Las piernas delgadas, fuertes y huesudas de aquel hombre pasaban todas las mañanas a la altura de los ojos de quienes estaban tumbados, varados sobre la arena apelmazada y suave. Se hallaban felizmente lejos del remolino y de las luchas de la ciudad, contentos de estar allí tumbados, pero como estaban acostumbrados a saber la hora por la respuesta de sus nervios ante las diversas tensiones de la ciudad —los niños que lloraban en los pisos, los camiones que pasaban ruidosamente, las bicicletas que hacían sonar los timbres por la mañana temprano, los patinazos de los coches, el chisporroteo de los fritos y el ruido de los millares de insectos humanos que hablaban, caminaban y comían al mediodía—, la playa, libre de tensiones y moldeada únicamente por la marea, les daba un sentido de intemporalidad que, por mucho que se regocijaran mentalmente, inquietaba sus cuerpos, marcados por la costumbre, con una falta de tensión. Así, el sonido de sus pies al pisar la arena cercana, al pasar junto a sus cabezas, junto al ruido sordo de un hombre que respiraba por encima de unos pantalones enrollados y descoloridos, al subir por la playa y convertirse en la figura de un pescador indio, comenzó a ser algo que esperaban a diario. Sus idas y venidas dividían la mañana en tres: el breve lapso anterior a su aparición, el momento en el que de hecho pasaba, y la parte bastante más larga del cálido mediodía, después que se hubiese ido.
Al cabo de unas cuantas mañanas, comenzó a decirles buenos días, y al mirar hacia arriba descubrieron su rostro, una cabeza alargada con una bóveda reluciente y oscura rodeada de cabellos rizados, a la que daban mayor animación unas pinceladas toscas y llamativas de cabellos grises; la hermosa nariz curvada que con tanta generosidad han otorgado los dioses a los indios; los ojos negros y ligeramente inyectados en sangre por el sol; una boca ancha y musculosa sonriendo sobre los dientes fuertes e irregulares que sobresalían ligeramente, como los dientes de un animal. Pero eran sus piernas las que le daban a conocer; los pies oscuros y de piel opaca, con unos cuantos pelos negros sobre el dedo gordo; la larga caña de la pantorrilla ceñida por una piel suave y resplandeciente; el tirón de los tendones en el tobillo, como el tenso cordaje que controla el velamen de un barco.
Le miraban marchar con desgana, envidiosos de su vida de pescador, no porque ellos hubieran podido vivirla, sino porque encajaba dentro de su libertad veraniega. Le miraban con ese curioso respeto que la gente siente hacia quien ha impuesto una cierta distancia entre él y el resto del mundo.
—Es una buena vida —dijo el joven, aunque las palabras no reflejaban exactamente respeto.
—Me imagino… —dijo la mujer sonriendo. Le veía con su traje azul arrugado, llevando una botella de ginebra envuelta en papel marrón, un paquete de plátanos y el periódico de la tarde.
—Tiene una cara franca y simpática —dijo el joven—. No tendría esa cara si trabajase de camarero en el hotel.
Pero una mañana, cuando hablaron con él mientras pescada sábalos en la rompiente de las olas, allí delante, se enteraron de que, como ellos, estaba solamente de vacaciones, libre de una vida más complicada. Trabajaba a cinco o seis millas de distancia, en la refinería de azúcar, y estas eran sus dos semanas anuales de vacaciones. Las pasaba pescando, les dijo, porque eso era lo que le gustaba hacer los domingos. Sonrió con su sonrisa más amplia, levantando el mentón hacia el mar mientras lanzaba su anzuelo de cuchara resplandeciente contra la ola que se acercaba. Se quedaron allí, como niños, tirando el uno del otro hacia atrás mientras él lanzaba el sedal, acercándose para mirar con las manos a la espalda cuando él arrastraba los pescados planos y plateados e hincaba sus cabezas en la arena. Le hicieron preguntas y él contestó con una especie de satisfacción, como si diera por supuesta su posición de hombre diestro, de actor ante un público amable. Y le preguntaron animadamente, sintiendo que saber que él estaba de vacaciones también creaba una súbita intimidad entre ellos, como dos extraños que descubren un amigo común. El hecho de que fuera indio apenas les molestaba. Casi llegaron a olvidar que lo fuera. Y también eso, aunque no se dieran cuenta, les producía una despreocupación, un deseo de conversar alegre y desenfadadamente, de la misma forma que uno estira y mueve las piernas al sol después de haber estado metido en una habitación oscura y cerrada.
—¿Por qué no coges la cámara? —dijo la mujer, que comenzaba a ayudarle cuando él traía los peces. Y el joven se fue por la playa y volvió preparando su juguete con la seriedad del aficionado. Se arrodilló en la arena húmeda, que cedió bajo su peso con un crujido húmedo, intentando captar el destello de la destreza en el rostro del pescador. La mujer miró en silencio, mordiéndose el labio en ese instante en que la cámara se disparaba. Consciente, pero en modo alguno cohibido por ser el objeto de atención, el indio seguía pescando, y sonreía de vez en cuando, mostrando sus largos dientes.
Los lazos de su amistad se aflojaron evidentemente durante un momento, cuando al poner sus peces en la bolsa les preguntó con naturalidad:
—¿Quiere comprar uno para el almuerzo, señor?
De cuclillas, con un mechón de pelo moviéndosele de un lado a otro sobre la oreja, no pudo saber que algo se aflojaba por encima de su cabeza. Él quería vender algo. La decepción, lo mismo que un codazo prepotente en las costillas, les puso tensos durante un momento. Por supuesto, después de todo, él no era de su misma posición. Cambiaron ligeramente de actitud.
—Bueno, nosotros vivimos en el hotel, ¿sabe? —dijo ella. Cerró la bolsa y miró hacia arriba riendo.
—Por supuesto —sonrió moviendo la cabeza—. No podrían cocinarlo.
Como no demostró ningún embarazo, se encontraron más cómodos.
—¿Ha vendido alguna vez pescado al hotel? —preguntó el joven—. Veremos si es posible.
—No, la verdad es que no —dijo el indio—. Apenas vendo lo que pesco. Lo comemos casi todo allá arriba —indicó con las cejas las colinas, en las que resplandecían las cañas de azúcar—. Sólo vendo de cuando en cuando.
La chica sintió el desánimo de confundir un privilegio con una imposición.
—Ah, bien —le sonrió encantadora—, es una pena. De todas maneras, supongo que el hotel debe tener un abastecimiento regular.
—Es verdad —dijo él—. Yo sólo pesco en mi tiempo libre.
Se fue caminando con firmeza por la playa; sus fuertes pies dejaban huellas en la arena como las garras musculosas de un gran pájaro.
—Verá las fotos dentro de unos días —gritó la chica. Él se detuvo y se volvió sonriendo.
—Esto no es nada —dijo—. Espere a que coja algo grande. Quizá pronto pesque algo que valga la pena.
Era «su indio». Cuando llegaran a casa podría recordar esas vacaciones gracias a él, tal como se recuerdan unas determinadas vacaciones porque uno jugaba con un spaniel todos los días en la playa. Por supuesto, sería un spaniel sin nombre, sin dueño, una criatura divertida que no existía en la vida real al margen de aquellas vacaciones, y sin embargo vinculada con absoluta intimidad a las vacaciones. Y, al igual que un animal se hace más humano cada día, así tenía que cambiar cada día la calidad de su conversación con el indio; la sencilla relación pregunta-respuesta que semeja el golpeteo de una pelota de ping-pong y sirve muy bien con todos los inferiores, extranjeros y niños, se convirtió de repente en un juego (el indio era un hombre mayor y podría sonreír por ello). No sabían su nombre, aunque podían habérselo preguntado el primer día, y ya, de repente, se convirtió en algo imposible, porque él no les preguntó los suyos. Así que los ustedes, la tercera persona y el yo adquirieron la consistencia de los nombres propios y, a la vez, parecían ahondar su sentido de comunicación por el hecho de que no planteaban la objetividad que siempre tienen los nombres. Él les hablaba mucho de Johannesburgo, de donde creía que eran ellos, como si esa fuera su idea general de la vida urbana, y él sabía, por empatía, que eran gente de ciudad. Y aunque ellos no vivían allí, sino en algún lugar cercano, con una forma de vida más sencilla, le respondían como si fuera verdad. También hablaron un poco de su vida; o más bien de los procesos de la refinería de azúcar de la que dependía su vida. Les pareció fascinante.
—Si no estuviera de vacaciones haría lo necesario para que ustedes fueran a verlo —dijo pausadamente, con su manera habitual de tomarse tiempo, y luego, mirándoles de un modo directo, y sonriente, ladeó un poco la cabeza, de esa forma apesadumbrada y orgullosa con que se mira a dos niños simpáticos. Ellos respondieron a su cordialidad con una efusión juvenilmente cálida que emanaban como el sudor brota ante el miedo. «¡Es un hombre fascinante!», se decían, curiosos.
Pero en general hablaban de la pesca, del mar y del trozo de costa donde residían. El indio conocía el mar —en su casa, la pareja hubiera dicho que «lo amaba»—, y al mirarlo podía decir si el agua estaba caliente o fría, si estaba en calma o si alimentaba rencorosas corrientes, si la surcaban ondulaciones tranquilas o si sorbía la tierra con una feroz resaca. Él sabía, para ellos con la magia del zahori que siente el tirón del agua bajo tierra, dónde iban a estar los peces cuando el viento soplara del Este, cuando no soplaba en absoluto y cuando había nubes desde las colinas hasta el horizonte. Permanecía en las rocas resbaladizas con ellos y veía, como ellos, una gran llanura de agua agitada, vacía e insondable como el infinito; pero él veía debajo una vida dura y codiciosa, cuerpos gordos y relucientes que pasaban rápidamente y muy juntos por entre el verde oscuro, tentáculos como manos oscuras que palpan las rocas profundas. Decía, cuando pasaba junto a ellos con sus pantalones viejos y atiesados por la sal que parecían avergonzar a las ropas lavadas pacientemente con jabón y agua del grifo: «Esta mañana, allí, en las rocas más lejanas».
Le veían casi todos los días, pero siempre por la mañana. Por la tarde ya estaban hartos de playa, y querían jugar al golf en el campo intensamente verde que había entre cañas, tan altas como hombres, como si un peluquero hubiera afeitado sólo el centro de una abundante cabellera, o sentarse a leer las viejas revistas en el porche del hotel, cuyas ventanas estaban tan deslucidas por el salitre que mirar por ellas era como ver con los ojos opacos de un viejo. En la playa hacía mucho calor y además estaba lejos; un día, después del almuerzo, un hombre subió desde el mar y dijo al pasar junto a sus sillas: «Hay alguien que les busca ahí abajo. Un indio ha cogido un salmón enorme y dice que ustedes han prometido fotografiarlo». Se recostaron y se miraron mutuamente con una especie de aburrida pereza. Se sentían cansados y sin ganas, perdido el interés.
—Baja —le dijo ella—. Tienes que ir.
—Tenía que ser justamente después del almuerzo —dijo él, quejoso y sonriente.
—Oh, ve —insistió ella, la cabeza ladeada. No se movió, sino que permaneció recostada con la barbilla descansando sobre el pecho mientras él cogía la cámara y bajaba correteando por el empinado sendero, en medio de los matorrales. Ella se imaginó el salmón. Nunca había visto un salmón: sería rosado y poderosamente ágil; ¿de qué tamaño?, no se lo podía imaginar.
Un niño subió corriendo desde la playa, jadeante:
—Su marido dice —dijo poco a poco—, dice que debe bajar usted en seguida y que lleve la película. Está en el cajón pequeño del tocador, debajo de sus pañuelos.
Se levantó inmediatamente de su asiento, como si ya estuviera dispuesta a ir. El niño corrió delante de ella camino abajo, hasta la playa, deslizándose por el sendero pedregoso. Su marido le hacía señas incoherentes desde la arena, excitado como una bandera flameante. Como no le entendía comenzó también a correr.
—Así de grande —gritaba—. ¡Así! ¡Nunca he visto nada semejante! Debe pesar unos cuarenta kilos —sus manos abarcaban un considerable espacio en el aire.
—¿Pero dónde? —gritó impaciente; no quería que se lo dijera, quería verlo.
—Está en la playa, arriba. Ha ido a recogerlo. Me olvidé que la película se había acabado, así que cuando llegué aquí no pude usar la cámara. Tuve que volver y él me dijo que iba a arrastrarlo hasta aquí.
Sin embargo, no quiso irse de la playa para ir a buscar la película; quería quedarse allí para enseñar el pez a cualquiera que pasara: no podía resistir que lo vieran otros sin estar presente él, que era el primero que lo había visto.
Por fin, el indio dio la vuelta a la punta de la bahía; parecía un punto negro moviéndose a lo largo de la playa entre otras manchas negras arrojadas a la orilla por la marea, y a medida que se iba acercando adquiría forma, y luego, con más claridad, esta se dividió, otra forma se separó de la primera, y apareció un hombre que caminaba deprisa con un pez grande que le colgaba desde el hombro hasta los talones. «¡Oooh!», gritó ella con el nudillo del dedo índice metido entre los dientes. El paso del indio oscilaba, como si se tambaleara bajo el peso; sus antebrazos y manos, agarrando la boca del pez, se apoyaban, rígidos como cuchillos, contra su pecho. Del cogote ondeaban largos mechones de cabellos rizados y grises, arremolinados sobre la frente alta y reluciente que retenía el sol con un concéntrico borrón de luz sobre su prominencia abovedada.
—Ve y ayúdale —dijo la chica a su marido, avergonzándole.
Él permanecía allí, riendo orgullosamente, como un espectador que mira cómo entra el ganador en una carrera. Se dio cuenta de que tenía que haber ido.
—¿Tú crees? —dijo cuando ya iba andando.
Llegaron tambaleándose con el pez entre los dos, jadeando, y dejaron caer de cualquier manera el peso muerto del voluminoso animal, con un ruido sordo sobre la arena. Fue como si hubieran rescatado a alguien del mar. Se echaron hacia atrás para poder^ sentir el alivio de la carga y para que la tierra recibiera el cuerpo. ¡Pero qué animal más hermoso yacía allí! A través del polvillo de la arena brillaba como el nácar. Miraba con un ojo grande y redondo.
—¡Oh, límpiale la arena! —rio la muchacha—. Quiero verlo bien.
A pesar de estar agotado, él se debía al pez, así que, inmediatamente, el indio lo arrastró por la cola hasta la orilla, y le echaron agua por encima con las manos. El agua lo limpió, como limpia un trapo el polvo de un diamante; relumbró el magnífico pez, rígido y hermoso en su malla de escamas, despidiendo mil ópalos de color, con sus dos ojos brillantes y profundos, de una belleza dura y nítida que no ocultaba lo que podría ser un reproche por la muerte del animal; un rey de otro mundo, lo suficientemente grande como para derribar a un hombre, muerto, capturado, asombroso.
El niño se acercó y tocó un ojo con el dedo índice. Arrugó la nariz, sonriendo, y haciendo una mueca, levantó los hombros.
—¡No puede ver! —dijo alegremente.
La muchacha también probó: un ojo liso, firme, elástico como el ala de una mariposa, brillante bajo un cristal.
Todos permanecieron de pie, las miradas sobre el pez, que se movió muy ligeramente en la arena cuando una fina capa de agua se extendió con suavidad alrededor de su cuerpo y luego se retiró delicadamente. Varias personas se les acercaron por la playa. Algunos bajaron desde el hotel; los dos caddies negros dejaron el campo de golf. El interés se extendió como una red que recogiera varios peces exóticos, dispersos por aquel lugar de vacaciones, pese a rehuirse los unos a los otros en un gesto de celosa privacidad. Llegaron y se quedaron quietos y observando, tocando con la punta del pie a un verdadero pez sacado del mar. Los hombres intentaron levantarlo, expresando sucintas opiniones sobre su peso. Cien, setenta y cinco, decían convencidos. Nadie lo sabía a ciencia cierta. Era un pez magnífico. El indio, que quería aceptar los elogios con modestia, se ocupó de los detalles prácticos, explicando con afabilidad, igual que si citara un libro o la experiencia de otro, cómo había atrapado semejante pez y qué raro era pescarlo en aquella parte de la costa. Mantuvo su rostro inclinado sobre el pez, como un hombre que lucha contra las lágrimas delante de extraños.
—¿Muerde? ¿Muerde? —gritaron los niños metiendo las manos dentro de su rígida boca de labios blancos, chillando sin cesar.
—Ya está bien —dijo su madre.
—A veces se encuentra una hermosa piedra, aquí —el indio se puso en cuclillas, sin tocar al animal, pero indicando con su dedo pardo un lugar por encima del morro. Volvió la cabeza hacia la muchacha—: Si la encuentro en este, se la llevaré a usted. Hará una hermosa sortija —sonreía.
Alguien tendría que ponerse a sus espaldas para sujetarlo. Era exactamente de su misma altura; los otros lo comentaron con admiración. Ella sonrió, encantadora, sin mirar al pez. Entonces sacaron las fotos importantes: el indio con su pez.
—Un momento —dijo sorprendentemente, y sacando un peine del bolsillo se alisó cuidadosamente los cabellos ayudándose con la mano. Agarró al pez de un tirón, de las agallas, y lo levantó de la arena húmeda, y se hicieron varias fotos.
—¿Así? —seguía preguntando ansiosamente, mientras el joven le decía que se pusiera de tal forma o de tal otra.
Él permaneció de pie, tenso, como si se sintiera cohibido por la presencia invisible de un telón de fondo olvidado por algún fotógrafo.
—¡Sonría! —ordenaron el hombre y la muchacha a la vez, ansiosamente.
Y la visión de ellos, tan preocupados por su foto, liberó la sonrisa que tenía dentro, una sonrisa fuerte, ancha, de orgullo, que marcó los rasgos desiguales de su rostro —su nariz, delgada y fina; sus grandes y feos dientes de caballo; sus ojos negros y arrugados—, y dibujó audazmente el gesto de valor de todo un hombre.
Después de terminar con las fotos comenzó a decaer el interés; la atención de los espectadores, pronta a responder ante tal acontecimiento, derivó hacia sus intereses cotidianos. La admiración hacia el pez no podía mantenerse sólo en él; los comentarios se hicieron más generales y se dirigieron a historias oídas de otros pescadores, de otras experiencias insólitas. En cuanto al indio, había descuidado demasiado su pez en aras de su público. Por muy distinta que hubiese sido la experiencia, el pez no era distinto de los demás peces. Le preocupaba que estuviera bajo un sol abrasador y lo arrastró un poco mar adentro para que lo remojaran las olas. Las madres empezaron a pensar que el sol era demasiado fuerte para sus hijos y se marcharon con ellos, cada cual a su aire. Los otros les siguieron, hablando del pez y protegiéndose las cabezas con las manos. «Las dos y media», dijo alguien. El mar resplandecía en espejos rotos de luz hiriente.
—¿Cuánto cree que le pagarán por él? —preguntó el joven, metiendo lentamente la cámara en su funda.
—Cerca de dos libras diez. —El indio tenía las manos en las caderas, mirando al pez como si lo tasara.
¡Así que él pensaba venderlo!
—¿Tanto? —dijo la muchacha, sorprendida.
Con un movimiento pausado, deliberado, que demostraba que su valoración tenía que ver con el peso y no con el lucro, intentó coger el pez bajo el brazo. Pero todo su cuerpo se arqueó por el peso. Lo dejó deslizarse sobre la arena.
—¿Va a probar suerte en el hotel? —preguntó la joven, que esperaba algún sentimiento hacia aquel pez.
Sonrió, comprendiéndola.
—No —dijo complaciente—. Tal vez podría, pero no creo que lo quieran. Probaré suerte en otro lugar.
Sus palabras abarcaron vagamente la playa desierta, uno o dos pequeños chalés.
—Pero ¿en qué otro lugar? —insistió ella. Aunque sonrió, le irritaba ese hábito de otras razas tan dadas a esquivar las preguntas que uno les hace mediante vagas garantías de seguridad supuestamente ocultas pero inexistentes.
—Bueno, hay una casa de huéspedes en Bailey’s River. La patrona me conoce y suele agradecerme que le lleve pescado.
Bailey’s River era un pueblo cercano, a una milla de distancia por la playa.
—¡Pues les envidio el menú! —comentó la muchacha elogiándole de nuevo. Ella había retrocedido un poco en la arena, dispuesta a marcharse; extendió la mano para tirar de su marido.
—¿Cuándo veré la foto? —les preguntó el indio.
—¡Pronto, pronto, pronto! —se rieron. Y le dejaron de rodillas junto a su pez, riéndose con ellos.
—No sé cómo se las arreglará para llevar esa enormidad hasta Bailey’s —dijo el joven. Llevaba a su mujer cogida por los hombros.
—No es más que una milla —dijo ella.
—Sí, pero aun…
—Oh, son fuertes. Están acostumbrados —dijo ella, sacudiendo la arena de sus pies al llegar al camino.
Cuando volvieron al hotel les esperaba una sorpresa. Como si el embalse de su tranquilo retiro hubiera estado más lleno de lo que pensaban, más lleno de lo que podían aguantar, se encontraron de nuevo sumergidos en su antigua rutina, que fluía sin sentido y tan bulliciosa como siempre. Habían venido inesperadamente tres amigos de su ciudad a pasar las vacaciones en una granja situada a un par de millas tierra adentro. Habían venido de visita, como sin duda harían todos los días que les quedasen de vacaciones; y jugarían al tenis y harían comidas campestres, y por las tardes reirían en la terraza junto a una mesa atestada de botellas y vasos. Así que fueron arrancados de algo demasiado tranquilo y seguro, algo que sin duda les atraía, y volvieron la mirada atrás para descubrir de nuevo las viejas y conocidas costumbres. Enseñaron a sus visitantes la habitación del hotel y bajaron los escalones de piedra rota hasta el primer tee del pequeño campo de golf. Ansiaban, voraces, hacer uso de todo cuanto veían; se sentaban en las camas, se asomaban a las ventanas, comprobaron el tee y afirmaban que volverían con sus palos de golf a la mañana siguiente.
Después de unas cuantas copas, a la caída de la tarde, de pronto el joven y su mujer sintieron que hasta ese momento se habían aburrido olímpicamente, y que la intranquila necesidad de «pasar lo mejor posible» —el tiempo, la vida, las vacaciones, cualquier cosa— se despertó nuevamente en ellos. Cuando alguien propuso que fueran a Durban a cenar e ir al cine, se animaron.
—¡Todos a nuestro coche! —gritó la muchacha—. Vamos juntos.
Las mujeres fueron volando a la habitación a prepararse para el encuentro con la «ciudad» y, mientras los hombres las esperaban en la terraza, hablando juntos más sosegadamente, el sol se puso detrás del cañaveral, el mar, pálido y tranquilo, se diluyó en el horizonte y trocó las largas y rectas olas de ligera espuma en cristal sobre la arena, oscurecida en parte por las sombras. Cuando salieron con el coche por la polvorienta carretera, entre los árboles, se adentraron en las primeras sombras. Resaltaban los mojones blancos; cuando llegaron a la hondonada de la carretera donde corría el arroyo, vieron a alguien sentado en la roca que señalaba el lugar, y al frenar lentamente y pasar traqueteando, la figura se movió débilmente con un ligero sobresalto, antes de que pudiera atraer su atención. Iban conversando.
—¿Qué era eso? —preguntó una de las mujeres, sin mucho interés.
—¿Qué? —dijo el joven, frenando instintivamente.
—Sólo un viejo indio con un saco o algo por el estilo —interrumpió otro.
La mujer que iba en el asiento delantero, gritó:
—¡Es él, con el pez!
El marido frenó el coche, deslizándolo hacia un lado de la carretera; los faros quedaron mirando hacia arriba, entre los árboles. Se recostó mirando a su mujer, consternado.
—¿Pero qué habrá pasado? —dijo.
—¡No lo sé! —contestó en un tono más elevado, encogiéndose de hombros.
—¿Quién es? —preguntó alguien en el asiento de atrás.
—Un pescador indio. Hablamos con él en la playa. Hoy pescó un salmón enorme.
—Le conocemos bien —dijo el marido, y añadió dirigiéndose a ella—: Yo daría marcha atrás para ver lo que pasa.
Ella bajó la mirada hacia su bolso, y dijo:
—Vamos a llegar muy tarde si nos retrasamos.
—¡No tardaré!
Dio marcha atrás, irritado con ella o con el indio, sin saber bien con cuál de los dos. Salió dando un golpe con la puertezuela. Todos se volvieron intentando ver por la ventanilla trasera. El silencio se apoderó del coche; una mujer empezó a canturrear una melodía, que fue apagándose. La mujer dijo con una sonrisita:
—No vayáis a pensar que nos hemos vuelto locos. Este indio es realmente todo un personaje. Olvidamos contaros lo del pez. Ocurrió un poco antes de que llegarais. Todo el mundo estaba ahí mirándolo, la cosa más colosal que he visto. Y tomamos fotos de él con el pez. ¡Y también conmigo!
—Bueno, entonces, ¿por qué demonios está ahí sentado, con ese pez, como un tonto?
Ella se encogió de hombros.
—Cualquiera sabe —dijo mirando el reloj.
El marido apareció en la ventanilla; se inclinó misteriosamente hacia las caras expectantes, con un gesto inseguro de la mano.
—Ya no puede más —explicó con una risa nerviosa—. Pesa demasiado para llevarlo tan lejos.
Un poco detrás de él, la figura del indio permanecía vacilante, sosteniendo la forma larga y oscura del pez.
—¿Por qué no lo vendió? —preguntó su mujer, exasperada—. Y ¿qué podemos hacer nosotros?
—Llevarlo a casa como un recuerdo, por supuesto —dijo un hombre, satisfecho de su chiste.
Pero la mujer miró acusadoramente a su marido:
—¿No intentó venderlo?
Él hizo un gesto de impaciencia.
—Por supuesto. Pero ¿qué importa? Lo que ocurre es que no pudo vender esa maldita cosa y tampoco tiene fuerzas para llevarlo hasta casa.
—Y tú ¿qué quieres hacer? —su voz se alzo indignada—. ¿Quedarte aquí sentado toda la noche?
—Ssss —frunció el ceño el marido.
No dijo nada más. Los otros guardaron ese silencio extremadamente cortés propio de extraños que fingen no estar presentes en una discusión familiar. El silencio de su marido parecía obligarla a hablar.
—¿Dónde vive? —dijo ella con una resignada exasperación.
—Al lado de la carretera principal —dijo el marido.
Ella se volvió con una expresión exageradamente amable.
—¿Os molestaría mucho si lleváramos a este pobre hombre hasta su casa?
—No, no… por supuesto que no —dijeron apresuradamente.
—No tendremos tiempo de cenar —susurró alguien.
—Venga aquí; entre —llamó el joven por encima de su hombro; pero el indio seguía sin dar un paso, vacilante.
—¡El pez, ni hablar! —susurró rápidamente la mujer a su marido—. Pon el pez en el maletero.
Oyeron el crujido del maletero al abrirse y el golpe seco cuando lo cerraron de nuevo. Luego el indio quedó de pie junto al marido en la portezuela del coche. Cuando vio a la mujer, se apresuró a sonreír.
—Así que ese enorme pez le ha dado más problemas que beneficios —dijo ella.
Las palabras parecieron golpearle duramente; se le hundieron los hombros como si de repente se diera cuenta de su gran cansancio; sonrió y se encogió de hombros.
—Entre —dijo el marido con entusiasmo, abriendo la portezuela del asiento del conductor y metiéndose dentro. El indio vaciló al poner la mano en la puerta de atrás. Los tres que viajaban en el asiento no hicieron ningún movimiento.
—No, no hay sitio ahí —dijo la muchacha claramente, rompiendo la pausa—. Dé la vuelta y entre por delante.
Obedientemente, el pescador pasó por delante de los faros. Su rostro anguloso se recortó bajo la luz, y abrió la puerta al lado de ella.
Ella le dejó sitio.
—Así está bien —dijo cuando él se sentó.
Su presencia en el coche fue tan inesperada como si hubiera caído del cielo. Los pliegues de sus pantalones tiesos por el salitre produjeron un débil crujido al rozar contra el cuero del asiento; su vieja chaqueta de tweed, húmeda, olía a lana y se veía deshilachada.
Respiró honda y lentamente junto a ella. Esta continuó hablando con su aguda voz, preguntándole por su poca fortuna al intentar vender el pez.
—Este pez me ha dado más problemas que beneficios —dijo él moviendo la cabeza, y la joven no supo si repetía por casualidad lo que ella dijo o si repetía conscientemente sus palabras.
Sintió una fría puñalada de incertidumbre, como si no supiera lo que había querido decir o pudo querer decir. Nadie más hablaba con el indio. Su marido conducía el coche. Estaba furiosa con ellos por haberla dejado sola en todo aquello; la manera en que escuchaban los de detrás era tan ofensiva y evidente como sus miradas fijas.
—¿Qué hará con el salmón ahora? —preguntó con vivacidad.
—Probablemente lo regalaré a mis parientes —contestó él humildemente.
Cuando llegaron a una bifurcación, a poca distancia de la carretera principal, el indio levantó la mano y dijo rápidamente:
—Aquí es, muchas gracias —su mano esparció al aire un tufo de pescado. El coche se deslizó a un lado de la carretera, abrió la puerta y salió.
Permaneció de pie, como si su cuerpo siguiera manteniendo la postura que había asumido con cuidadosa disciplina en el coche: la cabeza gacha, las manos encogidas, como si sostuviese una gorra, fijo allí, mientras caras borrosas le observaban desde el coche. Parecía extrañamente desvalido mientras el marido abría el maletero y sacaba el pez con esfuerzo.
—Debo agradecérselo mucho —dijo muy serio—. Debo agradecérselo.
—No hay de qué —el marido sonrió arrancando el coche con estruendo. El indio dijo algo más, pero el ruido del motor lo ahogó. La muchacha le sonrió a través de la ventanilla, pero no volvió la cabeza al alejarse.
—¡En qué líos nos metemos! —dijo extendiendo la falda sobre el asiento. Movió la cabeza de un lado a otro y lanzó una gran carcajada—: ¡Qué lástima! ¡Pobrecillo! ¿Qué puede hacer con ese pez maloliente?
Y como si sus palabras hubieran tocado alguna cuerda histérica, todos empezaron a reír, y ella con ellos. Rio hasta llorar, y balbuceó:
—Pero ¿qué he dicho? ¿Por qué os estáis riendo de mí? ¿Qué he dicho?