EL TREN DE RODESIA

El tren surgió del rojo horizonte y se dirigió hacia ellos por una vía recta y única. El jefe de estación salió de un pequeño edificio de ladrillo con el tejado inclinado y puntiagudo, notando en las piernas el roce del uniforme de sarga. Hubo un movimiento de alerta entre los vendedores nativos que esperaban agachados en el polvo; el rostro de un animal tallado en madera, eternamente sorprendido, asomaba de un saco. Los hijos del jefe de estación se acercaron con desgana, descalzos. Desde las chozas de barro gris de techos destartalados, rodeadas por un muro de barro decorado, gallinas y perros, con la piel estirada como pergamino sobre los huesos, siguieron a los picannins hacia la vía. El Oeste, ruborizado y sudoroso, lanzó un reflejo débil y sin calor sobre la estación, sobre el cobertizo de hojalata con el letrero «mercancías», sobre el kraal cercado, sobre la casa de hojalata gris del jefe de estación y sobre la arena, que se extendía de uno a otro lado del horizonte, derramando regularmente pequeños haces de sombra para que la arena se convirtiese en mar, y cerrándose sobre los pies negros de los niños con suavidad y sin dejar huella.

La mujer del jefe de estación estaba sentada detrás del mosquitero del porche. Sobre su cabeza se balanceaba lentamente el cuerpo de una oveja muerta, empujado por una corriente de aire.

Esperaron.

La llamada del tren surcó el cielo; pero no hubo respuesta, y el grito siguió resonando en el aire: ya voy… ya voy…

Apareció la locomotora, resplandeciente, tirando con brusquedad de un cuerpo que se empequeñecía en la distancia; los rieles fulguraron al dejarla entrar. Chirriando, traqueteando, dando sacudidas, jadeando, el tren llenó la estación.

—Aquel, déjeme ver aquel —dijo la joven esposa asomando el cuerpo cada vez más por la ventanilla del pasillo.

—¿Señorita? —sonrió el viejo, mirando los animales que llevaba en la mano. De un trozo de cuerda atada a su dedo gris colgaba una diminuta cesta de mimbre: la levantó, interrogante.

—No, no —instó ella, inclinándose desde lo alto del tren hacia el hombre que estaba de pie sobre un trozo de alfombra vieja—, aquel, aquel —ordenó su mano. Era un león tallado en madera blanda y seca, que parecía un bizcocho esponjoso; heráldico, blanco y negro, con detalles impresionistas grabados a fuego. El viejo se lo enseñó sonriendo, no sinceramente, sino para el cliente. Entre sus dientes a lo vandyke, en la boca abierta, en un infinito rugido demasiado terrible para ser oído, asomaba una lengua negra.

—Mira —dijo el joven esposo—, ¿qué te parece? —alrededor del cuello del bicho había un trozo de piel (¿de rata?, ¿de conejo?, ¿de meerkat?), una melena de verdad, majestuosa, que expresaba que, en cierto modo, el artista se había complacido en la fabricación del león.

A todo lo largo del tren, entre el polvo, surgían los artistas, andando encorvados, como animales amaestrados, la mejor forma de exhibir la mercancía frente a los rostros del tren. Un gamo sobresaltado y rígido con ojos redondos, blancos y negros. Más leones, en posición erguida, luchando cuerpo a cuerpo con extraños y alargados guerreros que empuñaban lanzas sin mostrar el menor miedo en las líneas que formaban los ojos. «¿Cuánto? —preguntaban desde el tren—, ¿cuánto?».

«Déme un penique», decían los pequeños, que no tenían nada que vender. Los perros fueron a sentarse, muy quietos, debajo del vagón-restaurante, por donde el tren exhalaba un olor a carne guisada con cebolla.

Un hombre pasó bajo el arco de brazos extendidos que unían el negro grisáceo y el blanco en el intercambio de dinero por los ojos de mirada fija tallados en madera, por las tiesas patas de madera que sobresalían en el aire; pasó por debajo de voces y regateos, revisando las ruedas; pasó junto a los perros; levantó la cara frente al vagón-restaurante, donde vio los rostros detrás del cristal, bebiendo cerveza de dos en dos a ambos lados del florero que había en la mesa, con una flor pálida y marchita. Llegó al final, al vagón del revisor, donde los hijos del jefe de estación acababan de recibir dos barras de pan para su madre; y llegó a la locomotora misma, donde hablaban el jefe de estación y el maquinista, alzando la voz sobre el humeante lamento de la bestia en reposo.

El hombre les dijo algo, a gritos y en broma. Se volvieron riéndose, envueltos en un remolino de vapor. Los dos niños corrieron alocadamente por la arena aferrando el pan, cruzaron de un salto la verja de hierro y recorrieron el camino del jardín donde no crecía nada.

Los pasajeros se apartaron de las ventanillas del pasillo y entraron en los departamentos a coger dinero o a llamar a alguien para que echara un vistazo. Los que estaban sentados levantaron la vista: de repente, caras diferentes, enjauladas, encajonadas, aisladas después del contacto con el exterior. Había una naranja que a un picannin le gustaría… ¿Y el chocolate? No estaba muy bueno…

Una muchacha había cogido, de la caja de bombones, un puñado de esos dulces duros que a nadie le gustan, y se los tiró a los perros que estaban junto al vagón-restaurante. Pero las gallinas se abalanzaron sobre ellos y se los tragaron, con una rapidez y precisión increíbles, antes de que cayesen en el polvo, y los perros, un poco desconcertados, alzaron sus ojos pardos, sin esperar nada.

—No, déjalo —dijo la joven—, no lo compres…

—Demasiado caro, demasiado —negó con la cabeza y levantó la voz dirigiéndose al viejo, devolviéndole el león. Él lo sostuvo a la misma altura en que lo había recibido.

—No —dijo ella, sacudiendo la cabeza.

—¿Tres y seis? —insistió su marido en voz alta.

—¡Sí, baas! —rio el viejo.

—¿Tres y seis? —el joven no lo podía creer.

—Oh, déjalo —dijo ella.

El joven se detuvo:

—¿No lo quieres? —preguntó, poniendo una cara inexpresiva frente al viejo.

—No, no importa —dijo ella—, déjalo.

El viejo nativo, con la cabeza ladeada, los miraba de reojo, sosteniendo el león. «Tres y seis», murmuraba del modo en que los viejos repiten las cosas para sus adentros.

La joven retiró la cabeza. Entró en el departamento y se sentó. Por la ventana opuesta no se veía nada; arena y matorrales; un arbusto espinoso. Tras la puerta abierta, detrás de la figura de su marido de pie en el pasillo, estaban la estación, las voces, los animales de madera tambaleándose, pies corriendo. Siguió con la mirada la pequeña y graciosa cenefa de madera adornada con volutas que perfilaba el tejado del edificio de la estación; pensó en el león y sonrió. Aquel trozo de piel en torno al cuello. ¡Pero el gamo, los hipopótamos, los elefantes, las cestas, que ya rompían el envoltorio de papel de estraza debajo del asiento y en la red de equipajes! ¿Qué aspecto tendrán en casa? ¿Dónde los vas a colocar? ¿Qué significado tendrán lejos de los lugares donde los encontraste, lejos de la irrealidad de las últimas semanas? El joven de ahí fuera, él no forma parte de la irrealidad; ahora, él permanecerá para siempre. Qué extraño… en algún sitio se escondía la idea de que él, vivir con él, era parte de las vacaciones, de los lugares exóticos.

Fuera sonó una campana. El jefe de estación estaba apoyado en el último vagón, con la bandera verde enrollada y dispuesta. Unos cuantos hombres que habían bajado a estirar las piernas saltaron al tren, agarrándose a las plataformas, o simplemente subieron al estribo de hierro y se sujetaron a la barra; pero ya en el tren, a salvo del andén polvoriento, de la casa de hojalata, de la arena vacía.

El tren dio una sacudida. Se oyó un gruñido. Los bebedores de cerveza miraron a través del cristal como si no pudieran ver más allá. Detrás del mosquitero metálico, la mujer del jefe de estación seguía sentada dándoles la espalda, bajo el trozo de carne que se iba oscureciendo.

Se oyó un grito. La bandera se desplegó. Las juntas aún no estaban coordinadas, y el cuerpo segmentado del tren avanzó y volvió a retroceder, chocando contra sí mismo. Empezó a moverse; dejó atrás el edificio con volutas; los gritos de los nativos que corrían a su lado se alzaron en el aire como un chorro y volvieron a caer a distintas alturas. Rostros inexpresivos de mirada fija saludaron ebriamente y luego desaparecieron, interrogando por última vez las ventanillas.

—¡Aquí, uno y seis, baas!

Al igual que uno abre automáticamente la mano para recoger la pelota que le lanzan, un hombre hurgó desesperadamente en su bolsillo, sacó el chelín y los seis peniques y los tiró; el viejo nativo, jadeando, con sus esqueléticos dedos de los pies abriéndose sobre la arena, le arrojó el león.

Los picannins decían adiós con la mano, los perros se levantaron agitando el rabo, mirando al tren que se iba, dejando atrás las casuchas de barro, donde una mujer levantó la vista del humo del fuego, con la mano en la cadera.

El jefe de estación entró lentamente en el edificio de ladrillo.

El viejo nativo se quedó allí de pie, con la respiración hinchándole la piel sobre las costillas, los pies tensos y en equilibrio sobre la arena, sonriendo y moviendo la cabeza. En la palma de su mano extendida para recibir estaban el chelín y los seis peniques recogidos.

La cola ciega del tren se veía arrastrada, impotente, lejos de la estación.

El joven entró dando tumbos desde el pasillo, sin aliento. Sacudía la cabeza alegre y triunfante.

—¡Toma! —dijo, y agitó el león delante de ella—. ¡Uno y seis!

—¿Qué? —preguntó ella.

Él rio.

—Estaba regateando con él para divertirme. Cuando ya había arrancado el tren vino corriendo detrás… ¡Uno y seis, baas! Así que aquí tienes tu león.

Ella lo sostuvo alejado de su cuerpo, la cabeza con las fauces abiertas, los dientes puntiagudos, la lengua negra, el maravilloso collar de pelo frente a ella. Lo miraba con cara de no verlo, de ver algo diferente. Tenía la cara forzada en una mueca de desagrado, como un niño afligido. Las comisuras de su boca se alzaron nerviosamente. Muy despacio, con cautela, levantó un dedo y tocó la melena, en el punto donde se unía a la madera.

—Pero cómo has podido hacerlo —dijo.

Él se sobresaltó al ver la consternación de su cara.

—Por Dios —dijo él—. ¿Qué te pasa?

—Si querías esa cosa —dijo ella alzando la voz, que se quebró con la aguda impotencia de la ira—, ¿por qué no la compraste? Si la querías, ¿por qué no pagaste por ella? ¿Por qué no la aceptaste decentemente cuando él te la ofreció? ¿Por qué tuviste que esperar hasta que echó a correr detrás del tren para luego darle uno y seis? ¡Uno y seis!

Ella empujó el león hacia él, intentando obligarle a cogerlo. Él estaba atónito, con las manos colgando a los costados.

—¡Pero si tú lo querías! ¿No te gustaba tanto?

—Es un trabajo precioso —dijo ella ferozmente, como protegiéndolo de él.

—¡Te gustaba tanto! Tú misma dijiste que era demasiado caro…

—Oh, tú —dijo ella, desesperada y furiosa—. Tú… —arrojó el león sobre el asiento. Él seguía de pie, mirándola.

Ella volvió a sentarse en el rincón y, con la cara entre las manos, miró por la ventanilla, Todo daba vueltas en su interior. Uno y seis. Uno y seis por la madera y la talla y los tendones de las patas y la flexibilidad de la cola. La boca abierta así, y los dientes. La lengua negra, ondulante como una ola. La melena en torno al cuello. Pagar uno y seis por eso. El calor de la vergüenza subió por sus piernas y su cuerpo y le resonó en los oídos como el sonido de la arena cayendo. Cayendo, cayendo. Se quedó allí sentada, asqueada. Un cansancio, un mal sabor, el descubrimiento de un vacío, le aflojaron las manos, atrofia vacía, como si el momento no valiera la pena. Empezó a sentirse de nuevo como antes. Había creído que tenía que ver con estar soltera, sola, y pertenecerse demasiado a sí misma.

Se quedó sentada, sin querer moverse ni hablar, ni siquiera mirar algo, para que su estado de ánimo no se relacionase con nada, con ningún objeto, ni palabra, ni visión que pudiera repetirse y recordar el sentimiento… El polvo de hollín entró como granos de arena y le cayó en las manos. Su cuerpo permaneció en el mismo ángulo, de espaldas al joven sentado con las manos colgando entre las piernas abiertas, de espaldas al león, que había caído de lado en el rincón.

El tren se desprendió de la estación como si mudara de piel. Gritó al cielo, ¡ya voy, ya voy!; y tampoco esta vez hubo respuesta.