FELIZ ACONTECIMIENTO

Cuántas cosas hay en la vida que una no se imagina haciendo, se decía Ella Plaistow. Un par de veces se lo había comentado también a Alian, pero era más bien algo que crecía, que se abría camino en los silencios que la rodeaban como una mano opresora durante los primeros días después de haber vuelto de la clínica a casa. Parecía brotar de su boca en una germinación repentina e incontenible, como una enredadera avanza y se extiende en hojas y ramas en esas películas que registran el crecimiento de una planta en el espacio de unos pocos segundos terriblemente vitales.

De nuevo seguía el silencio. En su mente, si ella hubiera hablado hacia dentro, a sí misma; en la habitación, si hubiera hablado en voz alta. El silencio que cubre la interminable actividad interior de buscar torpemente un punto de apoyo, huyendo de las mil y una justificaciones y presiones pasadas, adaptaciones a una nueva posición. Era verdad, naturalmente. Empiezas cuando eres una niña, fingiendo creer que la muñeca rubia es más guapa que la morena para que tu querida hermana caiga en la trampa de elegir aquello que no quieres para ti. Sigues otro día, al descubrir que tu lengua asiente con ligereza en una conversación sobre el carácter de tu mejor amiga con alguien que sabes que es su peor enemigo. Y antes de darte cuenta has pasado por todas las engañifas y vilezas de quitar importancia al trabajo de alguien; arrojas a una persona a la agonía de los celos, dejándote llevar por un momento de vanidad; finges no ver a un antiguo amante por si no fuese lo suficientemente seductor a los ojos del nuevo. Es imposible imaginarte haciendo tales cosas, pero una vez hechas… Como las hormigas acuden a reparar un hormiguero, como los glóbulos blancos acuden a una herida, todas las fuerzas que nos protegen de nosotros mismos han comenzado ya su rápida y segura maquinación, furtiva y complicada, para una nueva posición, un reajuste para tu comodidad al que parece empujarte tu amorfa vida.

—Es tu cuerpo el que protesta —dijo Alian—. Recuérdalo. Eso es todo. Una especie de protesta física que nada tiene que ver contigo en absoluto. Debes esperarlo. Se te pasará en una semana, más o menos.

Y, efectivamente, era verdad. Ella no tuvo ningún remordimiento. Tenían dos niños, una chica y un muchacho (al revés, como ellos decían, porque la niña era la mayor, pero es tan peligroso desear que las cosas salgan como tú quieres), que eran lo bastante mayores para dejarlos con la abuela. El nuevo socio de Alian era de fiar, el pago de la casa estaba casi amortizado: no había nada que detuviera a Ella y a Alian. Habían ahorrado para ir a Europa en la próxima primavera. ¡Haber permitido que aquello se lo impidiera! Y, en cambio, dentro de un año hubieran podido estar atrapados por facturas del farmacéutico, los pañales y las noches en vela. No, ellos habían educado a sus niños, querido y soportado, y estaban contentos de ellos, y a lo largo de ocho años lo habían planeado todo para el momento en que pudieran escapar de la vida que llevaban y aterrizar libres, tranquilamente, en otro país.

Porque era algo que ella nunca pudo soñar que haría: en un par de semanas, el viaje a la clínica se olvidó en la trivialidad de las cosas que nunca debían haber sucedido. Estaba ocupada preparando la ropa de invierno para los niños: sería invierno en Sudáfrica cuando ella y Alian tuvieran primavera en Europa, y cuidando que el jardín estuviera en forma, pues esperaban alquilar la casa el tiempo que estuvieran fuera, y si el lugar estaba arreglado parecería más atractivo. Ella comenzaba a sentirse bien de nuevo; sin duda aquel asunto le había dejado un poco débil, y fue precisamente entonces, cuando tenía más trabajo, cuando comenzaron los problemas con los criados.

El viejo criado que también era jardinero, Thomasi, comenzó a pelearse con Lena, la doncella nativa que Ella se había sentido muy afortunada al contratar hacía dos meses. Lena, una basuta gorda, adusta y de color pálido, representaba en su reservada solemnidad algo que provocaba la irritación de Thomasi. Este era basuto también. Ella tenía la vaga creencia que era mejor tener criados de la misma tribu, igual que algunos piensan que es mejor tener dos gatos siameses en vez de un siamés y un atigrado, o dos carpas doradas mejor que una corriente y otra más bonita. Se sentía irritada y de mal humor, cuando, como ya le había ocurrido antes, descubría que sus dos basutos o dos zulús o dos xhosas no se llevaban mejor necesariamente que lo que se podía esperar de dos franceses por el mero hecho de ser de Francia, o dos ingleses por ser de Inglaterra.

Thomasi, que apenas medía un metro y medio, con su encantador aspecto antiguo, casi prehistórico, como un hombrecillo patizambo de piel oscura, se irritaba por la presencia de Lena como un insecto que vuela alrededor de la impasible cabeza de un gran animal. Se peleaba con ella por los plumeros, la limpieza de la pila de la cocina, por los huesos para el perro; volvía a su trabajo moviendo la cabeza y gruñendo por lo bajo.

—Si tienes algo que decir, dímelo —le decía Ella, molesta—. ¿Qué pasa ahora?

—Esa mujer es demasiado perezosa, señora —decía con su voz atiplada, pausada y desesperada.

Era difícil pensar en el viejo Thomasi como en un semejante cuando se alzaba sobre las patas traseras. (Sí, una tenía la sensación de que eso era exactamente lo que ocurría cuando se levantaba después de dar brillo al suelo. Por supuesto, si él hubiera estado vestido con un buen traje tipo americano, en lugar de usar el habitual uniforme de «mozo de cocina», que era una mezcla entre un trajecito de marinero y ropa interior, no parecería más ridículo que cualquiera de los hombrecillos de mediana edad de Johannesburgo, sentados tras sus mesas de director).

—Escucha, Thomasi. Ella hace su trabajo. Estoy contenta con ella. No quiero que me crees problemas. Yo soy el ama y trabaja para mí, no para ti, ¿comprendes?

Ese mismo día, más tarde, Ella se ablandó. Una vez que le había mostrado a Thomasi su autoridad podía acercarse a él a otro nivel: la común preocupación por la casa que habían «llevado» juntos durante cerca de seis años y cuyas necesidades y detalles ambos entendían perfectamente.

—Thomasi.

—¿Señora?

Ella se paseaba por el jardín como si no le buscase. Él seguía cortando la hierba con la podadora, que se abría y cerraba como el pico afilado de un pájaro aprisionado entre sus manos.

—¿Qué es lo que ha hecho?

—Bueno, la he dicho que al perro no se le pueden dar los huesos pequeños. Ayer se lo dije. Ella no dijo nada cuando se lo dije. Esta mañana vi que le daba los huesos de pollo. Todos esos huesos pequeños que la señora guarda para el gato. Entonces yo le dije por qué le das los huesos al perro, se va a poner malo, ella sólo me miró… Las tazas del café de anoche están sin lavar. Dejó la plancha enchufada cuando se fue a su cuarto después de comer. Hay demasiados amigos suyos en su habitación por la noche. Y creo que hace cerveza cafre —dijo Thomasi.

Cuando oía estas quejas, Ella estaba dispuesta a no creer ninguna. Thomasi tramaba algo. Si la muchacha preparaba cerveza cafre en su habitación, Thomasi sería su primer cliente, no el chivato que buscaba crearle problemas.

—Escucha, Thomasi, no quiero oír más cuentos y quejas, ¿me entiendes? Yo veré si Lena trabaja bien o no, y no quiero que te metas con ella.

Tal como daba a sus niños un puñado de caramelos para terminar con una riña entre ellos, Ella arregló un armario que no necesitaba arreglar y dio a Thomasi una camisa vieja de Alian y a Lena un camisón barato, de raso azul, que había comprado para la clínica y que, no sabía bien por qué, no quería volver a usar.

—Debo mantener la paz —dijo a Alian—; no estoy dispuesta a enseñar a una muchacha nueva. Aguantaré con esta hasta que nos vayamos. Es una chica realmente agradable, sólo un poco adusta, pero tú sabes qué demonio puede ser ese hombre cuando quiere serlo. No me sorprendería nada que a él le guste y ella no le corresponda. Es una lástima, pero él parece un viejo sátiro arrugado y ella es una voluminosa Juno, de grandes pechos.

Sin embargo, los regalos no aquietaron por mucho tiempo lo que alimentaba la malignidad del viejo Thomasi. Al mes siguiente, un lunes por la mañana, Ella se encontró a Thomasi solo en la cocina, haciendo unos aceitosos huevos fritos de sabor metálico, que eran su idea del desayuno blanco.

—Lena —dijo, llevando el plato a través del césped y los tendederos para colgar la ropa, que formaban la tierra de nadie entre la vida de los blancos de la casa y la de los negros— dijo que estaba enferma esta mañana, y que haría la colada al día siguiente.

—¿Son para el amo…? —Ella señaló los huevos, pero le faltó valor para quejarse—, ¿qué le pasa a Lena?

Por encima de la sartén, Thomasi se encogió de hombros aparatosamente para manifestar su incredulidad y su desprecio.

—¿Qué dice ella?

Thomasi se volvió para mirar de frente a la señora, que llevaba una bata rosa un poco manchada, la oscura línea de las cejas depiladas y pintadas como todas las mujeres blancas, destacando sobre su rostro de piel pálida, sin maquillar, ligeramente grasiento por la pátina del sueño. Él frunció el ceño, lleno de arrugas intrincadas por encima de sus ojillos amarillentos, y dijo con aplomo e indiferencia:

—No sé por qué está enferma. No puedo decir que está enferma cuando hay ruidos en su habitación toda la noche, cuando la gente habla allí hasta muy tarde. A veces pienso: ¿es que alguien se queda con ella? Hablan hasta muy tarde, y hay un bebé que llora.

Ella salió, cruzó las piedras y el césped del patio hasta la habitación de la nativa. El césped crujía bajo el rocío y sintió el frío por entre las viejas sandalias que le gustaba llevar en vez de zapatillas; largas telarañas danzaban entre las cuerdas de tender la ropa. Llamó a la puerta de una pequeña habitación de ladrillo; la ventana estaba cerrada y la cortina corrida. Volvió a llamar diciendo en voz baja:

—¿Lena?

—¿Señora?

La voz se oyó después de una pausa.

Ella abrió con dificultad la puerta —los nativos habitualmente manipulaban las manijas de las puertas de sus habitaciones, para protegerse contra los intrusos—, y al descubrir que sólo se abría a medias, entró de costado. En la habitación había un olor cálido y animal, como el del interior de un armario donde la vieja Lixi, la gata atigrada, yacía con sus gatitos junto a la barriga, ronroneando y lamiendo. El aire allí dentro no tenía nada que ver con el aire húmedo y tonificante de la mañana que había fuera: era un aire animal, creado Por seres que respiraban. Aunque la habitación era Pequeña, Lena, en su cama, parecía estar lejos. La cama estaba levantada sobre ladrillos y medio cubierta por cortinas, como un dosel hecho en casa. Una especie de remate con hilo rojo y morado que bordeaba el dobladillo del tejido. Lena yacía con la cabeza apoyada en el ángulo de su brazo levantado sobre la almohada. Parecía recibir consuelo de la suave piel de la axila, cerca de su cara.

—¿Estás enferma, Lena? —preguntó amablemente la mujer blanca.

La mujer negra giró la cabeza de un lado a otro sobre la almohada, con rapidez. Tragó y dijo:

—Sí.

—¿Qué sientes? —dijo Ella, que estaba aún en la puerta y ahora se daba cuenta de que no podía abrir bien porque un armario hecho de cajas estaba medio apoyado contra ella.

—Mi estómago, señora —se removió bajo la alfombra ribeteada que le servía de manta.

—¿Crees que has tomado algo que te ha sentado mal? —preguntó Ella.

La muchacha no respondió. Ella vio cómo surgían de la penumbra sus ojos grandes y somnolientos y la blancura de sus dientes.

—A veces cojo frío en el estómago —dijo por fin la muchacha.

—¿Te duele? —preguntó Ella.

—Puedo hacer mañana la colada —dijo la voz desde el fondo del dosel.

—Ah, no importa —dijo Ella—. Le diré a Thomasi que te traiga alguna cosa. ¿Quieres algo de comer?

—Sólo té, gracias, señora.

—Muy bien.

Ella sintió cómo los somnolientos ojos de la mujer la miraban desde aquella habitación que, curiosamente, y a pesar de su pobreza, de los armarios hechos de cajas de jabón, con grecas de recortes de periódicos, de los platos rotos de porcelana y un helecho colgado, recubierto de papel rizado descolorido (el helecho y los adornos eran desechos de la casa), tenía algo del ambiente ricamente recargado de las habitaciones llenas de tesoros que hay en las viejas casas, pletóricas de evocaciones, estancias que se han utilizado muchas veces, impregnadas del eco, de las voces humanas. Pensó, por alguna razón, en el tipo de habitación en la que se encontrara miss Havisham. ¡Qué ridículo! ¡Esas dos habitaciones del servicio encaladas, discretamente ocultas entre el cubo de basura y el garaje! ¿Qué tenían que ver con Dickens, con el vuelo de la fantasía o algo por el estilo? Como no fuera que se trataba de lugares limpios, protegidos de la intemperie y bastante decentes, para que en ellos durmieran los sirvientes… Pertenecían a la nada y a nadie, simplemente formaban parte de las condiciones de trabajo.

Ella se detuvo y se sacudió los pies, como un gato, en el escalón de la cocina; tenía los pies calados. Lanzó una leve exclamación de irritación consigo misma.

Y cuando se hubo vestido envió a Thomasi a la habitación con una dosis de clorodina disuelta en agua, en uno de los viejos vasos de la cocina. Preparó a su hijo más pequeño, Pip, para que Alian pudiera llevarlo a la guardería, y vio que su hija Kathie llevaba tarta para el almuerzo en lugar de los bocadillos que solía hacer Lena.

—Vaya lata, ¿eh? —dijo Alian (reprimiendo un eructo, con evidente disgusto, después de tomar los huevos).

—¿Qué se le va a hacer? —dijo Ella—. No me preocuparía tanto si no fuera lunes. Ya sabes lo que pasa cuando no se hace la colada a su debido tiempo. Fastidiada el resto de la semana. De todas maneras, mañana estará bien.

A la mañana siguiente, cuando Ella se levantó, Lena estaba haciendo la colada.

—¿Ya se ha levantado la chica? —preguntó Alian desde el cuarto de baño. Ella entró, apretando contra su mejilla una de las camisetas de Pip para comprobar que estaba seca.

—No tiene muy buen aspecto, la pobre. Se mueve muy despacio entre la tina y las cuerdas.

—Bueno, nunca ha sido muy ágil, ¿no? —murmuró Alian, concentrándose en una parte de su cara especialmente difícil de afeitar. Se sonrieron mutuamente; cuando se sonreían mutuamente en esa época, tenían la mirada conspiradora de los niños que han descubierto dónde están escondidos los regalos de Navidad: Europa, el ocio y la independencia del dinero que habían ahorrado los unían sin que mediaran palabras.

Ella y Alian Plaistow vivían en uno de los barrios más agradables de Johannesburgo: campos suavemente ondulados al norte de la ciudad, donde los ricos tenían lo que se puede llamar fincas rurales, y los propietarios de buen gusto, casas pequeñas con escasamente media hectárea de jardín parcialmente cultivado. Algunos de los jóvenes, decididos a no tener que volver a los verdaderos suburbios por falta de dinero, criaban gallinas o perros para hacer frente al mantenimiento de sus hogares, y una pareja tenía hasta un rebaño de vacas lecheras. Ella era uno de sus clientes y estaba segura de que podía notar la diferencia entre esa leche y la que ella llamaba de la ciudad.

Una mañana, una semana después de que la nativa Lena hubiera retrasado el día de la colada, el carro del reparto de la leche rodaba rápidamente por los surcos que anteriormente había trazado a lo largo del sendero entre la lechería y las casas de los Plaistow, cuando el caballo se hizo a un lado bruscamente y una de las ruedas aplastó las hierbas altas junto al sendero. Se oyó un sonido metálico; la rueda había resbalado en algo. Big Charlie, el lechero, gruñó por lo bajo al caballo y descendió para mirar. Allí, como si hubiera hecho su propia cama en las hierbas, de la misma forma que un animal da vueltas y más vueltas antes de asentarse para descansar, había una lata de parafina. Big Charlie la rozó con la bota, como si dijera: bueno, si no hay más… Pero se encontró con la resistencia de un recipiente que tiene algo dentro; al sopesarlo comprobó que no era una lata vacía. Estaba al revés, con la abertura contra el suelo. Vio una franja de tela azul, manchada de rocío y tierra, apenas visible. Siguió dándole con el pie y empujó con fuerza —demasiado fuerte, porque el contenido pesaba poco— y la lata se cayó. Salió un pequeño bulto, el cadáver desnudo y putrefacto de lo que había sido un bebé recién nacido, envuelto descuidadamente, como se hace con la ropa vieja, en un camisón de raso azul.

Durante un momento, a Big Charlie le pareció que el bebé no estaba muerto. Lanzó una especie de cloqueo horrorizado, como si fuera un descuido suyo: uno de sus cinco hijos doblado por el dolor de tripa después de haber estado comiendo moras, o el más pequeño, con moscas en la boca porque la madre no le había limpiado la leche que goteaba de su barbilla por lo abundante que era cuando ella le daba de mamar, y se arrodilló para ver qué podía hacer por el niño. Se dio cuenta de que apenas era un niño; se parecía más a esos gatitos que a veces sus jefes le mandaban ahogar en un cubo de agua o, más aún, a uno de esos pajarillos que aparecen en el suelo bajo las mimosas la noche siguiente a una fuerte tormenta de verano.

Así que se echó hacia atrás y no quiso tocarlo. Con la boca abierta de par en par, con un supersticioso horror ante la frialdad con que aquello se había llevado a cabo, cogió con las puntas de los dedos el arrugado raso y envolvió de nuevo el cadáver, dejando caer otra vez el bulto dentro de la lata de parafina, que puso a su lado en el carro.

Mientras conducía, de vez en cuando bajaba la vista rápidamente, como si no creyera que aquello seguía allí, a su lado. El corpiño del camisón sobresalía y se levantaba con el fuerte aire matinal. Estaba al revés y tenía cosida una etiqueta de la lavandería. Big Charlie no sabía ni leer ni escribir, así que no supo que allí, en letra clara y nítida, ponía: E. Plaistow.

Fue así, por supuesto, como Ella se encontró ante los tribunales. Cuando aquella tarde le abrió la puerta al detective vestido de paisano, tuvo un pequeño y momentáneo sobresalto, una especie de pálpito en algún órgano que uno no sabe que tiene, propio de la gente que no ha robado nunca y que siempre ha pagado sus impuestos: una alarma ante la visión de un policía que tal vez está arraigada en la memoria de las amenazas infantiles. El hombre era corpulento, de pies grandes, y tenía un bigote muy pequeño, bien cuidado, tan liso como un par de pinceladas a lo largo de su ancho labio superior.

Dijo en afrikaans: «¿Goeie middag. Mevrou Plaistow?».

Y cuando ella contestó en inglés, él habló en un inglés lento y rígido. Ella le condujo hasta el salón con aire de falsa tranquilidad y él tomó asiento en el borde del sofá. Cuando le contó que el lechero de los Evans había encontrado en el camino un bebé nativo muerto en una lata de parafina, ella emitió un cortés sonido de horror al pensarlo y sintió un pequeño estremecimiento, justo detrás de su mandíbula, pero su rostro mantuvo la mirada de tensa paciencia: ¿qué tenía que ver ella con ese espantoso acontecimiento? Luego, él le dijo que habían encontrado al niño envuelto en un camisón de raso azul que llevaba su nombre y ella se levantó de inmediato de su asiento con un sobresalto, como si hubiera sentido una repentina punzada en su interior.

—¿En mi camisón? —acusó, irguiéndose ante el hombre.

—Me temo que sí, señora.

—¿Pero está usted seguro? —dijo, apartándose con cólera y arrogancia.

Él abrió un portafolios grande que había traído consigo y que consideraba parte de su equipaje al igual que su inglés oficial o el sello laminado de oro que llevaba en el meñique. Extendió cuidadosamente la tela azul, que aún conservaba el brillo del raso, a pesar de las manchas de tierra y de algo que se había secado de manera irregular: quizá esa especie de grasa, vernix aseosa, con que está cubierto el bebé al nacer, cuando entra, deslizándose, en el mundo. La visión le llenó de repugnancia.

—Oh, guárdelo —dijo con dificultad.

—¿Lo reconoce? —preguntó, pronunciando la palabra como si escribiera «re-co-no-ce».

—Desde luego, es mío —dijo—. Es el que le di a Lena hace unas semanas. Pero, por Dios…

—¿Quiere decir que se lo dio a una nativa, no es así? —El policía sacó su cuadernillo.

A Ella le pasaron por la cabeza toda clase de ideas: «Así es. Estuvo enferma, se quedó en la cama un día. El criado dijo que había oído llorar a un bebé esa noche».

—¡Pero no puede ser! —suplicó al policía.

—Entonces, dígame señora, en qué fecha le dio usted a la chica el camisón…

Del desorden de su mente, él fue extrayendo, poco a poco, sus conclusiones del confuso cómputo de fechas y tiempos, del tiempo transcurrido entre el día en que Pip se rompió un diente en la guardería —ella lo recordaba claramente: ocurrió el mismo día en que dio a Thomasi una camisa y a Lena el camisón— y la mañana en que no se hizo la colada. Se convirtió en una declaración. Luego, de modo vacilante, debido a su nerviosismo, Ella pasó a la cocina para llamar a Lena y a Thomasi.

—¡Thomasi! —gritó.

Y luego añadió tras una pausa:

—¡Lena! —y esperó a que vinieran cruzando el patio.

Los dos africanos acogieron la presencia del policía con mucha más tranquilidad que ella. Para los africanos no significaba ningún estigma verse envueltos en problemas con las fuerzas del orden. Las innumerables restricciones que limitan sus vidas, desde el día de su nacimiento, hacen que sean corrientes las transgresiones e inevitable el castigo. Para ellos, unos cuantos días en la cárcel no suponen mas vergüenza que pasar el sarampión. A fin de cuentas, hay poca gente que pueda pasarse toda una vida sin olvidar, al menos una vez, el trozo de papel que es su «pase» para poder moverse libremente por la ciudad; o sin emborracharse; o sin sentarse en un banco, igual que cualquier otro, que resulta ser de uso exclusivo para la gente de tez pálida. Todas esas cosas hacen que los africanos entren y salgan continuamente de la cárcel, pero apenas les afecta, ya que se admite que las cosas son como son: una noche en una celda llena de chinches y recibir una patada por parte del carcelero.

Lena no tiene un rostro agradable, pensó Ella, pero también pensó que a lo mejor era eso lo que se leía en su rostro. La mujer simplemente permaneció allí, contestando en un afrikaans obediente las preguntas del agente sobre su identidad.

El policía había instalado su sólido trasero sobre la mesa de la cocina, y sus maneras habían adoptado el aire de impaciencia propio de una persona blanca de autoridad al hablar con los africanos.

La mujer tenía aspecto de hastío, más que de cualquier otra cosa. No miraba al policía cuando este le hablaba o ella le contestaba, y hablaba fríamente, como era su costumbre; al igual que decía: «Sí, señora; no, señora», cuando Ella le reprochaba haber olvidado alguna tarea.

Lena también era desordenada. Ahora llevaba en la cabeza un doek de lana en lugar de la cofia de criada que Ella le había mandado ponerse. Ella la miró desde el doek hasta las sandalias de color con tiras, por donde sobresalían los dedos.

La miró con una especie de fascinación, e intentó asociarla con la idea de un bebé muerto, enrollado en un camisón, y metido en una lata de parafina.

No era increíble y tampoco inspiraba repulsión: porque Lena no tenía una imagen maternal, pensó Ella. Eso es: no se la podía imaginar como madre de alguien; era esa clase de mujer, blanca o negra, que siempre cuida de los niños de otras personas; les lava la cara y les limpia las narices, pero los niños echan los brazos alrededor del cuello de otras personas.

Justo entonces, la miró; repentina y directamente, sin pestañear, sin disimulo o súplica. No como mira una mujer a otra, ni siquiera como un ser humano mira a otro: la miró a los ojos, muy abiertos, de párpados iguales, y no movió un músculo de su rostro.

—Oh, no la conozco, no sé nada sobre ella… —Ella retrocedió buscando refugio en sí misma.

—Tendrá que venir conmigo —dijo el policía, y, como la mujer se quedó un momento como si estuviera pidiendo permiso, él le dijo en afrikaans que podía ir a su habitación si quería coger algo, pero debía darse prisa.

Permaneció junto a la puerta mirando a su sirvienta cruzar despacio el patio hacia su habitación de ladrillo. Su corazón latía lentamente. Sentía un horrible conflicto entre nerviosismo y vergüenza… ¿de qué? No lo sabía. Pero si la seguía, pareció preguntarse a sí misma, ¿qué le podía decir? Detrás de Ella, el policía interrogaba a Thomasi y este estaba encantado; oía los tonos expresivos, rápidos y confidenciales de la voz de Thomasi, que experimentaba el placer de un chismoso que está por fin en posición de poder influir en las vidas de los que le han condenado a una fría vida vicaria.

De repente, Ella le dijo al policía:

—¿Me disculpa un momento, por favor? —y atravesó la casa hasta su dormitorio. Siguió allí de pie durante unos minutos, hasta que el policía llamó desde la puerta principal.

—Muchas gracias, señora. Ya le informaremos —y Ella no salió, pero le dijo, como si estuviera dedicada a una tarea que no podía dejar un momento:

—Lo siento, pero encontrará con facilidad la salida…

Pero no pudo resistir abrir las celosías para ver la espalda de Lena, con uno de esos baratos abrigos cortos —abrigos jeep, como los llamaban, de moda entre las muchachas africanas de los suburbios—, que subía al coche de la policía.

Es increíble, se dijo; no parecía más gorda que ahora… E hizo la colada de toda una semana…

En el momento en que Ella oyó alejarse al coche fue a telefonear a Alian. Mientras marcaba se dio cuenta de la torpeza y la humedad de sus dedos. Estoy muy impresionada, pensó. Esto de verdad me ha trastornado.

Cuando se inició el juicio, aquella Lena tranquila, de color pálido, que yacía en la cama con la cabeza sobre su brazo para consolarse, que estuvo de pie, obedientemente, mientras la interrogaba el policía en la cocina, se había transformado, a ojos de Ella Plaistow, en un ser repulsivo, que emergía como tal de los comentarios con amigos y vecinos. ¡Una mujer capaz de matar a su propio bebé! ¡Una asesina, nada menos! Es horrible pensar que había tocado a Pip y a Kathie, le decían con conmiseración las otras mujeres. Eso demuestra que nunca se sabe quién entra en tu casa… Con ellos nunca se sabe. Los puedes enviar a un médico para asegurarte de que no tienen ninguna enfermedad, pero no hay manera de descubrir qué clase de persona es un criado. «Pues le cayó mal a Thomasi desde el principio, ¿sabéis?», decía siempre Ella. «Ah, Thomasi —murmuraba alguien—. ¡Ese viejo es un buenazo!».

Así que cuando Ella volvió a ver a Lena en el juicio hubo algo inquietante e inesperado en la naturalidad de su aspecto: no era más que la mujer que había estado tantas veces junto al horno en la cocina roja y blanca de Ella. Y ¿dónde estaba la otra, la criatura que había abandonado a su hijo recién nacido en el frío del camino?

La perplejidad preludió otros sentimientos que la mujer blanca fue experimentando en el banquillo de los testigos. Nunca —volvió a decir después una y otra vez— había hecho tanto el ridículo en toda su vida.

—Es usted, por supuesto, una mujer casada, ¿no? —preguntó el magistrado.

—Sí —dijo Ella.

—¿Cuánto tiempo lleva usted casada?

—Ocho años.

—Entiendo. ¿Tiene usted hijos?

—Sí, dos hijos.

—Señora Plaistow, ¿me va usted a decir que una mujer como usted, que lleva ocho años casada y que ha dado a luz a dos hijos, no se dio cuenta de que su empleada estaba a punto de tener un hijo?

¡Desde luego, aquel hombre debía creer que era totalmente estúpida! Pero ¿cómo explicarle que una no andaba por ahí midiendo la cintura de las sirvientas, que, en cualquier caso, Lena era una mujer muy corpulenta y, como su estado de gestación debía estar muy avanzado cuando comenzó a trabajar, nadie percibió un cambio en su aspecto?

—Me ridiculizó —protestaba Ella—. No podéis imaginar lo idiota que me sentí.

El caso se prolongó durante dos largos días. La mujer dijo que el niño había nacido muerto, y que como nadie sabía que estaba embarazada, se había sentido «asustada» y había ocultado el cadáver y lo había dejado en el campo. Pero la autopsia mostró que había grandes posibilidades de que el niño hubiera vivido varias horas después de nacer, y que no había muerto por causas naturales. Luego vino la declaración de Thomasi, que dijo que había oído el llanto de un niño durante la noche.

—En su opinión, doctor —preguntó el magistrado al forense intentando fijar cuánto tiempo había pasado entre el nacimiento y la muerte del bebé—, ¿sería posible que una mujer volviera a reanudar el trabajo diario treinta y seis horas después del parto? Esta mujer hizo la colada de sus amos al día siguiente.

El médico sonrió ligeramente.

—Si la mujer en cuestión fuera europea, por supuesto que sería improbable, muy improbable. Pero una mujer nativa, diría que sí. Sería posible.

En el silencio de la sala, la racionalidad, la validez de esa declaración, pareció dar por concluido el asunto. Al fin y al cabo todos sabían, por una mezcla de rumor popular y de la propia experiencia, del aguante del africano. ¿No habían oído hablar de un africano que había seguido en pie durante tres días con el cráneo fracturado, quejándose simplemente de un dolor de cabeza? ¿Y de uno que había caminado kilómetros hasta un hospital llevando, como Van Gogh, su propia oreja, arrancada durante una pelea, envuelta en un trozo de periódico?

Condenaron a Lena a seis meses de trabajos forzados. Su sentencia coincidió más o menos con el tiempo que Ella y Alian pasaron en Europa. Pero aunque había salido de la cárcel cuando regresaron, no volvió a trabajar para ellos.