La fiesta fue inusitada si se tienen en cuenta las costumbres de Johannesburgo. Un joven llamado Derek Ross —invisible tras el bar en ese momento— tenía amigos blancos y amigos negros, amigos indios y amigos mestizos, y a veces le gustaba invitarlos a todos a su piso en la misma ocasión. La mayor parte de ellos pertenecía a esa minoría que, sea por su carácter bohemio, por piedad, política, o por un sentido particularmente intenso de la dignidad humana, prescindía de las diferencias de la piel. Pero siempre había un par de ellos —blancos— que llegaban, como los turistas, para asistir al espectáculo y demostrar que no les importaba, y uno o dos negros, morenos o indios que se sentían paralizados por la naturalidad con que les aceptaban los invitados blancos.
Uno de los diversos grupos que se habían apiñado a charlar como las personas que se refugian bajo un risco, en los divanes y en las sillas prestadas, a la sombra de los que bailaban, estaba dominado por un hombre de traje gris: Malcolm Barker.
—¿No sería mejor pagar la multa y terminar de una vez? —decía.
Las dos personas con las que conversaba se callaron durante un momento, de modo que el azaroso ruido de la habitación y el concertado gemir del gramófono irrumpieron de pronto inesperadamente en la conversación. Una preciosa morenita dijo con voz rápida y oficiosa:
—Bueno, no sería lo mismo para Jessica Malherbe. No es exactamente lo mismo, entiéndelo…
Sus tiesas pestañas, endurecidas por el rímel, pestañearon a manera de súplica, pidiendo confirmación y simpatía ante la imposibilidad de explicarse, mientras miraba a un hombre cuyos bigotes pelirrojos y sus orejas pegadas a la cabeza le daban un aspecto de gato enfurecido.
—Es una cuestión de principios —le dijo este a Malcolm Barker.
—Ah, vale. Por supuesto, lo entiendo —concedió Malcolm—. Para una persona como esa tal Malherbe, pagar la multa es una cosa; pasarse tres semanas en la cárcel es otra muy distinta.
La morena cruzó y descruzó rápidamente las piernas.
—Ni siquiera es así —dijo—. No se trata de lo desagradable que sea la cárcel. No es que Jessica busque el martirio. Es una cuestión de principios.
En aquel momento una mano negra salió de entre los apiñados bailarines que se agitaban y levantó a la mujer; ella se fue, y mientras bailaba conversó vivamente animada con su pareja africana, que tenía los párpados entrecerrados mientras ella seguía su suave arrastrar de pies. El hombre de los bigotes pelirrojos se levantó sin decir palabra y pasó rápidamente entre los bailarines en dirección al bar, una mesa de cocina llena de botellas de cerveza, coñac y ginebra, al otro extremo de la sala.
—Satyagraha —dijo Malcolm Barker, como un infiel que pronuncia con satisfacción la palabra sagrada que los creyentes no quieren profanar.
Una mujer africana muy alta y poco atractiva, sentada a su lado, le lanzó una enorme y anhelante sonrisa de pura timidez, al no tener la más mínima idea de lo que había dicho.
Por un momento él le devolvió la sonrisa, como si estuviera hipnotizado por la arremetida de un animal terrorífico. Luego, de repente, se inclinó y preguntó, con una voz especial, fuerte y lenta:
—¿A qué te dedicas? ¿Eres maestra?
Antes de que la mujer pudiera responder, la joven cuñada de Malcolm Barker, una mujer que había estado sentada en silencio, tan rosada y fría como una figura de porcelana, en el antepecho de la ventana a espaldas de él, apoyó la mano en la silla para equilibrarse y dijo de modo apremiante cerca de su oído:
—¿Es cierto que Jessica Malherbe ha estado en la cárcel?
—Sí, en Port Elizabeth. Y en Durban, según tengo entendido. Y ahora está con la desobediencia civil, con los dirigentes de la campaña de desafío que piensan entrar en los lugares reservados a los nativos y prohibidos para los europeos. El martes próximo. Así que va a terminar en la cárcel otra vez. Por Dios, Joyce, ¿por qué estás bebiendo esa porquería? Te he dicho que ese ponche es auténtico aguachirle.
Pero la muchacha ya no le escuchaba. En delicado equilibrio sobre su cuello, un tanto relleno y alargado, su rostro de aspecto frágil, con los ojos y la nariz como un cuadro de Marie Laurencin, miraba al otro lado de la habitación con esa intensidad tan peculiar, privativa de los rostros sin expresión. Era la suya una belleza esencialmente bidimensional: plana, de un deslumbrante color pastel, como si la máscara de maquillaje, aplicada sobre una piel sin rasgos definidos, fuera el rostro; si alguien le hubiese dado la vuelta, apenas se hubiera sorprendido al descubrir el lienzo. Toda su vida había sufrido a causa de esta impresión de no ser del todo real.
—Tiene un aspecto tan bonito —dijo con los ojos fijos en algún punto cercano a la puerta—. Quiero decir, se pone un buen perfume y todo lo demás. No puedes ni imaginártelo.
Su cuñado hizo como que iba a quitarle el vaso de alcohol de la mano, con impaciencia, de la misma manera que se le quitan las tijeras a un niño, pero ella, sin mirarle a él ni sus propias manos, cambió el vaso de mano, fuera de su alcance.
—Al menos el coñac está en una botella con una etiqueta reconocible —dijo él—. No entiendo por qué no te conformas con eso.
—Me pregunto si ella tendría que comer la misma comida que los otros —dijo la chica.
—Vas a tener resaca mañana por la mañana —dijo él—, y Madeleine me va a echar la culpa a mí. Eres un obstinado diablillo.
Un joven alto y desaliñado, cuya cabeza rubia sobresalía entre las demás como una palmera desmadejada, se acercó con una lenta sonrisa de borracho, y con exagerada cortesía pidió a Joyce que bailara con él. Ella vació sin prisas lo que quedaba en su vaso, lo posó cuidadosamente en el antepecho de la ventana y se fue con él, su cintura breve, muy erguida bajo el brazo de él. Su cuñado la siguió con los ojos durante un momento, luego los cerró de repente, no podía decirse si por aburrimiento o por cansancio.
—No te has apartado de tu marido, o lo que sea, en toda la noche. ¿Qué pasa? —decía el joven a la muchacha mientras bailaban.
—Es mi cuñado —dijo ella—. Mi hermana no ha podido venir porque el niño tiene fiebre.
Él la apretó por la cintura; ella permaneció muy firme, como el tallo quebradizo de una flor.
—¿Conozco a tu hermana? —preguntó. De vez en cuando la borrachera se apoderaba de él como en un desvanecimiento delicioso, de modo que sus párpados caían pesadamente y fingía que los cerraba astutamente.
—Puede ser. Madeleine McCoy, ahora Madeleine Barker. Es pintora. Ella es la que inició la escuela de artes y oficios para africanos.
—Ah, sí. Sí, la conozco —dijo él. Bruscamente la apartó con una mano, ejecutó unos pasos sin gracia alrededor de ella, la perdió al tropezar con otra pareja, la agarró de nuevo y, con un apretón cariñoso, la condujo bruscamente contra la barrera de gente apiñada, como una línea cerrada de rugby, alrededor de la mesa de la cocina donde estaban las bebidas. La fue empujando a través de la muchedumbre hasta la mesa.
—¿Qué quieres, Roy, chico? —dijo un pequeño africano de rostro muy negro que alzó hacia ellos con una sonrisa.
—Sírveme un Barbe ton.
El joven puso la mano sobre la cabeza del africano, sonriendo:
—Ah, eso es una porquería. Agua azucarada. Te voy a dar un poco de piña. Como la que prepara mi madre.
La muchacha se preguntó si en las botellas habría realmente piña o Barbeton, dos infames brebajes que se hacían ilegalmente en las reservas de los negros. La piña, según sabía, se hacía de fruta fermentada y tenía fama de ser extraordinariamente embriagadora; una vez había leído un artículo en un periódico sobre una redada en un local ilegal en el cual habían encontrado en el Barbeton un pie humano flotando, a saber si para darle más sabor o por hechicería. Pero en seguida la tranquilizaron.
—No te preocupes —le dijo la guapa rubia maquillada en un tono muy bronceado, que estaba junto al bar—. Ningún local ilegal ha producido nada más venenoso que el ponche de ginebra de Derek.
El anfitrión atendía a las necesidades de sus invitados en el bar, y la rubia le saludó agitando una copa de ese brebaje que había estado bebiendo junto a la ventana.
—No es gin. Es arak, estupendo —dijo Derek—. ¿Qué tomas, Joyce?
—Joyce —dijo el larguirucho joven con el que ella había estado bailando—. Qué nombre tan bonito. Dile ahora el mío.
—Roy Wilson. Pero parecéis conoceros bastante sin necesidad de nombres —dijo Derek—. Esta es Joyce McCoy, Roy, y Joyce, estos son Matt Shabalala, Brenda Shotley, Mahinder Singh y Martin Mathlongo.
Sonrieron a la chica: el africano de rostro resplandeciente, que le llegaba hasta el hombro; la mujer rubia del maquillaje resquebrajado en sus mejillas; el indio guapo con aspecto de universitario, con su cabeza calva; el hombre feo de color claro, tan claro que se le veían perfectamente las pecas en el rostro carnoso.
Ella dijo a su anfitrión:
—Tomaré lo mismo, Derek. Tu ponche.
Y ya antes de que probara un sorbo del brebaje sintió un calor que se expandía y se ablandaba en su interior, y musitó los nombres en silencio para sí: Matt Sha-ba-lala, Martin Math-longo, Ma-hinder Singh. Por el rabillo del ojo, mientras estaba allí, pudo ver a Jessica Malherbe, una mujer blanca, baja y regordeta, que llevaba un elegante vestido negro, con los cabellos brillantes como ala de cuervo, en el momento en que ella giraba la cabeza bajo la luz al hablar.
Luego ocurrió, exactamente cuando la chica estaba más preparada para ello, cuando había llegado el momento. El pequeño africano llamado Matt dijo:
—Te presento a la señorita Joyce McCoy, Eddie Ntwala —y ella se quedó mirando con una sonrisa mientras su mano entraba en la delgada mano de un africano alto, de piel clara, con ojos cansados, evaluadores y cínicos de un hombre que bebe demasiado para amortiguar el dolor de su inteligencia. Ella notó que debía ser alguien importante y admirado, un dirigente de algo, cuyos rasgos peculiares— los restos rotos de unos dientes hermosos y manchados por el tabaco cuando sonreía, la corbata torcida y arrugada —revelaban a quienes le conocían su distinción en mil situaciones diferentes. Ella le sonrió como si le dijera:
—Por supuesto, Eddie Ntwala en persona, lo sabía.
Y ambos retiraron las manos.
El hombre no parecería mirarla, ni tampoco a las demás personas ni a Shabalala. En su boca había una ligera sonrisa, una sonrisa pública, dirigida a todos.
—¿Bailas? —dijo dándole un ligero golpecito en el hombro. Salieron juntos a bailar.
Eddie Ntwala bailaba bien y sin necesidad de proponérselo, aunque sin mucha variación. La mano derecha de Joyce se hallaba en su mano izquierda, la mano derecha de él sobre la concavidad de su espalda, como si, bueno, como si él fuera una persona corriente. Y fue la primera vez, la primera vez en sus veintidós años. Su cabeza le llegaba justo a la solapa de él, y ella sintió el débil olor del humo del cigarrillo en la tela. Cuando volvió la cabeza y quedó frente a su aliento, notó el familiar olor a vino o a coñac que le echaban los hombres al bailar. Tenía el aspecto, con excepción de los ojos —ojos que ella había visto en otros rostros, y que se preguntaba si alguna vez sería lo bastante vieja como para comprenderlos—, de un «recadero» o un «mayordomo». Tenía el mismo pelo lanoso y muy corto, la misma piel morena, los mismos pómulos salientes y agradables, la misma pequeña nariz de anchas ventanas. Sólo la rodeaba con su brazo y tenía la mano de ella en la suya y la llevaba a través de los convencionales arabescos del baile cortés. Ella no consintió que las palabras llegaran a formularse en su cerebro: «Estoy bailando con un negro». Pero en cambio se permitió preguntarse, con la indiferencia cuidadosa de una investigación científica: «¿Siento algo?, ¿qué es lo que siento?».
El hombre comenzó a tararear un fragmento de la melodía que estaban bailando, de la forma en que lo hace una persona cuando oye una música que procede de una fase olvidada de su juventud; mientras el tarareo resonaba en su pecho, ella deslizó casi dolorosamente los ojos hacia la derecha, sin mover la cabeza, para mirar su bien formada mano —una mano casi femenina en comparación con las manos de la mayoría de los hombres blancos—, de un moreno oscuro en contraste con su blanca mano, el pulgar oscuro y el pulgar pálido entrecruzados, los dedos oscuros y los dedos claros entrelazados. «¿Es exactamente así como bailo siempre?», se preguntó con reticencia. «¿Me reservo siempre así?, ¿me siento tan sosegada, me retraigo hasta este punto?».
Se dio cuenta de que estaba bailando igual que siempre. «No siento nada —pensó—, no siento nada».
Y de repente sintió un alivio, una suave exaltación que se apoderó de ella hasta permitirle comenzar a hablar con el hombre con quien bailaba. En cualquier caso, no era una chica dada a hablar por hablar; sabía que por lo menos la mitad de los hombres, atraídos por su belleza excepcional, que la invitaban a bailar en las fiestas, nunca volvían a pedírselo porque no aguantaban sus largos minutos de silencio. Pero ahora dijo con voz baja y débil las pocas cosas que sabía decir: algún comentario sobre la música y sobre lo agradable que era una noche de lluvia al aire libre. Él le sonrió con aburrida tolerancia; estaba claro que no escuchaba lo que ella le decía. Luego le dijo, como para compensar su falta de atención:
—¿Eres de Inglaterra?
Ella respondió.
—Sí, pero no soy inglesa. Soy sudafricana, aunque he pasado los últimos cinco años en Inglaterra. He vuelto en diciembre a Sudáfrica. Conocí a Derek cuando era pequeña —añadió, sintiendo que estaba obligada a explicar su presencia en lo que ella en seguida comprendió que era un grupo consciente de cierta distinción o privilegio.
—Inglaterra —dijo él sonriendo pero sin mirarla—. Nunca he sido tan feliz en ningún otro sitio.
—¿Londres? —le preguntó.
Él afirmó con la cabeza.
—Ah, estoy de acuerdo —dijo ella—. A mí me pasó lo mismo.
—No, a ti no, McCoy —dijo él muy lentamente, sonriéndole—. No, es imposible.
Ella se quedó en silencio ante lo que, de pronto, consideró una temeridad por su parte.
—La manera en que hablas —dijo él mientras seguían bailando— es realmente inglesa. En Sudáfrica, los blancos no saben hablar así.
Por un momento, uno de aquellos antiguos silencios vacíos, que volvían impasible su bonito rostro, amenazó con apoderarse de ella, pero una segunda copa de ponche de arak se abrió paso y, ya casi animada, contestó con ingenio:
—Oh, a veces pienso que soy como un loro. En un par de horas cojo el acento de la gente entre la que vivo.
Él echó la cabeza hacia atrás y se rio, mostrando la separación de sus dientes.
—¿Cómo hablarás mañana, McCoy? —dijo apartándola un poco de su lado, temblando de risa, con los ojos chispeantes—. ¿Cómo hablarás mañana? Ya quisiera saberlo…
Ella contestó con atrevimiento, aunque su respuesta brotó de su misma voz de siempre, una vocecilla vacilante y femenina, gentilmente entonada para decir siempre banalidades agradables.
—Como tú.
—Vamos a tomar una copa —dijo él como si la hubiera conocido de mucho tiempo atrás, como si ella fuese Jessica Malherbe. Y se la llevó hacia el bar cogida de la mano; ella caminó balanceando su mano, sin apretarla, en la de él, igual que había hecho con los jóvenes en los bailes del Club de Campo.
—He prometido tomar una copa con Rajati —dijo él—. ¿Dónde se ha metido?
—¿Es el que yo conocí? —dijo la chica—. ¿El de la cabeza alta y calva?
—¿Un indio? —dijo—. No. Te refieres a Mahinder. Ese es su primo, el marido de Jessica Malherbe.
—¿Está casada con un indio? —la muchacha se detuvo en medio de los que seguían bailando—. ¿De veras? —la idea llegó como un estremecimiento. Se quedó asombrada, como si acabara de recibir una buena noticia sobre alguien importante para ella. Jessica Malherbe —el nombre, la idea— parecía estar dando vueltas en su vida desde antes de abandonar Inglaterra. Incluso allí había leído cosas sobre ella en los periódicos: hija de un humilde granjero afrikaner que la repudió en nombre de un severo Dios calvinista, por su antinacionalismo y sus opiniones radicales; una muchacha perdida entre los prados —una granja como las que la propia Joyce podía recordar haber visto desde la ventanilla de un coche cuando era niña—, que había trabajado en una fábrica, educándose a sí misma, y enviada por su sindicato a estudiar los problemas laborales por el mundo entero; una chica que negociaba con ministros del Estado, y que, según supo Joyce aquella tarde, había ido a parar a la cárcel por sus principios. Jessica Malherbe, que era casi la primera persona que la muchacha había conocido cuando llegó a la fiesta esa tarde y que resultó ser igual a cualquier elegante mujer inglesa de las que se encuentran en los restaurantes de Londres: con collar de perlas y un perfume caro. ¡Un indio! Era el gesto definitivo. ¡Magnífico! Un mundo se vino abajo con ello: el mundo del padre de Jessica Malherbe. ¡Un indio!
—El viejo Rajati —decía Ntwala. Pero no pudieron encontrarle. La muchacha pensó en el indio guapo con aspecto de universitario y la cabeza como una cúpula, y de pronto recordó que una vez, en Durban, había hablado a través del mostrador de una tienda con un muchacho indio. Ella estaba en el barrio indio con su hermana, y habían entrado en una tienda a comprar unos metros de seda. A ella le tocó hacer de portavoz y hablar en murmullos con el muchacho, que le dijo, con voz tan suave y baja como la suya, que no, que lo lamentaba, pero que aquella pieza de seda era para un sari y no se podía cortar. El muchacho tenía unos ojos hermosísimos que no la miraban, y fue como si hablaran los dos en un sueño. La tienda era pequeña y estrecha. Olía mucho a incienso, el olor de la iglesia de la aldea donde su abuelo había estado de cuerpo presente antes de su funeral, el olor del jardín de su madre en una noche de verano —el olor de la muerte y las flores, compuesto, como el mismo acontecimiento de fealdad y de belleza, de atracción y de repulsión—. Y es que al dejar la tiendecita, ella y su hermana descubrieron que les seguía un hombre desagradable, cuya presencia al principio les hizo agarrar con fuerza los bolsos, pero que, más tarde, cuando entraron en una tienda muy concurrida para intentar deshacerse de él, se arrimó a ellas y les hizo una propuesta obscena. Tenía un rostro vagamente euroasiático, o eso creyeron, pero no podrían asegurar si era indio o blanco; en su repugnancia, apenas les pareció humano.
Ahora intentó, en medio del bullicioso ruido de la habitación de Derek, volver a oír mentalmente la voz del muchacho diciendo las palabras que ella recordaba con tanta exactitud: «No, lo siento, esa pieza de seda es para un sari, no se puede cortar». Pero el hormigueo del alcohol que llevaba bastante tiempo sintiendo en las manos se convirtió en una especie de canturreo en sus oídos, como el sonido de las burbujas del agua con gas, y todo lo que pudo oír fue la curiosa conclusión de la frase: no se puede cortar, no se puede cortar.
Después bailó con Derek:
—Estás guapísima esta noche, preciosa —le dijo él colocando sus labios húmedos en su oreja—. Preciosa.
Ella le preguntó:
—Derek, ¿cuál es Rajati?
Él soltó su cintura.
—Por ahí anda —dijo, pero un instante después la cogió de nuevo y daba vueltas con ella, y ella sólo vio a Mahinder Singh y a Martin Mathlongo, el hombre de color, grandullón y pecoso, y la parte de atrás del cuello oscuro de un hombre, con un rollo de grasa desbordando por el cuello de la camisa.
—¿Cuál? —dijo ella. Pero esta vez él hizo un gesto hacia un grupo donde sólo había hombres blancos, así que se dio por vencida.
El baile quedó interrumpido por un repentino y chirriante grito cuando alguien levantó la aguja del gramófono en mitad del disco y parecía que un hombre estaba a punto de hablar. Resultó que iba a ser una canción en lugar de un discurso, porque Martin Mathlongo, el pequeño Shabalala, dos mujeres de color, y una enorme mujer africana que llevaba zapatos verdes con suela de corcho se juntaron con los brazos echados al cuello. Cuando la habitación quedó en silencio se pusieron a cantar. Cantaban con extraordinaria hermosura: las voces de los hombres, profundas y tiernas; las de las mujeres, agudas y apasionadas. Cantaban en algún idioma africano y, cuando terminó la canción, la muchacha preguntó a Eddie Ntwala, que estaba a su lado, qué habían cantado. Le contestó con la sencillez de un campesino, como si nunca hubiera bailado con ella, como si nunca hubiesen intercambiado bromas sofisticadas:
—Es sobre un joven que pasa y ve a una joven trabajando en el campo de su padre.
Roy Wilson se echó a reír, dándole un golpecito de camarada en el brazo.
—Eddie no ha visto un campo en su vida. Nació y se crio en Ape Location.
Luego, Martin Mathlongo, con su pajarita de lunares bajo su rostro grande y fuerte, de boca caída, se adelantó de repente y se puso a cantar Ol’ Man River. Había algo insultante, desafiante, aunque vergonzosamente suplicante, en la forma en que cantó las palabras melodramáticas y serviles, la manera en que se arrodilló y extendió sus enormes manos con las palmas rosadas hacia arriba. Los rostros oscuros de la habitación le miraron, sonriendo, como si contemplaran las bufonadas de un mono. Los rostros blancos parecían borrachos y ausentes.
Joyce McCoy vio, por primera vez desde que habían sido presentadas aquella noche, que estaba cerca de Jessica Malherbe. La muchacha sintió una intensa angustia al ver a un hombre de color cantando cómicamente la canción de los negros, y cuando vio a Jessica Malherbe depositó todo este peso, como si pudiera hacerlo con una mirada, a los pies de aquella mujer. Se lo puso encima, como si ella pudiera corregirlo, porque en el rostro ancho y bien maquillado de la mujer no existía ni el cansado azoramiento de los otros rostros blancos ni la socarrona autolaceración de los negros.
La muchacha se sentía como cuando estaba a punto de llorar, pero esta vez fue el preludio de algo diferente. Se abrió paso con dificultad, porque sus piernas eran su parte más borracha, y murmurando cortésmente «Perdón», como le habían enseñado durante veintidós años, atravesando por entre la gente que permanecía en su ofuscamiento alcohólico, impasibles como vacas en un río. Se acercó a la dirigente sindical, la veterana del encarcelamiento político, la mujer de cabellos brillantes que usaba buenos perfumes.
—Señorita Malherbe —dijo, y su rostro vacío y exquisito bien podría haber solicitado una invitación para una fiesta en el jardín—. Por favor, señorita Malherbe, quiero acompañarla la semana que viene. Quiero participar en la marcha hasta la reserva.
Al día siguiente, cuando Joyce estuvo sobria, seguía con ganas de ir. Como le había advertido su cuñado, se sentía enferma por culpa del ponche de Derek, y cada vez que inclinaba la cabeza sentía un balón grande y pesado que parecía rodar dentro de su cráneo. La presencia de este balón —a veces le parecía que se trataba de su propio cerebro, encogido y endurecido, golpeteando de un lado a otro como una nuez seca dentro de su cáscara— le impedía concentrarse, pero el pensamiento de que iba a marchar la semana siguiente hasta la reserva estaba muy claro. En realidad, era obsesivamente claro.
Fue a ver a la señorita Malherbe al cuartel general de la Campaña de Desobediencia Civil, para repetirle lo mismo que la noche anterior. La señorita Malherbe volvió a hacer lo que había hecho la noche anterior: escucharla con atención y cortésmente, mostrarse interesada y comprensiva, agradeciéndoselo y explicándole luego, con muy buenas palabras, que el movimiento no podía permitir a nadie, salvo a los miembros, participar en esos actos. «Entonces me haré miembro ahora mismo», dijo Joyce. Llevaba un vestido de lino pálido, como su piel, y en el cuadrado de piel desnuda colgaba un collarcito de perlas del mismo color —el collar que se da a las niñas y al que se van añadiendo perlas en cada cumpleaños—. Bueno, dijo la señorita Malherbe, podría unirse al movimiento, desde luego que sí. ¿Y no sería suficiente? Se valoraría mucho su apoyo. Pero no: Joyce quería hacer algo, quería marchar junto a los demás a la reserva. Y antes de irse de la oficina se había alistado formalmente.
A los dos días de haberse inscrito, acudió de nuevo al cuartel general a hablar con Jessica Malherbe. Esta vez había presentes otras personas, que sonrieron cuando llegó, como si ya hubieran oído hablar de ella. La señorita Malherbe le explicó la trascendencia de lo que quería hacer. ¿Se daba cuenta de que podía terminar en la cárcel? ¿Comprendía que la política de los resistentes pasivos era cumplir las sentencias en lugar de pagar las multas? Aunque a ella no le importase, ¿qué pasaría con sus padres, con sus parientes? La muchacha respondió que tenía más de veintiún años; sólo le quedaba su madre, que estaba en Inglaterra; no tenía que responder ante nadie.
No le dijo nada a su hermana Madeleine ni a su cuñado. Cuando llegó el martes por la mañana hacía un frío húmedo. Joyce se vistió con la conciencia de que estaba haciendo lo de siempre, pero en un día extraordinario. Llegó a la ciudad con su cuñado y durante todo el trayecto el coche fue aplastando bajo los neumáticos las flores caídas de jacarandá que tanto abundaban en las calles, como antes en los árboles. Después del almuerzo tomó un tranvía hasta Fordsburg, un barrio donde los indios y la gente de sangre mixta vivía al lado de los blancos pobres a los que les estaba prohibido vivir en otro lugar mejor; allí se reunían los asistentes, según se había decidido. Ella nunca había estado en esa parte de Johannesburgo, y tenía las señas de la casa adonde se dirigía escritas en la agenda forrada de seda escocesa, en letra diminuta e inclinada. Llevaba su chaqueta de angora blanca en el brazo y unas sensatas sandalias sin tacón. «No sé por qué sigo pensando en esto como si fuera una larga expedición que requiere un equipo especial —se dijo—; en realidad, todo habrá pasado en media hora. Jessica Malherbe dijo que pagaríamos una fianza y que estaríamos de vuelta en la ciudad a eso de las cuatro y media».
La muchacha se sentó en el tranvía y no miró a los otros pasajeros, quienes tampoco la miraron, aunque el contraste entre ellos y ella era asombroso. Eran niños de miembros delgados y amarillos, con enormes ojos tiznados; hombres pesados, de mirada turbia, cuya degeneración les había debilitado hasta darles la apariencia de una vejez indeterminada; mujeres gordas de hinchadas piernas, que llevaban paquetes de periódico; muchachas casi blancas que venían de las fábricas, con los cabellos descoloridos y apelmazados, recogidos imitando el estilo de moda, en cuyos rostros orgullosos y vivaces, el colorete y el lápiz de labios habían dibujado el rostro de una muchacha blanca.
Bajó en la parada que le habían indicado y subió lentamente la calle mirando los números. Era difícil saber cuánto tendría que andar o incluso, durante los primeros minutos, si lo hacía en la dirección acertada, porque los números de las puertas estaban medio borrados o mal pintados, y a veces faltaban por completo. Como en casi todos los barrios pobres, se mezclaban tiendas y viviendas: algunas casas se utilizaban como locales de negocios, y algunas tiendas tenían arriba habitaciones en las que, evidentemente, vivían los tenderos con sus familias. La calle tenía nombre de flor, pero no había árboles ni jardines. La mayor parte de las tiendas tenían nombres indios escritos rudimentariamente en tablones caseros de madera, o letreros floreados en rojo y amarillo sobre el dintel: Moonsammy Dadoo, Ferretería, Prendas de Moda y de Vestir de Señora, K. P. Patel e Hijos, Fruteros, Saldos Vallabhir. Un zapatero había cerrado la terraza de su casita para convertirla en un taller, y fuera tenía colgado un enorme zapato de latón negro del estilo de los años veinte.
Las alcantarillas olían a fruta podrida. Delgados chiquillos de color café con leche llevaban de la mano a hermanos más pequeños; en la terraza de una de las casitas adosadas, un hombre delgado de color en mangas de camisa gritaba en afrikaans a una mujer gorda que estaba sentada en los escalones. Una mujer india, con sari y zapatos europeos de tacón alto, llamaba a la puerta de la otra mitad de la casa. Más adelante, en una casa muy pequeña, casi eclipsada por los tentáculos de unas plantas trepadoras de voraz aspecto, figuraba una placa de bronce pulido con el nombre y el horario de consulta de un conocido médico indio.
La calle estaba bastante silenciosa; tenía el aire muerto y apático de todos los lugares donde la gente se gana la vida para ir tirando. Y Joyce sintió un sobresalto cuando un repentino chillido de risa borracha salió de detrás de una valla de hierro acanalado y oxidado que parecía cercar un patio. En el lado de fuera de la pared, alguien estaba sentado sobre un trozo de césped duro y arenoso que a veces luchaba por conseguir un lugar en el desgastado pavimento de la ciudad; la chica vio, al pasar, que la persona era una de esas mujeres vagabundas blancas que veía de vez en cuando en la ciudad cruzando la calle con esa peculiar determinación vidriosa, propia de los marginados.
No sentía piedad ni disgusto ante lo que veía. Era como si, a partir de ese día, su compromiso en la acción contra la injusticia social la hubiera purificado de sentimentalismo; ya no tenía que apartar la mirada. Vio con toda tranquilidad las piernas desnudas de la mujer, curtidas por la suciedad y el aire libre, del color del cuero. Sólo sintió, en una suerte de indiferencia, una simpatía contenida e irritada por la muchacha de color bronce pálido que daba de mamar a un bebé en la puerta de la verja de la casa de al lado, porque debía de vivir en la puerta de lo que casi con toda seguridad era un tugurio ilegal.
Luego, en la manzana siguiente, vio tres automóviles estacionados frente a una casa y pensó que ese era el lugar. Apresuró un poco el paso, pero sin alterarlo, y cuando llegó, le habían dicho el número 260, vio que era una casita de ladrillos purpúreos con cuatro escalones que conducían desde la acera hasta una estrecha terraza. Había helechos en latas de parafina, pintadas de verde, a cada lado de la puerta principal, que estaba entreabierta, como suele suceder en las casas en las que se da una fiesta. Subió los escalones con decisión, pisando las huellas polvorientas de otros pies e, inclinándose un poco al llegar a la puerta, llamó golpeando un exótico panel de vidrio en la parte superior. Se encontró ante un pasillo de suelo con linóleo floreado y desgastado. La cabeza de una pequeña muchacha india, de frente baja y ojos grandes, apareció en una arcada con una cortina en mitad del pasillo y desapareció en seguida. Joyce McCoy volvió a llamar. Oía voces y, por encima de las demás, un tono de protesta en la voz de una mujer.
Un hombre blanco y calvo, con gruesos lentes, cruzó el pasillo con pasos rápidos y nerviosos y a ella le pareció que no la había visto. Pero tal vez sí, porque, debido posiblemente a su entrada en la habitación de donde procedían las voces, la hermosa mujer morena de modales decididos, a la que la muchacha recordaba de la fiesta, apareció de pronto con la mano extendida y dijo con entusiasmo:
—Entra, querida. Pasa. ¡Qué ruido hay aquí! Podías haber estado llamando todo el día.
La muchacha observó que la mujer calzaba unas sandalias baratas, no llevaba medias y tenía pintadas las uñas de los pies. La muchacha no sabía por qué detalles como esos la intrigaban tanto o le parecían tan importantes. La saludó con una sonrisa y entró en la casa detrás de ella.
Ya estaba realmente allí; escuchaba sus propios pasos por el pasillo de una casa en Fordsburg. En el pasillo había un ligero olor a especias; en la pared vislumbró lo que parecía la fotografía de una muchacha india vestida a la europea, una fotografía enmarcada en papel dorado con grecas, como los adornos de una tarta.
Y de pronto se encontraron en una habitación donde todo el mundo le sonreía brevemente pero sin hacerle el menor caso. Allí estaba Jessica Malherbe, con un traje de/lino azul, fumando un cigarrillo y diciendo algo al alto y desgreñado Roy Wilson, que apuntaba lo que ella decía. El hombre calvo hablaba con seriedad y en voz baja a una esbelta mujer que llevaba un reloj de hombre y tenía las manos masculinas. El pequeño africano Shabalala, con gafas de fina montura de concha, estaba tachando algo en una lista. Tres o cuatro personas más, blancos y negros, estaban sentados hablando. La habitación se veía muy animada por las conversaciones.
Joyce se sentó cuidadosamente en una silla de comedor que tenía las patas flojas y se tambaleaba un poco.
Y cuando trataba de mezclarse e integrarse en el ambiente de la habitación, se fijó en un grupo que se sentaba aparte, cerca de las ventanas, a la sombra de unas pesadas cortinas, y, al sentirse atraída por su presencia, vio toda la habitación tal como era bajo el conjunto de la gente. En el grupo había una anciana india y un esbelto muchacho y otro chiquillo, indios también, que evidentemente eran sus nietos. La mujer estaba sentada con los pies separados, de modo que su regazo, bajo las voluminosas envolturas del sari, parecía muy ancho; en una de las aletas nasales resplandecía una joya. Tenía las manos pequeñas y llenas de anillos, unas manos de mujer gorda. Su frente era estrecha bajo los negros cabellos ásperos y el reborde plateado del sari. Miraba, como si estuviera sorda o ciega, el conjunto de hombres y mujeres blancos, de indios con trajes de hombres de negocios, de africanos limpios y aseados como oficinistas. Sin embargo, cuando Joyce vio que movía los ojos, tan fríos y desprovistos de cualquier asomo de interés como los de una tortuga, y cuando movió el pie, mostrando una fuerza vital inerte como la contracción de un músculo de algún indolente animal, la muchacha supo que no era ni la ceguera ni la sordera lo que hacía que la mujer se olvidase de los presentes, sino simplemente la conciencia de que esa casa y esa habitación eran su lugar. Estaba allí antes de que llegaran los visitantes y no se iba a mover por ellos; y seguiría allí cuando se marchasen. Y los niños se agarraban a su abuela, conscientes de que ella era de esa clase de gente que nunca se puede arrinconar en la cocina o en cualquier otro lugar.
Gracias a la presencia de ese grupo silencioso, la muchacha se percató de toda la habitación (la habitación de ellos) y del mobiliario: el espantoso tresillo tapizado con terciopelo de imitación, estampado con triángulos y redondeles; la mesa barnizada de amarillo, con un mantelito de seda rosa y un jarrón de bronce lleno de rosas de papel; los sillones ligeros, con huecos circulares en los brazos, donde había ceniceros de cristal de color; las fotografías toscamente coloreadas, el jarrón de plástico, los cojines con volantes de seda verde, la lámpara de pie con plataformas para más ceniceros de cristal, el perro de yeso dorado junto a la puerta. Un indio se acercó y le dijo algo a la anciana con aire de propietario, disculpándose pero irritado, de un hijo que quiere que su madre se quite de en medio; cuando él volvió la cabeza, la muchacha notó algo familiar en su aspecto y le reconoció como el hombre cuyo cogote había visto cuando intentaba identificar al marido de Jessica Malherbe en la fiesta. Él se le acercó; era un hombre regordete y agradable, con la abundante y brillante cabellera de los indios, que hacía que su cabeza pareciera demasiado grande para su cuerpo. Dijo: —Enhorabuena. Mi esposa Jessica me ha dicho que ha insistido en solidarizarse con el acto de resistencia de hoy. Bueno, ¿cómo se siente?
Le sonrió con gran dificultad, sin saber en realidad por qué le costaba tanto trabajo. Y le respondió:
—Lo siento mucho. No nos conocimos aquella noche. Sólo conocí a su primo, me parece que es el señor Singh, ¿no?
El marido de Jessica Malherbe, después de todo, era un indio con un aspecto de lo más comente: el hombre con el rollo de grasa en el cogote.
—No se parece en lo más mínimo al señor Singh —le dijo, sintiendo que ella misma se ofendía por el evidente pensamiento que latía en la comparación, y no aquel hombre gordo, amistoso, de edad madura, que con sólo ponerse en mangas de camisa parecía un comerciante indio acomodado o, con una sucia bata y sin afeitar, sería la viva imagen de un vendedor ambulante de frutas y verduras.
Se sentó a su lado (ella vio la cabeza de la vieja, que asomaba por encima de la oreja de él) y comenzó a hablar con su modulada voz de Cambridge, y ella se fijó en algo de lo que no se había dado cuenta antes. Resultaba curioso, porque seguramente debía de estar allí desde el principio; o tal vez no —podía deberse a un desplazamiento del grupo de la anciana, el esbelto muchacho y el chiquillo, o quizá de sus ropas—, pero de pronto notó el olor del incienso. Dulce, seco y humeante, como el olor de las hojas al quemarse, fue sintiendo el olor. Luego pensó que debía estar en el mobiliario y en las cortinas: la vieja lo quemaba e impregnaba la casa y las chucherías traídas de Birmingham, Denver, Colorado, y el Japón ocupado por los norteamericanos.
Entonces dejó de pensar en hojas quemadas. Era incienso, fuerte y dulce. El olor de la muerte y de las flores. Lo recordó tan cercano, con tanta fuerza como nunca hubiera podido recordarlo a través de las palabras o de la mirada.
—¿Está usted bien, señorita McCoy? —preguntó el amable indio, dejando de hablar cuando vio que ella no escuchaba y que su rostro, bonito, pálido e impasible, se había vuelto tan blanco y ausente que parecía a punto de desmayarse.
Ella se levantó sobresaltada, fue como una disculpa inarticulada, y salió rápidamente de la habitación. Corrió por el pasillo, abrió una puerta y la cerró tras ella, pero el olor también estaba allí, más fuerte que nunca, en el dormitorio de alguien donde una gran cama de matrimonio estaba cubierta por una colcha de seda color naranja. Apoyó la espalda contra la puerta aspirando aquel olor y temblando de miedo y del terrible deseo de estar a salvo: estar a salvo de una de las bondadosas mujeres que, en cualquier momento, llegaría para ver qué le pasaba; estar a salvo de tener que controlar sus nervios para enfrentarse al viaje en automóvil hasta la reserva, a los rostros de sus compañeros, que no tenían miedo, y subir caminando por las calles de la reserva.
Las propias convenciones de la vida, que, pensó, la habían aislado con su blandura del roce gozoso y punzante de la vida real en movimiento, venían ahora a salvarla. Aunque tenía miedo, tenía también buena educación. Llevaba tanto tiempo portándose como una niña bien educada que la descolorida fórmula de los buenos modales, que tanta espontaneidad había sofocado en ella, podía servirle también para sofocar el miedo. Sería tan terriblemente grosero escaparse de allí y volver a casa…
Ese fue el pensamiento que la salvó, el código de la niña bien criada que se porta de maravilla en la fiesta, y eso le llegó una y otra vez, atenuando las palpitaciones de su corazón y abriendo sus manos apretadas.
Sería terriblemente grosero escapar ahora. Sabía, angustiada, en algún rincón de su espíritu, que esa no era una buena razón para quedarse, pero funcionó. Sus modales la acompañaban desde hacía mucho tiempo y eran más fuertes que su miedo. Lentamente, la habitación dejó de zumbar con fuerza a su alrededor, la colcha dejó de bailar ante sus ojos, y, lentamente, se dirigió al espejo de la puerta del armario y se arregló el cinturón del vestido sin mirarse a los ojos. Luego abrió la puerta, recorrió el pasillo, volvió a entrar en la habitación donde los demás estaban reunidos, y se sentó en la silla que había dejado. Sólo entonces se percató de que los demás estaban en pie, que se habían levantado para marcharse.
—¿Y tu chaqueta, querida? ¿Quieres dejarla aquí? —dijo la bonita morena, que la había visto.
Jessica Malherbe iba hacia la puerta. Sonrió a Joyce y le dijo:
—Sería mejor que la dejaras.
—Sí, creo que sí, gracias —escuchó su voz como si fuera la de otra persona.
Fuera surgieron las dudas sobre quién iba a ir con quién y en qué coche. La muchacha se vio en el asiento posterior de un automóvil en el que Jessica Malherbe se sentaba al lado del conductor. Entró también la mujer delgada y hombruna, y el pequeño Shabalala, que luego se fue, una mano le llamó desde otro coche. Salió del coche y entró de nuevo, de un salto, cuando ya arrancaba. Era el único que parecía animado. Se sentó inclinado hacia adelante, con las manos en las rodillas. Con una gran sonrisa dirigida a la muchacha, dijo:
—Ahora sí que vamos a dar un paseo de verdad, señorita McCoy.
Los coches atravesaron Fordsburg y bordearon la ciudad. Luego salieron a una de las carreteras principales que conecta los pueblos de las minas de oro del Witwatersrand y Johannesburgo. Pasaron los vaciaderos de las minas, gris pálido y amarillos, los racimos de casas pulcras y feas construidas por los mineros blancos, trozos de pastos esquilmados, donde la lluvia de la noche anterior resplandecía tenuemente en las zonas bajas, una fábrica de ladrillos, una fundición y una pequeña granja de aves. Y entraron en un camino embarrado por el que siguieron a un autobús de nativos que oscilaba con su pesada carga de pasajeros, con el tubo de escape espurreando humo negro, y trozos de lona agitándose furiosamente en las ventanillas. El autobús pasó estruendosamente por las puertas de la reserva, pero los tres automóviles se detuvieron allí fuera. Jessica Malherbe salió primero y se quedó de pie retirándose las cutículas de las uñas de su mano izquierda mientras hablaba con Roy Wilson como si fuera de negocios.
—Por supuesto, no hagas declaraciones a los periódicos a menos que te lo pidan. Sería más interesante ver antes su versión y presentar la nuestra después. Pero, quizá te pregunten.
—Hay un automóvil de la prensa —dijo Shabalala, inquieto—: Allí.
—Parece Brand, del Post.
—No puede ser Dick Brand; le han trasladado a Bloemfontein —dijo la mujer alta y hombruna.
—Venga aquí, señorita McCoy, usted es la niña —dijo Shabalala arreglándose la corbata y sacudiéndose por si le fotografiaban. La muchacha se puso delante, obediente.
Pero el fotógrafo de prensa blandió la lámpara del flash protestando.
—No, quiero fotografiarles mientras caminan.
—Bueno, será mejor que nos fotografíe antes de que entremos por la puerta, o le detendrán también a usted —dijo Jessica Malherbe despreocupadamente—. Mira esto —añadió dirigiéndose a la mujer hombruna, levantando un pie para mostrar el tacón de su zapato blanco, ya enlodado.
La Reserva Lagersdorp, en donde estaban entrando, y que Joyce McCoy no había visto nunca, era como muchos otros lugares semejantes. Una cerca de alambre de púas —más un símbolo que un medio de confinamiento, ya que, salvo en la parte cercana a las puertas, tenía cómodos agujeros en muchos lugares— rodeaba casi un kilómetro y medio cuadrado de deprimentes y minúsculas viviendas a las que la población africana de la ciudad próxima iba a dormir por las noches. Había casas humildes y escuálidos refugios de latón, y cerca de las puertas donde estaban las oficinas de la administración había un par de chalés decentes que habían sido construidos «experimentalmente» por las autoridades blancas, y nunca hicieron más; los ocupaban los oficinistas africanos favoritos del superintendente blanco de la reserva. Había muy pocas tiendas, puesto que cada licencia concedida a una tienda nativa de una reserva perjudica el negocio a las tiendas blancas de la ciudad. También había muchas iglesias, unas construidas de barro y lata, otras neogóticas de ladrillo, que representaban a numerosas sectas.
Comenzaron a caminar los siete hombres y mujeres hasta la puerta de la reserva. Jessica Malherbe y Roy Wilson iban un poco más adelante, y la muchacha se encontraba entre Shabalala y el hombre blanco calvo de gruesas gafas. La lámpara del flash efectuó su breve disparo y dos o tres negritos que jugaban con aros de alambre junto a la carretera miraron hacia arriba, asombrados. Una gorda mujer nativa que vendía naranjas y maíz asado le gritó algo a uno que pasaba con los pantalones raídos.
En la puerta, un gordo policía negro estaba sentado sobre una caja de jabón, chismorreando. Se tocó la gorra con la mano cuando los vio pasar. El entumecimiento que siguió a la crisis nerviosa de Joyce McCoy fue dando paso a una tranquila turbación; cuando era niña solía preguntarse, al ver un grupo del Ejército de Salvación tocando un himno en la esquina, cómo se sentiría si estuviera con ellos. Ahora pensó que ya lo sabía. El pequeño Shabalala se pasó el dedo por el interior del cuello de la camisa, y la muchacha pensó, con un arranque de afecto, que se sentía igual que ella; no sabía que él estaba pensando en lo que se había prometido no pensar durante aquel paseo: que muy probablemente aquello le iba a costar su empleo. A nadie le gustaba dar trabajo a africanos que «causaban problemas». Su esposa, que estaba intensamente orgullosa de su educación e inteligencia, no dijo nada cuando se enteró de que iba a ir; simplemente se concentró con estudiada preocupación en cocinar. Pero después de todo, a Shabalala, al igual que a la muchacha —aunque ni él ni ella lo supieran—, les habían salvado los convencionalismos. En su caso se trataba de un gesto audaz, porque era un tipo divertido. Cuando comenzaron a caminar, una vez pasadas las puertas, él le dijo:
—¿Sientes el impacto?
—¿Perdón? —dijo ella, cortés y conspiradora.
Un grupo de niños andrajosos, con sus ojos iluminados por esa tenaz mendicidad que se relaciona más con Oriente que con África, saltaban y corrían alrededor de las personas blancas del grupo, ya que pensaban que formaban parte de un comité para dirigir una competición por la casa más limpia o un concurso de bebés: «¡Penique, señorita; penique, baas!», gimoteaban. Shabalala les gruñó algo juguetonamente en su propio idioma antes de responder con su deliciosa sonrisa:
—El impacto de la barrera de color.
Aparte de los niños, que se dispersaron como peces voladores detrás de un barco, nadie hizo mucho caso de los manifestantes. Las mujeres africanas que llevaban sobre la cabeza la comida que habían comprado en la ciudad o los bultos de la ropa que lavaban a los blancos, apenas les miraron. Hombres africanos en bicicleta pasaban abstraídos. Pero cuando el grupo llegó a la altura de las oficinas de la administración —construidas en ladrillo rojo, que, junto a las casas experimentales de la puerta y la clínica de al lado, eran los únicos edificios de estilo europeo de la reserva—, un hombre blanco de edad madura, con un traje que brillaba en las posaderas y en los codos (su cuerpo inclinado tenía la forma de su silla y de la mesa de su oficina), salió y paró a Jessica Malherbe. Obedientemente, el grupo se detuvo; había en ellos un aire de tranquila obstinación. El hombre, que era el superintendente de la reserva, conocía sin duda a Jessica Malherbe, y se enfrentó con la desagradable necesidad de hacer un recibimiento oficial y no personal.
—Ya sabe que es mi deber decirle que está prohibido que los europeos entren en la Reserva Lagersdorp —dijo.
La muchacha se fijó en que llevaba las gafas en la mano izquierda sujetadas por una de las patillas, como si, habiendo estado esperando la llegada del grupo, se hubiese levantado por fin nerviosamente, de un salto.
Jessica Malherbe sonrió, y en su sonrisa había algo del humor informal con que los afrikaners rebajan la pomposidad.
—Señor Dougal, buenas tardes. Sí, por supuesto, sabemos que usted tiene que hacernos una advertencia oficial. ¿Hasta dónde cree usted que podremos llegar?
El rostro del hombre se tranquilizó. Se encogió de hombros, y dijo:
—Les están esperando.
Y de repente, la muchacha, Joyce McCoy, sintió exactamente eso: la sensación de que algo les acechaba. Los rostros pulcros y estereotipadaos de los oficinistas africanos aparecieron en las ventanas de las oficinas administrativas. Mientras el grupo se acercaba a la clínica, el médico europeo y dos enfermeras blancas y una africana salieron a la terraza. Y todas las pacientes africanas que estaban sentadas al sol dando de mamar a sus bebés y chismorreando, se callaron mientras pasaba el grupo: se quedaron en silencio y en sus ojos había algo de aquella mirada de la abuela india, que esperaba en la casa de Fordsburg.
El grupo siguió subiendo la calle de casitas con terrazas hechas de cualquier manera, flanqueando la tira de tierra gastada y sin pavimentar que formaba la acera, y cuyas puertas principales se abrían a un par de pies del jardín cercado, donde corrían las gallinas y maduraban las calabazas; allí, hombres y mujeres, rodeados de sus hijos, les contemplaban como si esperaran el estallido de una tormenta. Sin embargo, el sol caía con fuerza sobre las cabezas del grupo, que subía lentamente por la calle. Ellos guardaban silencio e igualmente los espectadores, o hablaban entre sí, susurrando, cada cual inclinando su cabeza sobre el oído del otro pero con los ojos fijos en el grupo que subía por la calle. Alguien se rio, pero era sólo un borracho, un viejecito marchito, que volvía de un tugurio infecto. Y más adelante, en la esquina del cruce, estaba el coche de la policía, un coche negro con la antena del equipo de comunicación, una brillante injuria a la pobreza de la calle. Se abrieron las puertas traseras y dos policías fuertes y elegantemente vestidos salieron, cerrándolas estrepitosamente. Se acercaron lentamente al grupo, sin apresurarse. Cuando llegaron a su altura, uno dijo, como si reflexionara: «Ah, buenas tardes», pero el otro le interrumpió con voz oficial e impasible:
—Quedan ustedes detenidos por haber entrado ilegalmente en la Reserva Lagersdorp. Si quieren ustedes decirnos sus nombres…
Joyce permanecía esperando su turno y su corazón latía tranquila y regularmente. Pensó otra vez, como ya antes había hecho: «¿Cuánto tiempo hace que fue aquella fiesta? No siento nada. Todo es normal. No siento nada».
Pero cuando la policía se le acercó y ella deletreó su nombre, miró hacia arriba y vio los rostros de los africanos que estaban cerca de ella. Dos hombres, un chiquillo y una mujer —vestidos con ropas europeas de segunda mano que no hacían juego y colgaban sobre ellos sin sentido, como abrigos extendidos sobre arbustos— la miraban. Cuando ella les miró a su vez, ellos no apartaron la vista. Y de repente no sintió aquella nada, sino lo que ellos sentían al mirarla a ella, una muchacha blanca, llevada —incomprensiblemente, tal como estaban acostumbrados a que les llevaran a ellos— a la fuerza, por la simple voluntad de los hombres blancos, que otorgaban y quitaban la vida, encarcelaban y liberaban, alimentaban o dejaban morir de hambre, como el mismo Dios.