¿QUÉ NUEVA ERA SERÁ ESTA?

Jake Alexander, un hombre de color, grande y gordo, mitad escocés y mitad africano, se hallaba agitando una enorme sartén con beicon sobre la cocina de gas de la habitación trasera de su imprenta en Johannesburgo, cuando oyó que alguien llamaba a la puerta principal. El chisporroteo de la grasa y las voces de los cinco hombres que se encontraban con él ahogaban casi los sonidos de fuera, y la llamada era tan insistente que bien podía hacer varios minutos que alguien aguardaba allí. Apartó la sartén de la llama con una mano y con la otra hizo un gesto impaciente de silencio, dirigido tanto al beicon como a los hombres. Interpretándolo como una señal de advertencia, los hombres recogieron apresuradamente los vasos y tazas en los que habían estado tomando unos tragos de coñac, tranquilamente, para festejar el final de la jornada, y engulleron los restos en un santiamén. El pequeño Klaas, de pelo cobrizo, amontonó tazas y vasos rápidamente y los ocultó detrás de una sucia cortina que cubría una fila de estantes.

—¿Quién es? —gritó Jake limpiándose las manos grasientas en el pantalón. Hubo un tamborileo agudo y juguetón, seguido de una voz inglesa:

—Yo, Alister. ¡Por amor de Dios, Jake!

El hombre gordo volvió a colocar la sartén en la llama y atravesó pesadamente la oscura tienda, entre las máquinas impresoras paradas, hasta llegar a la puerta, que abrió de golpe.

—¡Señor Halford! —dijo—. ¡Cuánto me alegra verle! Entre, hombre. Ahí no se puede oír nada.

Un joven inglés de ojos suaves, boca severa y pelo liso y desvaído que crecía en la espiral desordenada y confusa de un remolino doble, dio un paso atrás para permitir que una joven entrara delante. Antes de que pudiera presentarla, ella le dio la mano a Jake, sonriendo y con un fuerte apretón.

—Buenas tardes. Soy Jennifer Tetzel —dijo.

—Jennifer, te presento a Jake Alexander.

El joven consiguió asomarse por encima del hombro de ella. Los dos habían entrado al edificio desde la calle a través de una arcada con la inscripción EDIFICIO DE LA NUEVA era. «¿Qué nueva era será esta?», se había preguntado la joven en voz alta, alegremente, mientras esperaban en el sombrío zaguán a que les abrieran la puerta, y Alister Halford no sabía si se refería al descubrimiento de vetas profundas de oro, que había salvado a Johannesburgo del destino efímero de ser sólo un campamento minero en la década de los noventa, al optimismo que sobrevino a la superación de los problemas laborales en los años veinte, o a la recuperación económica tras el abandono del patrón oro en los años treinta —la verdad era que nadie tenía idea de la edad de los edificios de esa parte destartalada de la ciudad—. Ahora, al salir de la penumbra del inhóspito vestíbulo, que olía a polvo y a madera podrida —el olor de la espera—, se encontraron con el aroma penetrante, vivo y frío, de la tinta y el tufillo hogareño y perezoso de la grasa del beicon, un olor acogedor. No había mucha luz en el taller desierto. El anfitrión se acercó a tientas hasta la pared y encendió la bombilla brillante y desnuda que había en el techo. Durante unos instantes permanecieron los tres juntos, parpadeando: un hombre de color a cuyas carnes se habían adherido las grasas de un hombre de mundo, vestido vulgarmente, no porque fuera pobre, sino porque obviamente le gustaba vestirse así —con una camisa de deporte de rayón—, que al bostezar mostraba dos michelines peludos escondiendo su ombligo en una sonrisa sin labios, los pantalones de un buen traje mal abrochados y atados con una corbata en lugar de con un cinturón, y un par de zapatos de deporte caros, que llevaba sin calcetines; un joven inglés con un gastado traje de tweed verdoso con chaleco de corte neoeduardiano, recuerdo de sus días universitarios; y una guapa mujer blanca que, cuando dio la luz, Jake Alexander reconoció inmediatamente.

No la había visto antes pero conocía el tipo muy bien, lo había visto una y otra vez en las reuniones del Congreso de Demócratas y otras organizaciones donde los blancos progresistas conocían a los negros progresistas. Esas eran las mujeres blancas que, Jake lo sabía, se empeñaban en considerarse a sí mismas como tus iguales. Aún eran peores que los párrocos que insistían en considerarte a ti mismo como su igual. Los clérigos habían estudiado diez años en la escuela y siete en la universidad y en la facultad de teología; tú habías cargado sacos de verduras desde el mercado hasta los coches de los blancos desde que tenías ocho años y hasta que te metieron de aprendiz en una imprenta; tu primera mujer, al igual que tu madre, era una criada a la que visitabas en una habitación del patio trasero; y tu primer trago de whisky, como muchos otros de tus placeres, lo tomaste a escondidas mientras no te veía un hombre blanco. Sin embargo, el bueno del reverendo se empeñaba en que tu idea de la vida era exactamente igual que la suya: que sientes lo mismo que él… Pero esas mujeres, por Dios, esas mujeres sentían lo mismo que . Estaban seguras de ello. Creían comprender la humillación del hombre negro que anda por las calles únicamente con el permiso de paso firmado por un blanco, y la culpabilidad y el pavoneo del hombre de color con el rostro lo bastante pálido como para entrar furtivamente, fugitivo de su propia piel, en los cotos —cines, bares, bibliotecas— donde dice «SÓLO EUROPEOS». Sí, incansables, con su obstinada sensibilidad, se empeñaban en recorrer por completo la incierta frontera del color. No había manera de evadirse de su comprensión. Hasta se obstinaban en sentir el resentimiento que debías sentir cuando se identificaban con tus sentimientos…

Allí estaba el cabello negro de una mujer decidida (el año pasado lo llevaba recogido, muy tirante, en un moño curiosamente compuesto; este año lo llevaba corto y tan rizado como un perro faldero), la frente redonda y huesuda sin empolvar, para que se le vea bien el bronceado; la boca roja, las mejillas sin colorete, los ojos grandes, vivaces y hermosos, teatralmente pintados, que podían mirar a los tuyos con una franqueza inteligente, anhelante, queriendo reflejar lo que Jake Alexander, un hombre de color, grande y gordo, interesado por las mujeres, el dinero, el coñac y el boxeo, sentía. ¿Quién carajo quiere que una mujer te mire con franqueza? ¿Qué tiene que ver todo eso con una mujer, con lo que hombres y mujeres tienen los unos para con los otros en sus ojos? Ella llevaba una falda negra holgada, una blusa blanca de algodón que desvelaba una parte considerable de sus senos, y pendientes que parecían hechos por un herrero con trozos de chatarra. Calzaba unas sandalias con estrechas tiras que se enroscaban entre los dedos de los pies, y las uñas estaban pintadas de color ciruela. Por contraste, sus manos tenían aspecto descuidado, cetrinas, sin manicura, y en un dedo delgado se moría un sello grande de oro. Era guapa, pensó con disgusto.

Se quedó allí, gordo grasiento, sonriendo a los dos visitantes de una manera tan prolongada que su sonrisa resultó casi insolente.

—¿Qué le trae a esta parte de la ciudad, señor Halford? —preguntó por fin—. ¿A echar un vistazo con la señora?

El joven inglés apretó el brazo de Jake justo donde terminaba la corta manga de la camisa de rayón.

—Se me ocurrió pasar a verte, Jake —le dijo alegremente.

—Pasen, pasen —dijo Jake subiendo la voz, arrastrando los pies delante de ellos hacia el grupo de la habitación trasera—. A ver dónde hay una silla para la señora.

Apartó un montón de octavillas del asiento de una silla de cocina, tirándolas a un suelo de hormigón polvoriento, levantó la silla y la metió de nuevo ruidosamente entre el grupo de hombres que se habían levantado torpemente al entrar los visitantes.

—¿Conocen a Maxie Ndube? ¿Y a Temba? —dijo Jake señalando con la cabeza a los hombres que había junto a él.

Alister Halford murmuró con cálida cortesía que conocía a Maxie, un africano pequeño, de rostro delicado, vestido pulcramente de hombre de negocios, y luego dijo con aire interrogativo y vacilante a Temba:

—¿Nos conocemos? ¿Cuándo?

Temba era un hombre de color, una mezcla de sangres de esclavos negros y amos blancos, cruzadas hacía mucho tiempo, en los días en que el Cabo de Buena Esperanza era un puerto de descanso de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales. Era alto y pálido, con una nuez de Adán grande, enormes ojos negros y con aspecto de músico de jazz se podía imaginar una trompeta levantándose hacia el techo en aquellas manos largas y amarillentas, aquella columna vertebral curvada hacia delante para resguardar una nota grave.

—En Durban, el año pasado. ¿No se acuerda, señor Halford? —dijo él afanosamente—. Estoy seguro de que nos presentaron, a lo mejor es que simplemente le vi de lejos.

—Ah, ¿en el Congreso? Claro que me acuerdo de usted —se disculpó Halford.

—¿No estaba usted en la delegación de El Cabo?

—¿Señorita? —Jake Alexander blandió su mano entre la joven y Temba.

—Jennifer, Jennifer Tetzel —repitió ella con voz clara, extendiendo su mano. Hubo un momento de confusión cuando los dos hombres intentaron estrecharla a la vez y luego vacilaron, cada uno cediendo ante el otro. Finalmente se estrecharon las manos y la joven se sentó con seguridad en la silla.

Jake continuó informalmente:

—Ah, y, por supuesto, Billy Boy —Alister saludó brevemente a un hombre negro de ojos tristes e inyectados en sangre, que estaba allí incómodo, unos pasos atrás, apoyado en unos rollos de papel—, y Klaas y Albert.

Klaas y Albert tenían en su sangre mezclada algunas gotas de bosquimano que les daban un tono amarillento y una dureza de batracios, igual que esos sapos que, tan prehistóricos como los bosquimanos, se cree míticamente que han sobrevivido hasta los tiempos modernos (supervivencia poco más fantástica que la de los bosquimanos), al pasar siglos metidos en una burbuja de aire dentro de una roca. Al igual que Billy Boy, Klaas y Albert habían dado unos pasos atrás y, como si su propio retraimiento contra los rollos de papel, la pared o la ventana fuera en sí un saludo, los dos hombres pequeños de color y el africano grande se quedaron mirando los movimientos masculinos de cabeza de Alister y la alegre sonrisa de la joven.

—¿Ha venido de El Cabo para algo especial? —preguntó Alister a Temba mientras se acomodaba en un extremo de la mesa que estaba cubierta de clisés, fragmentos de tipos, pruebas de carteles, una botella de leche agria, una pajarita, un par de tirantes rojos y varias botellas de Coca-Cola vacías.

—Llevo viviendo un año en Durban. Es que he tenido la oportunidad de subir a Johannesburgo —dijo el larguirucho Temba.

Jake se acomodó con facilidad, apoyado contra la parte delantera de la cocina, mirando a la señorita Jennifer Tetzel sentada en su silla. Estiró la cabeza hacia Temba y dijo:

—Un auténtico chico bananero.

Los jóvenes blancos criados en la sólida tradición anglosajona de la provincia de Natal eran denominados, y se referían a sí mismos, como los «chicos bananeros», aunque cada vez eran menos los que tenían alguna relación con el decreciente número de latifundios plataneros que antaño habían enriquecido a sus dueños. El rostro ancho de Jake, en el que destacaban curiosamente las sonrosadas mejillas de una tez de las Highland, heredera, junto con su apellido, de su padre escocés, entre su tosca piel beige, se arrugó notoriamente al reírse de su propia broma. Y Temba echó la cabeza hacia atrás y rio de buena gana, su nuez de Adán subiendo y bajando al pensar en sí mismo como en un muchacho blanco, de colegio distinguido y jugador de cricket.

—No hay nada como Ciudad del Cabo, ¿verdad? —dijo la joven ladeando la cabeza de un modo encantador, como si esa convicción la compartieran los dos.

—La señorita Tetzel ha venido a vernos. Viene de Ciudad del Cabo —explicó Alister.

Ella se volvió hacia Temba con su belleza, su fuerza provocativa al completo, por así decirlo:

—Así que somos vecinos.

Jake puso un pie cómodamente encima del otro y una risa farfullante se formó en la rosada membrana interior de sus labios.

—¿Dónde vivía? —prosiguió ella hablando con Temba.

—Cape Fíats —dijo.

Cape Fíats es una barriada desolada para gente de color, entre la maleza de las afueras de Ciudad del Cabo.

—Yo también —dijo la muchacha con mucha tranquilidad.

Temba replicó cortésmente:

—Me está tomando el pelo —y luego se puso a mirar incómodamente sus manos, como si fueran culpables de algún torpe movimiento. No había tenido la intención de mostrarse tan familiar; las palabras no habían sido las adecuadas.

—Llevo casi diez meses allí —dijo ella.

—Bueno, hay gente que tiene unos gustos muy raros —comentó Jake riéndose de nada en particular, como si ella no estuviera allí.

—¿Cómo es eso? —le preguntó Temba tímidamente y con respeto.

Ella mencionó el nombre de un proyecto de rehabilitación social que funcionaba en la barriada.

—Soy la directora auxiliar de todo eso en este momento. Está relacionado con el tipo de trabajo que hago en la universidad, ya sabe, así que me han dado quince meses de permiso de mi trabajo normal.

Maxie observó divertido la manera en que ella utilizaba la palabra «trabajo», como si fuera aprendiz de un fontanero; él y sus amigos cultos africanos —periodistas y profesores— ponían siempre mucho cuidado en hablar siempre de sus «profesiones».

—Obras pías —dijo él sonriendo tranquilamente.

Ella acomodó sus pies firmemente, removiéndose en el duro asiento, y dijo a Temba con franqueza varonil:

—Es un sitio espantoso. ¿Cómo ha podido sobrevivir ahí? No creo que yo pueda aguantar más que unos meses, y eso que yo tengo mi piso en El Cabo y puedo escaparme los domingos…

Mientras Temba sonreía desviando sus ojos prominentes, Jake la miró directamente y preguntó:

—¿Por qué lo hace, señorita? ¿Por qué?

—Ah, no lo sé. Porque no entiendo por qué otros, cualesquiera de las personas que viven allí, tienen que vivir ahí —ella se echó a reír antes que los demás por la endeblez, la inutilidad filantrópica de lo que había dicho—. Sentido de culpabilidad, lo que quieran…

Maxie se encogió de hombros, como si alguien hubiera mencionado una enfermedad cara que jamás hubiera podido permitirse el lujo de coger, y cuyos síntomas no pudiera imaginar.

Hubo un momento de silencio; los dos hombres de color y el hombre negro y grande, apoyado contra la pared, miraban con ansiedad, como si esperaran algún tipo de señal, posiblemente de Jake Alexander, su jefe, el hombre que al igual que ellos no era blanco, pero que tenía un negocio propio, un coche, dinero y amigos extraños, a veces incluso gente blanca, como esos. Los tres vestían esa ropa que nunca sienta bien, esa ropa de saldo que lleva toda la gente humilde que trabaja y no es blanca en Johannesburgo, y no habían perdido la capacidad de la gente del campo de mirar con fijeza sin sentir embarazo ni provocarlo en los demás.

Jake hizo un guiño a Alister; era uno de sus tics, el guiño de un corredor de apuestas, de un comediante de vodevil.

—Bueno, ¿y qué tal te va, chico? ¿Qué tal te va, eh? —dijo. Su manera de hablar tenía ese aire de compadreo que se encuentra en los bares; con suerte, también él podía entrar en un bar, con un sombrero que le tapase el pelo y el cuello del abrigo levantado, mostrando tan sólo un poco de mejilla sonrosada y grasienta. Había entrado en los bares de los hoteles zarrapastrosos de Johannesburgo, con Alister, sin que le descubrieran. Alister, por otro lado, había hecho lo mismo, escapando por los pelos varias veces cuando acompañaba a Jake a los tugurios de las poblaciones de color, donde era ilegal que estuviera un hombre blanco, al igual que era ilegal que se tomaran copas; en dos ocasiones, Alister escapó de una redada saltando por una ventana. Alister llevaba en Sudáfrica sólo dieciocho meses, como corresponsal de un periódico de Inglaterra, y hacer eso le proporcionaba un nostálgico placer, pues hacía dos o tres años que había dejado sus travesuras de estudiante; le parecía gracioso. Jake, por su parte, había decidido hacía mucho tiempo, con la importante ayuda del dinero que había ganado, que iba a tomarse la barrera del color como cosa de broma. La combinación de esas dos actitudes, que surgían de circunstancias inconmensurablemente diferentes, tuvo el efecto de crear una amistad menos inhibida de lo habitual entre un hombre blanco y otro de color.

—Me han dicho que estará muy bien lo del sábado, ¿es verdad? —dijo Alister como si se lo preguntase a alguien que estuviese en el ajo. Se refería a un combate de boxeo entre dos pesos pesados de color; uno de ellos era un protegido de Jake.

Jake sonrió modestamente, como una madraza.

—Bueno, Pinkie es un buen chico —dijo—. Te aseguro que valdrá la pena verle.

Bailó un momento sobre los patosos dedos de sus pies, imitando la manera en que hace flexiones un boxeador, y se cayó contra la cocina, con la barriga sacudida por la risa y sin resuello.

—Demasiados cigarros, demasiado coñac, Jake —dijo Alister.

—Demasiadas mujeres, compañero.

—Acabábamos de darle la enhorabuena a Jake —dijo Maxie con su voz suave y precisa, con un tono indulgente, irónico, de protegido que es superior a su patrón, porque Maxie era también uno de los muchachos de Jake, pero de otra clase. Aunque Jake había decidido que, para él, estar en el lado que no le correspondía de la frontera del color era una ridiculez, se mostraba indulgente con quienes se lo tomaban en serio y políticamente, como hacía Maxie, como lo hacía con cualquier joven prometedor que, digamos, revelase cierto talento en el ring o que quisiera ir a América o ser cantante. Podían aprovecharse de la generosidad de Jake, de su imprenta, de su habitación en el extremo más bajo de la ciudad, donde la construcción no llegaba al nivel de la gente blanca, pero era superior a lo que estaban acostumbrados la mayor parte de la gente de color.

—Enhorabuena… ¿por qué? —dijo la joven blanca. Tenía una manera de mirar a su alrededor, interrogativamente, de un rostro a otro, que venía de una larga costumbre de ser el centro de atención de las fiestas.

—Ya puedes felicitarme, chico —dijo Jake a Alister—. No lo he visto, pero estos amigos me dicen que ya he conseguido el divorcio. Sale en los periódicos de hoy.

—¿Es cierto? En fin, por lo que he oído no vas a ser un hombre libre durante mucho tiempo —le dijo Alister, tomándole el pelo.

Jake se rio y se apretó un diente con empaste de oro con una de sus fuertes uñas.

—¿Te has enterado de que espero que me manden un paquete de Zululandia? —preguntó.

—¿Zululandia? —preguntó Alister—. Creí que tu Lila procedía de Stellenbosch.

Maxie y Temba se echaron a reír.

—¿Lila? ¿Qué Lila? —preguntó Jake con exagerada inocencia.

—Pues sí que andas tú bien de noticias —dijo Maxie a Alister.

—Ya sabes que me gustan…, bueno…, un poco relle-nitas —dijo Jake—. Las delgadas son para una sola vez.

—¡Pero Lila era pelirroja! —le incitó Alister. Recordaba el cabello incongruentemente teñido y alisado en una chica de color moreno claro, cuya nariz se dilataba a la manera de ciertas carnosas plantas acuáticas a la busca de una presa.

Jennifer Tetzel se levantó y apagó el fuego de la cocina detrás de Jake.

—El beicon se va a achicharrar —dijo.

Jake no se movió, simplemente la miró lánguidamente.

—No se debe hablar así cuando hay una mujer delante —sonrió sin disculparse.

Ella sonrió y tomó asiento, agitando los pendientes.

—Ah, yo también soy divorciada. Me da la impresión de que no cenáis por nuestra culpa. Cenad, por favor. No os preocupéis por nosotros.

Jake se dio la vuelta, removió un poco las lonchas encogidas y puso la sartén a un lado.

—¡Qué va! —dijo—, ya cenaremos —pero se volvió hacia Alister y dijo—: ¿No queréis comer nada?

Miró a su alrededor, con un gesto de inutilidad, como si quisiera indicar que la ausencia de platos y una falta general de cubiertos era algo a lo que las mujeres blancas no estaban acostumbradas cuando comían. Alister dijo rápidamente que no, que había prometido llevar a Jennifer a Moorjee’s.

Por supuesto, Jake tendría que haberlo imaginado: una mujer como ella querría que la llevasen a comer a un sitio indio en Vrededorp, por más que fuera blanca y, por tanto, libre de almorzar en el mejor hotel de la ciudad. De repente sintió, después de todo, la vieja brecha que se abría entre él y Alister: ¿qué veían ellos en mujeres así, en mujeres irritables, ásperas, metomentodo y sabiondas, que hablaban igual que los hombres, que querían demostrar constantemente y a toda costa que, aparte del sexo, eran igual que cualquier hombre? Miró a Jennifer, observó sus ropas y pensó en el aspecto que puede ofrecer una mujer blanca: una de esas mujeres europeas grandes y suaves, de rizados cabellos rubios, con tacones tan altos que las hacen balancearse suavemente al caminar, con un perfume fuerte, como flores calientes, que parece subir de sus pechos prominentes bajo los encajes rosados y azules y las demás cosas bonitas que llevan, esas mujeres nada sólidas, salvo, en el extremo de sus dedos blancos y fo-fos, esas uñas rojas y afiladas que te arañan lánguidamente las palmas de las manos.

—Teníais que haber estado hoy conmigo a la hora del almuerzo —dijo Maxie sin dirigirse a nadie en particular. O tal vez la voz suave se dirigiera, como de puntillas, a Alister, que conocía el trabajo de Maxie como organizador de sindicatos africanos. Todos los presentes le prestaron atención. (Temba, con el pequeño gruñido halagüeño de quien ya se sabe la historia). Pero Maxie se detuvo un momento, sonriendo pesaroso por lo que iba a contar. Luego dijo:

—¿Conocéis a George Elson?

Alister hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. El hombre era un abogado blanco que había sido detenido dos veces por su participación en los movimientos contra la discriminación racial.

—¡Ah!, George. He trabajado a menudo con George en Ciudad del Cabo —señaló Jennifer.

—Bueno —prosiguió Maxie—, George Elson y yo fuimos a una de las ciudades industriales del East Rand. Comenzamos a entrevistar a los jefes, ya sabes, no a los hombres, y al principio todo marchaba bien, aunque un par de veces las chicas de la oficina creyeron que yo era el chófer de George. «Su mozo puede esperar fuera» —se rio mostrando unos dientes pequeños y perfectos; todo en él estaba delicadamente formado: los rectos dedos de sus manos morenas, las curvadas aletas africanas de la nariz, sus orejas pequeñas pegadas a los lados de su delicada cabeza. Los otros se quedaron en silencio, pero la joven también se rio—. En un sitio hasta nos dieron té —prosiguió Maxie—. Una de las chicas entró con dos tazas y un tazón de leche. Pero el viejo George cogió el tazón —Jennifer Tetzel se rio de nuevo, haciendo ver que le entendía—. Entonces, casi a la hora del almuerzo, llegamos a ese lugar del que quiero hablaros. Un hombre agradable el director. No me miró con extrañeza, me llamó señor. Y después de que habláramos, le dijo a George: «¿Por qué no viene a almorzar conmigo a mi casa?». Así que, por supuesto, George contestó: «Gracias, pero estoy con mi amigo». «Ah, no hay problema. Que venga», dijo aquel tipo. Bueno, fuimos a la casa y el hombre desapareció en la cocina, luego volvió y nos sentamos en el salón a tomar una cerveza, y entonces apareció el criado y dijo que el almuerzo está servido. Cuando íbamos entrando al comedor, el tipo me tomó por el brazo y me dijo: «He hecho que pongan su almuerzo en una mesa en la terraza. Ya verá cómo todo está perfectamente limpio y agradable, comerá igual que nosotros».

—Fantástico —murmuró Alister.

Maxie sonrió y se encogió de hombros, mirándoles a todos:

—Así fue.

—¿Después de haberle invitado y de estar allí tomando una copa con usted? —dijo Jennifer arrastrando las palabras y mordiéndose el labio inferior, como si fuera un problema que hubiera que resolver psicológicamente.

Jake temblaba de risa, con la obscenidad de un Sileno. No omitía ningún sonido, pero la saliva le brillaba en los labios y su barriga se convulsionaba a la altura de los ojos de Jennifer Tetzel.

Temba dijo sobriamente, con el tono de alguien cuya voluntad le hace difícil creer en la incomodidad de su situación:

—Desde luego, me parece que aquí están peor las cosas que en El Cabo, ¿sabes? Nunca me acuerdo de lo de los autobuses. Siguen echándome de los autobuses europeos.

Maxie apuntó a la barriga móvil de Jake.

—¡Ah!, les voy a contar una historia todavía mejor. Algo que ocurrió un día en la oficina. Mi problema es que, al parecer, yo no hablo como un nativo.

Esta vez se rieron todos menos el propio Maxie, el cual, con el instinto de un buen narrador, puso cara atenta, modesta y seria.

—Pues es verdad —interrumpió la joven blanca—. No tienes ese habitual sonido de las vocales de la mayoría de los africanos. Tampoco tienes un acento afrikaans, como tienen muchos africanos aunque renieguen de lo africano.

—Bueno, tuve que llamar a cierta empresa varias veces —prosiguió Maxie— y reconocí la voz de la chica con la que hablaba, y a ella le pasó lo mismo conmigo. La realidad es que debió gustarle el sonido de mi voz, porque se mostró de lo más amistosa. Bromeamos un poco, intercambiamos nuestros nombres de pila como si fuéramos dos chiquillos —ella se llamaba Peggy—, y finalmente dijo: «¿No va a venir nunca a la oficina en persona?». —Maxie hizo una breve pausa y su lengua asomó por la comisura de un labio, con un gesto nervioso. Cuando volvió a hablar tenía la voz aplanada, como la de un hombre que está contando un chiste y de repente piensa que a lo mejor no es tan bueno como creía—. Así que le dije que iría al día siguiente, alrededor de las cuatro. Desde luego que fui, tal como se lo había dicho. Era una muchacha guapa, rubia, ¿saben?, con los cabellos muy bien peinados, supongo que acababa de peinarse para mí. Levantó la vista y dijo: «¿Sí?», extendiendo la mano a la espera de un libro o un paquete que creía que yo había traído. Le cogí la mano, se la estreché y dije: «Bueno, aquí estoy, puntualmente. Soy Maxie, Maxie Ndube».

—¿Qué hizo? —preguntó ansiosamente Temba.

La interrupción pareció devolver a Maxie cierta confianza en su historia. Se encogió de hombros alegremente.

—Casi dejó caer mi mano y luego la sacudió como una loca, y el cuello y las orejas se le pusieron tan colorados que parecía que iba a arder. De verdad, las orejas le brillaban de tan rojas como se le habían puesto. Intentó fingir que ya lo sabía, pero me di cuenta de que estaba aterrorizada porque alguien del interior de la oficina pudiera salir y verla dándole la mano a un nativo. Así que me dio lástima y me marché. Ni siquiera me quedé para la cita que tenía con su jefe. Cuando volví a la semana siguiente, para la cita que había pospuesto, fingimos no conocernos.

Temba se daba golpes en las rodillas.

—¡Dios, cómo me hubiera gustado verle la cara! —dijo.

Jake se limpió una lágrima del moflete —sus ojos eran de un azul claro y lloraba con facilidad cuando se reía— y dijo:

—Eso te enseñará a no hablar tan finolis, hombre. ¿Por qué no hablas como todos nosotros?

—En el futuro tendré más cuidado con la entonación y el debido tratamiento —dijo Maxie.

Jennifer Tetzel cortó sus risas con voz tranquila.

—Pobre chica, probablemente le gustabas mucho, Maxie, y quedó decepcionada de verdad. No seas muy duro con ella. Es duro castigarse por no ser negra.

Se produjo una situación más de asombro que de irritación. Hasta Jake, que estaba seguro de que no podía existir una situación que no pudiera encontrar divertida, se limitó a mirar rápidamente a la mujer y a Maxie, en una vacilación entre la cólera, a la que había renunciado hacía mucho tiempo, y la risa, que de repente le falló. En su rostro había más que nada admiración, pura admiración, muy a su pesar. Esto era mejor aún. Era incluso más audaz.

—¿De veras? —dijo Maxie a Jennifer, frunciendo la boca y mirándola con las cejas ligeramente alzadas. Jake miraba. Ah, con Maxie se iba a meter en un buen berenjenal; Maxie no iba a renunciar a una negritud sufridora tan fácilmente. Era casi imposible saber lo que sentía Maxie en un momento dado, porque no sólo no te dejaba ver, sino que te hacía equivocar. Pero eso había sido increíble.

Ella devolvió la mirada a Maxie, abriendo los ojos como platos, mientras hacía girar sus sandalias sobre el eje del talón, sonriendo.

—De veras, te lo aseguro.

Maxie inclinó cortésmente la cabeza y dejó caer la mano con un gesto condescendiente.

Alister, que se había bajado de la mesa atestada en la que había tomado asiento, dio juguetonamente con el dedo en la barriga de Jake, diciendo:

—Nos tenemos que ir.

Jake se rascó la oreja y volvió a decir:

—¿Seguro que no queréis comer algo?

Alister hizo un movimiento de negación con la cabeza.

—Nos hubiera gustado que nos ofrecierais una copa, pero…

Jake jadeó riéndose, pero esta vez estaba sinceramente preocupado.

—Bueno, a decir verdad, cuando oímos que alguien llamaba, nos tragamos lo que quedaba en la botella, por si las moscas. No me queda ni una gota hasta mañana. Lo lamento. Debo disculparme, señora, pero nosotros los negros tenemos que beber en secreto. Si hubiéramos sabido que eran ustedes dos…

Maxie y Temba se levantaron. Los dos enjutos hombres de color, Klaas, Albert y el sombrío negro Billy Boy se movían a disgusto, sin saber qué hacer. Alister dijo:

—La próxima vez, Jake, la próxima vez. Te avisaremos con tiempo y ya puedes prepararte.

Jennifer estrechó la mano a Temba y a Maxie, y dijo «Adiós, adiós» a los otros, como si no pudieran oírla en aquella pequeña habitación. Ya en la puerta, se dirigió de repente a Maxie:

—Creo que debo decírselo. En cuanto a esa otra historia, la primera, la del almuerzo… No lo creo. Lo siento pero, honradamente, no lo creo. Es tan ilógica que hace agua por todas partes.

Fue la autoinmolación final mediante una honrada comprensión. No había en absoluto ningún límite para esa comprensión. Aunque ella no pudiera creer a Maxie, debía mantener su decidida buena fe con él confesándole su incredulidad. Llegaría al extremo de llamarle mentiroso para demostrarle a fuerza de franqueza hasta qué punto le respetaba, para insinuar, a lo mejor, que estaba con él, incluso en la necesidad de inventar algo sobre un hombre blanco que ella, por el mero hecho de ser blanca, no podía creer. Era su último envite por Maxie.

Este, pequeño y bien formado, se cruzó de brazos y sonrió mientras la miraba marcharse. Maxie era impagable.

Jake acompañó a sus invitados fuera de la tienda y apagó la luz después de cerrar la puerta. Cuando volvía a través de la oscuridad, respirando el fresco aroma metálico de sus máquinas de imprimir, oyó durante unos momentos la voz clara de la mujer blanca y el murmullo inglés y reservado de su amigo Alister al atravesar las arcadas, camino de la calle.

Parpadeó ligeramente al volver a la luz y a los rostros que se le enfrentaron en la habitación de atrás. Klaas sacó los vasos sucios de detrás de la cortina y los metió de uno en uno bajo el grifo de la pila. Billy Boy y Albert habían salido un poco de las sombras y se apoyaban de codos en un rollo de papel. Temba estaba sentado sobre una mesa, columpiando el pie. Maxie no se había movido y permanecía igual que antes, con los brazos cruzados. Nadie dijo nada.

Jake comenzó a silbar suavemente entre los espacios de sus dientes, cogió la sartén con el beicon, contempló los retorcidos rizos de la carne gelatinada en la grasa fría y blanca, y la bajó de nuevo con aire ausente. Permaneció un momento mirándoles a todos, fijamente, pero ninguno respondió. Sus ojos toparon con la silla que había limpiado para que se sentara Jennifer Tetzel. Repentinamente, le pegó una patada tan fuerte que salió volando por los aires y cayó de costado. Luego, frotándose sus manazas y estallando con un fuerte silbido que acompañó a una serie de improvisados pasos de baile, dijo:

—¡Vamos, muchachos! —y cuando comenzaron a moverse, dejó caer estrepitosamente la sartén sobre la cocina y subió el gas hasta que empezó a crepitar.