INTRODUCCIÓN

«Después de seleccionar y ordenar estos cuentos, el editor me ha pedido que anteponga algún tipo de introducción. Si aparecieran por vez primera quizá hubiera rechazado esta invitación, pero todos han sido ya editados y algunos reeditados, y por tanto han pasado su período de prueba. Lo que yo puedo decir sobre ellos no cambia lo que otros han dicho, ni aumentará ni disminuirá la posibilidad de que sean leídos: eso depende de los propios relatos».

Las palabras son de William Plomer, pero su actitud es tan parecida a la mía que no dudo en izar esta declaración en el mástil de este libro. William Plomer no sólo escribió unos cuantos relatos que se han convertido en clásicos, sino que sintió un especial interés y fascinación por el relato breve en sus más diversas formas. Su código me parece válido para mí y para todos nosotros. Voy más allá: si el relato no consigue comunicar lo que el escritor quiere comunicar, sin que importe cuándo lo haya escrito, ninguna explicación posterior puede cambiarlo. Por el contrario, si el relato está logrado, la forma condescendiente con que el escritor lo mira después, como algo que ahora podría hacer sin ningún esfuerzo pero que ya no le interesa seguir haciendo, no le resta méritos.

He escrito estos relatos a lo largo de treinta años.

He intentado influir en la opinión o en el placer de los lectores, pero sólo eligiendo unas historias y excluyendo otras. En este sentido, supongo que he «reescrito», he impuesto una cierta forma, moldeada por la visión retrospectiva, sobre el conjunto de esta selección. Todo lo que uno escribe forma parte de un único relato completo en la medida en que un escritor intenta construir la pauta de su percepción a partir del caos. Para dar un sentido a la vida: ese relato en el que todo, novelas, cuentos, los falsos inicios, lo inconcluso, lo abandonado, tiene un lugar significativo, que será completado con la última frase escrita antes de morir o antes de que la imaginación se atrofie. En cuanto a la visión retrospectiva como crítica válida, me doy cuenta de que no es algo inamovible, sino que representa mi esfuerzo constante y variable para enseñarme a mí misma cómo hacer con las palabras una forma total, sea cual sea el contenido que yo elija. Esto lo entendí con claridad al volver a leer mis cinco libros de relatos, y comprobé que algunos los he seguido escribiendo una y otra vez durante toda mi vida, no tanto porque traten de temas obsesivos, sino porque he encontrado otra manera de enfocarlos; porque esperé tener la revelación de nuevas percepciones a través de las diferentes técnicas que estas exigían. Busqué a tientas ese toque que hiciera saltar el resorte que separa la apariencia de la realidad. Si hubiera tenido que hacer una selección de mis relatos a lo largo de cinco años, habría hecho una selección diferente, a la luz de lo que hubiera aprendido sobre esas cosas por entonces. Mi «visión retrospectiva» se hubiera basado en los relatos que se aproximasen más a lo que he ido aprendiendo recientemente. Eso es inevitable.

¿Por qué escribir relatos?

Esa pregunta implica otra más amplia: ¿qué le lleva a uno a escribir? Ambas han sido contestadas por los expertos que estudian a los escritores como fenómenos psicológicos y sociales. Es más fácil y consolador ser explicado que intentar explicarse uno mismo.

Ambas han recibido también toda clase de respuestas por parte de muchos escritores; respuestas erradas, como posiblemente lo sea la mía. (Si se descubre exactamente cómo se camina por la cuerda floja, ¿se caería uno de inmediato?). Algunos han vivido —o muerto— en contradicción con sus teorías; Ernest Hemingway dijo una vez que escribimos en los libros acerca de nuestras enfermedades, y se mató. Por supuesto, descubro que estoy de acuerdo con esos escritores cuyas teorías coinciden, al menos en parte, con las mías. Lo que se experimenta como soledad (a la que se tilda con demasiado apresuramiento de alienación), se considera, por lo general, como una condición común que lleva a convertirse en escritor. Octavio Paz habla de la «doble soledad», como intelectual y como mujer, de la famosa escritora hispanoamericana Sor Juana Inés de la Cruz. Habiéndome criado en Sudáfrica, en una ciudad dedicada a la minería del oro, siendo parte de la minoría blanca, mi particular soledad como intelectual por vocación era tan completa que ni siquiera fui consciente de ella: el concepto de «intelectual» que conocía por mis lecturas pertenecía de un modo tan claro al hemisferio septentrional como la nieve en Navidad. Ciertamente debía de haber otras personas que eran intelectuales, pero sin duda aceptaban su aislamiento con demasiada filosofía como para hacer una llamada de la que difícilmente podían esperar respuesta, y menos aún pensar en atraer a un acólito. En cuanto a la soledad específica de mujer e intelectual, he de decir con sinceridad que mi femineidad no ha constituido para mí ningún tipo especial de soledad. Desde luego, en aquella pequeña ciudad cercada por los vertederos de las minas, nacida exiliada del mundo de las ideas europeas, ignorante de que tal mundo existiera entre los africanos, mi única e inocente conexión con la vida social de la ciudad (en el sentido de que yo no fingía ser lo que no era, ocultando siempre las actividades de la mente y la imaginación que pueden ser sospechosas, y que por tanto hay que encubrir) se dio a través de mi femineidad. Cuando era adolescente, al menos sentía la misma atracción sexual que los demás, era una forma de comunión que podía compartir. La melena de Rapunzel es la perfecta metáfora de dicha femineidad: a través de ella era capaz de expresarme y vivir con el cuerpo, con los demás, al igual que a solas, con la mente. Ser joven y estar al sol; mi experiencia en eso fue similar a la de Camus, aunque no entrase en ello tan plenamente como él; yo no jugaba al fútbol…

En cualquier caso, pongo en duda la existencia de una soledad específica de la mujer como intelectual cuando esa mujer es escritora, porque en lo que concierne a su facultad de escribir, todos los escritores son seres andróginos.

La diferencia entre alienación y soledad tiene que estar suficientemente clara. Las necesidades de los escritores en ese sentido son menos claras y desde luego peor entendidas y con menos honradez hasta por ellos mismos. Algunas formas de soledad (hay escritores de los que se dice que la encuentran en un café lleno de gente o, menos románticamente, entre las cucarachas de la cocina familiar, por la noche; otros, en una cabaña en el bosque) son condición para la creación. Inevitablemente viene la forma írtenos seria —¿decimos profesional?— de la alienación. Es muy distinta de la seria ruptura psíquica entre el escritor y su sociedad que se ha producido en la Unión Soviética y Sudáfrica, por ejemplo, y de la que no hablaré aquí, ya que exige estudio aparte.

Creo —de hecho, sé, y son muy pocas las cosas sobre las que me gustaría dogmatizar con respecto al tema de escribir— que los escritores necesitan soledad, y buscan a diario, en su vida laboral, cierto tipo de alienación. (Y recuérdese que ni siquiera son conscientes de cuándo están trabajando y cuándo no…). La capacidad de observación por encima de lo normal supone un extraordinario distanciamiento, o más bien un doble proceso, una preocupación e identificación excesivas con las vidas de los demás y al mismo tiempo un monstruoso desinterés. No en vano la identificación conlleva la ocultación y la privacidad como lealtades superficiales hacia uno mismo, mientras el desinterés supone una fidelidad más incómoda (hacia la verdad de lo que uno es) a la revelación y al desvelamiento. La tensión entre mantenerse al margen y estar plenamente comprometido: eso es lo que hace a un escritor. Por ahí se empieza. La validez de esta dialéctica es la síntesis de la revelación; si la conseguimos, o incluso aunque sólo lo intentemos, ya tendremos una justificación moral y humana para nuestros actos.

Aquí me refiero a una acusación con la que se enfrentan todos los escritores: que «usamos» a la gente, o más bien sus vidas. Claro que lo hacemos. Como inconscientes y eternos oyentes furtivos y observadores curiosos, nada humano es ajeno a la imaginación y a la intuición peculiar, para las cuales todo es susceptible de ser anotado. Yo he escrito desde la perspectiva de las vidas «reales» de otras personas; lo que yo he escrito representa otras alternativas al desarrollo de una vida tal como estaba formulada antes de que yo la encontrara y tal como continuará siendo cuando la pierda de vista. Un escritor ve en tu vida lo que tú no ves. Por ello, las personas que se reconocen como «modelos» de tal o cual personaje de un relato protestan con un tono de triunfo, «no fue así en absoluto». Piensan que ellos lo saben mejor; pero ¿y si el novelista o el autor de relatos lo sabe mejor? La ficción es una manera de explorar las posibilidades de la vida que en el curso de nuestra experiencia no nos atrevemos ni a imaginar.

También hay quien piensa, y se complace o pretende escandalizarse, que los escritores únicamente escriben sobre sí mismos. Sé que he utilizado mi propia vida de la misma forma que he utilizado la de otros: los acontecimientos (las emociones también son acontecimientos del espíritu) señalan las salidas y entradas de una madriguera, donde muchos de los túneles conducen a la oscuridad, pero uno de ellos puede desembocar muy lejos de esta. Lo que emerge casi siempre es un destino alternativo, que está ya latente en lo que «realmente» ha ocurrido.

¿Cómo puede el que escucha a escondidas, el observador, el husmeador, ser el prototipo? Los relatos de este volumen están escritos entre los veinte y los cincuenta años. ¿Dónde estoy yo en ellos? Me busco. En el mejor de los casos, al leerlos por primera vez en muchos años, veo mi propia sombra moviéndose en la pared, por detrás de ciertos relatos. Puedo intentar recordar qué acontecimiento significativo fue el que proyectó allí mi sombra. La «verdad» del relato, o su ausencia de «verdad», no está en relación directa, ni depende siquiera de ese acontecimiento ya perdido.

Pero parte de la «verdad» de esos relatos depende de la fidelidad a otra serie de acontecimientos ya perdidos: los cambios en las actitudes sociales tal como se presentan en los personajes y en las situaciones. Quise ordenar la selección en una secuencia temporal, desde el primer libro de relatos hasta el último, simplemente porque al leer estos relatos disfruto siguiendo el desarrollo de un escritor. Luego descubrí que ese orden tenía otra lógica que complementaba a la primera. El orden cronológico resulta ser histórico. El cambio en las actitudes sociales, inconscientemente reflejado en los relatos, representa tanto el cambio de la gente en mi sociedad —es decir, la historia— como mi aprehensión de ese cambio; al escribir actúo sobre mi sociedad, y según mi forma de aprehensión, la historia está siempre actuando sobre mí.

La muchacha blanca de «¿No hay otro lugar donde podamos encontrarnos?», cuyo primer encuentro consciente con un negro es el encuentro entre una víctima y su atacante, una relación primaria donde las haya, está a varios años y un libro de distancia de la muchacha de «El olor de la muerte y de las flores», que experimenta lo que para su generación era el equivalente al éxtasis religioso en la camaradería con los negros de la resistencia pasiva. Ambas muchachas blancas están a veinticinco años y varios libros de distancia de los blancos de «Casa abierta» y «África emergente», que experimentan el colapso del liberalismo blanco. La humilde sirvienta negra que se lamenta de forma fatalista en «¡Ay de mí!» (uno de mis primeros relatos), nunca podría haber aparecido en mis escritos de la época en que, varios libros más tarde, en «Seguro que algún lunes», el joven refugiado político negro, que espera recibir entrenamiento militar en el exilio, vuelve a una Sudáfrica gobernada por una mayoría negra. Hasta la propia lengua cambia de un libro a otro: «nativo» se convierte en «africano», luego en «negro», porque esos usos[1] han sido adoptados, al cabo de tres décadas, por sudafricanos de diversas opiniones, con frecuencia en diversas etapas. Por ejemplo, el viejo afrikaner de «En el extranjero» (un relato reciente) sigue hablando con bastante naturalidad de los «nativos», mientras que para los blancos de habla inglesa, el uso del término «africano» se ha generalizado y ya ni siquiera indica, como ocurría hace diez años, que el hablante muestre su coloración política liberal si no izquierdista. El uso del contundente término «negro» es ahora lo contrario de peyorativo o insultante: desde luego, es la única de todas las palabras genéricas que no les ha sido impuesta, pues la han escogido los propios negros. (Aunque no todos, en particular los más viejos y conservadores, se sienten contentos con ella). Su adopción por parte de los blancos tiene un tono que está un poco a la izquierda del liberal, pero mucho más significativo es el hecho de que los blancos adopten un término de uso negro.

Lo que intento decir es que muchos de esos relatos no podían haber sido escritos antes o después de lo que lo fueron. Si hubiera podido alterar el orden de los relatos de esta selección sin que fuera evidente, a mí, como escritora, me hubieran parecido falsos.

Lo que intento decir, pues, es que en un cierto sentido el escritor es «escogido» por su tema, siendo su tema la conciencia de la propia época. La manera de abordar esto es para mí el fundamento del compromiso, aunque «compromiso» se entienda habitualmente como el proceso inverso: una selección por parte del escritor de un tema determinado, conforme a la racionalización de sus creencias ideológicas y/o políticas.

Mi tiempo y mi espacio son el África del siglo XX. Nacida en ella, inmersa en ella, la primera forma en que me expresé fue el relato. Ahora escribo cada vez menos relatos y más novelas, pero no creo que vaya a dejar de escribirlos. ¿Qué es lo que hace que un escritor vaya de un género a otro? ¿Qué diferencia hay entre ellos?

Nadie ha conseguido definir el relato de forma que satisfaga a quienes lo leen y a quienes lo escriben; no seré yo quien lo intente, y mucho menos aquí. A veces me pregunto si no se debe decir sin rodeos: ¿no es el relato una forma de ficción suficientemente breve para leerlo de una sentada? No, eso nadie lo encontraría satisfactorio, y yo menos que nadie. Creo, desde luego, que hay una clave para saber por qué los escritores eligen como forma expresiva el relato breve: tanto si se cuenta o no una historia, en el sentido externo o interno, tanto si es una narración abierta o cerrada, claramente un relato es un concepto que el escritor puede «aprehender» plenamente realizado en su imaginación, de una sola vez. En comparación, una novela está en juego en todo momento y hay que apropiársela etapa por etapa; es imposible retener, de una sola vez, la proliferación de conceptos que finalmente se utilizan. Por esa razón, no entiendo cómo nadie puede suponer que se hace una elección consciente, después de saber qué se quiere escribir, entre escribir una novela o un cuento. Un relato sucede, en el sentido imaginativo del término. Escribirlo es destilar, a partir de una situación vivificante —en el mundo externo o interno—, la gota de sudor, lágrima, semen, saliva que hará arder la página.

Abril de 1975.