Tenía veintiséis años, estaba muy sano y pronto se encontró con fuerza suficiente para que le sacaran en su silla de ruedas al jardín. Como todos, tenía una grande y curiosa fe en el jardín. «Bueno, pronto te levantarás y te sentarás ahí fuera en el jardín», le dijeron, mirándole con simpatía, con pequeños movimientos comprensivos de cabeza. Sí, pronto estaría fuerte… en el jardín. Era un jardín grande, cerrado por unos abetos viejos, oscuros, sedosos, aguzados, y él podría sentarse aislado, a la sombra de su follaje escalonado. Tenía la sensación de que allí, en el jardín, llegaría a un entendimiento; que allí le sería más fácil. Tal vez alentara en ello la vieja idea del Edén; el frágil ser humano hace las paces consigo mismo ante la presencia impersonal y apaciguadora de los árboles, la hierba y la tierra, antes de salir a mostrarse a los ojos del mundo.
La primera vez resultó muy extraño; su esposa le llevó por el sendero de grava bajo el sol y la sombra, y se sintió exactamente como cuando era un niño pequeño y se agachaba y daba la vuelta para mirar el mundo al revés, por entre sus tobillos. Todo era vasto y abierto, el cielo, el viento que soplaba sobre el césped oscilante y trémulo, las flores que se movían como si negasen con vehemencia. El movimiento…
Un primer golpe de brisa volvió a levantar el flojo y abolsado velamen de su ser; sintió que se combaba suavemente, tan suavemente que pudo sentir de algún modo que algo se hendía en su interior.
Así pues, ella le llevó empujándole con fuerza y no muy bien, con sus brazos delgados y hermosos, pero a él no se le hubiera ocurrido decir ni palabra por la forma en que lo hacía, ni insinuar siquiera que una enfermera lo haría mejor, porque sabía que eso le dolería, y cuando llegaron a un lugar que a él le gustó, puso el freno a la silla y le acomodó allí para pasar la mañana. Esa fue la primera vez, y ahora se sentaba allí todos los días. Leía mucho, pero su atención quedaba en suspenso de cuando en cuando, súbita y apremiante, por el hueco que había bajo la manta donde una pierna estaba allí, en su sitio, y a su lado, la manta caía flácida. Luego, mirando, se daba cuenta de que su pierna no estaba allí; la sentía desvanecerse, desde los dedos del pie hasta el muslo. Se daba cuenta de que no tenía pierna. Al cabo de unos minutos volvía a la lectura. Nunca dejaba que le alcanzase una comprensión plena; se permitía darse cuenta físicamente, pero no dejaba que esa sensación le dominara. Sentía que le presionaba, que venía, oscura, aplastante, a punto de estallar; pero siempre retrocedía, en el último momento, para volver a su libro. Ese era su sistema; así se había propuesto hacerlo. Consentía que se acercara extremadamente cerca, una y otra vez, dispuesta a atraparla allí, a solas en el jardín, y una y otra vez la rechazaba en el último momento. Lentamente se convertiría en hábito, cobraría la fuerza tranquilizadora del hábito. Se convertiría en hábito el no llegar al punto de darse cuenta de que nunca se daría cuenta de ello. Y un buen día descubriría que había conseguido su propósito: se sentiría como si hubiera estado siempre así. Luego, pasaría el peligro definitivamente.
Al cabo de una o dos semanas ya no tenía que leer a todas horas; podía dejar el libro y mirar alrededor, ver moverse sedosamente los abetos como el pelo liso y fino de un niño al viento, ver los pajaritos que andan por la cuerda floja de los cables del teléfono, ver al viejo y gordo palomo perseguir a sus refinadas y patricias hembras grises, zureando con lujuria. Su esposa venía y se sentaba con él, cosiendo, y a veces hablaban, pero con frecuencia pasaban las horas sentados, la mañana entera; los movimientos de ella en su quehacer, breves y discretos como los de los pájaros; él echaba la cabeza hacia atrás y miraba el borrón del cielo a través de los ojos semi-cerrados. De vez en cuando, los ojos de ella, habitualmente vueltos hacia su interior, captaban la señal de cualquier pequeño acontecimiento, un punto de color en el jardín, y, acto seguido, su risa o exclamación con la que procuraba hacérselo notar, y despejar así, de súbito, el silencio. A las once, ella se levantaba, dejaba su costura e iba a la casa a recoger la bandeja del té; caminaba despacio bajo el sol, por el sendero, con facilidad, más fortalecida por el sol que por sus propios músculos. La miraba irse… Se estaba curando. En la estática cualidad de su mirada, en el sentimiento de sosiego de su boca, en la palma de la mano descansando hacia arriba, notaba un fortalecimiento…
Un día, una langosta pasó zumbando secamente junto a la cabeza de su esposa, y ella se levantó de un salto, gritando, tirando la costura. Se echó a reír mirándola mientras ella se agachaba para recogerla, temblorosa. Se fue a la casa a buscar el té y él comenzó a leer. Pero pronto dejó el libro y, bostezando, se fijó en una madeja de algodón de color rosado, que ella no había visto, caída en un rosal. Se sonrió al recordarla y luego se fijó en una cara diminuta y curiosa, de viejo, que le miraba sin quitarle ojo, con una especie de temor hipnótico. Allí, absolutamente paralizada por el miedo, bajo su mirada, estaba agazapada una langosta muy grande. ¡Qué rostro tan gracioso tenía aquella cosa! Un rostro largo y lúgubre, que parecía sugerir una cabeza calva y una boca triste. Parecía un personaje de una película de dibujos animados de Disney. Se movía ligeramente, mirándole aún con miedo. Extraño cuerpo encapsulado en una especie de armadura anticuada y chirriante. ¡No se había dado cuenta hasta entonces de qué insectos tan ridículos eran las langostas! Bueno, naturalmente no; aparecen como una plaga, colectivamente, como un todo, y nadie se para a mirar sus rostros.
Pero este, desde luego, era curiosamente humano y hasta expresivo, aunque al mirar el cuerpo pensó que, en realidad, a eso no se le podía llamar cuerpo. El parentesco de aquella criatura con los seres humanos terminaba en el rostro. El cuerpo era papel fino desplegado sobre un armazón hecho de cerillas, como el avión casero de un chiquillo. Y no podía pensar en las patas como si fueran verdaderas patas traseras aserradas, más bien parecían piezas de una vieja grúa, y las delanteras, como las horquillas de su mujer, estaban dobladas en dos. Y en aquel momento, el animal levantó levemente una de las patas delanteras y se la pasó temblando sobre la cabeza, haciendo bajar suavemente la antena izquierda. Al igual que un hombre que saca un pañuelo y se lo pasa por la frente.
Comenzó a sentir un enorme interés por el bicho, y se inclinó en su silla para observarlo más de cerca. El bicho se percató de su presencia; bajo sus costados tiesos y chapeados, le sorprendió ver las pulsaciones de un corazón. Con qué rapidez respiraba… Se alejó un poco para asustarlo menos.
Mirándola con detenimiento e intentando pasar inadvertido, sin moverse, fue consciente de que en la cosa se estaba produciendo una lucha. Parecía hacer un esfuerzo de concentración muscular: esa fuerza coordinada pasó por su cuerpo en una especie de temblor que disminuía lentamente y terminó con un estremecimiento en la parte de arriba de las grandes patas traseras. Pero la langosta se quedó donde estaba. Varias veces le atravesó esa oleada de esfuerzos para desaparecer acto seguido, pero la vez siguiente dio por sorpresa unos cuantos pasos tambaleantes e inseguros, y su tren de aterrizaje, también como el de un avión, se arrastró por la tierra.
Luego el animal se posó, cayendo sobre un costado, las antenas vueltas hacia él. Tanteó con las patas, buscando un asidero en la tierra blanca, doblando sus articulaciones y esforzándose. Con un impulso, se enderezó y en ese momento vio —al inclinarse de nuevo hacia delante— lo que ocurría. Era el mismo problema. Su problema. El animal había perdido una pata. Sólo le quedaba la alargada parte superior de la izquierda, con una abertura redonda y clara donde, sin duda, encajaba la otra sección de la pata.
Mientras miraba a la langosta, que se esforzaba una y otra vez en aquella concentración de músculos, agotándose una y otra vez en enviar un mensaje que nunca era obedecido, supo exactamente lo que sentía el animal. ¡Claro que conocía ese sentimiento! La absoluta certeza de que la pierna estaba ahí, lo único que tenía que hacer era levantarla… La parte superior de la pata de la langosta vibraba, se levantaba, luego ¿por qué no podía andar? Lo intentó de nuevo. El mensaje llegó, pasó por ella, la pata se alzó, estaba lista ¡ya! La parte que quedaba permaneció en el aire, sin nada, nada en que apoyarse.
Se rio y movió la cabeza: Sabía… Por Dios, sabía exactamente cómo; llamó hacia la casa:
—¡Ven rápido! ¡Ven a ver! ¡Aquí tienes otro enfermo!
—¿Qué? —gritó ella—. ¡Estoy haciendo el té!
—¡Ven a ver! —gritó él—. ¡Ahora!
—¿Qué es? —preguntó ella, acercándose a la langosta con repugnancia.
—Tu langosta —dijo él.
Ella se apartó de un salto, dando un chillido.
—No te preocupes, no puede moverse. Es tan inofensiva como yo. ¡Debiste arrancarle la pata al golpearla!
Se reía de ella.
—¡Oh, no fui yo! —dijo en tono de reproche. Le parecía repugnante, pero más repugnante aún le parecía hacer daño a nadie—. No la toqué. Le di al aire. No es posible que la haya golpeado, que le arrancara la pata.
—Está bien, como quieras. Debe ser otra langosta. Pero de todas formas ha perdido la pata. Debes observarla… No sabe que su pata ya no está ahí. Dios, sé exactamente cómo se siente uno así. La he estado mirando y de verdad es increíble. ¡Me doy cuenta de que se siente igual que yo!
Ella sonrió, mirando de reojo; parecía repentinamente contenta por algo. Luego, volviendo en sí, avanzó, inclinada, las manos en las caderas.
—Bueno, si no puede moverse —dijo ella, inclinándose más.
—No tengas miedo —dijo él—. Tócala.
—Ah, la pobrecita —dijo reteniendo el aliento compasivamente—. No puede andar.
—No la animes a compadecerse de sí misma —le dijo tomándole el pelo.
Miró hacia arriba y se rio.
—Ah, eres… —dijo ella evitando una respuesta directa, frunciendo el ceño. La langosta seguía con su rostro tonto y solemne vuelto hacia ella.
—Qué lástima, parece un viejecillo —dijo ella—. Pero ¿qué le va a pasar?
—No lo sé —dijo él, pues, como corría la misma suerte, eso le absolvía de responsabilidad o de misericordia—. A lo mejor le crece otra. A los lagartos les salen colas nuevas, si las pierden.
—Ah, los lagartos —dijo ella—. Pero a estas no. Me temo que la va a coger el gato.
—Manda que le hagan una sillita. Podrás sacarla de paseo aquí, conmigo.
—Sí —se rio ella—. Sólo que tendría que hacerle una especie de carrito con ruedas.
—O a lo mejor le pueden enseñar a usar muletas.
Estoy seguro de que a los granjeros les gustaría saber que seguía en actividad.
—¡Pobrecita! —dijo ella inclinándose de nuevo sobre la langosta. Y retrocediendo a algún momento de su infancia, tomó una ramita y rozó muy suavemente a la langosta.
—Qué extraño que hasta sea la misma pata: la izquierda.
Volvió la cabeza hacia él y sonrió.
—Lo sé —dijo él moviendo la cabeza—. Los dos… —y luego, sonriendo, volvió a decir—: Nosotros dos.
Ella se rio y, justamente al mover la rama con más fuerza de lo previsto, la tocó y hubo como un repentino crujir de papeles, y la langosta se alejó volando.
Se quedó con la rama en la mano, recuperándose del miedo, y preguntó acobardada como una niña.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado?
Hubo un momento de silencio.
—No seas tonta —dijo él, irritado.
Habían olvidado que las langostas pueden volar.