Mi mujer y yo no somos verdaderos granjeros, y ni siquiera Lerice lo es realmente. Compramos nuestra casa a diez millas de Johannesburgo, en una de las carreteras principales, supongo que para cambiar algo en nosotros mismos; parece que hay que ajustar muchas cosas en un matrimonio como el nuestro. No se desea oír sino un largo y gratificante silencio cuando se sondea en un matrimonio. La granja no ha servido para eso en nuestro caso, por supuesto, pero ha servido para otras cosas inesperadas, ilógicas. Lerice, de quien creí que iba a retirarse aquí con una tristeza chejoviana durante un mes o dos, para luego dejar la casa a las sirvientas y volver a intentar conseguir el deseado papel y convertirse en la actriz que le gustaría ser, se ha entregado a la dirección de la granja con la misma intensidad con que antes se imbuía de las invenciones de la mente de un dramaturgo. Me hubiera dado por vencido hace mucho de no haber sido por ella. Sus manos, antes pequeñas, gordezuelas y bien cuidadas —no era de esa clase de actrices que llevan laca roja y sortijas de diamantes—, se han vuelto como las patas de un perro.
Estoy aquí, por supuesto, sólo por las tardes y los fines de semana. Soy socio de una agencia de viajes que va viento en popa; así tiene que ser, como le digo a Lerice, para sostener la granja. Pero aunque sé que nos cuesta más de lo que podemos permitirnos, y aunque el olor dulzón de las aves que cría Lerice me da náuseas, por lo que me mantengo lejos de sus corrales, la granja tiene cierta clase de hermosura que casi había olvidado, sobre todo los domingos por la mañana, cuando me levanto y salgo a la dehesa y no veo palmeras y estanques de peces, y piletas imitando piedra para que se bañen los pájaros, sino patos blancos en la alberca, el campo de alfalfa brillante como el cristal de un escaparate, y el robusto toro de ojos aviesos, lujurioso pero aburrido, cuyo hocico es lamido tiernamente por una de sus damas. Lerice sale sin peinar, con un palo chorreando para la higiene del ganado. Tiene por un momento una mirada de ensueño, la misma expresión que fingía algunas veces en aquellas representaciones.
—Mañana se aparearán —dice—. Es su segundo día. Mira cómo le quiere a mi pequeño Napoleón.
Así que cuando vienen las visitas el domingo por la tarde, es probable que me oiga a mí mismo decir mientras sirvo las copas: «Cuando vuelvo con el coche desde la ciudad todos los días y paso por delante de esas casas de barrios residenciales, me pregunto cómo aguantamos esta vida. ¿Quieres ver la granja?».
Y allá voy, llevando a alguna muchacha bonita y a su joven marido a trompicones hasta nuestra orilla del río, la muchacha enganchándose las medias en los haces de maíz y pasando por encima de los excrementos de vaca, cubiertos de moscas verdes y zumbonas, a la vez que dice: «… las tensiones de la maldita ciudad. Y vivir lo bastante cerca como para poder ir al teatro. Es estupendo. ¡Habéis logrado lo mejor de ambos mundos!».
Y por un momento acepto el elogio como si todo lo hubiera conseguido yo: algo que he estado intentando toda mi vida, como si la verdad fuera que uno puede tener «lo mejor de los dos mundos», en lugar de encontrarse con que no está ni en uno ni en otro, sino en un tercero, que nunca hubiese podido prever.
Pero hasta en nuestros momentos más sensatos, cuando veo que los entusiasmos agrarios de Lerice son tan irritantes como antes lo eran sus entusiasmos teatrales, y cuando ella ve que lo que llama «mis celos» de su capacidad de entusiasmo son una prueba definitiva de mi incapacidad como cónyuge, creemos realmente que al menos hemos escapado de esas tensiones específicas de la ciudad de que hablan nuestros visitantes. Si la gente de Johannesburgo habla de «tensiones», no se refieren al ajetreo y las prisas por las calles abarrotadas de gente, ni a la lucha por el dinero, ni al carácter competitivo en general de la vida urbana. Se refieren a las armas debajo de la almohada de los hombres blancos y a las rejas contra los ladrones en las ventanas. Se refieren a esos extraños momentos en las aceras urbanas cuando un negro se niega a apartarse para que pase un blanco.
Fuera, en el campo, aunque sea a diez millas, la vida es mejor. En el campo se conserva la etapa anterior; nuestra relación con los negros es casi feudal. Equivocada, supongo, obsoleta, pero más cómoda en todos los sentidos. No tenemos rejas ni armas. Los empleados de Lerice viven con sus mujeres y sus negritos en la granja. Fabrican su cerveza amarga sin temor a las redadas de la policía. En realidad, nos enorgullecemos de que los pobres diablos no tengan casi nada que temer estando con nosotros; Lerice incluso cuida de sus hijos, con toda la competencia de una mujer que no ha tenido hijos propios, y cuida de todos ellos —niños y mayores— siempre que están enfermos, como si fueran bebés.
Y por esta razón no tuvimos ningún sobresalto especial cuando una noche, Albert, el criado, llamó a nuestra ventana después que nos hubiéramos acostado. Yo no estaba en nuestra cama, sino que dormía en un cuartito ropero contiguo, porque Lerice me había incomodado y no quería ablandarme simplemente por el suave olor de los polvos de talco después de haberse bañado. Vino y me despertó.
—Albert dice que uno de los chicos está muy enfermo —dijo—. Creo que debes bajar a ver qué pasa. No nos despertaría a esta hora si no fuese algo serio.
—¿Qué hora es?
—¿Qué importa? —Lerice es irritantemente lógica.
Me levanté torpemente mientras me miraba —¿por qué será que siempre me siento como un tonto cuando no duermo en su cama? Después de todo, sé por la forma que tiene de no mirarme cuando me habla en el desayuno a la mañana siguiente que se siente herida y humillada porque yo no la haya deseado— y salí atontado por el sueño.
—¿Cuál de los chicos es? —pregunté a Albert mientras seguíamos el baile de mi linterna.
—Está demasiado enfermo. Muy enfermo —dijo.
—¿Pero quién? ¿Franz? —me acordé de que Franz llevaba desde la semana pasada arrastrando una tos fuerte.
Albert no contestó; me cedió el paso y caminó a mi lado por entre la hierba alta. Cuando la luz de la linterna enfocó su rostro, me pareció enormemente preocupado.
—¿Qué está pasando? —pregunté.
Bajó la cabeza ante el resplandor de la luz.
—No soy yo, baas. No lo sé. Me envía Petrus.
Irritado, le metí prisa para llegar cuanto antes a las chozas. Y allí, sobre el armazón de hierro de la cama de Petrus, con sus soportes de ladrillo, había un joven, muerto. Un ligero sudor frío perlaba aún su frente; su cuerpo estaba caliente. Los muchachos andaban alrededor como hacen en la cocina cuando se descubre que alguien ha roto un plato, desganados, silenciosos. La mujer de alguien permanecía en las sombras, retorciéndose las manos bajo el delantal.
No había visto a un hombre muerto desde la guerra. Esto era muy diferente. Me sentí como los otros, extraño, inútil.
—¿Qué ha pasado? —pregunté.
La mujer se dio golpecitos en el pecho y meneó la cabeza para indicar la dolorosa imposibilidad de respirar. Debió de morir de pulmonía. Me volví hacia Petrus.
—¿Quién era este joven? ¿Qué hacía aquí?
La luz de una vela en el suelo mostró que Petrus estaba llorando. Me siguió afuera.
Allí, en la oscuridad, esperé a que hablara. Pero no lo hizo.
—Venga, Petrus, tienes que decirme quién era el chico. ¿Era amigo tuyo?
—Es mi hermano, baas. Vino de Rodesia, buscando trabajo.
La historia nos sorprendió un poco a Lerice y a mí. El joven había venido caminando desde Rodesia para buscar trabajo en Johannesburgo, cogió frío al dormir al aire libre por el camino y estuvo enfermo en la choza de su hermano Petrus desde su llegada, tres días antes. Nuestros criados temieron pedirnos ayuda porque no querían que nos enterásemos de su presencia. Los nativos de Rodesia tienen prohibida la entrada en la Unión a menos que tengan un permiso; el joven era un inmigrante ilegal. Sin duda nuestros criados habían hecho lo mismo, muchas otras veces; varios parientes habrían recorrido a pie las setecientas u ochocientas millas desde la indigencia hasta el paraíso de los trajes de petimetre, las redadas policiales y las paupérrimas poblaciones negras que conforman su Égoli, Ciudad de Oro —el nombre africano de Johannesburgo—. Sencillamente, se trataba de esconder a un hombre en nuestra granja hasta que se le pudiera encontrar un trabajo con alguien que no le importara asumir el riesgo de ser procesado por emplear un inmigrante ilegal a cambio de los servicios de una persona todavía no corrompida por la ciudad.
Pues allí había uno que no volvería a levantarse nunca más.
—Pensabas que ellos nos lo iban a contar —dijo Lerice a la mañana siguiente—, ya que el hombre estaba enfermo. Pero podrías haber pensado que no sería así.
Cuando a ella le preocupa algo, tiene una forma de permanecer de pie en medio de la habitación similar a la de quien está a punto de salir de viaje, examinando cuidadosamente a su alrededor los objetos familiares, como si jamás los hubiera visto. Me fijé en eso antes, cuando estaba con Petrus en la cocina; Lerice tenía el aire de estar ofendida con él, casi dolida.
En cualquier caso, realmente nunca tengo tiempo ni ganas de entrar a hablar de todo lo que Lerice, viendo sus alarmados e insistentes ojos, le gustaría tratar de nuestra vida. Es esa clase de mujer a la que no le importa parecer vulgar o extraña; supongo que no le daría igual si supiera lo rara que resulta cuando su cara se descompone con una urgente incertidumbre.
—Ahora —dije— me toca a mí hacer el trabajo sucio, supongo.
Me miró fijamente, midiéndome con sus ojos; una pérdida de tiempo, la verdad.
—Tendré que avisar a las autoridades sanitarias —dije tranquilamente—. No pueden llevárselo por ahí y enterrarlo sin más ni más. Después de todo, no sabemos de qué murió.
Se limitó a seguir allí de pie, como si se hubiera dado por vencida. Simplemente dejó de mirarme. No recuerdo desde cuándo no me había irritado tanto.
—Podía haber sido algo contagioso —dije—. ¡Sabe Dios!
No hubo contestación.
No me gusta conversar conmigo mismo. Salí para gritar a uno de los criados que abriera el garaje y preparase el coche para mi paseo matinal a la ciudad.
Como era de esperar, se armó un buen lío. Tuve que avisar a la policía al igual que a las autoridades sanitarias y contestar a muchas preguntas tediosas: ¿Cómo pude no darme cuenta de la presencia del chico? Si no supervisaba las chozas de mis sirvientes, ¿cómo podía saber yo que eso no ocurría todos los días? Y cuando me enfadé y les dije que con tal que mis nativos hicieran su trabajo no creía que fuese asunto mío meter las narices en sus vidas privadas, aquel ordinario y estúpido sargento de policía me lanzó una de esas miradas que no obedecen a ningún proceso de reflexión mental, sino a esa facultad común a todos los poseídos por la teoría de la raza superior, una mirada de certeza necia y demencial. Me sonrió con una mezcla de desdén y deleite por mi estupidez.
Luego tuve que explicar a Petrus por qué las autoridades sanitarias tenían que llevarse el cadáver para hacer una autopsia, y hasta explicarle qué era eso. Cuando llamé unos días más tarde al departamento sanitario para averiguar los resultados, me dijeron que la causa de la muerte se debía, como habíamos supuesto, a una pulmonía, y que se habían deshecho del cadáver de la forma adecuada. Salí adonde Petrus preparaba el alimento para las aves y le dije que todo estaba en orden, que no habría problemas; su hermano había muerto de aquel dolor en el pecho. Petrus bajó la lata de parafina y preguntó:
—¿Cuándo podemos ir a buscarle, baas?
—¿Buscarle?
—¿Podría, baas, por favor, preguntarles cuándo podremos ir?
Volví a entrar y llamé a Lerice, buscándola por toda la casa. Bajó la escalera que llevaba a los dormitorios de invitados, y le dije:
—¿Qué voy a hacer ahora? Cuando se lo conté a Petrus, no hizo más que preguntarme con serenidad cuándo podrían ir a recoger el cadáver. Creen que van a enterrarle ellos.
—Bueno, díselo —dijo Lerice—. Tienes que decírselo. ¿Por qué no se lo dijiste antes?
Cuando encontré a Petrus otra vez, levantó la vista cortésmente.
—Mira, Petrus —dije—. No puedes ir a recoger a tu hermano. Ya lo han hecho ellos. Le han enterrado, ¿comprendes?
—¿Dónde? —preguntó lenta y torpemente, como si creyera que me había entendido mal.
—Bueno, era un forastero. Sabían que no era de aquí y creyeron que no tenía familia, así que pensaron que debían enterrarle.
Resultaba difícil explicar las cosas de modo que la tumba de un pobre pareciera la de un privilegiado.
—Por favor, baas, el baas debe preguntarles.
Pero no quería decir con eso que deseaba saber dónde estaba su tumba. Simplemente ignoró la incomprensible maquinaria que, según le expliqué, se había puesto en marcha con su hermano muerto; él quería que le devolvieran a su hermano.
—Pero, Petrus —dije—, ¿cómo voy a hacerlo? Tu hermano está ya enterrado. No se puede preguntar nada.
—¡Oh, baas! —dijo. Se quedó allí, de pie, con las manos manchadas de salvado pegadas a los costados, con una comisura de la boca moviéndose espasmódicamente.
—¡Por Dios, Petrus, no me van a escuchar! De todas formas no pueden. Lo siento, pero no puedo hacerlo. ¿Me entiendes?
Siguió mirándome sin quitarme la vista de encima, convencido de que el hombre blanco todo lo posee y todo lo puede; si no hace tal o cual cosa es porque no quiere.
Y luego, a la hora de cenar, empezó Lerice:
—Por lo menos podías telefonear —dijo.
—¡Dios Santo! ¿Qué crees que soy? ¿Es que puedo resucitar a los muertos?
Pero no hubo manera de librarme de esa ridícula responsabilidad que me había visto forzado a aceptar.
—Llámales —insistió ella—. Al menos podrías decirle que lo has intentado y que te han contestado que es imposible.
Desapareció en alguna parte de la cocina después de tomar café. Al cabo de un rato volvió para decirme:
—El padre, un viejo, viene de Rodesia para asistir al funeral. Tiene un permiso y ya está en camino.
Por desgracia, no era imposible recuperar el cadáver. Las autoridades dijeron que era un tanto irregular, pero ya que las normas sanitarias se habían cumplido, no podían negar el permiso para una exhumación. Me enteré de que, junto con los honorarios funerarios, costaría veinte libras. Ah, pensé yo, aquí se acaba el asunto. Ganando cinco libras por mes, era imposible que Petrus tuviese veinte —y menos mal, porque ese dinero no ayudaría al muerto—. Desde luego, yo no se las iba a ofrecer. Veinte libras, o cualquier otra cantidad razonable, las habría gastado, sin pensarlo dos veces, en médicos o medicinas para ayudar al chico mientras estaba vivo. Pero una vez muerto, no tenía ni la más remota intención de animar a Petrus a que tirase así, por las buenas, más dinero del que él gastaba en todo un año para vestir a su familia.
Cuando aquella noche se lo conté en la cocina dijo:
—¿Veinte libras?
—Sí, eso es, veinte libras —dije.
Durante un momento tuve la sensación, al mirarle a la cara, de que estaba haciendo cálculos. Pero cuando volvió a hablar pensé que eran imaginaciones mías.
—¡Tenemos que pagar las veinte libras! —dijo con esa voz lejana que se emplea cuando se habla de algo tan inalcanzable que ni siquiera merece la pena pensar en ello.
—Está bien, Petrus —dije y volví al salón.
A la mañana siguiente, antes de marcharme a la ciudad, Petras pidió verme.
—Por favor, baas —dijo torpemente, entregándome un montón de billetes.
Están tan pocas veces del lado del que da, que realmente los pobres diablos no saben ofrecer dinero a un hombre blanco. Allí estaban las veinte libras; unas en billetes de una libra, otras en billetes de media; algunos estaban tan arrugados y doblados que se habían vuelto blandos como los trapos sucios; otros eran lisos y bastante nuevos. Dinero de Franz, supongo, y de Albert y de Dora, la cocinera, y de Jacob el jardinero, y sólo Dios sabe de quién más, de todas las granjas y pequeñas fincas y propiedades de la zona; lo acepté con más irritación que asombro, realmente irritado por el despilfarro, por la inutilidad del sacrificio de gente tan pobre. Pensé que, al igual que todos los pobres del mundo, se escatiman a sí mismos las comodidades de la vida para poder asegurarse las comodidades de la muerte. Incomprensible para gente como Lerice y yo, que consideramos la vida como algo que se debe gastar con generosidad, y que si pensamos alguna vez en la muerte es como la bancarrota final.
Los peones de la granja no trabajan los sábados por la tarde, así que era un buen día para el funeral. Petrus y su padre nos pidieron prestado nuestro carro de burros para ir a recoger el ataúd a la ciudad, donde, como Petrus contó a Lerice al volver, todo fue «agradable». El ataúd les esperaba ya cerrado para ahorrarles lo que pudiera haber sido una visión bastante desagradable, después de dos semanas de enterrado. Llevó tiempo el que las autoridades y la funeraria pudieran hacer las gestiones para mover el cadáver. Durante toda la mañana, el ataúd se quedó en la choza de Petrus, esperando el traslado al viejo camposanto, al otro lado del límite oriental de nuestra granja, una reliquia de los días en que esta era una zona agraria de verdad y no un barrio de moda para granjas. Por pura casualidad, yo estaba junto a la valla cuando pasó la procesión; una vez más, Lerice se había olvidado de la promesa que me había hecho y había vuelto la casa inhabitable el sábado por la tarde. Volví a casa y me enfurruñé al encontrarla con unos pantalones viejos y sucios, sin peinar desde la noche anterior y levantado el barniz de todo el suelo de la sala de estar, como si nada. Así que cogí un palo número ocho y me fui a jugar al golf. Estaba tan enojado que me había olvidado de lo del funeral y sólo me acordé cuando vi la procesión subir el sendero junto a la valla y venir hacia mí; desde donde me encontraba se podían ver las tumbas con bastante claridad, y aquel día el sol brillaba por encima sobre los trocitos de cerámica, una cruz casera ladeada, y botes de mermelada ya marrones por la acción del agua de lluvia y las flores muertas.
Me sentí un poco incómodo y no supe si debía dejar de dar a mi pelota de golf al menos hasta que toda aquella gente se hubiera alejado decentemente. El carro de burros crujía y rechinaba a cada vuelta de las ruedas y marchaba de forma lenta y vacilante, forma que armonizaba con los dos burros que tiraban de él, sus barrigas tersas y ásperas, sus cabezas hundidas en las anteojeras y sus orejas aplanadas con un aire sumiso y abatido; también armonizaba con el grupo de hombres y mujeres que caminaban lentamente detrás. El asno paciente. Mirando, pensé: «Ahora me doy cuenta de por qué ese animal se convirtió en un símbolo bíblico». Luego la procesión se puso a mi altura y se detuvo, así que tuve que dejar el palo de golf. Sacaron el ataúd del carro; era de madera brillante con barniz amarillento, como los muebles baratos, y los burros sacudían las orejas luchando contra las moscas. Petrus, Franz, Albert y el padre de Rodesia le levantaron sobre sus hombros y la procesión siguió a pie. Fue en realidad un momento embarazoso. Permanecí un poco confuso junto a la valla, muy quieto, mientras desfilaban uno a uno con lentitud, sin levantar la vista, los cuatro hombres doblados bajo la resplandeciente caja de madera, y después un grupo de acompañantes. Todos eran criados nuestros o de los vecinos, de quienes sabía que eran chismosos, siempre murmurando sobre nuestras tierras o nuestra cocina. Oía la respiración del viejo.
Me había inclinado para recoger mi palo de golf cuando una especie de vibración sacudió la fluida solemnidad de su espíritu procesional; lo sentí en seguida, como una ola de calor en el aire, o una de esas repentinas corrientes de frío que se siente en las piernas en un tranquilo arroyo. La voz del viejo murmuraba algo; la gente se había parado, desconcertada, y chocaban unos con otros, empujándose para seguir, o silbando y siseando para pedir silencio. Me di cuenta de que estaban muy turbados, pues no podían entender la voz; era como los murmullos de un profeta, que aunque no sean claros al principio, atraen la atención. La esquina del ataúd que sostenía el viejo cedía hacia abajo, y él parecía querer librarse de su peso. Petrus le reprendió.
El pequeño que habían dejado para vigilar los burros soltó las riendas y corrió a ver lo que pasaba. No sé por qué —a menos que fuera por la misma razón por la que la gente se apiña alrededor de alguien que se ha desmayado en un cine—, pero lo cierto es que separé los alambres de la valla y fui tras él.
Petrus levantó los ojos hacia mí, hacia nadie, con angustia y horror. El viejo de Rodesia había soltado el ataúd totalmente, y los otros tres, incapaces de sostenerlo solos, lo habían posado en el suelo del sendero. Una película de polvo subía trémula por sus costados brillantes. No entendí lo que decía el viejo; yo dudaba si intervenir. Pero entonces todo el grupo, agitado, se volvió contra mi silencio. El viejo se me acercó con las manos extendidas, temblando, y me habló directamente, diciendo algo que, por el tono, sin entender las palabras, era alarmante.
—¿Qué pasa, Petrus? ¿Qué es lo que anda mal?
Petrus levantó los brazos, inclinó la cabeza, en unas cuantas sacudidas histéricas, y alzó el rostro bruscamente hacia mí.
—«Mi hijo no pesaba tanto», dice.
Silencio. Oía la respiración del viejo; tenía la boca entreabierta, como hacen los de su edad.
—Mi hijo era joven y delgado —dijo por fin el padre en inglés.
Silencio de nuevo. Luego estallaron los murmullos. El viejo tronó contra todo el mundo; sus dientes eran amarillentos y escasos, y llevaba uno de esos bigotes finos, canosos y tupidos, de los que apenas se ven hoy, que debió de dejar crecer para emular a los constructores del Imperio. Parecía reforzar todas sus expresiones con una convicción especial. Escandalizó a todos los reunidos, quienes, aun pensando que se había vuelto loco, tuvieron que escucharle. Con sus propias manos empezó a levantar la tapa del ataúd y otros tres hombres se adelantaron para ayudarle. Luego se sentó en la tierra; muy viejo, muy débil e incapaz de hablar, y simplemente levantó una mano temblorosa hacia lo que había allí. Renunció a seguir; él ya no servía para nada.
Se acercaron a mirar —yo también—, y no pudieron prever la sorpresa y el dolor que les iba a provocar; durante unos minutos se quedaron atónitos por la sorpresa, jadearon y se empujaron nerviosamente. Me fijé en el pequeño que tenía que cuidar de los burros, que saltaba de rabia, casi llorando, porque las espaldas de los mayores no le dejaban ver.
En el ataúd estaba alguien que nadie había visto antes: un nativo bastante fuerte, de piel clara, con una cicatriz hábilmente cosida en la frente, tal vez debida a un golpe en una pelea que también le habría dejado otras heridas que provocaron su muerte.
Luché con las autoridades durante una semana por aquel cadáver. Tuve la sensación de que les asombraba, de modo lacónico, su propio error, pero que en la confusión de aquella anónima muerte eran incapaces de enmendarlo. Me decían: «Estamos intentando averiguarlo», «seguimos haciendo pesquisas». Era como si en cualquier momento pudieran llevarme a la morgue y decirme: «¡Ahí! ¡Levante las sábanas; búsquele! El hermano de su criado. Hay tantas caras negras… ¿No le sirve cualquiera?».
Y cada tarde, cuando llegaba a casa, Petrus me esperaba en la cocina.
—Pues lo siguen intentando. Siguen buscando. El baas se ocupa de todo por ti, Petrus —le decía.
—Dios, el tiempo que pierdo yendo con el coche al otro extremo de la ciudad por culpa de este asunto, cuando debía de estar en la oficina —le dije a Lerice Una noche.
Ella y Petrus me miraron fijamente cuando les hablé, y, por extraño que fuera, me parecieron iguales en aquellos momentos, aunque resulte imposible: mi mujer, con su frente alta y blanca y su cuerpo esbelto de inglesa, y el encargado de las aves, con sus pies descalzos y callosos bajo los pantalones color caqui, atados con una cuerda por debajo de las rodillas, y aquel peculiar olor a rancio del sudor nervioso que se desprendía de su piel.
—¿Por qué estás tan indignado, tan obstinado con este asunto? —preguntó Lerice de repente.
La miré fijamente.
—Es cuestión de principios. ¿Por qué van a salir impunes de una estafa? Ya es hora de que estos funcionarios reciban una lección de alguien dispuesto a tomarse la molestia.
Ella dijo: «Oh». Y cuando Petrus abrió lentamente la puerta de la cocina, comprendiendo que la conversación era demasiado para él, Lerice también se dio la vuelta.
Seguí dando a Petrus toda clase de seguridades cada tarde, pero, aunque lo que decía siempre era lo mismo y la voz que utilizaba también, cada tarde parecía más parco. Por fin se hizo evidente que nunca íbamos a recuperar al hermano de Petrus, porque nadie sabía dónde estaba. ¿En algún lugar de un cementerio tan uniforme como una urbanización, en algún lugar bajo un número que no le pertenecía, o en la Facultad de Medicina, tal vez, reducido laboriosamente a capas de músculos y fibras de nervio? Sólo Dios lo sabe. De todas formas, ya no tenía identidad en este mundo.
Fue entonces cuando con voz avergonzada Petrus me pidió que intentara recuperar el dinero.
—Por la forma en que lo pide, se diría que está robando a su propio hermano —le dije a Lerice más tarde. Pero como ya he dicho, Lerice se había tomado tan a pecho el asunto que ni siquiera podía apreciar una sonrisa irónica.
Intenté que le devolvieran el dinero; lo intentó Lerice. Los dos llamamos por teléfono y escribimos y discutimos con ellos, pero no sacamos nada en limpio. Al parecer, el gasto principal había sido el de la funeraria, que después de todo había hecho su trabajo. Así que todo aquel asunto fue un completo fracaso, incluso más que un fracaso para aquellos pobres diablos de lo que yo hubiera podido pensar.
El viejo de Rodesia tenía más o menos la estatura del padre de Lerice, así que ella le dio uno de los trajes viejos de su padre y volvió a su casa, a pasar el invierno, algo mejor que cuando había venido.