allí, de manera que tuvo la sensación de haber estado escuchando a escondidas y se echó hacia atrás en su silla.

Las voces competían a su alrededor como las de los charlatanes de una feria.

—… el perfume de Grace Kelly. Especialmente fabricado para ella por uno de esos franceses.

—Hombre, no. Me parece que voy a tomar una cerveza.

—… no me atrevería a decírselo a la madre de Alee. Siempre intenta que firmemos una declaración diciendo que no tomaremos alcohol y ni siquiera compra un boleto de la tómbola.

—Ya no hay más ginger-ale. ¿Qué quieres tomar con tu coñac, Les, Coca?

—¿Sabes a qué hora fui a la ciudad esta mañana? A las ocho y cuarto. Acababan de abrir Bassett’s… las chicas del expositor siempre hablan un poco conmigo. Esos abrigos negros son preciosos, ya sé, pero creo que está muy avanzada la temporada. Luego me pasé casi una hora en la sección de perfumes. Aquí, aquí y aquí. Hombre, me lo eché por todas partes, de verdad… Sí, diez libras el frasco. Es el único que me interesa.

Un matrimonio había traído a un niño pequeño, que, por cierto, había despertado a los niños de los Ardendyck. Entraron con estrépito, esquivando y dando tumbos entre los mayores, y se quedaron quietos ante las amenazas, hasta que todo el mundo dejó de hacerles caso. Entonces se levantaron de un salto y corrieron a otra parte de la casa, llevando un plato de cacahuetes y una botella de Coca-cola. Alguien había encendido la radio con el inconsciente deseo de provocar la algarabía, la excitación que lleva consigo enfrentar un estruendo con otro. Duncan, al que Alfred Ardendyck no dejaba marcharse de su lado, tenía el aire consternado, pero en el fondo satisfecho, del empollón de la clase que de repente ha sido aceptado por la pandilla.

Bajo la protección del tumulto de la habitación, Freda volvió a su existencia privada. Miró hacia el ruido, los cachivaches y la gente: una habitación llena pero a la vez desnuda. No había cuadros, a menos que se quisieran contar los de lana bordada; no había ni libros ni periódicos. Su mirada pasó tranquilamente sobre las cortinas con su diseño de cactus rojos y amarillos, la alfombra con sus volutas beige y rojo amarronado, la repisa con su población de figurillas de porcelana, animales de cristal y botellas de licor en miniatura. No había ni una línea, ni un objeto, ni un color que le hablara, como con tanta frecuencia se había encontrado que lo hacían las cosas inanimadas, hasta en los lugares más inesperados y extraños: el título de algún libro que hubiese leído, una taza que se pareciese a otra en la que había bebido en otro lugar, la fotografía recortada de un periódico y colgada en la pared de algo que le hiciera gracia o que hubiese admirado… Esas eran las cosas que atravesaban los mares, que hacían claras las lenguas extranjeras y ponían en mano del extraño el hilo que le conecta con su identidad.

Se levantó y se abrió camino por la habitación, murmurando buenas noches a los rostros aturdidos, vagamente animados, si es que se volvían hacia ella.

—¡Señora Miller! —dijo Alfred con voz camarina—. Venga y tome una copa. El viejo Dunkie nos está tratando de tomar el pelo. Tendrá que ponerle en su sitio. Venga, tómese un whisky.

Pero él estaba tan liado entre las risotadas, las copas que le acercaban, los fragmentos de anécdotas y de discusiones que giraban en tomo a su fornido centro, como una peonza, que ni siquiera se fijó en que no había cogido la copa, y simplemente le dijo «buenas noches» con la mano, o tal vez incluso se limitó a emitir señales al otro extremo de la habitación, señales que no se dirigían a ella, pero que ella aceptó por buenas.

—Lo siento, pero si no me voy ahora a la cama, sé que no me podré levantar mañana a tiempo. Discúlpenme…

La señora Ardendyck sonrió ante las excusas con una amable indiferencia, interrumpida en medio de una conversación cuyas frases quedaban inacabadas por las risas.

—Todo lo que pude hacer fue…

—La verdad es que no pude

Se levantó y llevó a Freda a toda prisa por el largo pasillo.

—El cuarto de baño, el retrete está al lado; supongo que los niños habrán dejado la bañera sucia. Aquí está la habitación.

Abrió la puerta de una habitación para invitados, ordenada y desagradablemente húmeda, con un trozo de estera entre dos camas cubiertas con colcha de chintz. Cortó en seco el agradecimiento de Freda, permaneciendo durante un momento con las manos en las caderas, girando un pie sobre el pivote de su alto tacón. Sus cabellos parecían levantarse en su cabeza con alegría propia, tenía el cuello rojizo, le brillaba la fuerte nariz y tenía el rabillo de los ojos humedecido por la risa.

—Bueno, espero que no se congele —dijo con desenvoltura, y desapareció.

Freda Grant permaneció consciente sólo del escaso peso del bolso de aseo que colgaba de sus manos. El frío de la habitación era como la paz, pero el ruido volvió, como el calor a una extremidad entumecida; las risas chocaban contra el ronroneo de las conversaciones, como el rumor de una sala de máquinas, y el ajetreo del ir y venir. Levantó su neceser —Alfred Ardendyck debía de haberlo traído a la habitación en algún momento— y lo puso sobre la cama, sacando sus cosas y las de Duncan para la noche. Abrió su bolso de aseo y, aún de pie en medio de la habitación, se frotó lentamente la cara con crema. Los niños corrían en grupo por el pasillo, una y otra vez, sofocando las risas y dando golpes secos contra las paredes y las puertas.

Mientras estaba en el cuarto de baño, uno de ellos hizo girar la manecilla de la puerta, que no tenía llave, y ella dijo con la voz indulgente y deportiva que utilizaba con los niños:

—¿Qué hay? —pero sólo hubo un farfullar y una ruidosa carrera hacia la fiesta.

Extendió su abrigo a los pies de la cama, le dio cuerda al reloj y lo colocó en la banqueta que había entre las dos camas. Después de todo, las mantas eran gruesas; no pasaría frío.

Después de una carcajada, hubo unos cuantos aplausos: en la fiesta había acabado algún espectáculo. Sacó del bolso de aseo un frasco de crema para las manos y se fijó en que tendría que levantarse de la cama para apagar la luz cuando terminara de leer, pero luego se dio cuenta de que no tenía libros.

Debió de dejar los libros en la sala de estar, junto a su sillón, o donde hubieran ido a parar, empujados por los pies de los demás. Sintió un sobresalto de dolorosa ansiedad al pensar en los libros pisoteados, deslizándose hacia algún lugar inaccesible, perdidos entre la muchedumbre.

Se levantó de la cama de un salto, se puso rápidamente la bata y entonces se quedó parada ente la puerta: ¿cómo iba a salir al pasillo y quedarse allí, esperando llamar la atención de Duncan? ¿Cómo iba a entrar delante de todos, poniéndose a buscar sus libros bajo las sillas? Sin embargo, la sensación de ansiedad continuó. No eran libros científicos de consulta, ni siquiera eran los libros nuevos que había traído para entretenerse —ella y Duncan los habían dejado bajo llave en el jeep, con el resto de sus utensilios—, sino simplemente los suyos personales, sus Geórgicas, un libro de poemas y la crónica de los viajes por África de un misionero, que siempre llevaba consigo en sus trabajos de campo. Si había retrasos o si Duncan y ella se quedaban aislados en algún sitio, sabía que podía contar con ellos; eran su sustento.

Por supuesto, no corrían ningún peligro. ¿Cómo iban a perderse dentro de una habitación? Nadie los tocaría. Ni siquiera los mirarían. Estarían completamente a salvo. No tendría más que entrar en la sala de estar por la mañana y recogerlos. Se imaginó vivamente la sala de estar bajo la primera luz de la mañana: las sillas amontonadas como cáscaras, los ceniceros, los tapones de las botellas y los vasos sucios. Bajo una espesa capa de ceniza, el ojo durmiente del fuego seguiría brillando. Pero los libros, por alguna razón, no estaban.

¿Y si los olvidaba por la mañana? Irritada consigo misma, cortó de golpe estas fantasías. Se quitó la bata con decisión, la dobló para meterla en la maleta y fue a apagar la luz. Pero, con la mano en el interruptor, vaciló de nuevo, y de repente cogió en seguida el maletín de noche y buscó algo en uno de los gastados bolsillos de seda. Sacó una pequeña agenda de cuero y la abrió por una página en blanco, que pertenecía a un mes de un año ya pasado. Escribió «Mis libros», y subrayó lo que había escrito. Luego miró en torno suyo, cogió su tarro de crema y apoyó contra él su agenda abierta dejándolos en la banqueta junto a la cama.

Se acostó. Cambió la posición del tarro y de la agenda para que entrasen en su campo visual. Sus labios se movieron lentamente, formando dos palabras. Extendió la mano casi instintivamente, cogió la agenda, y garabateó, esta vez en grandes y desordenadas letras de imprenta: «MIS LIBROS», y subrayó de nuevo la palabra.

Cuando apagó la luz, se arrebujó con las mantas hasta el cuello, cerró los ojos y se quedó inmóvil, sola, escuchando la fiesta.