El hotel estaba a un centenar de yardas sobre la orilla del río. En el dintel, encima del mosquitero de la entrada, unas letras pequeñas y doradas rezaban: J. P. Cunningham, Establecimiento Autorizado para expender Cerveza, Vino y Licores —las iniciales habían sido pintadas sobre otras previamente borradas—. Sentada en el despacho, junto a la terraza, frente al viejo escritorio atestado de papeles, rodeada de montones de carpetas con el registro de veinte años, volvía de vez en cuando la cabeza hacia el agua, sin alcanzar a ver la lustrosa superficie del río tropical bajo la espesa nube de mosquitos. Fijó la vista un momento y, luego, dejando a un lado sus cuentas y facturas, escribió con letra grande y clara los menús del almuerzo y de la cena: Potaje de guisantes, Chuleta empanada y Patatas salteadas —el lenguaje (para ella el lenguaje verdadero) de la cocina del hotel, que no era sino el vestigio deteriorado de la influencia de un chef inmigrado de Europa que había conseguido implantarlo en aquella primitiva cocina durante tres meses, antes de seguir camino hacia el Sur, buscando la distinción y el lujo de un restaurante de Johannesburgo.
Se pasaba la mayor parte del día en su oficina, durante todo el año. La única diferencia era que en invierno estaba cómoda, hacía incluso frío suficiente para ponerse una chaqueta de punto, y en verano tenía que sentarse con las piernas abiertas bajo la falda, mientras un reguero de sudor se deslizaba por la cara interior de sus muslos e iba a parar detrás de sus rodillas. Cuando la gente atravesaba la chirriante puerta de tela metálica y entraba en la terraza del hotel, rondando con ese aire inequívoco de los recién llegados (eso sólo ocurría en invierno, por supuesto; nadie viajaba a esa parte de África Central en verano, a menos que fuera por obligación), más que oírlos, los sentía, y les hacía esperar unos minutos. Luego se levantaba, despacio, del escritorio, echando hacia atrás la silla, se bajaba el vestido con una mano y salía de allí. Nunca había aprendido las maneras a un tiempo serviles y displicentes de la esposa de un hotelero; la verdad es que era tímida y, como era una cuarentona gruesa, se expresaba con torpe brusquedad. Una vez que los nuevos huéspedes habían firmado en el registro, era muy capaz de volver a su contabilidad sin enseñarles sus habitaciones ni llamar a un mozo para que se encargara de su equipaje. Si se atrevían a molestarla otra vez en su oficina, decía con asombro:
—¿Es que nadie se ha ocupado de ustedes? ¿Mi marido, o el ama de llaves? ¡Dios!… —Y pasaba por medio del deslucido conjunto de sillas de mimbre del vestíbulo, cruzaba la sala de ping-pong, que olía intensamente a cera para suelos e insecticida contra las cucarachas, en busca de ayuda.
Pero, normalmente, a la gente no le molestaba su descuidada acogida. Cuando llegaban a la aldea del río, llevaban ya dos días viajando por las yermas y resecas salinas; habían dormido bajo el aplastante silencio del cielo nocturno, que les ignoraba, y donde no había más sonido humano que sus propios murmullos. Solían salir de sus jeeps con una sensación de irrealidad. La visión de la señora Cunningham, con su vestido de flores y un broche sobre su enorme pechera, su rostro grande y lustroso, oficinescamente aturdido bajo su rizada permanente, significaba para ellos el mundo conocido: la huella de Viernes en la arena. Y cuando por la tarde aparecía en el bar, descubrían que, después de todo, era bastante amable. Llevaba una cinta en su larga y rizada cabellera rubia y, como muchas mujeres gordas, no parecía joven, sino infantil. No bebía —en ocasiones rompía en una risita floja probando una copa de jerez dulce— y solía permanecer sentada leyendo un periódico atrasado de Johannesburgo, que alguien había traído la semana anterior.
Un hombre servía las copas con movimientos ligeros y ágiles, como los de un prestidigitador. «¿De verdad es el marido de la señora Cunningham?», preguntaban los recién llegados a los huéspedes permanentes: el veterinario estatal, el responsable del servicio meteorológico y el jefe de correos. El hombre que estaba en el bar, que hablaba por la comisura de su labio superior, parecía más joven que ella, aunque por supuesto lo fuera: tenía treinta y nueve años, uno menos que ella. Puertas afuera y a la luz del día, la esbeltez de él tenía la calidad de la carne curada; su rostro de joven estrella de cine, con la rizada e hirsuta cabellera, ojos negros y ceñudos, y una boca saliente, era el rostro de un mono: arrugado, vigilante y siempre viejo.
Mirándole a la luz del bar, uno de los huéspedes permanentes explicaba desde detrás de su copa: «Su segundo marido, por supuesto. Arthur Cunningham murió. Pero este es pariente de su primer marido, un Cunningham también».
No es que Rita Cunningham nunca viera nada cuando se volvía para mirar el agua. A veces (¿qué veces?, luchaba por concretarlas: a veces, cuando no dormía bien o cuando las cosas iban mal) veía el barco atravesando la crecida del río. Miraba el agua ancha, resplandeciente, perezosa, allí donde los nenúfares flotaban rutilantes bajo el sol, y comenzaba a avistar el barco, siempre en el mismo punto, aproximándose a la mitad del río desde la otra orilla, avanzando lentamente bajo su pesada carga. Era su barco más grande, llevaba ocho máquinas de coser y el armazón de una cama de matrimonio de hierro lacado al estilo japonés, junto con las provisiones habituales; Arthur y los tres mozos del almacén iban sentados sobre la carga. Al llegar a mitad del río, el barco volcaba. Los hombres y el cargamento se precipitaban al agua y la cama de hierro se les venía pesadamente encima, atrapando sus brazos entre los barrotes y arrastrándoles con ella. Nada más. Donde antes se encontraban ellos, quedaba un destello del sol sobre el agua y los nenúfares eran más espesos.
No estaba allí cuando ocurrió. Estaba en Johannesburgo, pasando aquellas vacaciones anuales que tanto deseaban todos; sentada, por tercer día consecutivo, en uno de los mejores asientos de las gradas de Wanderer’s Ground, viendo el partido internacional de cricket, entre Sudáfrica y el equipo visitante de Nueva Zelanda. Estaba con tres de sus hijos —el pequeño tenía los autógrafos de los jugadores de ambos equipos— y con Johnny. Johnny Cunningham, el hermanastro de su marido, que les ayudaba en el hotel y en las tiendas desde hace años, y que, como cada año desde que trabajaba con ellos, la había llevado en coche a Johannesburgo para que pudiera disfrutar de unas vacaciones más largas que las que su marido, Arthur, se podía permitir. El acuerdo era que Arthur llegara siempre a Johannesburgo dos semanas después que su esposa y luego Johnny Cunningham volviera solo al hotel para encargarse de las cosas.
Desde niña le encantaba el cricket. En su casa, allá en el Norte, si se retransmitía algún partido de cricket, tenía siempre puesta la radio en la oficina mientras trabajaba, igual que hay gente a la que le gusta tener música de fondo. Se sentía feliz ese día en la parte alta de las gradas, en la sombra. La hierba era verde, y las figuras de los jugadores blancas como el yeso. El seco y suave sonido de la pelota levantaba murmullos de admiración entre el público. Era la atmósfera distendida de las personas que tienen suficiente dinero como para tomarse el día libre en la oficina y pasarlo bebiendo cerveza, viendo despreocupadamente un partido y adquiriendo ese aspecto rojizo y amable que les hacía parecer más un macizo de esas flores corrientes que crecen en cualquier parte, que una multitud de rostros humanos.
De vez en cuando, una voz anunciaba por el altavoz una petición, ¿podría el dueño del automóvil matrícula TJ 986339 acercarse por favor en seguida a la taquilla?; había perdido un reloj de señora con leontina, alguien podría…, etc.; un telegrama urgente, repito, un telegrama urgente para el señor fulano de tal… La voz tenía afición a la palabra «repito», y había gruñidos burlones aquí y allá entre la multitud cada vez que la voz comenzaba a hablar. Ella misma había intercambiado un gesto divertido con alguien de la fila delantera que se volvió exasperado al oír por enésima vez «repito». Y luego, exactamente a las tres y cuarto de la tarde, la voz pronunciaba su propio nombre: «Rogamos a la señora Cunningham, de Olongwe, repito, Olongwe, haga el favor de personarse inmediatamente en la entrada principal. Es un mensaje urgente para la señora Cunningham. Rogamos que la señora Cunningham se persone…».
Se volvió hacia Johnny en seguida, sorprendida, haciendo una mueca.
—Yo qué sé —dijo él lanzando una carcajada. Prefería un buen partido de rugby, desde luego, pero Arthur, que quería invitarle, le había dicho a su mujer que comprara una entrada para Johnny y le llevara con ella uno de esos días.
Sonriendo y desconcertada dijo:
—Alguien que me quiere tomar el pelo llamándome.
—Vale —dijo él, estrujando su cajetilla de cigarrillos y levantándose con la rapidez que produce la impaciencia—. Iré yo.
Ella vaciló un momento. De repente pensó en su cuarta hija, Margie, la traviesa, que había dejado jugando en casa de unos parientes de Johannesburgo con los que se hospedaban los Cunningham.
—Mejor que vaya yo. Supongo que será Margie. ¡Vete tú a saber qué habrá hecho ese diablillo!
Johnny se sentó de nuevo.
—Como tú quieras.
Ella se levantó y se abrió paso por las gradas. Tan pronto como llegó a la entrada, vio el coche de su hermana Ruth delante de las puertas, donde no se permitía estacionar a nadie; y antes de ver a su hermana y a su cuñado allí parados, un estremecimiento de pánico le atenazó la garganta.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha pasado…? —gritó acercándose a ellos.
El hombre y la mujer la miraban como si les diera miedo:
—No, no es Margie. Sube al coche.
Ya en el automóvil, fuera del campo de cricket, aunque aún se oía el ruido seco de la pelota y el griterío ascendente de la multitud, le dijeron que había llegado un telegrama informándoles de que Arthur se había ahogado aquella mañana mientras llevaba un cargamento en el barco por el río crecido.
No lloró hasta que volvieron al hotel junto al río. Dejó a los niños con su hermana (de todas formas, las dos niñas mayores estaban en un internado en Johannesburgo) y Johnny Cunningham la llevó a casa. Una vez allí, en medio de un silencio tan vasto como el desierto que se abría antes ellos, dijo:
—¡Quién hubiera pensado que le iba a ocurrir a él! ¡Las cosas que hizo en su tiempo sin que nunca le pasara nada!
—¡Me lo vas a decir a mí! —dijo Johnny, con la pipa entre los dientes.
En Johannesburgo, todos se habían dicho unos a otros: «Al llegar, se dará cuenta de lo que ha pasado».
Pero aunque ella ya sabía que había muerto su marido cuando aún estaba lejos de la aldea, en la irrealidad de la ciudad, una vez que volvió a ver y oler la aldea, y entró en el hotel, le pareció absurdo. Nada había cambiado. ¿No era verdad que todo estaba igual? Las pieles de ñu curtiéndose colgadas, los viejos cuernos medio hundidos en la arena, la figura de yeso de Johnny Walker en el mostrador del bar, el río.
Dos días después, uno de los negros de la tienda vino al hotel para que firmara unos cheques; parado en la puerta de la oficina, con su viejo sombrero en la mano, le dijo con voz ronca y baja, como si no quisiera que nadie, ni siquiera el muerto, le oyera:
—Era un hombre bueno, señora, era un hombre bueno. ¡Ah, señora!
Ella se echó a llorar. Mientras escribía su nombre en los cheques y se los devolvía en silencio al viejo, le sobrecogió una honda pena por Arthur, que había estado vivo como ella y ahora había muerto. Cuando volvió a quedarse sola, se sentó frente al escritorio mirando el sujetapapeles con las facturas, los sellos de caucho y la madera arañada y manchada de tinta. Y lloró de dolor por la suerte de aquel hombre fuerte y curtido, cuyos pulmones se habían llenado de agua en cada aspiración, bajo el peso del armazón de hierro de la cama. Lloró la crueldad de la muerte. A lo mejor no era exactamente eso lo que sus parientes de Johannesburgo entendían cuando dijeron: «Al llegar, se dará cuenta de lo que ha pasado». Pero de todas formas lloró.
Lentamente, en breves momentos de confianza que se detenían abruptamente o se mezclaban con la timidez, la gente comenzó a contarle lo del naufragio. Uno le ahorraba este detalle, el otro se lo contaba pero le ahorraba otra cosa. Así que reunió lo que le habían ido contando y forjó aquel cuadro silencioso, irreal y ordenado, apenas aumentado por la imaginación —pues tenía bien poca—, que veía a veces ascender del río y hundirse de nuevo.
El desarrollo de los acontecimientos fue sencillo y espantoso. Arthur Cunningham estaba haciendo lo que había hecho antes docenas de veces, lo que todos los de la aldea hacían una y otra vez cuando el río se desbordaba y el puente se hundía. Casi todos los años, el puente se rompía o quedaba sumergido en la época en que culminaba la estación de las lluvias, y, cuando ocurría, la única manera de llegar a la aldea era por barco. Aquel día de diciembre, había un cargamento que tenía que cruzar el río: la comida para el hotel y los artículos para la tienda, que había traído un camión hasta el Norte. Arthur Cunningham era de esa clase de hombre que hace él mismo las cosas. Era la única manera de que se hicieran. Aquella mañana ya había cruzado con los negros cuatro veces, y habían adelantado mucho.
—Vamos a ver si se animan un poco más las cosas.
Siguió azuzando a los ayudantes blancos que tenían que descargar los camiones y sudaban por la prisa y el agotamiento nervioso de trabajar bajo su supervisión.
—No lo entiendo, de verdad. Tengo mi barco, tengo mis mozos y ¿qué ocurre?: aquí estoy, esperándoos. ¡No dejes eso ahí, hombre! ¡Por los clavos de Cristo! ¡Vamos, aprisa! ¡Aprisa, aprisa!
Los africanos soportaban su talante rezongando, burlándose de su ofensiva presunción —verdadera— de poder hacer todo mejor que sus obreros y en la mitad de tiempo, mejor que los blancos. Se reían y gruñían al responderle, y refunfuñaban bajo sus mofas y blasfemias.
Cuando el barco estuvo cargado completamente para el quinto viaje, se fijó en la cama de matrimonio de laca negra, apoyada en una grada y con las piezas aún no ajustadas.
—¿Qué pasa con esto? —gritó—. No lo dejéis siempre para el próximo viaje, pandilla de inútiles. Cargadlo, cargadlo. Es la nueva cama para la nueva mujer del jefe, es un encargo importante —y rugió con una carcajada. Se acercó a un joven oficinista granujiento, de veintidós años, cuyos ralos cabellos, enmarañados en las patillas de sus gafas, expresaban una terrible timidez.
—¿Eres tan joven que no sabes lo importante que es una cama cómoda? ¿Quieres que el jefe espere hasta mañana? ¿Qué te parecería si tuvieras que esperar una cama nueva, para una bella y nueva esposa? —y mientras el joven le miraba atónito, Arthur Cunningham volvió a lanzar una rugiente carcajada.
—Señor Cunningham, el barco ya está muy lleno —dijo un ayudante blanco.
—¡Qué va a estar lleno! Cargadla, hombre. Estoy harto de ver esa cama ahí tirada. ¡Cargadla!
—No sé cómo van a poder llegar. Va a desequilibrar la carga.
Arthur Cunningham se acercó a su oficinista. Era un hombre de altura media, con un pecho y una barriga duros, fuertes y resonantes, como el cuerpo de un tambor; las manos gruesas y el pecho velludo y de color arenoso asomando siempre por el cuello abierto de la camisa, llena de manchones y arrugas, que le protegía del sol. Su rostro era rojizo y tenía una uniforme dentadura postiza en una boca sin labios, de aspecto más práctico que mezquino o desagradable.
—Vamos, Harris —dijo, como si estuviera hablando a un niño—. Vamos y no digas más tonterías. Cógela por ahí.
Y envió al hombre, tambaleándose bajo el peso del pie de la cama, mientras él llevaba la cabecera, hasta el barco.
Rita se casó cuando tenía veintitrés años. Y él tenía dieciséis o diecisiete años más que ella. No había cambiado apenas de aspecto desde que se casaron hasta la última vez que le vio, cuando estaba parado en la carretera con las manos en la cintura, mirando cómo el coche marchaba hacia Johannesburgo. Ella era virgen —nunca había estado enamorada— cuando se casó con él. Él la había conocido en uno de sus viajes por el Sur, se encaprichó de ella y eso fue todo. Siempre hacía lo que le daba la gana y conseguía lo que quería. Como nunca había hecho el amor con un joven, aceptó el dominio que ejercía sobre ella en la cama como el colmo del amor; sus gustos al hacer el amor, como todo lo demás, se habían formado antes de conocerla, y estaba tan apegado a ese hábito como a otros. Ella nunca llegó a conocerle, por supuesto, ya que no tenía esa necesidad profunda de poseer sus pensamientos y profundizar en los sentimientos que suscita el amor.
Era tan generoso como deslenguado, lo que significaba que su lengua atenuaba su generosidad, al menos con tanta frecuencia como su generosidad atenuaba su lengua. Había cazado, pescado y comerciado por toda África y sentía un desprecio enorme por los cuentos de viajeros. Cuando las partidas de safari se quedaban en su hotel, criticaba sus armas («¿Cómo dice que se llama ese artilugio?», «Le digo que he matado unos cincuenta leones en mi vida y sin mira telescópica»), sus equipos de acampada («No entiendo para qué arman tanto ruido con los filtros para el agua y esos chismes. He bebido agua tan sucia que he tenido que inclinarme y sorberla a través de un trozo de tela y no me pasó nada») y, en general, su inutilidad. Pero también encontraba para ellos guías nativos experimentados, y les prestaba cosas que se habían olvidado comprar en el Sur. Era consciente de haberse hecho unos cuantos enemigos, unos pocos, esparcidos por un territorio casi sin población, y también era consciente del respeto que se le tenía, de que todos le conocían, y de poseer un hotel, dos tiendas y detentar el poder en la aldea.
Su madrastra había sido su enemiga, en aquella lejana infancia que había superado hacía muchísimo tiempo; pero no tenía ninguna queja contra el hijo de su madrastra, que también debió de tener sus problemas, adoptado en una gran casa llena de Cunninghams. Johnny llevaba más de diez años rodando por el mundo —Norteamérica, México, Australia— cuando apareció un día por la aldea, sin blanca y sin ningún lugar a donde ir. Arthur no se mostró duro, aunque se rio un poco de él, y después de que el chico anduviera por el río y por el hotel haciendo el vago durante un mes, Arthur insinuó que podría echar una mano en una de las tiendas.
Johnny se lo tomó a bien: «Supongo que tengo que dejar de ser un vagabundo alguna vez», dijo, y sorprendentemente se convirtió en un buen trabajador. Pronto se dedicó a ayudar en el hotel —donde, por supuesto, estaba ya viviendo— y se convirtió en uno más de la familia, haciendo todo lo que hiciera falta.
Sin embargo, siguió siendo muy solitario. «Me da la sensación de que se va a ir cuando le dé la gana, de la misma manera que vino», le dijo Rita a Arthur con cierto resentimiento. Ella poseía un gran sentido de la lealtad, y siempre recelaba de que intentasen aprovecharse de su marido, quien parecía no darse cuenta de que poseía muchas cosas que otros hombres ansiaban.
—Oh, por Dios, Rita, es un amargado por naturaleza, eso es todo. Vive su vida y nosotros la nuestra. Trabaja bien, y eso es lo que me interesa de Johnny.
El asunto era que, en una comunidad tan pequeña como la de la aldea y en la vida tan cerrada del hotel, Johnny Cunningham vivía su vida, a pesar de su aislamiento interior. Comía con ellos en la misma mesa, hablando solamente si le hablaban. Cuando, junto con el matrimonio Cunningham, se veía obligado a asistir a una fiesta de los huéspedes del hotel, se quedaba bebiendo tranquilamente pero sin molestarse apenas en contribuir a la conversación, y los dejaba con un inesperado y sardónico «discúlpeme» cuando le daba la gana. Las únicas veces en que «salió de su concha» —como Rita le decía a su marido— fue en las sesiones de baile. Había llegado a la aldea en la época del jazz, pero sus verdaderos triunfos en la pista se dieron con la llegada del rock and roll. Al principio lo aprendió en una película —el salón del hotel era también el cine local, los jueves por la noche— y luego debió seguir practicándolo en sus vacaciones anuales en Johannesburgo. De todas formas, era un experto, y las noches de baile sacaba de sus sillones de mimbre a una de las cinco o seis torponas chicas de la aldea, a las que nunca miraba y mucho menos hablaba, y la transformaba con el hechizo de su ritmo.
A veces hacía lo mismo con las mujeres que se hospedaban en el hotel: «Mira al viejo Johnny, cómo se lo pasa», decía Arthur Cunningham sonriendo, en el tono de despectiva admiración de quien elogia algo que no condescendería en practicar.
Había algo en Johnny —su boca entreabierta, la visión de la saliva brillando en sus dientes, su cabeza echada hacia atrás y sus ojos entrecerrados mientras culebreaba sobre las piernas dobladas y los pies ágiles— que atraía todas las miradas.
—Bueno, así parece feliz —decía Rita con una risa algo avergonzada.
A veces, Johnny se acostaba con alguna de las huéspedes del hotel (no había ninguna cama que pudiera ocultar secretos a la vieja ama de llaves alemana que, a su vez, se obstinaba en contarle todo lo que sabía a Rita Cunningham). Se aceptaba tácitamente que había algún tipo de relación entre sus espectáculos de rock and roll y estos asuntos: ¿Quién se hubiera fijado en Johnny en cualquier otro momento? Pero aparte de esos infrecuentes asuntos de una o dos noches, no mostraba interés por las mujeres y parecía claro que nunca se le había pasado por la cabeza el matrimonio. Arthur le pagaba bien, pero parecía no ahorrar nunca ni tener dinero. Apostaba por radio —utilizando la emisora del funcionario de meteorología— en todas las grandes carreras de Ciudad del Cabo, Durban y Johannesburgo, y había comprado tres automóviles, todos ellos inadecuados para el estado de las carreteras, que acabó por destrozar tratando de repararlos en el taller de Arthur.
Cuando volvió al hotel con Rita Cunningham, después de que Arthur se ahogara, siguió con su trabajo como de costumbre. Pero al cabo de una semana, todo el volumen del trabajo, todas las decisiones que Arthur tomaba, no podían seguir sin resolver por más tiempo por unos considerados empleados que querían ahorrar problemas a la viuda. Así que, durante el almuerzo, le dijo a Johnny con su estilo de colegiala:
—¿Puedes pasar después por la oficina? Quiero decir que hay algunas cosas que tenemos que arreglar.
Cuando ella entró en la oficina, él ya estaba allí, esperando de pie como un trabajador y mirando el calendario que había en la pared.
—¿Quién se va a ocupar de que los pedidos de la tienda no se retrasen? —preguntó—. Hay que encargárselo a alguien. Y alguien tendrá que calcular el costo de los productos perecederos. No puede ser el viejo Johnson. Arthur siempre decía que no tenía ni idea.
Johnny se rascó una oreja y dijo:
—¿Quieres que lo haga yo?
Se miraron durante un momento, pensándolo. En el rostro de él no había el menor rastro de gana ni de desgana.
—Bueno, si pudieras, Johnny, creo que sería lo mejor… —y tras una pausa, volvió sobre otro asunto—. ¿Quién podría responsabilizarse del bar, de los pedidos y demás? ¿Crees que debemos buscar a alguien?
Se encogió de hombros.
—Como quieras. Podrías poner un anuncio en Johannesburgo o quizá en Rodesia. Pero aquí no va a venir nadie que valga la pena.
—Lo sé —la angustia de la responsabilidad se apoderó repentinamente de ella.
—Siempre se puede intentar —volvió a decir él.
—Podremos conseguir algún viejo borrachín que no quieran en ninguna parte —contestó ella.
—Seguramente —dijo él con su amarga sonrisa.
—¿No crees…? —dijo ella—. Es decir, sólo por el momento…, ¿no podríamos arreglamos nosotros? Quiero decir que tú podrías servir y a lo mejor el chico de los Allgood, el del garaje, podría venir los fines de semana para echar una mano, y luego encargarnos tú y yo de los pedidos.
—Claro —dijo, balanceándose sobre las puntas de los pies, una y otra vez, y mirando por la ventana—. Lo puedo hacer, si quieres intentarlo.
Ella seguía sin creer que todo iba a marchar sobre ruedas llevándola a ella, al hotel y a las dos tiendas.
—Ah, sí —dijo distraídamente—, estará muy bien, sólo por el momento, hasta que pueda… —no terminó lo que iba a decir porque no sabía hasta qué punto esa solución iba a ser temporal o no.
Ella dio por sentado que iba a vender el hotel y las dos tiendas. Dos de las hijas ya estaban en el colegio, en el Sur; las otras dos tendrían que ir cuando hubieran terminado la escuela en la aldea, dentro de uno o dos años. ¿Para qué iba a quedarse ella sola allí, en una aldea remota, a setecientas millas de sus hijos y de sus parientes?
Durante los seis primeros meses después de que se hubiera ahogado Arthur, ella hablaba, y creía que actuaba, como si la venta del hotel y de las tiendas fuera inminente e inevitable. Hasta escribió a un agente en Johannesburgo y a un viejo amigo abogado en Rodesia pidiéndoles consejo sobre el precio que podía esperar por su propiedad y los negocios: Arthur le había dejado todo.
Johnny se encargó del trabajo de Arthur. Ella, a su vez, asumió una parte del trabajo de Johnny. Johnny volvió con el automóvil a Johannesburgo para recoger a los dos niños más pequeños, y el hotel y las tiendas siguieron funcionando como de costumbre. Una noche, en la oficina, trabajando después de la cena y conversando con él, aunque algo distraída, de asuntos hoteleros, añadió la cláusula habitual:
—Vale por el momento.
Johnny, entre dientes, estaba silbando una musiquilla, mientras buscaba el precio de cierta marca de ginebra en una factura de proveedores de licores al por mayor —tenía la seguridad de que Arthur compraba más barato—, dejó de silbar, siguió buscando y dijo:
—¿Qué vas a hacer tú allí, en Johannesburgo, Rita? Tendrás dinero y no necesitas trabajar.
Ella dejó la pluma y se dio la vuelta, agarrándose como a un clavo ardiendo a cualquier comentario sobre su situación que la ayudara a no sentirse tan perdida.
—¿Qué quieres decir?
—Supongo que comprarás una casa cerca de tu hermana y vivirás allí cuidando de los dos pequeños.
—Oh, no lo sé —dijo, esquivando la respuesta pero insegura—. Supongo que compraría una casa…
—¿Y qué otra cosa vas a hacer?
Se lo dijo con claridad. Se apoderó de ella un total desánimo, no había visualizado ni pensado lo que iba a hacer: la casa en una zona residencial de Johannesburgo, las dos hijas en la escuela por las mañanas, todas las noches en la cama a las siete, y su hermana diciendo «visítanos cuando quieras».
Se levantó lentamente y se volvió, apoyando el trasero contra el canto del escritorio, frunciendo el ceño, incapaz de hablar.
—Aquí tienes algo seguro —dijo él.
—Pero siempre he querido irme. Hace tanto calor en verano… Siempre decíamos que algún día, cuando los niños… —le fallaron sus propias excusas. Dijo—: Pero una mujer… ¡qué tontería!, ¿cómo puedo llevar esto?
La miraba con interés, pero no iba a decir nada para ayudarla. Fumaba y mantenía su cigarrillo a medio consumir entre el pulgar y el índice, vuelto hacia la palma de la mano. Se rio:
—¡Tú lo estás llevando todo! —dijo.
Hizo un histriónico gesto de magnificiencia, arqueando las cejas, moviendo lentamente la cabeza y bajando las comisuras de los labios.
—Todo va viento en popa. Lo que se dice, todo. ¿De qué te preocupas?
Ella rompió a reír, como hacen los niños, cuando se burlan de ellos, para no llorar.
Durante las semanas siguientes, una curiosa especie de suave felicidad se apoderó de ella. Era la felicidad del alivio de la indecisión, la felicidad de la confianza. No tenía que preguntarse si podía arreglárselas, llevaba ya todo ese tiempo arreglándoselas. La confianza hizo aflorar en ella algo que toda su vida había estado dormido: era una mujer capaz, incluso una buena mujer de negocios. Comenzó a tener mano firme con los hijos, con los criados del hotel y con los empleados de las tiendas. Hasta escribió una carta al proveedor de licores al por mayor exigiendo el mismo descuento que le hacía a su difunto esposo en una determinada marca de ginebra.
Cuando el amigo abogado de Rodesia, que llevaba los asuntos de Arthur, vino a consultarle, ella le habló de la posibilidad de ofrecerle a Johnny, no una asociación, no, pero sí alguna especie de participación, digamos una cuarta parte del hotel y de las tiendas.
—Lo único que falta por saber es si se quedará —dijo ella.
—¿Por qué no se va a quedar? —dijo el abogado, ponderando la excelente oportunidad que se le iba a ofrecer.
—Ah, no lo sé —contestó ella—, siempre le dije a Arthur que era de esa clase de hombres que desaparecería algún día de la misma forma en que vino —A la vista del difícil trabajo que había llevado a cabo, Rita exclamó—: ¡Oh, tengo que ser justa! —y se apresuró a mostrarse de acuerdo con el abogado—. Ha trabajado muchísimo, se ha portado de maravilla desde que ocurrió.
El abogado no vio ningún motivo de preocupación sobre este punto; en cualquier caso, al redactar el contrato, protegería los intereses de ella frente a cualquier contingencia.
El abogado volvió a Rodesia para redactar el contrato, que nunca se necesitó. Al cabo de tres meses, ella se había casado con Johnny. Para cuando empezó la estación de las lluvias estivales era ya su marido. Él era quien llevaba el barco con las provisiones por el río. Las iniciales de Arthur fueron borradas y en su lugar se pusieron las suyas sobre la puerta.
Al funcionario del servicio meteorológico, al veterinario, al jefe de correos —los residentes permanentes del hotel, los que les habían tratado durante años— y a la gente de la aldea, el matrimonio les pareció bastante sensato: un matrimonio de conveniencia. Aunque, por supuesto, también algo divertido; durante cierto tiempo se hicieron chistes sobre ellos en la aldea.
Hasta después del matrimonio, ella no comprendió lo que este representaba.
Al final de aquel primer invierno después de la muerte de Arthur, Johnny tuvo una aventura con una de las mujeres que había participado en su safari y que regresaba a su casa, en el Sur. Rita lo supo porque, como siempre, se lo contó el ama de llaves. Pero el día en que el grupo se marchaba —Rita sabía cuál era la mujer, ya no era joven, pero tenía la esbeltez que dan los masajes y un buen régimen—, Johnny entró en el despacho cuando ya se habían ido los dos jeeps y se dejó caer en el viejo sillón de mimbre que había junto a la puerta. Rita volvió la cabeza al oír el crujido del mimbre, preguntándole si sabía que el cocinero había decidido un cambio en el menú del almuerzo, para sustituir las chuletas que se habían pasado. Johnny abrió los ojos, que se le habían cerrado, en uno de esos momentos de sueño que caen pesadamente, tras varias noches sin dormir. Bostezó y sonrió, y uno de sus ojos parpadeó, como si le hiciera un guiño involuntario, mientras se decía: «Chico, eso ya pasó».
Fue la primera vez, en los siete años que llevaba en el hotel, que hizo algún tipo de comentario, aunque fuera indirecto, sobre su vida privada o sus sentimientos. Ella se ruborizó, como en una oleada de fiebre. Él debió de ver el rojo que se extendía por la piel del cuello, las orejas y el rostro. Pero, insensible, no se preocupó de su turbación, ni la sintió él mismo. Y así, de repente, surgió una intimidad. Apareció como si hubiera estado siempre allí, con naturalidad. Estaban juntos y a solas. Tenían una existencia común, aparte del hotel, las tiendas y la toma de decisiones sobre asuntos prácticos. Él no habría comentado su aventura con una mujer en vida de Arthur y mientras ella fuera una mujer casada. Pero ahora… bueno, se leía en su rostro despreocupado, era simplemente una mujer hecha y derecha, como cualquier otra, y sabía que los niños no los trae la cigüeña.
Después de esto, cuando él entraba en la oficina, estaban juntos, pero cada cual encerrado en su soledad. Sentada ante su escritorio, de espaldas a él, ella le sentía. Experimentaba un hormigueo en los brazos que le ponía la carne de gallina y le parecía sentir una mirada burlona —no la de él, porque sabía que no la miraba— en un punto concreto de su nuca. No recordaba si antes le miraba, pero ahora era consciente del esfuerzo que hacía para no mirarle mientras comían juntos en la mesa, o atendían en el bar, o simplemente corría ágilmente por la carretera arenosa.
Y ella empezó, fue algo incómodo y vergonzoso, a tener la misma sensación que había experimentado de adolescente: ser consciente de sus grandes pechos. Cruzaba los brazos cuando estaba de pie hablando con él. Los odiaba —salían de debajo de sus brazos hasta casi la cintura, llenando su vestido— y a los pezones ocultos, que se le habían vuelto pardos, como las tetas de una perra vieja, desde que nacieron sus hijos. También quería esconder sus piernas, gruesas y fuertes, de carne firme y pantorrillas veteadas de pelos rubios y erizados, y los fuertes huesos de los tobillos marcados con señales allí donde, con las piernas desnudas, se golpeaba constantemente contra el escritorio.
Una mañana después de una noche de baile en el hotel, a ella se le escapó sin pensarlo:
—Parece que le gustas a la señora Burne.
Él bostezó largamente, levantando las comisuras de la boca. Miraba al vacío, ausente, pero se recuperó rápidamente. Le sonrió con languidez, mirándola a los ojos:
—Ah, ¿eso te parece?
Ella comenzó a sentirse terriblemente nerviosa.
—Quiero decir que… que me parece que te ha echado el ojo, por la manera en que se reía cuando bailaba contigo —se rio, un poco burlonamente.
—Es una vieja estúpida —dijo él.
Y cuando salió del bar, donde habían estado contando las botellas vacías, puso intencionadamente la mano sobre su cuello y le tiró del lóbulo de la oreja. Fue una caricia ambigua. Ella no supo si se divertía o si… era algo más, como se dijo para sí.
No se acostó con ella hasta que no estuvieron casados, claro que, por supuesto, se casaron pronto. Se trasladó al dormitorio grande con ella, pero conservó su viejo y sucio chamizo fuera del edificio principal, para su ropa, sus aparejos de pesca y los accesorios del coche que siempre tenía tirados por ahí, y en ese lugar dormía habitualmente la siesta en verano.
Por las tardes, ella se quedaba tumbada en la cama, en la oscuridad, tras las cortinas rojizas que brillaban por la luz y el calor de fuera, y miraba la cama de él, vacía. Miraba su lugar, donde él realmente dormía todas las noches, allí en la habitación, con ella, a menos de un pie de distancia.
Tenía hacia él mil sentimientos distintos, los más tiernos que había tenido nunca, e incluso más que los que había experimentado en otros momentos especiales de su vida: cuando había visto caer a un pájaro, alcanzado por un disparo, en pleno vuelo sobre el río, cuando vio por primera vez nacer a uno de sus hijos, feo y llorando.
A menudo, al principio, repasaba mentalmente las veces que él le había hecho el amor; incluso en su escritorio, con los libros mayores abiertos ante ella y el ruido de uno de los criados sacando brillo al suelo de la terraza, su mente olvidaba las cifras que cotejaba, y ocupaba su lugar la soñolienta recapitulación de una noche. Por supuesto, él no le hacía el amor con frecuencia después de las primeras semanas, aunque siempre la pellizcaba o le tocaba el brazo cuando pensaba en ello. Pasaron las semanas, y sólo en las noches de baile, cuando ella se retiraba a su dormitorio antes que él y él entraba después alegre, oliendo a whisky en la oscuridad, se acercaba a ella como si tuviera una cita. A menudo le oía suspirar al entrar. Siempre llevaba a cabo el asunto de hacer el amor en silencio; pero ella, a quien mil gritos penetrantes ensordecían sin ruido, lo aceptaba como parte del intenso clamor de su propio silencio.
A medida que pasaban los meses, él le hacía el amor cada vez con menos frecuencia, y ella le esperaba. Con una timidez y reserva extraordinarias, le esperaba siempre. Y, extrañamente, cuando él volvía con ella otra vez, al día siguiente sentía vergüenza. Comenzó a darle vueltas a las cosas que habían ocurrido en el pasado: era como si la habilidad de recrear en su mente una noche de amor le diera una gran imaginación que no había tenido antes, y examinaba, recreándolos, detalle por detalle, escenas y conversaciones que habían tenido lugar hacía mucho tiempo. Empezó a tener siempre la sensación de buscar algo, buscar algo lenta y cuidadosamente. Aquel día en el partido de cricket: evocaba cien veces, para analizarlo, la manera en que se había vuelto para mirar a Johnny cuando oyó la voz con su nombre, y la manera en que él se había reído y había dicho «como quieras»; el silencio entre ellos en el automóvil, en el viaje de vuelta a la aldea; las noches de baile de mucho antes, cuando se sentaba junto a Arthur manifestándole su desconfianza respecto a él. Empezó a parecerle que había algo de conspiración en estas escenas. A través de ellas surgió una culpabilidad, algo que venía de muy hondo. Estaba obsesionada por la imposibilidad de saber —y entonces de nuevo creía sin dudar, y luego de nuevo se absolvía—: ¿Había habido siempre algo entre ella y Johnny? ¿Estaba allí, esperando, como un ojo que brilla en la oscuridad, mucho antes de que se ahogara Arthur? No podía evitar volver una y otra vez sobre las escenas del pasado, interpretándolas o no.
Comenzó a pensar en la muerte de Arthur. Pensaba, alocadamente, que ella y Johnny sabían que se estaba ahogando. Permanecieron sentados en las gradas del estadio de los Wanderers sabiendo que Arthur se ahogaba. Mientras, allí, justo enfrente —no tenía que levantarse del escritorio, sino simplemente volver la cabeza—, el barco con las ocho máquinas de coser y la cama de matrimonio lacada en negro cruzaba el agua… El barco volcaba… Los brazos de los hombres —¿quién fue el que no evitó ahorrarle ese detalle?— sujetaban la cabecera de la cama de hierro y esta se hundió con ellos: Arthur, con la boca cerrada por el agua para siempre.
No le dijo ni una sola palabra a Johnny sobre todo esto. No hubiera sabido decirlo con palabras, ni siquiera para sí misma. No existía fuera de la aterradora libertad de su mente, donde había caído por error, y empequeñecía el mundo real que le rodeaba. Sin embargo, cambió exteriormente, para protegerse, para ocultar lo que sólo ella sabía que estaba allí: la vergonzosa alegría de amar. Y fue entonces cuando comenzó a hablar de Johnny en tercera persona, sin mencionar su nombre; y a hablar de él de esa forma humorística, medio crítica, medio regañona, de la esposa que da por imposible a su marido, sin ilusión ni tonterías por el estilo.
—¿Has visto a mi esposo? —preguntaba—. ¿Dónde está ese marido mío?
En las noches de baile, en el invierno, él seguía asombrando a sus huéspedes por su súbito cambio de la taciturnidad al rock and roll. El ama de llaves ya no contaba historias de sus breves aventuras en las camas de mujeres de otros hombres, así que Rita, por supuesto, pensaba que no las había. Aprendió a vivir con su culpabilidad de amar, como un trastorno vago crónico. No valía la pena luchar contra eso. Había llegado a comprender que —por alguna razón que se le escapaba— el hecho, el simple hecho de que no hubiera cometido ni la más leve deslealtad hacia Arthur durante su matrimonio, no la curaba. Ella y Johnny no reñían nunca, y si el hotel y el negocio no se ampliaban —Arthur fue el único que hizo planes y dinero—, al menos seguían como antes. El calor del verano, el fresco del invierno, iban y venían una y otra vez en aquella tranquilizadora monotonía que pasaba por seguridad.
La tortura de la imaginación se desvaneció en ella casi enteramente. Perdió el poder de recrear el pasado. Sólo quedaba el barco, que a veces surgía de su mente sobre el río durante la rutina de la oficina, al igual que, antes, las noches con Johnny se habían interpuesto entre ella y la realidad inmediata.
Una mañana, en el cuarto invierno de su matrimonio, estaban sentados a la mesa en el comedor del hotel, tomando un desayuno de domingo, lento y especialmente abundante. El comedor era pequeño y acogedor, se podía mantener una conversación de una mesa a otra. El meteorólogo y el jefe de correos estaban sentados en una mesa, una pequeña, cerca de la ventana, que se caracterizaba por las botellas especiales de salsa, los frascos de vitaminas y el paquete de panecillos crujientes que distinguía a las mesas de los huéspedes regulares de las de los que estaban de paso por el hotel. El veterinario se había ido una semana de caza. Había dos mesas para los huéspedes de paso: en una se veían las cabezas de tres sombríos cazadores de leones que hablaban en voz baja por encima de sus tazas de café; en la otra se sentaba un alegre grupo que venía de la lejana Ciudad del Cabo, dirigido por una pareja que conocía el territorio y había estado ya en el hotel dos o tres veces. Se había recibido un paquete de periódicos enviado por correo desde el Sur el día anterior, y con ellos sustituían los periódicos dominicales. A Johnny le gustaba leer los suplementos de los periódicos, le gustaban los reportajes de deportistas famosos o de ex-espías y también era aficionado a los crucigramas. Había pedido el suplemento de uno de los periódicos de Johannesburgo a uno del grupo e hizo el crucigrama mientras tomaba su beicon, un filete de hígado y huevos. Mientras estaba tomando su segunda o tercera taza de café, encontró un cuestionario psicológico y volvió a sacar su lápiz.
—Es como un chico haciendo sus deberes —dijo Rita, repanchigada en su silla, con sus pesadas piernas abiertas y los hombros caídos, fumando mientras tomaba el café. Hablaba por encima del hombro a las personas que le habían prestado a Johnny el periódico, sonrió e hizo un movimiento de cabeza en dirección a su marido.
—Se le ve muy atareado esta mañana —dijo una de las mujeres asintiendo.
—Casi no ha podido probar bocado de tan atareado que está —dijo el hombre que ya conocía el hotel. Y, con excepción de los cazadores de leones, todo el comedor se echó a reír.
—Un momento —dijo Johnny levantando un dedo pero sin despegar la vista del cuestionario—. Un momento. Tengo una serie de preguntas que contestar aquí. Te conciernen a ti también, Rita. Tú también tienes que contestar a esto.
—Yo no. Ya sabes que no tengo cerebro. No me vas a poner a hacer una de esas cosas un domingo por la mañana.
—No hace falta cerebro —dijo él, mordiendo el final de su frase como si fuera un pedazo de hilo—, «¿es usted un buen marido…?». Ahí tienes.
—Como si necesitaras un cuestionario para que te lo diga —comentó ella mirando al grupo de Ciudad del Cabo, que en seguida empezó a reír ante la mueca de cómico escepticismo de ella—. A eso ya contesto yo, chico.
Y todos volvieron a reír.
—Aquí está la tuya —dijo él, tanteando para buscar su taza de café tras el periódico doblado—. «¿Eres una buena esposa?».
—Ah, eso es fácil —dijo ella fingiendo farolear—. También responderé yo.
—¡Adelante! —dijo, mirando a los otros, la barbilla hacia abajo y la boca fruncida—. Aquí está: «¿Compra los artículos de perfumería de su marido o es él mismo quien los escoge?».
—¿Quieres repetir? —dijo ella—. ¿Qué quieren decir con «artículos de perfumería»?
—Su jabón, su cuchilla de afeitar y demás —dijo un hombre desde la otra mesa—. ¡Aceite de violeta para sus cabellos!
Johnny se pasó una mano por sus rizos alborotados y se encogió en su asiento. Hasta el jefe de correos, que era tímido, esbozó una sonrisa.
—No, pero en serio —dijo Rita entre las risas—, ¿cómo voy a elegir una máquina de afeitar para un hombre? ¡Imposible!
—Lo que quieren saber es si lo haces o no —dijo Johnny—. Vamos, di.
—Bueno, si es una máquina de afeitar, por supuesto que no —dijo Rita apelando a los presentes.
—¡Vale! No lo haces —escribió Johnny.
—Oye, espera un momento, ¿y el jabón, qué?, compro jabón. ¡Compro el jabón para todos los hombres de este hotel! ¿No me dan puntos por el jabón?
En la mesa de Ciudad del Cabo hubo gritos.
—Sí, eso no es justo, Johnny. Compra el jabón para todos.
Johnny dejó el periódico en la mesa.
—Bueno, de todas formas, ¿para quién se supone que es una buena esposa?
Repasaron las diez preguntas para la esposa de esa forma, con interrupciones, risas y sugerencias del comedor en general. Y luego Johnny les pidió que se callaran mientras él respondía a sus diez preguntas. Le animaron a que las leyera en voz alta, pero él dijo que no, que podía tachar sus síes o sus noes rápidamente. Si no lo hacía, tendrían que estar sentados con su desayuno hasta la hora del almuerzo. Cuando lo hicieron, contó los puntos de su esposa y los suyos, y pasó a la otra página para ver el resultado.
—Vamos, díganos —dijo un hombre de los de la mesa de Ciudad del Cabo—. La tensión es terrible.
Johnny ya estaba leyendo rápidamente la columna.
—¿De verdad que quieren oírlo? —dijo—. Bueno, les advierto…
—Oh. vamos —dijo Rita con el aire posesivo e irritado, pero plácido a la vez, de una esposa que rasca una mancha de yema de huevo en la pechera de su vestido estampado.
—Bueno, allá va —dijo él, con el tono de alguien que anuncia algo divertido—: «Está claro que su matrimonio tiene graves problemas. Deberían ir a ver a un médico, o mejor aún a un psiquiatra —se detuvo esperando el efecto y las risas— y buscar ayuda cuanto antes».
El hombre de Ciudad del Cabo se rio hasta llorar. Todos se rieron y hablaron a la vez.
—¡Vaya disparates! ¡Esas bobadas psicológicas! ¿A quién se le ocurre…? ¡Si resulta que ahora en los periódicos entienden de todo!
—Ahí está, querida —dijo Johnny doblando el periódico con burlona solemnidad y poniendo cara de funeral.
Ella se rio con ellos. Se rio mirando su cuerpo tembloroso, donde el escote de su vestido mostraba la gran separación entre los pechos. Ella se rio y sintió en la garganta, sólo ella los oyó, como los gritos enloquecidos de una criatura enterrada viva. Un rubor quemó su cuerpo con desesperante lentitud. Cuando se apagaron las risas, se levantó, sin mirar a Johnny —porque sabía cuál era su expresión, conocía esa mirada desenvuelta—, dijo algo apropiado y hasta gracioso, y con gran habilidad salió despreocupadamente del comedor. Sintió que Johnny la seguía como siempre, pero no atenuó el paso para que él la alcanzara, y, como siempre después del desayuno, le oyó dirigirse, silbando, al pasillo del bar, donde había que limpiar los restos del sábado por la noche.
Ella llegó a la oficina. Por fin llegó a la oficina y se sentó en su mesa frente al escritorio de persiana. El terrible rubor de la sangre no desaparecía. Era como si algo hubiera estallado dentro de sí y pasara a través de todas las capas de músculo, carne y piel. Sintió de nuevo, como antes, una terrible conciencia de sus grandes pechos y sus torpes piernas. Presionó con la mano sobre la punta del sujetapapeles en que prendía las facturas y sintió cómo se clavaba en su palma. Lágrimas ardientes quemaban su rostro y sus manos, como una lava de vergüenza que procedía de la misma fuente que el rubor. Y por fin, ¡Arthur!, gimió con un susurro entrecortado, ¡Arthur!, triturando su nombre entre los dientes, y luego se volvió desesperadamente hacia el agua, a la parte del río, donde crecían los nenúfares. Intentó con todo su ser conjurar algo del agua, el fantasma que consolase, que protegiera. Pero el barco silencioso e imprevisible que tantas veces había visto antes, no volvió a aparecer.