ENEMIGOS

Cuando la señora Clara Hansen viaja, procura soslayar cualquier tipo de familiaridad ajena. Normalmente esto es fácil, porque tiene dinero, ha sido baronesa y una mujer muy hermosa que ha sobrevivido a dramáticos padecimientos. La aplastante presencia de esos avatares en su rostro y en su porte son casi siempre suficientes para acallar las lenguas demasiado sueltas de sus ocasionales compañeros de viaje. Únicamente los muy estúpidos, los seniles o los que sólo piensan en sí mismos son los que meten la pata intentando asaltar ese rostro, tan aislado como un castillo en el territorio común de un comedor.

El mes pasado, cuando la señora Hansen dejó Ciudad del Cabo para ir a Johannesburgo en tren, una anciana que ocupaba el compartimiento contiguo intentó hacer de sus disculpas, al pasar penosamente por el pasillo cargada con sus bolsos y paquetes, una excusa para iniciar una de esas ociosas conversaciones entre extraños que se producen en los nerviosos momentos de las partidas. La señora Hansen estaba dándole sus últimas y tranquilas instrucciones a Alfred, su chófer y criado malayo, del que estaba despidiéndose, y no levantó la vista. Alfred había depositado sus viejas maletas europeas de piel de becerro con cuidado, de forma que estuvieran a su alcance en el compartimiento que, por supuesto, gracias a su influencia en la oficina de reservas, sería para su uso exclusivo todo el viaje. Había observado cómo ella guardaba en un bolsillo especial de su bolso de mano su billete de tren, el suplemento de la cama y los tiques para las comidas. Se había asegurado de que llevaba sus píldoras, las amarillas para dormir y las rojas para esa sensación de presión en la cabeza, dispuestas entre algodones en una cajita de plata. Había comprobado que los dos pares de gafas, unas para ver de lejos y otras para leer, estaban en el saco de noche y que sus impertinentes colgaban del lazo de diamantes que llevaba en el vestido. Y, por último, había extendido la mesita plegable sobre el lavabo, y colocado las tres revistas que ella le ordenara comprar en el quiosco, junto con el periódico de Suiza, que esta semana había guardado, sin leer, para el viaje.

Durante los quince minutos previos a la salida del tren, él y su señora fueron libres para ignorar el ir y venir de voces y equipajes, el calor y la confusión. La señora Hansen murmuró algo bajando la vista hacia él. Alfred, con su gorra de chófer en la mano —la polvorienta luz del sol, del color de la cerveza, deslustraba el brillo aceitoso de sus cabellos negros—, levantó la vista desde el andén y asintió en voz baja. Utilizaban las frases a medias, las vacilaciones y los ligeros cambios de tono o expresión de la gente que habla desde su respectivo grupo y situación. Apenas era un discurso; de vez en cuando desaparecía por entero en la mente de cada uno, pero los sonidos de la estación no conseguían reemplazarlo. Del dedo meñique de Alfred colgaba la llave del coche. El viejo rostro bajo el tocado se dio cuenta de ello y los labios, al igual que los infinitamente cansados rabillos de los ojos, se curvaron esbozando una sonrisa. ¿Guardaría realmente el coche en el garaje durante seis semanas, después de llevarlo a cambiar el aceite y engrasarlo?

Despreocupándose de la llave, el rostro satisfecho por el salario adelantado de un mes en su bolsillo, con dos amigos esperando a que les recogiera en una casa del barrio malayo de la ciudad, dijo:

—Tengo que recordar que no debo mandar las cartas de la señora después del veintiséis.

—No. No después del veintiséis.

¿Lo sabría ella? Con aquella cara que parecía saberlo todo, ¿sabría también lo de los dos amigos en la casa del barrio malayo?

Cuando ninguno de los dos escuchaba, ella dijo:

—En caso de necesidad, siempre puedes recurrir al señor Van Dam.

Van Dam era su abogado. Este comentario, como una piedra que se lanza descuidadamente a un estanque para pasar el rato, había caído una y otra vez entre ellos en el espacio cada vez más largo de las despedidas. Nunca lo habían aclarado, ni siquiera se habían preocupado de saber su significado. Durante diez años, ¿qué no había podido resolver Alfred por sí mismo, desde una tubería reventada en el piso a una cremallera atascada en el vestido de la señora Hansen?

Alfred retrocedió unos pasos para esquivar la caja de helados que un vendedor agitaba bajo su nariz. El desordenado montón de maletas de lona, que pertenecía a la mujer del compartimiento contiguo, cayó con un ruido seco, como un animal polvoriento, al lado de la señora Hansen; sonó la campana.

Mientras el tren salía traqueteando de la estación, Alfred se quedó quieto con la gorra entre sus manos, mirando a la señora Hansen. Siempre se quedaba así cuando ella se iba. Y ella permaneció en la ventanilla, como de costumbre, sonriendo ligeramente, con la cabeza un poco inclinada, como si fuera a decirle que se marchase. Ninguno de los dos saludó con la mano. Ninguno de los dos se movió hasta que se perdieron de vista.

Cuando, un vez que hubo desaparecido la estación, se volvió lentamente para entrar en su compartimiento, zarandeada por el ritmo cada vez más rápido del tren, la señora Hansen se encontró con el rostro jadeante de la anciana a su lado. La grasa le chorreaba por las mejillas hasta el cuello, y aun por los tobillos hasta los zapatos. Parecía como un pudin que hubiera subido demasiado y rebosara por los lados del recipiente. Estaba rociando su pañuelo con colonia y se golpeaba con él el rostro, como si quisiera matar algo.

—Estas prisas no vienen nada bien —dijo—. El coche de mi yerno tuvo una avería y hay que ver lo que me costó encontrar un taxi. A ellos no les importa nada si llegas hoy o mañana. Pensé que no iba a poder subir nunca esas escaleras.

La señora Hansen la miró.

—Cuando ya no se es joven hay que calcular el doble de tiempo del que se necesitaba antes. Eso está claro. Discúlpeme.

Y pasó delante de la mujer para entrar en su compartimiento.

La señora la paró en la puerta.

—¿Estarán ya sirviendo el té? ¿Vamos al vagón-restaurante?

—Hago siempre que me traigan el té a mi compartimiento —dijo la señora Hansen, con esa voz baja y opaca que en otro tiempo fue considerada como lamentable, pero que ahora hacía que los jóvenes que podían ser sus nietos preguntaran si había sido actriz. Cerró la puerta corrediza.

Una vez sola, quedó de pie un momento en la tranquilidad de su privacidad, en la que todo oscilaba y se desplazaba siguiendo el movimiento del tren. Comenzó a mirar con ansiedad las maletas apiladas, moviendo los labios, pero su rigidez le impedía mantener el equilibrio y de repente se encontró sentada. El tren la había hecho caer en el asiento. Lo merezco, pensó, castigándose por su impaciencia al haberse puesto a contar las maletas, preocupada, cuando estos diez años Alfred jamás se había olvidado de nada. Vieja tonta, se dijo, vieja tonta.

El yo que envejecía con frecuencia le parecía un enemigo de su yo real, el yo que nunca había cambiado. Afortunadamente, el enemigo era estúpido; bastaba con no perderlo de vista para engañarlo. Otros seres que habían surgido en su vida fueron mucho peores; qué terrible había sido la lucha con algunos de ellos.

Se sentó de espaldas a la locomotora, junto a la ventana, se puso sus gafas de leer y cogió el periódico de Suiza. Pero durante unos minutos no leyó. Oyó de nuevo dentro de sí misma las palabras sola, sola, como las había oído hacía cincuenta y nueve años cuando tenía doce y atravesaba por primera vez Francia ella sola. Mientras iba allí sentada, el cuerpo erguido en una esquina del coche, su capa de terciopelo verde con adornos de piel, su cesta al lado y el medallón con el retrato de su abuelo escondido en la mano, había sentido un creciente terror por su alegría, el oscuro y asfixiante torbellino de cortar amarras; había probado la fuerza que se obtiene de la autocompasión y de la serenidad forjadas al vencer el pánico que pertenecía a otros tiempos y a otros viajes que aproximaban la distancia de su futuro. Sola, sola. Esto que su yo real había conocido antes de que le ocurriera —antes de haber vivido el viaje que le apartaba de un amante, o aquellos viajes que la alejaban del rostro alienado de la locura y la muerte—, ese mismo yo lo recordaba años después de que aquellos viajes se hubieran desvanecido en el pasado. Ahora estaba sola, solitaria, aislada, da igual cómo se diga, en todo momento. No hay nada dramático en esta situación, se recordó secamente. Sin embargo, no se podía negar: sola no es lo mismo que solitaria, ni siquiera la «vieja tonta» podía confundir las distinciones. El abrigo de seda azul se movió donde Alfred lo había colgado, el montón de revistas se deslizó lentamente por la mesa, y en algún lugar sobre su cabeza una correa suelta golpeaba. De nuevo, percibió la soledad como un caparazón que la aislaba pero que defendía su fuerte sentido de supervivencia, contra aquello y contra todo lo demás.

Abrió el periódico de Suiza y, con el pie izquierdo (el calor se lo había hinchado un poco) apoyado en el asiento de enfrente, se dispuso a leer. Se sentía adormecida y cómoda y ni siquiera le irritaban los golpes secos y el ruido cercano de arrastrar algo, a la altura de su cabeza; evidentemente, era la mujer del compartimiento de al lado que debía estar moviendo sus maletas. En seguida, el camarero le trajo una bandeja con el té, que Alfred había encargado antes de partir el tren. La señora Hansen frunció la boca con placer al saborear el fuerte té, como hacen los expertos cuando beben un coñac viejo, y pasó la tarde leyendo.

Cenó en el vagón-restaurante porque sabía por su larga experiencia que no servían un tipo de comida que pudiera llegar caliente después de atravesar los largos pasillos del tren, y porque había algo de mezquino, de petit bourgeois, en tomar la cena en los sofocantes cubículos donde también se iba a dormir. Se arregló los cabellos bajo el sombrero, era un bonito modelo, uno de los cuatro, siempre de la misma forma, que encargaba a Viena cada dos años; se quitó los anillos, se lavó las manos y se empolvó la nariz, haciéndose una mueca crítica y divertida en el espejo de la polvera. Luego se puso su abrigo de seda, recogió su bolso y avanzó con erguida dignidad, por los pasillos, a pesar de las sacudidas y bandazos del tren, hasta el vagón-restaurante. Se sentó ante una mesa para dos junto a la ventana y, por supuesto, aunque era temprano y había muchos asientos vacíos, la anciana del compartimiento contiguo, que entró cinco minutos más tarde, fue directamente hacia ella y se sentó enfrente.

Ya era imposible no hablar con la mujer, y la señora Hansen la escuchó con la paciencia distante de un adulto que apenas hace caso de un niño, respondiendo de vez en cuando con seca y calculada simplicidad para que no la comprendiera. Por supuesto, la Vieja Tonta sintió la tentación de ablandarse, cayendo en las pequeñas jactancias y rivalidades habituales entre dos ancianas. Pero la señora Hansen no estaba dispuesta a permitirlo, y mucho menos esa mujer que acababa de conocer porque la había empujado en el tren. Ya era bastante que, sólo una semana antes, la Vieja Tonta la hubiera metido en una de esas patéticas muestras de tontería senil, astutamente disfrazadas —la Vieja Tonta podía ser muy ladina—, pero que, de todas maneras, siguen siendo inconfundiblemente aburridas. Se refería a sus dientes. A los setenta y un años seguían siendo los suyos, lo cual era clarísimamente un milagro. Sin embargo, se había permitido, en una cena dada por unos cuantos amigos jóvenes que obviamente se sentían impresionados por ella, contar una historia divertida (no totalmente cierta) de cómo, una vez que había estado invitada un fin de semana en una casa donde la anfitriona era demasiado solícita, el guasón del anfitrión había gastado una broma a su mujer al insistir en la importancia de que proporcionara a su invitada un recipiente adecuado para dejar la dentadura durante la noche. Había un vaso junto a la jarra de agua en la mesilla de noche; la anfitriona apareció, embarazosamente, con otro. «Pero, querida, ¿para qué me traes otro vaso?». El desenlace: risas, etc. Repugnante. Una buena dentadura, al igual que los dolores y sufrimientos, deben quedar para uno mismo; cuando uno es joven se da por sentado lo primero y se desconoce la existencia de estos últimos.

Así que, cuando les mostraron el menú a las dos mujeres, la señora Hansen hizo caso omiso de la consternación en que parecía estar sumida su compañera, evitó la tentación de entrar, hablando de las opiniones de un médico, en la apasionada preocupación por la dieta propia de la edad, y pidió pescado.

—¿Cree que el pescado estará bien? Cuando voy en tren siempre me pregunto… —dijo la mujer del compartimiento contiguo.

La señora Hansen se limitó a confirmar su pedido al camarero bajando los ojos y levantando ligeramente la barbilla. La mujer decidió empezar por el principio, con una sopa.

—¿No le parece que será difícil que la sopa esté mal?

—No me espere, por favor —dijo la señora Hansen cuando llegó el plato.

—La sopa está aguada —dijo la mujer.

La señora Hansen sonrió forzada, indulgente. La mujer decidió acompañar a la señora Hansen y se arriesgó a tomar pescado. El pescado yacía bajo una pastosa manta de bechamel, y mientras la señora Hansen separaba pacientemente la salsa y comía, la mujer dijo:

—No hay nada como la comida limpia y sana que se hace en casa.

La señora Hansen se llevó un trozo de pescado a la boca y, cuando por fin lo terminó, dijo:

—Me temo que hace muchos años que no tengo cocina propia más que uno o dos meses al año.

—Bueno, por supuesto, si viaja mucho se habrá acostumbrado a la comida extraña, supongo. Yo no puedo comer ni la mitad de las cosas que me ponen delante en los hoteles. La última vez que estuve de viaje hubo días en que no sabía qué almorzar. Me alojé en uno de los mejores hoteles de Durban y no había nada más que curry, curry, curry y venga curry, y muchos fiambres resecos.

La señora Hansen se encogió de hombros.

—Siempre lo encuentro suficiente para mis necesidades. No me importa mucho.

—¿Qué se puede hacer? Supongo que esta bechamel no me sentará nada bien, pero hay que comer lo que te dan cuando estás de viaje —dijo la mujer. Cogió un trocito de pan y lo pasó rápidamente por su plato, limpiando lo que quedaba de bechamel—. Harinosa —añadió.

La señora Hansen pidió una chuleta y, después de un minucioso estudio del menú, la otra mujer pidió el plato colocado inmediatamente debajo del pescado: rabo de buey estofado. Mientras esperaba, se dedicó a comer pan y mantequilla y, llevando su bocado de un lado a otro de la boca, cambió también su atención, como si su mandíbula y su cerebro tuvieran una sencilla relación mecánica.

—No es usted de aquí, ¿verdad? —preguntó mirando a la señora Hansen con la valoración que reservaba para los extranjeros y la licencia concedida por la tácita aceptación de la vejez de ambas.

—He vivido en El Cabo durante años por temporadas —dijo la señora Hansen—. Mi segundo marido era danés, pero se afincó aquí.

—Pude haberme casado otra vez, no me estoy jactando; desde luego, tuve la oportunidad —dijo la mujer—. Pero no sé por qué no pude soportar la idea, después de perder a mi primer marido…, cincuenta y dos años tan sólo, nadie lo hubiera pensado. ¡Ah! Esos médicos… No le extrañe que no me fíe de ellos un pelo.

La señora Hansen abrió su bolso negro, grande y elegante, para sacar un pañuelo; apareció el montón de cartas que siempre llevaba consigo —las recién llegadas iban sustituyendo a las viejas—. Cartas largas, cortas, sobres grandes, pequeños; bordes dentados de sellos extranjeros; escrituras grandes e inclinadas, pequeñas y complicadas, de extranjeros que escribían lenguas extranjeras. La otra mujer las miró como una turista, curiosa, impersonalmente insolente, envidiosa.

—Por supuesto, si hubiera sido una de esas mujeres que nunca paran en casa, hubiera sido diferente. Podría haber encontrado a alguien con quien congeniar. Pero estaban mis hijas. Las responsabilidades de una madre no terminan nunca, es lo que siempre digo. Cuando son pequeños, pequeños problemas; cuando son mayores, problemas mayores. Todas están bien casadas, a Dios gracias, pero ya se sabe, siempre hay algo, una está enferma, o una de las nietas, benditas sean… Me imagino que usted no tiene hijos. Ni siquiera de su primer marido, ¿no?

—No —dijo la señora Hansen.

Y la mentira, como siempre, le llegó como un triunfo contra aquel arrogante muchacho (la Vieja Tonta se empeñaba en pensar en él como un joven de frente delicada, inclinado sobre un cachorro de perro-salchicha, aunque ya era un hombre de cuarenta y cinco años), que realmente, como ya le había advertido, era como si no existiera. El mentir tenía el efecto de dejarla sin aliento, como si acabara de subir una empinada pendiente. Firme y tranquilamente, se inclinó hacia delante y se sirvió un vaso de agua, como si se lo mereciera.

—Dios mío, parece que tiene mucha grasa —dijo la otra señora mirando el buey que le habían puesto delante—. Mi médico se pondría como una fiera si supiera que como esto.

Pero se lo comió, y después una chuleta y pavo asado. La señora Hansen nunca supo si su compañera iba a rematar la comida con pastel de ruibarbo (la mujer comentó, cuando vio que lo pensaba, que parecía apelmazado) porque pasó de la chuleta al café y, al acabar su comida, se disculpó antes de que la otra terminara con el plato de pavo. De vuelta a su departamento se quitó por fin el sombrero y se puso en la cabeza un pañuelo de chiffón gris. Luego sacó su pitillera roja y dorada, de cuero florentino, y se sentó a fumar su cigarrillo nocturno mientras esperaba que el mozo viniera a convertir su asiento en la cama que Alfred había pagado por adelantado.

A la señora Hansen le pareció que no había dormido bien durante la primera parte de la noche, aunque no supo qué la inquietaba. Aparentemente la despertó, una y otra vez, algún ruido que cesaba cuando se sentía lo suficientemente consciente como para identificarlo. La tercera o cuarta vez que ocurrió eso, se despertó en el silencio y con una sensación de inmovilidad absoluta, como si la tierra hubiera dejado de girar. Sólo era que el tren se había parado. La señora Hansen permaneció tumbada, escuchando. Debían de estar en algún apartadero desierto, en la madrugada; no se filtraba ninguna luz a través de la persiana de la ventanilla, ni se oían pasos ni voces. El garlido de un grillo, como el chirriar de una uña en el cristal, sonó evocando, más allá de los ojos cerrados de la anciana, más allá del oscuro compartimiento y las persianas, un paisaje de hierba, oscuridad y postes de teléfono.

De repente, el tren dio una sacudida terrible, como si hubiera recibido un violento empujón. Todo quedó de nuevo en silencio. Y en ese silencio la señora Hansen percibió gemidos que procedían del otro compartimiento. Los gemidos le llegaban a trompicones a través de la madera y la piel; sonaban como los de un perro con la cabeza sobre un cojín, mordiendo las plumas con los dientes. La señora Hansen respiró hondo, molesta, y se dio la vuelta: «Esa vieja tragona estará sufriendo las agonías de la digestión del rabo de buey, por supuesto». Los gemidos continuaron a intervalos. Una vez se produjo un tintineo sordo, como si se hubiera caído una cuchara. La señora Hansen yacía allí, tensa por la irritación, esperando que el tren se moviera y apagara el ruido que hacía la mujer. Por fin, con una sacudida, que en seguida se convirtió en una marcha rápida, se movieron de nuevo: trac-trac-trac-trac, pasando (se imaginó la señora Hansen) junto a los interminables postes de teléfono, la oscura hierba, el grillo incansable. Bajo el traqueteo del tren, fue una involuntaria oyente de las vulgares intimidades de al lado; luego, los gemidos pasaron o se durmió a pesar de ellos, porque no oyó nada más hasta que el camarero la despertó para avisarla de la hora del café.

La señora Hansen se lavó con la esponja, se vistió y tomó un tranquilo desayuno sin que nadie la molestara en el vagón-restaurante. El hombre que se sentó enfrente de ella ni siquiera le pidió que le pasara la sal. Había vuelto a su compartimiento y estaba leyendo cuando el revisor entró para pedirle su billete —pronto llegarían a Johannesburgo—, y ella, desde luego, recordaba perfectamente en qué lugar de su bolso lo había puesto. Él se apoyó en la puerta mientras ella lo sacaba:

—¿Ha oído lo que ha pasado? —dijo el revisor.

—¿Qué ha pasado? —preguntó insegura, haciendo una mueca porque él hablaba confusamente, como la mayor parte de los jóvenes sudafricanos.

—Ahí al lado —dijo—. La señora de al lado, la señora mayor. Ha muerto esta noche.

—¿Ha muerto? ¿Esa mujer ha muerto? —Se puso en pie y le volvió a preguntar desde muy cerca, como si él fuera un irresponsable.

—Sí —dijo él mirando la lista—. El mozo de las camas la encontró esta mañana, muerta en su cama. No respondió cuando el camarero fue a avisarla para el café, ¿sabe?

—Dios mío —dijo la señora Hansen—. ¿Así que murió?

—Sí, señora. —Extendió la mano para recibir el billete; llevaría aquella historia por todo el tren. Con un gesto de impotencia, ella se lo dio…

Después que él se hubo marchado, se hundió en el asiento, junto a la ventana, y miró pasar los pastos; la hierba flameaba al sol como las largas colas negras de los pájaros viuda cuando se columpian en las cercas. Había terminado el periódico y las revistas. El único sonido era el del tren corriendo rápido.

Cuando llegaron a Johannesburgo tenía todo su equipaje ordenado y dispuesto para el mozo del hotel donde se iba a alojar. Se fue de la estación con él inmediatamente y antes de que llegaran el médico, los funcionarios y, supuso, los periodistas que irían a ver cómo sacaban a la mujer del compartimiento contiguo. ¿Qué les hubiera dicho?, pensó satisfecha de su sensata huida. ¿Podía decirles que murió de glotonería? Lo mejor era no mezclarse en ello.

Y luego se le ocurrió algo. Los periodistas. Sin duda, mañana aparecería una noticia en los periódicos de El Cabo. ANCIANA APARECE MUERTA EN EL TREN DE JOHANNESBURGO.

Tan pronto como hubo firmado en el registro del hotel, pidió un impreso para enviar un telegrama. Se detuvo un momento, apoyada en el mármol del mostrador de recepción, mirando por encima de las cabezas de los empleados. Sus ojos, que aún eran hermosos, se arrugaban en los extremos; las aletas de su nariz se dilataron; su boca, que aún conservaba una bonita forma debido a los dientes, se curvó en una sonrisa desganada y calculadora. Escribió con letra de imprenta el nombre de Alfred y las señas del piso en Ciudad del Cabo y luego escribió rápidamente con su bonita escritura que había aprendido a dominar hacía más de sesenta años: «No era yo. Clara Hansen».