UN POCO DE ANIMACIÓN JUVENIL

Aún no eran las nueve y media y la gata del bar seguía tumbada en la silla de mimbre, en la terraza del hotel, donde había pasado la noche lamiendo la pelusilla blanca que cubría a los gatitos que rebullían en su regazo.

Este sábado, como todas las mañanas, las viejas estaban sentadas mirando la brillante neblina que se desprendía de las aguas a lo largo de la playa de Durban. Poco después, los jóvenes empezaron a reunirse en la escalera, fumando, dándose codazos unos a otros en las costillas, mientras reían a carcajadas, rascándose el pecho a través de las ceñidas camisas. Las viejas sonreían complacientes, pues les gustaba ver un poco de animación juvenil. «Los chicos», como a los hombres —fueran cuales fueran sus edades— les gustaba llamarse, se fijaban en las primeras chicas que iban hacia la ciudad o la playa: una rubia pálida y guapa que paseaba con sus tacones altos como un caniche de raza, o el grupo de muchachas que acababan de salir del aún más caro hotel de al lado e iban cogidas del brazo, con sus caras relucientes disfrazadas como dominós en un baile de máscaras por las formas geométricas de las gafas de sol. Un camarero indio fue rápidamente de un extremo a otro de la terraza, limpiando los ceniceros. Las puertas grandes que llevaban al comedor las cerró con pestillo el gordo maître d’hôtel italiano (qué extraña sonaba su voz mediterránea por encima del suave «prt-prt» —un ronroneo súbito y excitado, más que un habla— de los dialectos hindi que empleaban los camareros), y los últimos rezagados del desayuno salieron a la terraza, un poco débiles y pálidos por las alegrías del club donde habían pasado la noche.

La gata entró corriendo por la puerta de servicio con su hatillo de gatitos revolviéndose en sus escuálidos flancos.

Iba a ser otro día de mucho calor. Los vendedores indios, con sus demacradas cabezas de profetas, ya habían empezado a importunar a lo largo de la balaustrada, sosteniendo en alto bandejas llenas de ornamentos de bronce sobre los que el sol cabrilleaba ferozmente. Luego, los vendedores de lirios («¡A dos chelines el ramillete! ¡Llévese uno, señora!»), y el lirio entero —las raíces hirsutas, el bulbo nacarado, el tallo tierno y los pétalos resplandecientes, finos y brillantes como las alas de las libélulas— quedaba suspendido en el aire durante el momento de la oferta, goteando aún el agua del río; nunca volverían a crecer en ningún sitio.

Después llegaron las cestas dobles de rosas —melocotón, amarillo y rojo— y nadie las compró tampoco. Daba la impresión de que nadie las compraba nunca, a menos que apareciera por allí una pareja en su luna de miel, y la novia, con sus grititos de placer, la nariz despellejada y las manos quemadas hasta las uñas, se llevara un manojo para meterlo en el vaso de los cepillos de dientes.

Todas las mañanas, a esa hora más o menos, una joven madre con su niñito salía por la puerta giratoria a la terraza. Todas las mañanas desde el lunes, el día en que llegó, la habían visto todos cogiendo de la mano al niño —él con el bañador, un albornoz varonil y un gorro de niño de ala flexible, como una margarita puesta al revés encima de la cabeza— y llevando bajo el otro brazo una toalla, un libro y una bolsa de playa con un pez rojo de adorno. Era menuda y pequeña, y el niño, moreno y gordo. Su perfil, serio y frágil, bajo un sombrero ancho que caía un poco con la humedad del aire del mar, se dirigía afable hacia abajo, hacia el niño. «Si parece una niña —decía una de las mujeres con admiración—, ¡tan joven!», y luego movía los gruesos pilares de sus piernas como si estuviera viéndose a sí misma hace años, hecha una mozuela.

Los chicos dejaban de hablar un momento cuando pasaba la joven madre, y luego reanudaban su conversación en un tono un poco más bajo. Era atractiva pero reservada. «¿Por qué no hablas con ella, Ed?», bromeó uno aquel sábado por la mañana. (Le gustaba proponer a los demás los placeres que él mismo no se atrevería a intentar). «Ven, habla con ella en el vestíbulo. ¿Por qué no lo haces, Ed?». Pero Ed, el viajante de ropa interior femenina, que estaba tomándose unos días libres a mitad de camino en su ruta habitual hacia el Sur, mordió el extremo de su cigarro y volvió a ajustar su pañuelo de seda azul marino. «Tengo mis propios planes, muchas gracias». Su número de habitación era, desde luego, el que más a menudo recibía llamadas telefónicas. Aquí estaba ya el botones, un pequeño indio con una cabeza de tiesos cabellos negros que parecían púas de puercoespín y con una voz como la de un muñeco de ventrílocuo, gritando el número de Ed a lo largo de la terraza: «¿Dos-cero-ocho?… ¿Dos-cero-ocho?».

El viajante entró para contestar su llamada, pero los demás chicos, preguntándose si deberían bajar al club a jugar al snooker, aún pudieron verla en la esquina, mirando hacia un lado y luego hacia el otro, antes de que cruzara delante del puesto de los zulúes, de los rickshaw que hacían susurrar en los tobillos sus brazaletes hechos de cáscaras de cacahuetes y agitaban las cabezas adornadas con cuernos y plumas, como si el viento las hubiera levantado de pronto. Evidentemente, el niño se había asustado, porque ella apretó el paso, arrastrándole como si fuera un cachorro con una cadena. Y luego desapareció. La playa se esparcía entre la gente como retazos rutilantes; tantos niños ensordecedores, tantas mujeres tumbadas boca abajo que nadie podía saber dónde se había metido o detrás de qué revista se ocultaba.

Pero todos sabían que a la hora de comer volvería a aparecer, esparciendo capas de arena en las que las pisadas del niño se irían imprimiendo por los escalones, sobre la alfombra roja y dentro del ascensor; ella le sostenía sobre la cadera en el ascensor y él miraba con ojos grandes, sin pestañear, y a veces ella limpiaba la arena de su frente húmeda mientras él la seguía mirando, inmóvil. Olían a mar y pescado fresco. Media hora más tarde, ella estaría sentada en su mesita, al fondo del comedor, sus cabellos húmedos recogidos en una cola de caballo, sus manos pálidas descansando encima de la mesa, frente al vaso de agua.

Cenaba más bien tarde —nunca se la veía en el patio de las palmeras, donde el resto del hotel se reunía a partir de las cinco para beber una cerveza o un whisky, con las quemaduras del sol resplandecientes después del baño, sus variadas formas ocultas en trajes oscuros y vestidos susurrantes— y cruzaba el comedor delante de todos con ligereza, gracia y prisa, como si, aunque no les conociera y se sentara sola en su mesa, les hiciera la cortesía de disculparse. Todas las noches sorbía un whisky pálido, arqueando el fino cuello para beber, inclinando sus largos pendientes, y después de cenar tomaba el café en el vestíbulo, sentada de espaldas al arriate de flores y cerca de la rejilla de las revistas, para que las familias, las viejas y los chicos pudieran ocupar las mesas más grandes y destacadas. Ahí bebía su café y luego abría su libro, levantando la vista a menudo, cuando las hijas rollizas entraban para inclinarse sobre las sillas de sus madres un momento antes de marcharse con sus jóvenes acompañantes. Los mayores permanecían allí, tocándose los puños de las camisas y las corbatas de satén, mirando sus relojes y metiéndose prisa los unos a los otros, y se marchaban discutiendo sobre quién iba a recoger a quién y en qué coche, y el vestíbulo, en el que aún flotaba el humo de los cigarros, se vaciaba poco a poco, excepto las ancianas, enfundadas en sus vestidos de encaje negro, tamborileando distraídamente sobre las mesas entre charla y charla.

Fue una de estas viejas señoras la que habló primero a la joven. Una noche que el vestíbulo estaba lleno y quedaba una silla vacante en su mesa. La señora se detuvo cerca de ella:

—¿Espera usted a alguien? —preguntó tanteando.

La cara bonita, delgada y serena, y que podía haber sido un tanto altiva al mirar a una mujer de cierta edad, abandonó su aire de reserva y retraimiento, como si no fuera consciente de ello, y esbozó una sonrisa tan cordial y agradable que la señora quedó totalmente desconcertada. No sólo la toleraba, sino que la joven se mostró feliz y le habló con deferencia e interés. Su conversación sobre la comida del hotel, su tensión arterial, por la que el médico le había mandado permanecer allí tres meses, un par de insinuaciones sobre las cualidades de su pobre y difunto marido —lo contaba todo sin sentir esa especie de molestia ante la impaciencia del oyente, a la que estaba acostumbrada cuando hablaba con los demás jóvenes—. ¿Y qué sentido del presente les queda a las ancianas para seguir viviendo si no recogen pruebas vivas de ese presente en la curiosidad por las vidas de los jóvenes?

—Cuénteme —dijo la señora—, ¿no está aquí su marido? ¿Está usted aquí sola, por Dios?

Ella sonrió.

—Completamente sola. Bueno, con mi hijo, por supuesto.

—¡Qué criatura más hermosa! —la señora hablaba como si no hubiera visto un niño en toda su vida—. ¡Qué encanto! Siempre la observo a usted, sabe, cuando sale con él. ¡Y qué gordito! Le oigo hablar.

—¡Oh, ha aprendido a decir muchas cosas desde que estamos aquí! —la joven se animó. Se la podía imaginar escribiendo orgullosa a casa; esa sería su mayor satisfacción.

—Si no es impertinencia, ¿puedo preguntar su nombre? —la anciana esperaba encontrar en ella a una hija o sobrina no reconocida de alguna de sus amigas del interior del país. Y no quedó del todo decepcionada.

—Entonces su marido debe ser hijo de William Maisel —dijo triunfalmente cuando oyó el apellido. No, no había acertado: no exactamente; el viejo William era tío de su marido, dijo la joven.

—Una familia excelente, querida, una familia excelente —la señora se recostó y lanzó una sonrisa de satisfacción en honor de la joven. Esta sonrió aún más en reconocimiento y disculpa de la riqueza y la sólida posición de William Maisel. Siguieron muchas preguntas sobre las ramificaciones de la casa Maisel: sus miembros más viejos, que habían hecho fortuna con el comercio de pieles; los de mediana edad, que lo triplicaron en la bolsa; y los más jóvenes, que lo gastaron haciéndose médicos e incluso abogados, y uno incluso pintor. La joven se reía confusa, y, aunque contestaba a todo lo que sabía de ellos, explicó que sólo les veía en las bodas y demás reuniones familiares. La anciana lo comprendió; una joven esposa se siente extraña durante los primeros años de aprendizaje con la familia del marido. Con todo, un Maisel, aun cuando sólo fuera sobrino del viejo William y no su hijo, no se casaría con cualquiera, eso por descontado.

—Por supuesto, querida —la anciana dio su permiso a la joven cuando esta lo solicitó para marcharse; tenía que subir para ver si el niño dormía. Los ojos de la anciana siguieron la menuda y esbelta figura con su vestido ondulante caminando por la alfombra. Frente a la puerta del ascensor, la joven se volvió inesperadamente y sonrió.

A partir de entonces, todo el mundo entabló conversación con ella. La pareja que estaba en su luna de miel admiró al niño en el ascensor. La joven movió la cabeza negando con placer el obvio encanto del niño (a veces llevaba trenzas cuando bajaba a la playa, como en ese momento), y se disculpó por el ruido que armaba a primeras horas de la mañana; la pareja en luna de miel ocupaba la habitación contigua.

—¡Qué va, no le oímos nunca, de verdad! —exclamó la novia—. ¡No nos explicamos cómo se las arregla para tenerle tan callado, es una maravilla!

—Es una paliza, se lo aseguro —dijo ella, y se rio con simulada severidad.

—¡Una maravilla! Pero no podrá disfrutar gran cosa de sus vacaciones —comentó la novia, como una confidencia entre mujeres—. Yo me traería a mi marido conmigo para que hiciera su parte —y se rieron todos, incluyendo el marido, que al año próximo por esas fechas estaría plegando cochecitos de bebé y sosteniendo bolsas de pañales, tan acosado como ahora tiernamente entretenido.

—¿Dónde ha dejado al chiquitín? —preguntaba todo el mundo a las horas más inverosímiles.

—Duerme como un lirón —decía la joven con una sonrisa, siguiendo su camino con un nuevo libro en la mano.

Hasta los chicos llegaron a conocerla. Fue la tarde que llevaba puesto su vestido negro —el negro le hacía parecer especialmente joven, como si su complexión de niña, su suave altivez, su aire de ternura, destacaran en proporción directa a la sofisticación de su ropa—. Cuando iba de negro, lo llevaba todo negro; este vestido era muy escotado de hombros, se abullonaba en la cintura y estaba hecho de tela gruesa. Tomaba asiento, con las manos —pequeñas y pulidas como las de un retrato renacentista— sobre el regazo. Había terminado tanto el café como el libro, y no hacía más que mirar a su al-rededor en el vestíbulo lleno de gente, sin mostrar atrevimiento o embarazo.

El viajante de ropa interior femenina estaba sentado cerca, pidiendo un licor para él y para uno de los chicos (le agradaba pensar que era todo un experto en muchas cosas). Mientras conversaba con el camarero sobre su elección, estaba sentado enfrente de la joven, quien por fuerza tenía que verle, y eso le hizo pensar que era una descortesía pedir una copa ante sus propias narices; sintió esa culpable timidez que paraliza a los niños cuando meten la mano en una bolsa de caramelos en presencia de los mayores, a sabiendas de que les han enseñado a ofrecer antes, y ello le envalentonó para poder hacer lo que quería hacer desde hacía muchas noches:

—Perdone —dijo levantándose y metiendo rígidamente el trasero para dentro—. ¿Le gustaría tomar una copa con nosotros? Mi amigo y yo la estamos pidiendo ahora.

Y de nuevo, asombrosamente, ella sonrió, ofreciéndole todo el encanto de su semblante como si fuera un regalo. Fue una conmoción de lo más agradable para Ed, porque él, al igual que la anciana, sentía que había en ella algo que les hacía temer un desaire; no se sabía cómo entablar conversación con ella, de la misma forma que uno no sabe cómo dirigirse a una monja o a un miembro de la casa real.

—Pues muchas gracias —dijo; acercaron su silla, pidieron su copa y ella se quedó allí, sentada con los jóvenes.

Dos días de lluvia sin parar barrieron toda la distancia que pudiese quedar. Encerrados por una cortina de agua gris tan impenetrable que parecía que el mar se hubiese acercado sigilosamente por encima del paseo y la calle y se asomase por las ventanas, todos se apiñaban juntos bajo la intimidad de la luz eléctrica, que se encendía a las diez de la mañana: las ancianas, matronas e hijas, los jóvenes, y por supuesto la joven madre, que ahora llevaba un jersey de angorina con el que parecía un pollito recién salido del cascarón. Se sentaba con las ancianas y también con los jóvenes.

—¿Y nosotros qué tenemos de malo? —bromeaban—: ¿Prefiere hablar de los modelos de hacer punto a estar con nosotros?

Y los ojos de ella se tornaban burlones, como si se sonrojara, y volvía a sentarse con ellos. La admiraban, se comportaban con una ligera familiaridad, pero siempre, mientras ella contaba los tantos cuando jugaban a las cartas, o daba vueltas a su vaso de whisky, la mano, discreta, abandonada, un dedo ensortijado con una fina alianza, se extendía delante de ellos.

Estaba sentada con el grupo de los jóvenes cuando uno de ellos preguntó:

—¿Qué tal se las arregla su marido sin usted? ¿A que está más solo que la una?

—¿Tiene buena pinta?

—Seguro. Una mujer como ella no se casaría con un hombre feo.

Ella dijo:

—Es alto y rubio.

—¡Lo que yo te dije! Ya ves.

—¿Más guapo que nosotros? —ellos se reían.

—¿No le preocupa que esté solo? —preguntó Ed mirándola a la cara—. ¿No tiene miedo de que se vaya con otras?

Ella no contestó, pero clavó en él la mirada y, con una profunda sonrisa, movió la cabeza con tal fuerza que sus cabellos oscilaron.

Aquello le hizo decidirse:

—Está loca por él, ¿eh? —dijo maravillado, tan favorablemente dispuesto como curioso.

—Oh, Ed; déjalo, hombre. La chica está casada. No puedes preguntarle cosas así —dijo otro.

Y todos rieron, apartándose de algo que no tenían derecho a mirar.

—Desde luego, con usted no tiene por qué preocuparse —dijo Ed pensando en las inútiles invitaciones que le había hecho esos últimos días para ir al club, a cenar y al cine.

—Se lo digo sinceramente —insistió ella sonriendo y arqueando las cejas con aire de preocupación—. No es eso. No me pondría tan tonta por una cosa así. Es simplemente que no puedo salir por la noche y dejar solo al niño.

—De acuerdo, lo sé —decía él riéndose—. Lo comprendo. En cualquier caso, salta a la vista que le echa mucho de menos. Y es una tontería, ¿sabe? No pasa nada por ir al cine o bailar un poco. Estoy seguro de que a él no le gustaría verla así de aburrida, yéndose tan temprano a la cama.

Todos intentaron convencerla para que saliera, pero sin éxito. Ella era encantandora, aunque parecía apesadumbrada y melancólica —una muchacha joven y bonita encerrada en un hotel con un bebé—, pero les rechazaba amablemente. Su inaccesibilidad hizo que la accesibilidad de las otras chicas, de mayor y más obvio atractivo, perdiera valor, sobre todo para el viajante, que «sabía» tratar a una chica, si se comprende lo que quería decir (flores, cenas elegantes y todo lo demás), y que tenía una colección muy surtida de mujeres maravillosas (mujeres con estilo, ya se sabe), tanto allí como en todas las demás ciudades. De una forma u otra, iba todas las noches de mala gana a recoger a las recepcionistas y a las modelos, con sus cuerpos deslumbrantes y su entusiasmo por verse paseadas por los mejores sitios. Quería salir con ella, por lo menos una vez, con aquella joven cuya única manifestación amorosa consistía en rodar por la arena con su hijo, mordisqueándole el cuello mientras él se reía; aquella joven que había leído tantos libros desconocidos para Ed y que, a pesar de su amabilidad, de su cortesía, de su carencia de afectación, imprimía inadvertidamente en su ánimo una leve señal: la muestra inequívoca de que era demasiado para él. Así que, noche tras noche, suspiraba, se enderezaba el clavel en el ojal y salía a divertirse.

Las ancianas y hasta las madres, que recelaban un poco de ella, pues no en vano tenían hijas a las que tenían que casar como es debido, observaban con aprobación que nunca saliera con hombres.

—Por descontado, los Maisel son gente muy fina —dijo la señora con aire de ser toda una autoridad respecto a la joven, que cada día le caía mejor—. No puedes pensar que se vaya a comportar de cualquier manera, igual que esas otras jóvenes. Ella no es de ese estilo, y no hay más que hablar. Y el marido es un muchacho encantador —realmente empezaba a creer que lo conocía—, ¡ah!, encantador. No hay por aquí nadie que se le parezca —y blandió una mano exigente hacia los jóvenes, tipos corpulentos, bonachones, totalmente ignorantes del desdén con que les consideraba.

Era verdad; cuántas otras mujeres jóvenes podían aprender de su ejemplo, convenían las señoras. Pero con eso y con todo, era una lástima. Los jóvenes matrimonios deben ir de vacaciones juntos. Después de todo, ella también necesitaba un poco de animación juvenil.

La joven era la favorita del hotel. Sin embargo, no parecía sentirse enteramente feliz. En realidad, cuanto más se convertía en el centro de atención, cuanto más jugaban con el bebé y le regalaban juguetes y le llevaban de paseo o de excursión al otro lado de la bahía, o la mimaban e invitaban a que se uniera a los otros para tomar el té o una copa, más recatada se volvía. A menudo, descansaba su barbilla sobre la cabeza del niño y miraba el mar; una de las comisuras de su boca caía como si algo tirara de ella. Si se la encontraba Ed, este decía en seguida, en un tono más bajo que el de los demás: «¿Se siente un poco triste?», o «no piense en ello, le querrá más cuando vuelva con él». Ella, entonces, volvía a la superficie con un pequeño sobresalto, que él encontraba encantador, y empezaba a hablar de nuevo.

A veces, al principio de la tarde, ese humor suyo duraba más tiempo, y a los jóvenes les parecía como si una especie de vacío rompiera el aire alrededor de ella. Las conversaciones sobre las carreras de caballos, la carretera y la bolsa impedían cualquier tontería romántica, pero incluso cuando llegaba con su ligero y sencillo vestido, el sesgo de sus hombros y la inconsciente inclinación de su rostro, ovalado y afable, hacia la pelusa rizada del bebé, les evocaba no a las primitivas madonas florentinas, cuya existencia desconocían, sino algo incluso más lejano: la inspiración que originaba los propios cuadros.

Algunas veces su rostro demostraba también cierta tensión que, si la charla decaía unos momentos, se convertía en angustia envuelta en inexpresividad. Era como si, de repente, ella hubiera oído algo que las conversaciones habituales consiguen ahogar.

La mañana del decimosexto día de estancia de la joven, Ed la encontró en la ventanilla de recepción con un montón de billetes en la mano. «¿Liquidando deudas?», preguntó sonriendo. Él sabía que tenía buen aspecto con sus pantalones claros de Palm Beach y aquella camisa oscura; una modelo le había dicho el día anterior: «Ed, salta a la vista que no compras tu ropa en esta ciudad». La joven estaba pálida, mostraba ojeras al sonreír, no iba tan bien peinada como antes; nunca la había visto tan fascinante.

—He decidido volver a casa —dijo—. Estoy pagando la cuenta.

—¿A casa? —sintió una verdadera punzada, para su sorpresa—. ¿Cuánto tiempo tenía previsto estar aquí? ¡Le quedan dos semanas más!

—Lo sé —dijo—. De repente me he hartado, así que he conseguido una reserva en el avión y me marcho —se sentía obviamente incómoda; él nunca la había oído hablar entrecortada y débilmente. Hasta intentó una risita rara que se convirtió en una tos.

—¡Bueno, maldita sea! —dijo él.

Pero ella no hizo sino quedarse frente al mostrador, incómoda, sin ofrecer ninguna explicación.

—¡Qué muchacha tan tonta es usted! —prosiguió—. De veras, una tonta. Ya lo superará dentro de un par de días y pasará el resto de sus vacaciones estupendamente. Es una lástima también para el niño. Lo estaba pasando en grande. Y a usted no le vendrían mal unos cuantos kilos más. ¿Qué dirá su marido?

Ella movió la cabeza, estirando su labio inferior en una sonrisa como la de un niño al que han pillado en falta.

—¿Cuándo se marcha? —preguntó él.

—El avión sale a las tres —dijo ella.

—Venga —dijo él tratando de ser convincente—. Llámelos y cancele la reserva —pero ella permaneció inmóvil, mirándole.

—No —sonrió tímidamente, vacilante—. Me voy.

—Mire —dijo él cogiéndola por el brazo y echando una mirada a su alrededor para ver si alguien podía oírles. Adoptó un aire paternal—. Sé cómo se siente. Lo que pasa es que nosotros no somos de su clase, ¿no es eso? Le echa de menos, y no ha encontrado a nadie de su propia clase.

Ella protestó.

—No, todos ustedes han sido de lo más amable. Todos han sido muy amables.

Él la miró a la cara y ella le devolvió la mirada, sonriendo.

Pero de repente él se dio cuenta de que la sonrisa era sólo un gesto vacío, y que realmente estaba a punto de llorar. Era increíble, era algo que ella no hubiera hecho jamás, ni mucho menos habría permitido que él lo viera. Se asustó tanto que retrocedió como si hubiera abierto una puerta por error, y de repente se dio por vencido…

—Mire —dijo—, no se preocupe por lo del aeropuerto. Sacaré el coche y les llevaré a usted y al niño. ¿Qué pasa con el equipaje? ¿Quiere prepararlo para que podamos enviarlo antes?

Lo arregló todo; se encargó de que las llaves de las maletas estuvieran en su bolso de mano y de que dejara sus señas en el hotel para enviarle el correo; hasta prometió mandarle algunas fotos del niño que un fotógrafo había hecho en la playa unos días antes y aún no estaban reveladas. La noticia de su partida inminente había corrido por todo el hotel antes de la hora del almuerzo. Cuando bajó preparada para marcharse, con su traje negro y un elegante sombrero inclinado sobre la frente, por alguna razón se habían formado la idea, no expresada, de que la habían hecho volver. Y lo dramático de esta idea, el sentido de una emoción no prevista, hizo que los otros huéspedes del hotel sintieran aún más pena.

—¡La vamos a perder! ¡Qué lástima, querida! —le llegó de todas partes del comedor.

El pequeño estaba adorable, con su pelusa rubia rojiza y la boca ancha que no había heredado de su madre; debía de parecerse a su padre («Entonces, va a reunirse con su padre, claro»).

Incluso los camareros indios se congregaron en el vestíbulo alrededor de las maletas: «¡Adiós, adiós, hombrecito!», le decían al bebé. Luego el Chrysler de Ed paró ante la puerta, resplandeciente; el sol arrojó mil cuchillos que rebotaron en su bien pulida chapa y en los flancos de acero cromado. Ella bajó las escaleras con el niño de la mano, con su ropa de ciudad, ya ajena al aire húmedo que venía del mar, y a los rickshaws que dormitaban entre los mangos y a los gritos de niños chapoteando. El niño se volvió espontáneamente y saludó con la mano. Luego desaparecieron.

—Bueno —dijo Edgard al llegar al aeropuerto—, dentro de unas horas estará en casa.

Se quedó mirándoles desde la barrera de seguridad y vio cómo cruzaban la pista y subían juntos la escalerilla del avión. Cuando hubo subido, ella se volvió, repitiendo inconscientemente el gesto del niño, y le envió un último saludo con la mano, inconfundible hasta con el guante negro.

Él volvió lentamente al coche, junto con las otras personas que se marchaban, intentando decidir si debería pasar lo que quedaba de tarde dándose un baño en la playa o jugando al snooker. Se decidió por el snooker. En el coche ni siquiera quedaba rastro de su perfume, al contrario de esas otras mujeres que esparcen sus olores como perras, dejando una pista destinada al macho.

El martes por la mañana todo salió a la luz. Los periódicos de Johannesburgo llegan a la costa por avión un par de horas después de aparecer, y todos los compran tan ávidamente como si estuvieran exiliados y no en vacaciones. Ahí estaba, a media página, en la sección matrimonial de la columna de tribunales que todos recorren con una mirada esperanzadora: «Maisel contra Maisel. Hugh Watcham Maisel contra Patricia Edwina Maisel (de soltera Van Helm).» Y aquella misma tarde alguien que conocía toda la historia llegó al hotel: una historia escandalosa. (¡Vaya vida que lleva la gente hoy en día!). La mujer había estado unida a otro hombre desde que naciera el bebé, en su propia casa, ante las narices de su marido. (Ah, el niño era del marido, sin lugar a dudas; aparentemente era su vivo retrato). La gente decía que ella había vivido con los dos durante meses, sin avergonzarse. Algunos culparon al marido. Evidentemente, el amante había estado interesado por su hermana menor, lo cual lo empeoraba todo; aún más: ella se lo había robado a su propia hermana.

Luego, cuando los periódicos dominicales informaron con detalle sobre los procedimientos del divorcio, se confirmó todo el sucio asunto. El demandante dijo esto; el acusado, lo otro. Un asunto sucio, decían los jóvenes maravillados, apiñándose en tomo al periódico. Todo el hotel no hablaba de otra cosa. Una especie de pira de recuerdos y discusiones se levantó sobre su ausencia y siguió humeando durante días.

En casa, a unas quinientas millas de distancia, la joven estaba sentada y leía lo que decían de ella en los periódicos. Las etiquetas de los hoteles se despegaban de sus maletas con el vapor del cuarto de baño, donde estaban guardadas encima del armario. A veces se pasaba media hora frotándose la piel bronceada, que se desprendía como polen de sus brazos.

Dos o tres días más tarde recibió un sobre con matasellos de Durban que iba dirigido a ella con una letra desconocida de mano masculina. Dentro había dos fotos del bebé. Anónimo, mudo, era el último toque protector de Ed, el viajante de ropa interior femenina. Le proporcionó un extraño consuelo, y en ese mismo momento sintió una aguda culpabilidad, una carga más pesada que la que había sentido por todas sus mentiras, sus infidelidades y la astucia de su pasión. Una lágrima, que parecía tener los pies cosquilleantes de un ciempiés, corrió por un lado de su nariz.

Ya no había compasión para nadie, para nadie en absoluto.